Hacía un día claro y primaveral cuando, el lunes por la mañana, descorrí las polvorientas cortinas de cretona para que penetrase la luz del sol en nuestro cuarto. Ahora que me había acostumbrado a ella, la habitación me parecía destartalada. El linóleo estaba muy desgastado, y Joanna había colocado entre nuestras camas una caja de naranjas que cubrió con un retal de la misma tela de las cortinas. Pero, por mucho que la cubriera, seguía siendo una simple caja de naranjas.
—¡Desayuno! —llamó al tiempo que golpeaba enérgicamente la puerta.
Baba estaba dormida. Decía que el primer día no pensaba ir a clase, porque la noche anterior habíamos salido a bailar y nos acostamos tarde. La habitación estaba muy desordenada: había ropa tirada por el suelo, y el tocador ya tenía una capa de polvo. Me gustaba verlo todo tan descuidado. Éramos personas adultas e independientes.
Bajé y vi que Hermann, el inquilino calvo, se estaba comiendo un bistec de carne picada cruda.
—Bueno para un hombre —dijo, sonriendo y dándose golpecitos en el pecho para demostrar lo sano que estaba.
Hacía gimnasia por la mañana y por la noche, y Baba y yo pegábamos la oreja a su puerta y lo oíamos contar las veces que levantaba brazos y piernas.
—Huevo no, gracias —rehusé cuando Joanna me lo puso delante.
Baba aseguraba que los huevos de la ciudad estaban todos podridos, y que a buen seguro acabaríamos encontrando un pollito muerto al cascar alguno. Me tomé sus palabras muy en serio y desarrollé una aversión hacia los huevos, incluso hacia los pequeños huevos morenos de pollita que Hickey me preparaba en el pasado.
Comí con prisas y me dispuse a salir poco antes de que dieran las nueve. Gustav me deseó suerte y me acompañó a la puerta.
—¡Gustav, vigila la tostada! —llamó Joanna; él me dijo adiós con la mano y cerró la puerta sin hacer ruido.
La tienda de ultramarinos quedaba a cinco minutos a pie. Había árboles en la acera, y hacía un día muy agradable. Los capullos se habían abierto paso hasta las puntas de las ramas delgadas, gráciles y oscuras de los abedules. Los brotes eran de color verde lima, y las ramas negras y esbeltas se agitaban con el viento. Las palomas se posaban en lo alto de las chimeneas, y otros pichones caminaban despreocupados por los tejados grises e inclinados. Eran unas palomas insolentes a las que poco importaba el tráfico. Me hacía gracia verlas hacer sus cosas con facilidad y alegría. Era la primera vez que veía palomas de cerca.
Mi tienda se encontraba en una galería comercial, entre una pañería y una farmacia.
En la puerta se leía TOM BURNS. ULTRAMARINOS, y en la ventana un letrero con letra inclinada decía ESPECIALIDAD DE LA CASA: JAMÓN COCIDO. El escaparate exhibía cajas de galletas caras y carteles de niñas que saboreaban chocolatinas. Niñas bonitas con dientes deslumbrantes.
Entré, nerviosa. Tras el mostrador había un hombre robusto con un bigote castaño. Estaba pesando paquetes de azúcar que iba rellenando de un enorme costal.
—Soy la nueva empleada —dije.
—Ah, bienvenida —y me estrechó la mano.
Fui con él a la trastienda, que estaba muy desordenada, con cajas de cartón por el suelo. Sentada en un taburete alto, copiando recibos de un enorme libro de cuentas, se encontraba una mujer, que él me presentó como su esposa. Llevaba una bata blanca.
—Bienvenida, querida —me dijo al girarse en el taburete para mirarme de frente—. Qué mona es —le dijo a su marido—. Ay, cariño, te esperábamos como agua de mayo. Estupenda. Y qué pelo tan bonito…
Me pasó la mano por la melena y le di las gracias. Alguien golpeteó con impaciencia una moneda contra el mostrador, en la tienda, y el señor Burns salió a atender.
—¿Tiene cajas vacías? —oí que preguntaba un niño; el señor Burns debió de decir que no con la cabeza, porque unos pasitos ligeros se alejaron.
La señora Burns me sonreía. Tenía la cara redondeada y pálida, y unos ojos de color tabaco y expresión somnolienta. Estaba metida en carnes —aunque de una forma menos cómica que Joanna—, y parecía una persona poco dada al trabajo.
—Querida, ¿has traído bata? —Le expliqué que no sabía que tuviera que llevarla y ella respondió—: Ay, qué horror, querida, te lo tenía que haber dicho mi marido. Es que es tan despistado… Hasta se le olvida cobrar algunas cosas a los clientes.
Dije que era una pena y traté de aparentar conmiseración.
—Hay una pañería aquí al lado, querida. ¿Por qué no te acercas y pides una? Dile a la señora Doyle que vas de mi parte.
—Es que no tengo dinero —dije.
