El recibidor del hotel estaba muy iluminado y en una esquina había una maceta gigantesca con palmeras.
Nos dirigimos al baño y me puse de nuevo los pendientes. Nos lavamos las manos y nos las secamos en un secador de aire caliente; nos resultó tan divertido que volvimos a lavárnoslas para poder usar el secamanos otra vez. Salimos del aseo y yo seguí a Baba a través del vestíbulo hasta la sala del bar. Había mucha gente en las mesas, gente que bebía, charlaba y coqueteaba. Todo el mundo aparentaba refinamiento y compostura bajo las luces rosadas, y en nada se asemejaban sus rostros a los de los hombres que iban a beber a la taberna de Jack Holland. Me habría gustado que estuviésemos allí sólo para tomar algo las dos solas, observar a la gente y admirar las alhajas que lucían algunas mujeres.
Baba se puso de puntillas y vi que saludaba alegremente en dirección a una de las mesas de las esquinas. Caminamos hacia allí; yo avanzaba con paso inseguro en lo alto de mis zapatos de tacón.
Se levantaron dos hombres de mediana edad, y Baba nos presentó. No me enteré de quién era quién, pero tanto uno como otro me parecieron muy poco atractivos, aun alumbrados por aquella luz tan favorecedora. Ya habían tomado unas cuantas copas, y sobre la mesa reposaban los vasos vacíos.
—Me he enterado de que tú también eres estudiante —dijo el hombre canoso. El de pelo negro estaba piropeando a Baba por su buen aspecto, así que supuse que aquél debía de ser Reginald y el que acababa de dirigirme la palabra, Harry.
—Sí —respondí yo.
Me había sentado en el filo de la silla, como si la araña que pendía sobre mi cabeza fuera a desplomarse de un momento a otro. Era una lámpara muy bonita, mucho más que la que había en el centro de la sala.
—¿Y qué estudias?
—Filología —dije sin pensar.
—Vaya, qué interesante. Yo tengo un don especial para nuestra lengua. De hecho, tengo mi propia teoría sobre los sonetos de Shakespeare.
Justo entonces se acercó un chico a preguntar qué íbamos a tomar.
—Ginebra rosa —pidió Baba, imitando la voz de una niña pequeña para flirtear con Reginald.
—Lo mismo para mí —dije yo.
El camarero pasó la bayeta por el tablero de cristal de la mesa y se llevó los vasos vacíos. Cuando regresó con las bebidas, ninguno de los dos se ofreció a pagar al principio, y luego ambos sacaron el dinero al mismo tiempo; al final pagó Harry, y dejó una propina de dos chelines. El sabor de la ginebra rosa nada tenía que ver con su bonito nombre, y pregunté si podía pedir un botellín de naranjada. El sabor de la naranja hizo desaparecer el amargor de la ginebra.
Yo no quería que hablásemos de los sonetos de Shakespeare, puesto que sólo me sabía uno de memoria, así que le pregunté a Reginald si trabajaba mucho.
—¿Trabajar? No, yo soy confitero… Le endulzo la vida a la gente, ja, ja, ja.
Todos se echaron a reír. ¿Cuántas veces habría contado la misma broma? Qué manido debía de estar aquel comentario.
—Ríete, Caithleen, porlo que más quieras: ¡ríete! —masculló Baba, e intenté forzar una risilla que no salió nada bien.
Entonces me dijo que quería hablar conmigo un momento y salimos al descansillo enmoquetado que conducía a los baños para huéspedes.
—¿Me puedes hacer un favor? —preguntó. Me miraba con franqueza a los ojos. Yo era mucho más alta que ella.
—Sí —contesté; y, aunque ya no le tenía miedo, experimenté aquella pesarosa sensación que siempre me asalta cuando alguien está a punto de decirme algo poco agradable.
—¿Puedes dejar de preguntarle a todo quisque si ha leído los Dublineses de James Joyce? ¡A ellos eso les da lo mismo! Han venido para pasarlo bien. Tú come y bebe todo lo que puedas y que James Joyce se vaya a freír espárragos.
