Llegamos a Dublín poco antes de las seis. Aún era de día, y cargamos con nuestros bultos por el andén, deteniéndonos de cuando en cuando para dejar pasar al resto de pasajeros. Era la primera vez que veíamos a tanta gente junta.
Baba paró un taxi y dio al conductor nuestra nueva dirección, que estaba escrita en la etiqueta de su maleta. Habíamos conseguido alojamiento gracias a un anuncio en el periódico, y nuestra futura casera era extranjera.
—Por Dios, Cait, ¡esto es vida! —exclamó Baba, arrellanándose en el asiento trasero y sacando un espejito de mano para mirarse. Se echó hacia delante un mechón de pelo que le cayó sobre una ceja; le quedaba muy bien.
De las calles por las que pasamos no recuerdo nada. Eran del todo desconocidas. A las seis en punto sonaron las campanas de alguna iglesia, seguidas por otras con distintos repiques que tañeron por toda la ciudad. Los carillones se mezclaban, armonizando con el fresco atardecer de primavera, y su sonido procuraba un bienestar especial. Me gustó al instante.
Pasamos ante la catedral, cuya piedra oscura estaba aún húmeda debido a la lluvia de la tarde, si bien las calles estaban ya secas. Nos mareábamos tratando de ver toda la ropa que se exhibía en los escaparates.
—Jolín, qué vestido tan maravilloso acabo de ver en aquella tienda. Oiga, caballero —chilló, inclinándose hacia delante.
—¿Ha dicho usted algo?
El hombre hablaba con el acento cantarín propio del condado de Cork.
—¿Es usted de Cork? —preguntó Baba, disimulando la risa.
El conductor fingió no haberla oído y subió la ventanilla de la mampara. Al poco giró a la izquierda, tomó un bulevar y llegamos. Nos apeamos y pagamos la carrera a medias. Ignorábamos que hubiese que dejar propina. El taxista depositó nuestras maletas en la acera, junto a la cancela. Una moto descansaba apoyada en los barrotes, y, por dentro, un angosto sendero de cemento corría entre dos parcelitas cuadradas de césped muy raso. Entre la hierba y el caminillo, a ambos lados, había sendos parterres alargados con unos pocos galantos amarillentos y marchitos entre la tierra húmeda. La casa, de dos plantas, era de ladrillo visto, y el piso de abajo tenía un ventanal en voladizo.
Baba dio un golpe seco en la aldaba cromada y al mismo tiempo llamó al timbre.
—Baba, por favor, no seas tan impaciente.
—Vale ya de chaladuras de cobardica —contestó, guiñándome un ojo.
Aquel mechón de su frente resultaba muy descarado. Junto al felpudo había varias botellas de leche, y oí que alguien se acercaba desde el interior.
La puerta se abrió y nos recibió una señora con gafas de cristales gruesos que llevaba un vestido de punto marrón y unas medias también de punto, grises y peludas.
—Pasen, sed las bienvenidas —dijo, y gritó en dirección al piso superior—: ¡Gustav, ya han llegado!
Del mueble perchero del vestíbulo colgaban impermeables y un paraguas de colorines que me recordó a una postal que la señorita Moriarty me había enviado una vez desde Roma. Nos quitamos los abrigos.
Era una mujer de baja estatura y casi tan ancha como el umbral del comedor. Tenía el trasero como el de las mujeres de las postales de broma. Parecía una bola. La seguimos hasta el comedor.
La estancia era pequeña, atestada de muebles de nogal. Había un piano en un rincón y muy cerca un aparador con fotografías enmarcadas. Frente a éste, una vitrina para la porcelana cargada de copas, vasos, tazas y toda clase de bibelots. A la mesa se sentaba un hombre calvo de mediana edad; estaba comiendo un huevo pasado por agua que sujetaba con una mano, mientras con la otra rebañaba el interior con ayuda de la cuchara. Fue muy gracioso ver cómo se guardaba el huevo en el regazo, como si lo hubiésemos pillado en falta. Nos saludó en una lengua extranjera y volvió a concentrarse en su té. No era nada apuesto. Tenía los ojos muy juntos, y no sabría explicar por qué, pero parecía una persona traicionera.