Me había gastado diez chelines la víspera, en el baile. (Tuve que pagar cinco para entrar, uno más para dejar la chaqueta en el guardarropa, y pedí tres aguas minerales porque nadie me sacó a bailar después de mi caída. Fue durante un baile en cuadrilla. Debí de tropezar con los zapatos de mi compañero; sea como fuere, acabé en el suelo, se me levantó la falda y todo el mundo me vio las ligas y lo demás. Baba miró para otro lado, como si no me conociese, y mi compañero de baile se hizo el sueco y fue hacia el escenario donde tocaban los músicos. Fue un momento espantoso. Me puse de pie, me recompuse la falda y subí al piso de arriba. Me acomodé en la galería y pasé el resto de la noche bebiendo agua. Hice lo posible por aparentar indiferencia, por que pareciese que en realidad no tenía ganas de bailar. Mientras, en la planta de abajo, Baba se movía bajo los tenues focos de luz rosada, y cientos de chicos y chicas bailaban pegados por toda la pista bajo las cadenetas de papel de colores que colgaban del techo y oscilaban según su propio ritmo. Sonó un vals y deseé con todas mis fuerzas que el señor Gentleman surgiera de la nada y me sacara de allí, a la noche extraña, dulce y larga, y me susurrara cosas al oído y me rodeara con sus brazos; lo deseé incluso cuando la música se interrumpió y las chicas volvieron a su sitio hasta que sonó de nuevo y las sacaron a bailar otra vez).
—Entonces será mejor que lo dejes para cuando te demos la paga el sábado, querida —sugirió con maldad la señora Burns.
Apretó sus finos labios hacia dentro de tal modo que parecía no tener. Se había disgustado.
El señor Burns me pidió que pesara paquetes de té y de azúcar, y luego me mandó cortar en lonchas y empaquetar medias libras de beicon.
—Tom, voy a ir a hacer las camas y a preparar unos jamones —dijo la esposa, y ya no volvió a aparecer en toda la mañana.
Él repuso latas de guisantes y frascos de salsa en las estanterías, y en todo ese rato no paró de charlar conmigo. Me contó que era hombre de campo y me habló de lo mucho que adoraba el campo y de los domingos que pasaba en Galway cuando era jugador de hurling, hacía mucho tiempo. Mucho, mucho tiempo, dije yo para mis adentros.
—Todos los años vuelvo. El año pasado estuve ayudando a cortar la turba —dijo.
Y, en ese preciso instante, vi la bota de Hickey hincando la pala para cortar un terrón del banco de turba marrón negruzca. Cada vez que hundía la pala en el estrato, salía un chapoteo de agua que empapaba aquel remanso de aguas oscuras y estancadas. Vi la ciénaga, los lirios que florecían allí y los parches de tierra ennegrecida donde previamente habíamos hecho hogueras para calentar agua; y el brezo que me rozaba los tobillos, y las imponentes crestas calcáreas que surgían de la tierra parda y violácea. A menudo, mientras Hickey cortaba o apilaba la turba, yo me alejaba hasta llegar a la laguna saltando de una roca a otra. Al borde de la laguna crecían los juncales, y en ciertas épocas del año los extremos de sus tallos se transformaban en una suave felpa castaña; en otras épocas, en cambio, salían flores de las hojas del nenúfar. Unas flores de cera que se mecían sobre las verdes hojas planas. Unas flores bellísimas en las que nadie reparaba nunca, pues los hombres estaban muy concentrados en su trabajosa tarea. Los juncos transmitían una profunda soledad; cuando el viento gemía entre ellos, su lamento era como el del zarapito, que a su vez sonaba como la gaita irlandesa que tocaba Billy Tuohey por las noches. En el extremo más alejado de la laguna se alzaba un bosquecillo de chopos que hacía de barrera contra el mundo. El mundo al que yo ansiaba huir. Y ahora que había logrado formar parte de ese mundo, la estampa del cenagal y las caras de los aldeanos ocupaban todos mis pensamientos.
—¡Oh, Dios, lo siento mucho! —exclamé.
Durante mi fantasía había dejado caer el costal y el azúcar se había desparramado por el suelo. El piso de madera estaba cubierto de polvo, así que fue imposible rescatar el azúcar. El señor Burns me mandó a la cocina a por la escoba y el recogedor.
Allí, la señora Burns tomaba un té con una caja de galletas muy elegante abierta sobre la mesa. Los jamones se cocían a fuego lento en unos peroles negros en lo alto de la cocina de carbón. En el agua había puesto manzanas y clavos, y el olor resultaba delicioso.
—Vengo a por el recogedor —expliqué.
—Está ahí, al lado del fogón. ¿Es que vas a hacer un poco de limpieza, querida? —Le brillaban los ojos.
—No, es que he tirado el azúcar.
No debí habérselo dicho, pero temía que el señor Burns se lo comentara cuando más tarde, ya en la cama, ella le preguntase por mí.
—Ah, querida mía, ¿has derramado mucha?
Se le mudó el gesto y los labios volvieron a desaparecer.
—Un poquito sólo —respondí, para que se quedara más tranquila.