—Joyce está muerto.
—Será posible… Vale, pues mejor todavía, así no tienes que preocuparte más por él.
—Si no me preocupo. Me gusta, y ya está.
—¡Caithleen, por favor, entra en razón!
—No soporto al pelma de Harry. Como me ponga la mano encima, me pongo a chillar.
—No te hará nada, Caithleen. Estaremos juntos todo el tiempo. Piensa en la cena, anda: pediremos cordero con salsa de menta. ¡Salsa de menta, Caithleen, con lo que te gusta!
Baba sabía ser encantadora cuando quería ponerme de su parte. Le dije que volviera a la mesa y subí a sentarme un rato ante un espejo. Necesitaba alejarme de ellos.
Y pensé en toda la gente que se divertía allá abajo, sobre todo en aquellas mujeres frías, ricas y misteriosas. A una mujer le resulta fácil ser misteriosa cuando tiene dinero. Y, sin motivo alguno, me vino el recuerdo de cuando tenía cuatro o cinco años y me cambiaba de camisón y de pañuelo los sábados por la tarde.
Me estaban esperando para marcharnos cuando bajé. Iríamos a cenar a un hotel rural.
Baba se sentó detrás con Reginald. Fueron todo el camino cuchicheando y soltando risitas, y yo no tuve valor para darme la vuelta, por temor a sorprenderlos besándose o algo por el estilo.
—Bueno, y volviendo al tema de los sonetos de Shakespeare… —retomó Harry.
Estuvo divagando hasta que llegamos al hotel, que se encontraba al pie de la montaña Sugar Loaf. Era una casa georgiana blanca y rodeada de pinos. En el jardín había montones de narcisos, incomparablemente más bonitos y alegres que cualquier otro narciso que hubiese visto en mi vida.
—Tengo que coger una flor, chicos —anunció Baba, que caminaba con dificultad sobre las lascas de mármol con sus tacones de aguja.
¡«Chicos»! ¿Cómo podía ser tan hipócrita? Estaba algo bebida. Hice el amago de ir con ella, porque no quería quedarme a solas con ellos, pero a medio camino noté que me estaban inspeccionando por detrás y fui incapaz de dar un solo paso más. Me fallaron las piernas. «Me ha tocado un buen bombón», oí decir a Harry; cuando volvió Baba con la naricilla metida en la trompeta del narciso, yo tenía los ojos vidriosos.
—Te lo juro, no te vuelvo a sacar en la vida —me dijo entre dientes.
—Ni yo pienso acompañarte —respondí por lo bajo.
Antes de cenar tomamos un jerez. Unos hombres jugaban a los dardos en la parte del bar y Harry invitó a una ronda a los parroquianos. Se hinchó de orgullo como un pavo cuando todos alzaron los vasos de cerveza negra y gritaron: «¡Felices Pascuas, señor!».
Cenamos cordero con salsa de menta, tal y como había prometido Baba, acompañado de una fuente con patatas cocidas y guisantes de lata. Reginald se sirvió tres patatas de una vez y pidió a la camarera que le trajera un whisky doble.
—Come, come, Reg —le decía Harry con sorna.
Harry pidió vino tinto para nosotras. Estaba amargo, pero su color me hizo olvidar el mal sabor. Me gustaba alzar la copa contra la luz nocturna y mirar a través de ella la chimenea de obra y las cacerolas de cobre que colgaban de la pared.
—Eres una chica estupenda —me dijo Harry.
«Te odio», pensé, pero en voz alta dije:
—La cena sí que es estupenda.
—Eres muy artística —observó, entrechocando su copa con la mía—. ¿Y sabes qué? Yo también tengo mucho de artista. Hace tiempo tenía una afición, ¿sabes lo que hacía?
—No.
(¿Cómo demonios iba yo a saberlo?).
—Hacía sillas. Unas sillas preciosas a lo Hepplewhite, con cajas de cerillas. Sillas artísticas. Te gustarían mucho, porque tú eres muy artística. ¡Brindemos por ello!