Tomamos asiento. La mesa redonda estaba vestida con un mantel verde de terciopelo con orla, y en el centro había un jarrón con ranúnculos multicolores, de los que duran mucho tiempo.
Algo de aquel cuarto —no sé si el mantel de terciopelo o la vitrina abarrotada, o tal vez el estilo del mobiliario— me recordaba a mi madre y a nuestra casa tal y como era en el pasado.
La casera trajo dos platos pequeños con jamón cocido, un poco de pan con mantequilla y un platillo con mermelada.
—¡Gustav! —exclamó de nuevo al entrar en el comedor. Me daba un poco de miedo aquella mujer. Su voz era tosca y autoritaria—. Muy bueno, hice yo, casero —explicó al tiempo que hundía una cucharilla muy sofisticada en la mermelada.
Comimos rápido y con fruición, y tras despachar el plato del pan nos miramos entre nosotras y luego al hombre calvo que se sentaba enfrente. Ya había terminado de comer y leía un periódico extranjero.
—¡Joanna! —llamó, y ella vino secándose las manos en el delantal de flores.
El hombre se dirigió a ella en una lengua extraña, supuse que para pedirle que trajera más pan.
—¡Mein Gott bendito nos salve! Las chicas de campo tienen inmenso gran apetito —señaló ella, alzando al cielo unas manos rechonchas y castigadas por años de faena. Llevaba una alianza y un anillo de aniversario. Pobrecito Gustav.
La mujer salió y él continuó leyendo.
Baba y yo estábamos convencidas de que el hombre no hablaba nuestro idioma, así que, mientras esperábamos que llegara el resto del pan, Baba hizo un numerito teatral. Haciéndome una reverencia me suplicó con voz trémula:
—Oh, amor divino, ¿me pasas el vino?
Yo le acerqué el frasco del vinagre.
—Cubre ahora la tetera, dama suprema. —Y, con otra voz, rogó—: Oh, dama suprema, ¿me pasas la crema?
Y yo le pasé la lecherita. Entonces se volvió hacia él, que estaba parapetado tras el periódico, y dijo:
—Y tú, calvo de pacotilla, ¿me pasas la mantequilla?
Y mientras nos reíamos por lo bajo, salió la mano de detrás del periódico y empujó despacio hacia nosotras el plato vacío de la mantequilla. Nos partimos de risa y nos dimos cuenta de que la mano y el periódico temblaban. También él se estaba riendo. No era mal comienzo.
Joanna trajo dos rebanadas más de pan y unos pedacitos de bizcocho de dos colores, mitad amarillo, mitad chocolate. Mamá lo llamaba pastel mármol, pero Joanna le daba otro nombre. Los pedacitos habían sido cortados con picardía: cada trozo era un bocado. El hombre cogió dos, y Baba me soltó una patada bajo la mesa como para avisarme de que comiera rápido. Ella se llenó la boca todo lo que pudo.
Por fin apareció Gustav, y nos pusimos de pie para estrecharle la mano. Era un hombre bajito y paliducho con ojos astutos y una sonrisa de circunstancias. Sus pálidas manos tenían un aspecto refinado.
—No, señoritas, no levantarse —dijo humildemente; demasiado humildemente.
Me había caído mejor Joanna. Baba estaba encantada de que nos llamase señoritas, y le dedicó una de sus sonrisas zalameras.
—Toda la noche ahí arriba afeitar. Y ¿por qué te pones la camisa nueva? —inquirió Joanna, examinando la camisa y la parte delantera del chaleco. Él explicó que se iba a pasar por la taberna.
—Un ratito nada más, Joanna —dijo.
—Mein Gott! Tengo que desplumar dos pollos y tú no ayudas.
