La Pascua llegó un mes más tarde. Pusieron lirios en el escaparate de la floristería de la esquina, y se taparon las estatuas de la iglesia con telas moradas. El Viernes Santo las tiendas cerraron; reinaba una enorme tristeza. Una tristeza cárdena. Una tristeza de muerte. Baba dijo que más nos habría valido morirnos a nosotras también, así que limpiamos nuestro cuarto y nos metimos temprano en la cama. A mí me gustaba leer, pero Baba no soportaba verme con un libro en la mano. Se ponía a dar vueltas por la habitación, me hacía preguntas y leía pasajes por encima de mi hombro hasta que al final decía que aquello era «una puñetera porquería».
La tarde del sábado, después de cobrar, fui a confesarme y me pasé por la pañería de la señora Doyle para comprar unas medias de nailon, un sostén y un pañuelo blanco calado. Nunca usaría aquel pañuelo: no me atrevía. Era como una telaraña bajo un rayo de sol, delicado y exquisito. Deseé que llegase el verano para lucirlo en la muñeca, agarrado a la pulsera de plata de mamá, con el volante de encajes colgando de una forma muy coqueta. Durante una de las excursiones en barca con el señor Gentleman se lo llevaría el viento, se agitaría como un pajarillo blanco de gasa sobre la superficie del agua azulada y el señor Gentleman me daría una palmadita y me consolaría diciendo: «Ya compraremos otro». Seguía sin saber nada de él, a pesar de que Martha había mencionado en una de sus cartas que había regresado, más negro que un tizón.
El sujetador que compré era de los baratos. Baba aseguraba que los sostenes perdían su elasticidad en cuanto los lavabas, y que por eso nos convenía más comprar los baratos y usarlos hasta que se ensuciaran. Los tirábamos al cubo de la basura, pero más adelante descubrimos que Joanna los rescataba y los lavaba. «Por Dios, ya verás que nos los quiere revender», dijo Baba con horror, y se apostó seis peniques. Pero no lo hizo. Los guardó en el armario de la ropa de casa, y dijo que algún día podrían servirle. Pensamos que les añadiría tela por los lados para poder usarlos, pero no. Cuando vino la señora a fregar los suelos, Joanna le pagó con los sostenes. Joanna era el ahorro personificado. El remiendo. La reparación. En una ocasión deshizo una rebeca vieja y ajada que había encogido y reutilizó la lana para tricotar unos calcetines de estar por casa para Gustav. Guardaba su labor debajo del cojín del sillón de orejas, y un día en que Hermann estaba bebido se puso a toquetearla; se salieron los puntos, que resbalaron de la aguja como cucarachitas marrones y cayeron en el cojín. Mein Gott! Joanna se puso hecha una furia, le subió la tensión y sufrió un mareo. Tuvimos que cargar con ella —¡cómo pesaba, qué espectáculo tan indecente!— hasta el sofá de la salita. La salita que nunca se usaba. En el suelo había un balde con huevos en salmuera, y todo el alféizar de la ventana estaba ocupado por manzanas. Algunas se habían echado a perder, y el cuarto olía como a sidra. Hermann le dio una cucharada de brandy, y ella se recuperó y tuvo otro arranque. «Este cuarto es lujosísimo», le dijo Baba a Joanna. Baba se acercó a examinar la ninfa de porcelana de lo alto de la chimenea. Joanna había dado colorete a las mejillas de la figurilla, y le había aplicado laca de uñas. Parecía una piruleta.
—¿Quiere probarse el sostén, señorita Brady? —me preguntó la dependienta. Una voz nítida, como de Primera Comunión; y unas manos pálidas y puras sostenían entre sus dedos, como si fuera un rosario, la pecaminosa prenda negra y liviana. Esos dedos sentían vergüenza.
—No. Tómeme las medidas y ya está —dije.
La mujer se sacó la cinta del bolsillo de la bata y yo alcé los brazos para que me midiera el contorno.
Lo de la ropa interior negra fue idea de Baba. Decía que así había que lavarla aún menos, y que venía muy bien en caso de accidente o si algún hombre trataba de desnudarnos en la parte de atrás de algún coche. Baba contemplaba todas las opciones. Las medias que compré también eran negras. Había leído por ahí que eran propias de «intelectuales», y yo había escrito un par de poemas desde que estaba en Dublín. Se los había leído a Baba, y ella me dijo que no eran nada comparados con los de las tarjetas de pésame.
—Buenas noches, señorita Brady, felices Pascuas —me dijo la voz de Primera Comunión, y yo le deseé lo mismo.