—Bueno, a ver si aprendes a ser más cuidadosa. El señor Burns y yo jamás desperdiciamos nada. Tendrás más cuidado, ¿a que sí, querida?
No desperdiciaban nada, pero estaba poniéndose morada de galletas.
—Sí —dije yo.
No dirigía la mirada a su cara descolorida y sebosa, sino al primer botón de su vestido amarillo. Era una prenda cara, pero llena de manchas. Se había apoyado un lápiz en la oreja, y la punta sobresalía entre su pelo negro grisáceo. Rondaba los cincuenta.
Esa misma mañana, más tarde, llegó la señora de la limpieza. El señor Burns me la presentó. Se llamaba Joe. Una mujercilla lánguida ataviada con un abrigo negro y un sombrero también negro que se estaba tornando verde. Desapareció en la trastienda y la oí toser. Tenía una tos muy fuerte. Debido al tabaco, según me contó más adelante.
El chico de los recados vino a las once.
—¿Otra vez tarde, Willie? —le riñó el señor Burns, que miraba al reloj de pared.
—Mi madre está mala, señor —se excusó Willie, que dijo «mae» en lugar de «madre».
En el bolsillo de la camisa llevaba un peine y una armónica; agarró la escoba y se puso a barrer el suelo sin mucho afán. Ya estábamos todos los que componíamos el personal; sin contar la gata negra, a la que yo tenía un miedo cerval. El señor Burns me contó que la dejaba en la tienda por las noches porque había muchos ratones. A las once y media fue a tomarse un té a la trastienda.
—Hola —saludó Willie, dedicándome un leve guiño. Ya éramos amigos—. ¿Está arriba? —preguntó.
—¿Quién?
—La señora Burns.
—Ah, sí, desde hace horas.
—Es una vieja bruja. Que no te dé miedo.
(Él dijo «mieo»).
—¿A nosotros no nos dan té? —murmuré.
No paraba de pensar en las galletas, en la primera que elegiría; ¿me dejaría la señora Burns coger dos?
—Sí, y un jamón.
Entró un cliente que quería un paquete grande de copos de maíz, y Willie me hizo el favor de cogerlo. Estaban en una balda muy alta y tuvo que usar la escalera, que tenía pinta de ser muy inestable; me mareé sólo de verlo subir.
Después me señaló dónde estaba cada cosa: los clavos, el Vicks, las pasas, las sopas instantáneas y el resto de cosas insignificantes que a mí se me podrían olvidar. Apunté en una tarjeta los precios de los alimentos más corrientes, como el té, el azúcar y la mantequilla; y la mañana transcurrió despacio hasta que las campanas llamaron al ángelus. A Willie le dio la risa mientras rezábamos. Más tarde, se sacó del bolsillo la foto de una chica de calendario y me dijo: «¡Se parece a usted, señorita Brady!». Willie era cuatro o cinco años más joven que yo, así que no hice caso al comentario.
—¿Tienes hambre, querida? —me preguntó la señora Burns.
Asentí, aunque mientras el señor Burns tomaba el té, Willie y yo habíamos comido dos rosquillas y unos caramelos. Había dejado el dinero en la caja. Era metálica y muy historiada, y cada vez que se abría sonaba un timbre muy agudo, de modo que no había forma de abrirla discretamente. En la parte frontal tenía unas teclitas con números que había que apretar según el dinero que se introdujera.
Tenía las manos pegajosas de tanto pesar azúcar, así que pregunté si podía subir a lavármelas. Me moría por ver el piso de arriba. La puerta del dormitorio estaba entornada y pude ver parte de la moqueta y la cama deshecha con el nido revuelto de mantas y sábanas mullidas en tonos rosados. Junto a la cama, sobre una mesa de mimbre, había una caja de bombones y varios números de una revista de caza y pesca.
El baño también estaba muy desordenado: había toallas en el suelo y dos botes de polvo de talco abiertos en el estante del lavabo. Me aseé y me espolvoreé las manos con un poco de talco de lavanda.
Mientras me ponía el abrigo en el recibidor me fijé en que la señora Burns examinaba dos platos con comida que había preparado Joe, la limpiadora. En ambos platos había pollo y ensalada de patatas. La señora Burns cogió la pechuga de uno de los platos y la puso en el otro, y acto seguido dejó un muslo en el plato que había rapiñado. Se sentó a la mesa y empezó a comer del plato que contenía la carne más blanca y delicada. Tosí un poco para que se percatase de mi presencia.
—Dile al señor Burns que cierre y venga a almorzar. Angelito, debe de estar muerto de hambre —señaló.
Angelito, sí, pensé yo; ¿él nunca la habría pillado haciendo cambalaches con la comida?
—De acuerdo, señora Burns. ¡Hasta luego!
—Adiós, querida —dijo con la boca llena.
Volví a mi nuevo hogar, pensando en los Burns y en su vida en común. A buen seguro ella comería bombones en la cama y se pondría tres bolsas de agua caliente; se atiborraría, y el señor Burns le daría la espalda, concentrado en su revista, mientras en el piso de abajo el minino cazaba ratones aterrorizados en medio de la oscuridad.