A él no se le borraba la sonrisa del rostro.
—Bonitas señoritas, muy bonitas —observó, señalándonos.
Baba pestañeaba a una velocidad prodigiosa.
—Ya, sí, sí; comed, comed —dijo de pronto Joanna cuando se acordó de nosotras. Pero ya no había nada que comer; no quedaba ni una migaja.
Me dispuse a ayudar a recoger y a apilar los platos, pero Baba me susurró al oído:
—Por Dios, como hagas eso una sola vez nos pasaremos la vida recogiendo. ¡Acabaremos de criadas!
Seguí su consejo y subí con ella al dormitorio, donde Gustav había depositado nuestro equipaje.
Era una habitación pequeña que daba a la calle. El suelo era de linóleo oscuro y del techo colgaba una bombilla eléctrica adornada con una pantalla de cuentas.
Me asomé a la ventana abierta para aspirar el aroma de la ciudad y ver qué aspecto tenía. Abajo unos niños jugaban al tejo y al pillapilla. Uno de ellos tenía una armónica que se ponía en la boca para tocar lo que le saliera. Al verme, miraron todos hacia arriba y uno, el mayor, me preguntó la hora. Yo fumaba un cigarrillo e hice como que no lo había oído. «Oye, señorita, ¿qué hora es? A cero grados se congela el agua, ¿tú cuánto tardas en derretirla?».
Baba se partía de risa junto al tocador, y me pidió por lo que más quisiera que me apartara de la ventana o nos largarían. Dijo que el chiquillo era la monda, y que teníamos que hacer amistad con él.
El ropero estaba vacío, pero no pudimos colgar nuestras cosas porque se nos había olvidado echar perchas en la maleta; así que las extendimos sobre el sillón de orejas que había en un rincón.
Abajo, en la cancela de la entrada, alguien arrancó una moto que se alejó por el bulevar con gran estruendo. Gustav se había marchado.
En la habitación de al lado empezó a sonar un violín.
—Madre mía —exclamó simplemente Baba, tapándose los oídos.
Iba de un lado a otro con las manos en las orejas, diciendo barbaridades, cuando Joanna llamó y entró.
—Hermann, tiene que ensayar —explicó, sonriente, cuando Baba señaló con el pulgar el tabique que nos separaba del otro cuarto—. Mucho talento. Músico. ¿Os gusta música?
Y Baba contestó que nos fascinaba la música y que habíamos venido a Dublín sólo para escuchar a un señor tocar el violín en el cuarto de al lado.
—Ah, bien. Bueno. Muy bien.
Baba me hizo un gesto para indicar que Joanna estaba como una regadera. Como yo estaba todavía deshaciendo el equipaje, se acercó a curiosear mi ropa. Me preguntó si mi padre era rico, y Baba se metió en la conversación y explicó que era millonario.
—¿Millonario? —Pudimos ver cómo se le dilataban las pupilas tras las lentes—. Yo cobrar muy barata entonces, ¿no? —dijo con una ancha sonrisa.
Su forma de sonreír era bastante poco afortunada: la mueca le quedaba postiza, ridicula, y despertaba antipatía. Aunque tal vez fuera cosa de las gafas.
—No. Muy cara —discrepó Baba.
—¿Cara? ¿La cara? Gesicht? No entiendo.
—No: muy costoso —expliqué yo, atándome un lazo en el pelo con la esperanza, antes siquiera de verme en el espejo, de que me favoreciera.
—¿Estáis contentas? —me preguntó, angustiada de repente, súbitamente preocupada por si nos planteábamos cambiar de casa.
—Muy contentas —respondí por ambas, y ella sonrió de nuevo. Me caía bien.
—Os doy un regalo —anunció.
Baba y yo intercambiamos una mirada de asombro cuando Joanna salió del cuarto.