Cuando llegué ya estaban todos cenando. Hasta Joanna se había sentado a la mesa del comedor, con un maquillaje bronceador en los brazos y una pulsera de dijes tintineantes. Cada vez que alzaba la taza, los dijes cascabeleaban contra la porcelana como cubitos de hielo en un combinado. Combinados finos, helados, dulzones. Me gustaban mucho. Baba conoció a un señor rico que una noche nos invitó a combinados.
Había tomates rellenos, salchichas en hojaldre y tarta de mazapán.
—¿Bien? —se interesó Joanna antes de que me tragase la primera cucharada del dulce.
Asentí. Se le daba fenomenal la cocina, y siempre nos sorprendía con cosas que no habíamos probado jamás: una sopa con bolitas de masa amarillenta, strudel de manzana, col agria… Pero habría preferido que no se quedase allí pasmada, preguntando «¿Bien?» con mirada implorante.
—Cuento chistes, ¿puedo cuentar chistes? —preguntó Hermann a Gustav. Había tomado un vaso de vino, tras lo cual siempre le apetecía contar chistes.
Gustav negó con la cabeza. Gustav era frágil y de piel clara. Parecía una persona ociosa, y así era, efectivamente, porque no trabajaba. Padecía una enfermedad cutánea o algo por el estilo. Yo no tenía claro si me caía bien o mal. No terminaba de agradarme la malicia que se adivinaba tras sus ojillos azules, y a menudo pensaba que era demasiado bueno como para ser sincero.
—Deja que cuenta chistes —protestó Joanna; a ella le gustaba que la hicieran reír.
—No, vamos el cine. Lo pasamos bien en las películas —respondió Gustav, y Baba soltó una escandalosa carcajada y se reclinó en la silla de modo que ésta sólo se apoyaba en las dos patas traseras.
—El cine no sirve para nata —se quejó Joanna, y Baba casi se cae de la silla, porque le dio un golpe de tos justo cuando más se reía.
La tos le duró un buen rato, y le aconsejé que fuese a que la viera un médico.
Con «nata», Joanna trataba de decir que el cine le parecía un gasto innecesario de dinero.
—Vamos ir, Joanna —insistió Gustav, dándole un suave codazo en el brazo, desnudo y bronceado, para alentarla.
Él se había subido las mangas de la camisa y había colgado la chaqueta del respaldo de su silla. Hacía una tarde muy cálida, y el sol que entraba por la ventana encendía el frasco de mermelada de albaricoques que había en la mesa.
—Sí, Gustav —accedió por fin Joanna, y le sonrió como debía de haberle sonreído en Viena, durante su noviazgo.
Se dispuso a quitar la mesa y nos advirtió que tuviésemos cuidado con la vajilla buena.
—¿Las señoritas vienen a discoteca conmigo? —preguntó Hermann en broma.
—Las señoritas han quedado ya —respondió Baba.
E inclinó la cabeza para señalarme que era verdad, pues acababa de peinarse para la ocasión: su pelo formaba unas ondas que parecían suaves plumas negras posadas sobre su cabeza. Yo me enfurecí. El mío estaba suelto y enmarañado.
—¿Más pastel? —preguntó Joanna, que en realidad ya había guardado el bizcocho con mazapán en una lata de caramelos.
—Sí, por favor. —Yo aún tenía hambre.
—Mein Gott, te pones muy gorda —e hizo un gesto con la mano que pretendía dibujar el contorno de una mujer obesa.
Me trajo una rebanada de un bizcocho seco que posiblemente había guardado para hacer trifle. Me lo comí igual.
Una vez arriba, me desnudé del todo y me miré en la luna del ropero. Era verdad: estaba engordando. Me puse de lado y me concentré en el reflejo de mi cadera. Ésta describía una bonita curva, y la piel era blanca como los pétalos de los geranios del poyete de la modista.
—¿Qué significa «rubenesco»? —le pregunté a Baba.
Ella se dio la vuelta para mirarme. Se estaba pintando las uñas en el tocador.
—Por el amor de Dios, echa las cortinas si no quieres que te tomen por una maníaca sexual.
Me agaché y Baba fue a correr las cortinas, agarrando muy cuidadosamente los extremos entre el índice y el pulgar para que no se le estropeara el esmalte. Se las había pintado de rosa salmón, el mismo color del cielo que las cortinas acababan de ocultar.
Yo me sostenía los pechos con las manos, tratando de calibrar su peso, e insistí:
—Baba, ¿qué significa «rubenesco»?
—No sé. Supongo que «sensual». ¿Por qué?