Y todos bebieron y Reg dijo: «¡Bravo!».
—¿Contenta? —me preguntó Baba, y yo la fulminé con la mirada.
—Yo te entiendo, ¿sabes? —continuó Harry, acercando su silla a la mía.
Me sentía muy incómoda en su compañía. Lo despreciaba, pero, además, tenía la impresión de que era de esa clase de hombres que montan en cólera si se te olvida pasarles los guisantes. Tomé la determinación de beber, beber y beber hasta emborracharme.
—¡Más patatas, señorita! —pidió Reginald nada más ver aparecer a la camarera, que iba cargada con una bandeja repleta de postres.
Tenía los codos apoyados en la mesa y se sostenía la cabeza con las manos. Cuando llegaron las patatas se había quedado dormido, así que la chica se las llevó intactas junto con su plato y el platillo del pan, que tenía una montaña de pieles de patata.
—Venga, cómete el postre —Baba lo zarandeó, y sus ojillos porcinos enfocaron el plato de trifle que le habían puesto delante.
—Claro, sí.
Y dio buena cuenta del postre, como si llevase días sin comer. Harry, en cambio, comía con gran escrupulosidad. Pedimos café irlandés, tan dulce y empalagoso que me sentó mal. Luego, Reginald se hizo cargo de la cuenta y le metió a la camarera un billete en el bolsillo del delantal.
Emprendimos el camino de vuelta poco antes de las diez; el carril contrario era un torrente de coches.
—Siéntate más cerca, ¿quieres? —me ordenó Harry con crispación. Como si yo ignorase lo que había que dar a cambio de una buena cena. Me acerqué un poco más a él, obediente. Pensaba que lo peor ya había pasado y que pronto estaríamos en nuestro cuartito, de nuevo en casa.
—Más cerca —dijo. Me hablaba como si yo fuera un perro.
—Cuánto tráfico, ¿verdad? Eres muy buen conductor —observé.
Lo único que quería era llegar a casa sana y salva. Estuvimos tres o cuatro veces al borde de la muerte. Reginald empezó a roncar, y Baba apoyó los codos en el respaldo de mi asiento y se puso a hablar. Decía tonterías acerca de su virginidad; iba muy borracha.
—¿Dónde estamos? —quise saber. Nos habíamos detenido frente a una casa enorme e independiente de estilo Tudor.
—Estamos en casa —explicó Harry.
Se abrieron las puertas de la verja y dejó el coche a tres o cuatro centímetros del portón blanco de la cochera. Nos apeamos.
Cerca de la reja había un cerezo en flor, y el césped era mullido y estaba muy bien cuidado.
—No me dejes sola —le susurré a Baba conforme empezamos a subir los escalones.
—Cállate ya, por lo que más quieras —respondió.
Se quitó los zapatos y caminó descalza. Reginald la cogió en brazos y la llevó hasta el recibidor. Harry encendió las luces y nos condujo a la salita. Era una estancia amplia, con techos altos y lujosamente amueblada. Olía a dinero.
Nos desembarazamos de los abrigos, que dejamos en un sofá. Harry pulsó un botón y se abrió el frontal de un mueble de caoba, mostrando infinidad de botellas.
—¿Qué tomáis? —preguntó.
—Vamos a beber «scotch on the rocks» todos —dijo Reginald, y Baba emitió un sonido ininteligible.
Yo no dije nada. Les daba la espalda y contemplaba el retrato que había encima de la chimenea, en el que una mujer le acariciaba la frente a un caballo. Supuse que sería su esposa.
—Ésa es mi mujer —confirmó Harry al tiempo que me tendía un vaso enorme.
—¿Qué tal Betty? —se interesó Reginald, con intención de provocar.
—Bien. Se ha ido al oeste, a un campeonato de golf —dijo, quitándose la chaqueta.
Debajo llevaba una rebeca abotonada color crema; tiró de ella hasta las caderas y se pavoneó ante mí. Era gordo, arrogante y estúpido.