Trajo una botella con un líquido amarillo y dos vasos de la talla de un dedal. Se parecían a los que usaba el farmacéutico del pueblo para medir los medicamentos. Vertió un poco del espeso fluido en cada vasito.
—Para la salud, ¿eh? —dijo.
Nos llevamos los vasos a los labios.
—¿Bien? —preguntó antes de que pudiésemos probarlo.
—Bien —mentí.
Sabía a huevo y el regusto a alcohol tiraba para atrás.
—Mío —y se puso la mano en el pecho robusto, de senos indefinidos; su torso era una masa apabullante y recia—. En el continente nosotros hacemos. Fiestas, todo: hacemos nosotros.
—Que Dios nos proteja del continente —me dijo Baba en gaélico, y le salieron los hoyuelos al sonreírse.
Para darle al cuarto un aire más acogedor yo había colocado sobre la mesa un tarro de crema facial y un frasquito de perfume Soir de Paris, y Joanna se acercó para admirar ambas cosas. Primero destapó la crema y la olisqueó, y luego olió el perfume.
—Bien —dijo, con la nariz aún pegada al frasquito azul ultramar.
—Pruébelo —la animé, porque me sentía en el compromiso tras el detalle del licor.
—¿Caro? ¿Es costoso?
—Cuesta un dineral —explicó Baba, sonriendo con suficiencia detrás de su vaso. Se veía venir que Baba tenía la intención de tomarle el pelo a Joanna.
—Dineral… Mein Gott!
Volvió a poner el tapón metálico al frasco y lo dejó con cuidado en su sitio, para no romperlo.
—Mañana quizás pruebo. Mañana domingo. ¿Vosotras católicas?
—Sí. ¿Y usted? —se interesó Baba.
—Sí, pero nosotros en el continente no somos tan estrictos como vosotros, irlandeses.
Se encogió de hombros para manifestar cierta indiferencia. El vestido de punto tenía los bajos desiguales y se retorcía por los lados. Se marchó y oímos que bajaba las escaleras.
—¿Qué vamos a hacer, Cait? —me preguntó Baba al tiempo que se tumbaba en su cama.
—No sé. ¿Vamos a confesarnos? —Eso era lo que solíamos hacer los sábados por la tarde.
—¿Confesarnos? Por Dios, no me seas sosa, tenemos que ir al centro. ¿No ves que estamos en el paraíso? —Meneó los pies por el aire y se abrazó a la almohada que había bajo la colcha de chenilla—. Ponte todo lo que tengas —ordenó—, que nos vamos a bailar.
—¿Tan pronto?
—¡Pronto, pronto…! ¿Pronto te parece, después de tres años enjauladas en aquella cárcel?
—No sabemos cómo llegar.
No me entusiasmaba la idea de bailar. En el pueblo siempre pisaba a los chicos, y no se me daban nada bien los giros. Baba en cambio bailaba de maravilla, daba vueltas y vueltas sobre sí misma hasta que se le subían los colores y el pelo se le alborotaba en todas direcciones.
—Baja y usa tu labia con Frau von Culona.
—Eso está muy feo, Baba —la reprendí, poniendo mi cara más nostálgica. La preferida del señor Gentleman.
—¡Dios, esta mujer es la monda! No paraba de pensar que el culazo se le iba a caer de un momento a otro. ¡Es que parece un postizo!
—¡Chist, chist! —la callé.
Temía que el violinista nos oyera, pues había dejado de aserrar.
—Anda y baja a preguntarle, y déjate ya de chistarme.
Joanna estaba vertiendo una cacerola de agua hirviendo sobre un pollo Rhode Island muerto. Una vez empapado por completo, empezó a desplumarlo. Yo la veía hacer, pero ella no me había oído porque la ensordecía la música folclórica que salía del transistor de la cocina.
El cadáver del pollo me recordó a las comidas de los domingos en casa. Hickey le retorcía el pescuezo a algún pollo los sábados por la mañana y luego lo dejaba afuera, junto a la puerta de atrás. El animal se agitaba y hacía extraños movimientos un buen rato después de haber muerto, y Bull’s-Eye, creyendo que estaba vivo, le ladraba y trataba de ahuyentarlo.