—Me lo ha dicho un cliente.
—Pues más te vale ser «rubenesca» esta noche —amenazó.
—¿Con quién?
—Con dos ricachones. El mío tiene una fábrica de caramelos y el tuyo, una de medias. ¡Medias gratis! ¡Viva! ¿Cuánto te miden los muslos? —se interesó mientras movía los dedos como si tocase el piano para que se secara pronto el esmalte.
—¿Son simpáticos? —pregunté, vacilante.
Ya habíamos sufrido dos veladas desastrosas con amigos que había conocido por ahí. Por las tardes, después de clase, iba al bar de un hotel con otras compañeras a tomar café. Al ser Dublín una ciudad pequeña y de gente cordial, lo habitual era que al menos una de ellas acabara conociendo a alguien, y de ese modo Baba había hecho muchas amistades.
—Son fabulosos. Tienen como ochenta años, y todo lo que lleva el mío va marcado con sus iniciales. El alfiler de la corbata, los gemelos, el pañuelo, los asientos del coche… El lote completo. En el coche lleva dos gatitos leopardos como mascotas.
—Yo no puedo ir, entonces —dije, nerviosa.
—¿Y eso por qué, si se puede saber?
—Porque me dan miedo los gatos.
—Mira, Caithleen, ¡déjate de chaladuras de una santa vez! Tenemos dieciocho años y nos aburrimos como ostras. —Encendió un cigarrillo y expulsó el humo con violencia. Continuó—: Tenemos que vivir la vida. Beber ginebra. Sentarnos al volante de un coche y poner rumbo a los grandes hoteles. Hay que ver mundo, no podemos pudrirnos en este puñetero agujero que se cae a trozos. —Y señaló la mancha de humedad que asomaba por el papel pintado, sobre la chimenea; me disponía a meter baza, pero se me adelantó—: Nos pasamos las noches matando las polillas de Joanna, saltando como locas cada vez que sale una de detrás del ropero, echando insecticida en las grietas y escuchando al lunático de aquí al lado con su violín.
Hizo el gesto de abrirse las venas y se sentó en la cama, exhausta. Era el discurso más largo que Baba había pronunciado en su vida.
—¡Vale, muy bien! —exclamé batiendo palmas. Ella me echó humo en la cara—. Pero lo que queremos son hombres jóvenes. Un idilio. El amor, esas cosas —dije, abatida.
Me imaginé bajo una farola, con el pelo chorreando por la lluvia y los labios a punto de experimentar el milagro de un beso. Un beso y nada más. Mi imaginación no iba más allá. Me daba miedo. Había oído sufrir atrozmente a mi madre por ello durante los años más tormentosos. Los besos, en cambio, eran hermosos. Sus besos. En los labios, en los párpados, y en el cuello, cuando me levantaba la mata de pelo.
—Los de nuestra edad están sin blanca. Por lo menos los majaderos que conocemos nosotras, que apestan a brillantina y te llevan a las montañas de Dublín a respirar aire puro y, como mucho, te invitan a un té en cualquier fonda cochambrosa. De eso nada. Aire ya tenemos suficiente. ¡Lo que queremos es vida!
Alzó los brazos con un ademán rebelde e irreflexivo. Empezó a acicalarse.
Nos aseamos y nos untamos talco por todo el cuerpo.
—Échate del mío —ofreció Baba, pero yo insistía:
—No, Baba, échate tú del mío.
Cuando estábamos de buen humor nos mostrábamos generosas; en cambio, cuando el mundo se estancaba y no íbamos a ninguna parte, escondíamos nuestras cosas como unas avaras; ella me decía: «Ni se te ocurra acercarte a mis polvos de talco», y yo contestaba: «Debe de haber un espíritu en este cuarto, porque me falta perfume», y ella se hacía la sorda. En esos periodos nunca nos intercambiábamos la ropa, y si una se compraba alguna prenda nueva, la otra la miraba con recelo.
Una mañana, Baba me telefoneó al trabajo y me espetó:
—Te lo juro, te voy a hacer picadillo cuando te coja.
—¿Por qué?
El teléfono estaba en la tienda, y la señora Burns se plantó a mi lado, haciendo aspavientos.
—¿Llevas puesto mi sostén?
—No, en absoluto.
—¿Seguro? Porque no creo que le hayan salido piernas. He puesto el puñetero cuarto patas arriba y no aparece.
—¿Y ahora dónde estás?
—En una cabina al lado de la escuela, y de aquí ya no salgo.
—¿Por qué no?
—¡Porque lo llevo todo colgando, por eso!