«Vuelve, Betty», imploré a la mujer ramplona con cara caballuna del cuadro. Harry corrió las cortinas, las más suntuosas que yo había visto en mi vida: eran de terciopelo color ciruela y llegaban hasta el suelo, formando unos pliegues suaves y sofisticados. Una cenefa de la misma tela adornaba la parte superior, con los bordes ondulados y unas borlas rojas y blancas. A mamá le habrían fascinado.
—Siéntate —me ordenó, y yo me hundí en los almohadones del sofá. Se sentó a mi lado y empezó a acariciarme el pelo.
—¿Estás contenta? —preguntó.
Reginald y Baba tocaban un dúo al piano. La banqueta era lo bastante grande para que se sentaran juntos.
—Me apetece un té —dije. Cualquier cosa con tal de que no nos quedásemos quietos.
—¿Té? —repitió, como si fuese una bebida de bárbaros.
—Venga, Cait, vamos a prepararlo —intervino Baba, levantándose y atusándose el pelo para comprobar el estado de las ondas.
Harry nos llevó a la cocina y se volvió, enfurruñado, a seguir bebiendo.
—Por Dios, ¿qué nos podemos llevar? —dijo Baba, abriendo la inmensa nevera blanca.
Se encendió una lucecita en el interior y nos asomamos con ilusión, esperando que hubiera varios pollos. Pero las baldas metálicas estaban del todo vacías: sólo había un recipiente con cubitos de hielo.
—Sírvete —dijo, apartándose para que yo pudiera verlo bien.
Hicimos el té y lo llevamos en una bandeja a la salita. No había leche, pero el té solo era mejor que nada.
—Harry, ¿le puedo enseñar a Barbara tus óleos? —preguntó Reginald, y Harry contestó: «Por supuesto». Reginald cogió a Baba de la mano y ambos salieron de la habitación. Yo bostecé y le grité que no tardase.
—Por fin —exclamó Harry, dejando su copa en la mesa de latón y acercándose a mí con mirada decidida.
Yo había cruzado las piernas y tenía las manos recatadamente colocadas sobre el regazo. Lo miré con aire despreocupado, aunque por dentro estaba temblando. Se sentó en el sofá conmigo y me besó en los labios con vehemencia.
—Anda —dijo, tratando de separarme las piernas. La luz que había detrás de mí le iluminaba el rostro; su sonrisa era extraña.
—No, mejor hablamos —dije, tratando de aparentar normalidad.
—Te voy a contar un cuento —propuso.
—Vale. Sí. Me apetece. —Sonreí y acepté otra copa.
Hablar, eso era lo que teníamos que hacer. Hablar, hablar, hablar. Todo saldría bien y lograría llegar a mi casa. Y rezaría una novena en agradecimiento.
—¿Estás preparada? —preguntó, y yo asentí y volví a cruzar las piernas. Me cogió de la mano, y yo lo dejé hacer para tener la fiesta en paz. Empezó—: Había una vez una pollita, un conejo y una zorra que vivían en una isla muy, muy lejana…
El cuento no fue muy largo, y aunque no lo entendí del todo, supe que estaba cargado de dobles sentidos obscenos, y que él era un hombre zafio, repugnante y estúpido.
Me puse de pie y dije, histérica:
—Quiero irme a casa.
—Eres una golfa frígida. Una golfa frígida —dijo él, y dio un trago largo de whisky.
—¡Y tú eres mezquino y asqueroso! —exclamé yo. Había perdido la compostura.
—¿Y para qué narices has venido entonces? —preguntó mientras yo me acercaba a la puerta y llamaba a Baba. Ella bajó poniéndose la cadenita de la cintura.
—¡Quiero irme a casa! —dije, frenética—. ¿Dónde está Reginald?
—Se ha quedado dormido —explicó.
Agarró sus zapatos de la mesa del recibidor y entró en la salita para coger nuestros abrigos.
Le preguntó a Harry si podía acompañarnos a casa, y él se puso la chaqueta y salió, furibundo, meneando un racimo de llaves.