—Mein Gott! ¡Qué susto me das! —dijo al girarse con el pollo en la mano.
Me disculpé y le pregunté cómo llegar al centro. Pero sus instrucciones fueron muy confusas y comprendí que tendríamos que preguntarle a otra persona en la calle.
Cuando regresé arriba, Baba había salido al baño. Sin ella al cuarto le faltaba alegría, se veía vacío. Afuera, en el bulevar, ya se había hecho de noche. Los niños se habían ido. La calle estaba desolada. El pañuelo de un chiquillo ondeaba de un pincho de la verja de nuestra casa. Los edificios se desplegaban en la planicie de la ciudad, casas separadas por campanarios o bloques de pisos de diez o veinte plantas. A lo lejos, las montañas eran un borrón pardo jaspeado de nubes. En realidad no eran montañas; más bien, colinas. Unas colinas dulces, inolvidables.
Mientras las contemplaba pensé en corderos nacidos en medio del frío y la oscuridad, en pastores que caminaban penosamente por las lomas, y luego pensé en esos mismos pastores entrando en calor junto a una fogata en compañía de sus perros; se echarían un sueño de una hora hasta que llegara el momento de volver a la intemperie y enfrentarse al frío cortante. Nuestra granja no estaba en la montaña, pero a siete u ocho kilómetros de distancia había unas a las que Hickey me llevó una vez montada en el manillar de su bici. Colocó un cojín para que no me doliese el trasero. Íbamos a buscar un perro ovejero. Corría el inicio de la primavera, la época en que nacen los corderillos, y contra el viento nos llegaban sus lastimeros balidos. Recogimos al perrito: una bola de pelo blanco y negro dormido sobre un lecho de paja en una cajita. Aquel cachorro se hizo mayor y se convirtió en Bull’s-Eye.
—¿Bailas un vals conmigo, Matilda? Un vals, Matilda… —canturreó Baba detrás de mí, y me sacó a bailar un vals—. ¿En qué rayos estás pensando? —preguntó, aunque en realidad no le interesaba—. He tenido una idea genial. Me voy a cambiar el nombre. Seré Barbara, pronunciado «Baobra». ¿A que suena fenomenal? Qué pena que tengas que trabajar en ese tugurio. Eso limitará mucho nuestro estilo —dijo, muy pensativa.
—¿Por qué?
—Pues porque todas las puñeteras paletas de pueblo acaban colocadas en tiendas de ultramarinos. Si alguien pregunta, diremos que vas a la universidad.
—¿Y quién va a preguntar?
—Los chicos. Los vamos a tener que espantar como a las moscas. Y te lo advierto: como me robes a algún chico, te vas a enterar.
—No pienso hacerlo —la tranquilicé, sonriéndome, admirando las anchísimas mangas de mi blusa y preguntándome si él también se fijaría en ellas cuando volviese a casa con la señora Gentleman.
—¡El cigarrillo, el cigarrillo! —exclamé.
Baba había apoyado en la mesita de noche el pitillo y éste había quemado el borde del tablero, dejando una marca. Olía a madera quemada.
—Mein Gott! ¿Qué ha pasado? —dijo Joanna, que irrumpió en el cuarto sin tan siquiera llamar—. Mi mejor mesa, mi mesa… —masculló, precipitándose hacia la mesa para examinar los desperfectos. Yo estaba muerta de miedo.
—Fumar, jovencitas, es prohibido —señaló, y tiró la colilla a la chimenea. Tenía los ojos encharcados.
—Si nos hubiera puesto un cenicero… —dijo Baba, y acto seguido se quedó mirando la mesita de bambú y se agachó para verla por abajo—. De todos modos esta mesa no sirve, está plagada de gusanos —le dijo a Joanna.