Solté una carcajada en la cara de la señora Burns y colgué de inmediato.
—Ay, ya sé que debes de ser muy popular, querida. Pero diles a tus amigas que no te llamen por las mañanas, que puede telefonear algún cliente para hacer un pedido —me reprendió la señora Burns.
Aquella misma tarde Baba encontró el sujetador entre las sábanas. Ella siempre hacía la cama por la tarde.
Nos arreglamos deprisa. Me calcé las medias de nailon con mucho cuidado de que no se enganchara ninguna fibra con el anillo y luego me di la vuelta para ver si las costuras habían quedado rectas. Eran fascinantes. Las medias, no las costuras. Baba tarareó «Galway Bay» mientras se anudaba al vestido azul de tweed una cinturilla dorada nueva.
Había vuelto a ponerme el pichi verde con la blusa blanca de baile. Olían a perfume antiguo, a todo el que me había echado cada vez que íbamos a algún baile. Era una lástima no tener nada nuevo que ponerme.
—Estoy harta ya de esto —anuncié, señalando mi vestido—. Creo que no voy a ir.
Ella se angustió al oír aquello y me prestó un collar muy largo para convencerme. Me lo puse con varias vueltas hasta que casi me estranguló. El color combinaba muy bien con mi tono de piel: era turquesa, con cuentas de cristal.
—Esta noche tengo los ojos verdes —dije, mirándome en el espejo. Era un verde curioso, brillante, luminoso, como el liquen húmedo.
—Oye, y acuérdate: «Baobra», nada de esa sandez de «Baba» —me advirtió, ignorando el comentario acerca de mis ojos. Estaba celosa. Los míos eran más grandes que los suyos, y la parte blanca tenía un delicado matiz azul, igual que los ojos de los bebés.
Como no había nadie más en la casa cuando salimos, apagamos la luz del vestíbulo y nos aseguramos de cerrar bien la puerta. En la casa de unos vecinos habían robado el contador del gas, y Joanna nos pedía que echásemos siempre la llave.
Nos agarramos del brazo y caminamos al mismo paso. Al final del bulevar estaba la parada del autobús, pero preferimos ir a pie hasta la siguiente. Salía un penique más barato desde allí llegar a la Columna de Nelson[12]. Teníamos dinero de sobra aquella noche, pero hicimos el camino por costumbre.
—¿Y qué voy a beber yo? —pregunté, y oí la voz distante y acusadora de mi madre, y la vi agitando el dedo índice para reprenderme. Tenía lágrimas en los ojos. Lágrimas de reproche.
—Ginebra —contestó Baba.
Hablaba muy alto. No conseguía que bajase el tono, y la gente siempre se nos quedaba mirando por la calle como si fuésemos unas busconas.
—Me hacen daño los pendientes —protesté.
—Pues quítatelos y deja descansar las orejas —respondió. De nuevo, a voces.
—Pero ¿habrá espejo?
Yo quería llevarlos puestos cuando llegásemos. Eran unos pendientes largos, y me encantaba menear la cabeza para que se agitaran y las piedrecitas de cristal azulado lanzaran destellos.
—Claro, pasaremos por el baño primero —me tranquilizó Baba.
Así que me los quité; pero el dolor de los lóbulos se hizo más agudo. Durante unos minutos sufrí una tortura.
Pasamos por delante de la tienda donde yo trabajaba. Aunque la persiana estaba echada, salía luz del interior: como la persiana no cubría del todo la anchura del escaparate, quedaban dos centímetros a cada lado, y por esa angosta abertura se colaba la luz.
—Adivina lo que están haciendo —me propuso Baba.
Ella lo sabía todo de los Burns, y siempre me bombardeaba con preguntas acerca de lo que comían, del tipo de camisones que colgaban del tendedero o lo que él respondía cuando ella decía: «Cariño, voy a subir a hacer la cama».
—Estarán comiendo bombones y contando la caja —dije, y sentí el sabor de los bombones de licor que el señor Gentleman me regalara tanto tiempo atrás.
—Pues no. Están quitando una loncha de beicon de todos los paquetes de media libra que has estado preparando antes de ir a confesarte —replicó, y se acercó para intentar atisbar algo a través de la rendija.
Vi aparecer el autobús y echamos una carrera hasta la parada, que estaba a treinta o cuarenta metros de distancia.
—¡Estáis hechas un pincel! —nos dijo el conductor.
Esa noche no nos quiso cobrar el billete. Ya lo conocíamos de tantas idas y venidas al centro, noche sí, noche no. Le deseamos felices Pascuas.