Fue agradable respirar aire puro y comprobar que el jardín parecía blanco bajo la luz de la luna. Tanto el césped como aquella luz poseían dignidad. Para que la vida fuese bella tan sólo había que conocer a las personas adecuadas. La vida era bella y venía cargada de promesas, las promesas que se intuían al admirar una alfombra de flores azuladas envueltas en una bruma estival, a los pies de una fuente increíblemente hermosa. Y en el aire flotaba el rocío de agua brumosa y plateada que descendía para empapar las sedientas flores azules.
Me senté detrás. Harry conducía a toda velocidad, y pensé que pretendía matarnos.
A la entrada de nuestro bulevar Baba dijo que nos bajaríamos allí, porque no conseguiría dar la vuelta en una calle tan estrecha, siendo el coche tan grande.
—Buenas noches, Barbara. Eres una chica encantadora, y si algún día necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme —le dijo; a mí sólo me dio las buenas noches.
Recorrimos la calle a buen paso. Hacía frío y los jardines parecían cubiertos de escarcha. La luna, las estrellas y las farolas iluminaban la calle, y todas las ventanas tenían las cortinas echadas. Detrás de una de ellas se adivinaba una luz, y de la misma dirección nos llegó el llanto de un bebé.
—Bueno, por lo menos les hemos sisado esto —dijo, sacándose del vestido una toalla para invitados, dos tomates y un tarro de paté de pollo y jamón.
—¿De dónde rayos has sacado estas cosas?
—Cuando me fui con Reg él cayó como un tronco, así que me puse a hurgar por toda la casa. La comida estaba en un mueble de la cocina.
Me tendió un tomate. Yo lo froté contra la manga del abrigo y le di un mordisco. Era dulce y muy jugoso y me sentó muy bien, porque estaba sedienta de tanto alcohol.
—¿Y a ti qué te ha pasado? —preguntó.
—¿Que qué me ha pasado? A ese tipejo tendrían que matarlo.
—Se ha comportado como un imbécil; ¿por qué no le has soltado un par de tortas?
—¿Tú le has soltado tortas a tu Reginald?
—No, yo no. Vamos en serio. Me gusta.
—¿Está casado? —pregunté.
—¿Tú crees que iríamos en serio si estuviese casado? —respondió, brusca.
—Pues lo parece —dije yo.
En realidad, me daba igual. Me sentía feliz. Todo había terminado e íbamos caminando bajo los árboles a la una de la madrugada. Al día siguiente era domingo, así que podría quedarme en la cama hasta tarde. Hasta di unos pasos de baile, contenta porque el tomate estaba muy rico y mi vida acababa de comenzar.
Un poco más lejos había un coche negro, pequeño. Parecía estar aparcado junto a nuestra puerta o la contigua. A medida que nos acercábamos me fijé en que alguien bajaba la ventanilla, y cuando llegamos a la altura del vehículo vi que era él. Me sonrió, se inclinó hacia el asiento que daba a la acera y abrió la portezuela. Me acerqué para saludarlo.
—¡Señor Gentleman, hola! —exclamó Baba, muy sorprendida.
—Hola —dije yo.
Parecía muy cansado, pero contento de vernos. Sus ojos transmitían alegría, excitación.
—Vaya unas horas intempestivas de volver a casa —observó, mirándome a mí.
—Intempestivas, sí —respondió Baba, que ya se dirigía a la cancela.
No se molestó en cerrarla, así que dio un golpetazo.
—Deja la llave puesta —le grité.
Subí al coche y nos quedamos uno al lado del otro. Como la caja de cambios era un estorbo, nos apeamos y montamos en la parte de atrás. Tenía la cara muy fría cuando me besó.
—Has bebido —dijo.
—Sí, he bebido. Me sentía muy sola —respondí.
—Yo también. Quiero decir que me sentía solo, no que haya bebido —y volvió a besarme.
Sus labios estaban fríos, maravillosamente fríos, como el hielo de un combinado.