—¿Qué quiere decir? —Joanna hacía un ruido tremendo al respirar, como si estuviera a punto de estallar.
—Carcoma —sentenció Baba.
Joanna se sobresaltó y dijo que eso era imposible, pero Baba al final se salió con la suya y la mujer se llevó la mesa a un cobertizo que había en el patio.
—Por favor, señoritas, no sentarse en las colchas buenas, son del continente, chenilla pura —imploró, y le prometí que seríamos más cuidadosas.
—Ahora ya no tenemos mesa —le recriminé a Baba cuando Joanna estaba ya fuera.
—¿Y qué? —preguntó mientras se quitaba el vestido.
—¿Es verdad que tenía carcoma?
—¿Cómo demonios quieres que lo sepa?
Se aplicó el aerosol del desodorante bajo los brazos. Me complacía que su cuello no fuese tan niveo como el mío.
Nos arreglamos en un santiamén y fuimos hacia el reino de las hadas de neón que era Dublín. La ciudad me gustaba más que pasar un día de estío en un henar. Las luces, las caras, el tráfico, la inmensa vitalidad de la gente que se dirigía deprisa a alguna parte. Nos cruzamos con una señora de tez oscura ataviada con un vestido de seda anaranjado.
—Por Dios, aquí la gente va en combinación —señaló Baba.
La mujer tenía unos ojos negros grandísimos maquillados con sombra oscura. Parecía andar buscando algo de emoción entre la noche y la multitud. Algo a la altura de la belleza de las sombras y de los rasgos de su rostro felino.
—Es una belleza, ¿no te parece? —le dije a Baba.
—Parece que ha vuelto de entre los muertos —replicó Baba al tiempo que cruzaba la calle para curiosear el escaparate de una heladería.
Un portero abrió y nos sostuvo la puerta, de modo que no nos quedó más remedio que entrar.
Pedimos dos raciones grandes de helado, que servían con melocotones, nata y unos copos de chocolate espolvoreados. De una cajita metálica, cerca de nuestra mesa, sonaban canciones. Baba golpeteaba con los pies y meneaba los hombros al compás de la melodía. Al rato, ella misma echó unas monedas y seleccionó las mismas canciones.
—¡Por fin estamos viviendo la vida, por Dios! —suspiró.
No dejaba de mirar a nuestro alrededor para localizar chicos guapos en las otras mesas.
—Se está bien —respondí, y lo decía en serio.
Tenía la certeza de que aquél era el lugar donde quería estar. Desde aquel momento, anhelaría eternamente el barullo, las luces y el ruido. Había escapado por fin de los sonidos tristes: el de la lluvia solitaria golpeando el tejadillo de chapa del gallinero, el de los gemidos de una vaca parturienta bajo un árbol en mitad de la noche.
—¿Nos vamos a bailar? —propuso Baba.
Me dolían los pies, y así se lo dije. Regresamos a casa y en una tienda, muy cerca de nuestro bulevar, nos compramos una bolsa de patatas fritas que fuimos comiendo mientras caminábamos. Las luces que brillaban por encima de nuestras cabezas eran de un verde siniestro.
—¡Por Dios, parece que tienes tisis! —exclamó Baba, tendiéndome una patata.
—Tú también —contesté.
Y ambas recordamos un poema que habíamos estudiado tiempo atrás. Lo recitamos en voz alta:
Del Valle de Munster la arrancaron,
del aire puro y fragante,
una hija de Ormond Ullin
de ojos azules y dorados cabellos.
La llevaron a la ciudad
y allí se marchitó lentamente,
pues la tisis no tiene piedad
de los ojos azules y los cabellos dorados[11].
La gente nos miraba, pero qué nos importaba: éramos jóvenes. Baba infló la bolsa vacía y la hizo estallar con gran estruendo golpeándola con el puño.
—Voy a hacer que esta ciudad salte por los aires.
Y lo decía muy en serio, aquella primera noche en Dublín.