—Cuéntamelo todo —me pidió.
Pero antes de que yo pudiese hablar, o de que él pudiese escucharme, tuvimos que abrazarnos largo rato. En uno de los besos abrí los ojos para vislumbrar su rostro. La luz de la farola caía directamente en el interior del coche. Tenía los ojos muy cerrados y le temblaban las pestañas contra las mejillas; y su rostro cincelado y marmóreo era el de un hombre muy, muy mayor. Cerré los ojos de nuevo y me concentré en sus labios, sus manos heladas y el corazón ardiente que latía bajo el chaleco y la camisa blanca almidonada. Fue entonces cuando recordé quitarme el abrigo para mostrarle la blusa. Me levantó las amplias mangas y me cubrió los brazos de besos leves y sucesivos desde las muñecas hasta los codos.
—¿Vamos a alguna parte? —propuso.
—¿Adónde?
—Vayamos a ver el mar.
Volvimos a los asientos delanteros y nos alejamos de allí.
—¿Has estado mucho rato esperando? —quise saber.
—Desde medianoche. Le pregunté a vuestra casera cuándo volveríais.
—No me mandaste ninguna postal desde España —protesté.
—No —convino, impasible—; pero pensé en ti casi todo el tiempo.
Me agarró la mano. Sus apretones eran delicados y brutales por igual. Después, cuando me besó, mi cuerpo se transformó en una lluvia. Suave. Vibrante. Dócil.
Y aunque era muy agradable estar allí sentada contemplando el mar, no pude evitar imaginarnos en otro lugar. En el bosque, muy juntos, a la vera de un riachuelo. En un lugar secreto. En un sitio muy verde sembrado de helechos.
—¿Y te expulsaron? —dijo.
—Sí, escribimos una cosa muy fea —confesé.
Me ruboricé: ¿le habría contado Martha todos los detalles?
—Eres una niñita muy traviesa —dijo, esbozando una sonrisa.
Al principio me indignó que me llamase niñita traviesa, pero al poco aquellas palabras me resultaron muy dulces. Después, todo estuvo revestido de dulzura y encanto.
Así fue como vi llegar el alba desde la bahía de Dublín. Fue un amanecer frío, y el mar bajo nuestros pies era de un gris desolador. Habíamos pasado horas sentados en el coche charlando, fumando y besándonos. Habíamos admirado las luces glaucas al otro lado del puerto; nos habíamos mirado fijamente en la semioscuridad, y nos habíamos dicho cosas muy hermosas. Pero entonces surgió la aurora y se apagaron las luces verdosas de improviso, al tiempo que una gaviota alzaba el vuelo.
—¿Te gustaría que hubiese luna todo el tiempo? —pregunté.
—No. Me gustan las mañanas y la luz del día.
Su voz sonó desganada, somnolienta y remota. Había vuelto a alejarse de mí.
Retrocedió hasta las dunas, donde en algunos sitios crecía la hierba, y dio la vuelta con pericia y rapidez. Circulamos por encima de la lisa extensión de arena. Estaba subiendo la marea, y supe que borraría las huellas de las ruedas y que ya nunca podría volver atrás para buscarlas. Permanecíamos en silencio, como extraños. Con el señor Gentleman siempre pasaba lo mismo: se desvanecía justo cuando todo era perfecto, como si fuese incapaz de tolerar la perfección.
Me dejó en la puerta de casa. Me habría gustado invitarlo a desayunar, pero tenía miedo de Joanna.
—¿Somos amigos? —pregunté, angustiada.
—Claro que sí —me tranquilizó, con una sonrisa.
Quedamos en vernos el miércoles.
—¿Ahora vuelves a tu casa? —quise saber.
—Sí. —Aparentaba tristeza y apatía; me habría gustado decírselo—. Piensa en mí —me dijo al marcharse.
Joanna estaba friendo unas salchichas cuando entré en casa, y al verme se persignó. Desayuné y me fui directa a la cama. Aquél fue el primer domingo que falté a misa.