Podría haberme matriculado en otro convento, pues mi beca seguía siendo válida, pero el señor Brennan iba a mandar a Baba a una escuela comercial y yo decidí irme con ella. Prometí a mi padre que me examinaría para el funcionariado, y entretanto trabajaría en una tienda de ultramarinos.
Respondí a un anuncio del periódico y conseguí empleo de tendera con un hombre llamado Thomas Burns. Jack Holland redactó una elogiosa carta de referencia en la que decía que había ejercido de aprendiz en su tienda. La carta estaba plagada de adjetivos y fiorituras, y la firmó como «Jack Holland, autor y mercader de licores».
—Huelga decir, Caithleen, que si cambias de parecer… Ese privilegio recae en la dama —me dijo mientras lamía el borde del sobre marrón y lo sellaba apretando con el puño.
—Gracias, Jack. Lo pensaré.
Era mentira, pero al menos mantenía viva su ilusión. Su madre seguía agonizando, y la enfermera jubilada acudía dos veces en semana para asearla. Se acercó y abrió el cajón de madera de la caja registradora, que se atascaba y solamente abría a medias. Introdujo la mano hasta el fondo, donde guardaba los billetes, y sacó una libra que dobló primorosamente hasta formar un cuadradito.
—Para pequeños gastos —dijo, metiéndomelo bajo la blusa.
Una de las esquinas puntiagudas del cuadrado me arañó, pero le agradecí el detalle y a cambio dejé que me estrechara la mano tres o cuatro veces y me acariciara el pelo. Sus caricias eran torpes.
Después me dirigí a la pañería de O’Brien, compré tela para hacerme una blusa y un pichi, y fui hasta el final de la calle, donde la modista. Salió a recibirme a la puerta con una ristra de alfileres entre los labios y el vestido moteado de hilachos blancos.
—¡Entra! —me animó.
Estaba a punto de sentarse a almorzar. Los tres geranios del poyete comenzaban a florecer. Dos eran de un rojo escarlata, y el otro, blanco. Las hojas dotaban a la cocina de un agradable aroma a invernadero.
—Así crecen más —me explicó mientras echaba las hojas del té del desayuno a las macetas. Enjuagó la tetera y preparó más té—. Bueno, ¿cómo es que andas por aquí en estas fechas? —preguntó con voz lisonjera.
Vivía sola y era la cotilla del pueblo. Se enteraba de si alguna soltera estaba en un apuro antes incluso que la interesada. La gobernanta del párroco y ella pasaban horas chismeando acerca de todo ser viviente.
—Ha habido una epidemia en el convento —mentí.
Baba y yo nos habíamos puesto de acuerdo para contar la misma historia. Ni siquiera nuestros padres querían que se conociera nuestra expulsión.
—Qué horror. ¿Y es muy grave? Vaya, pues no entiendo por qué no ha vuelto también la chiquilla de los Jones, los de lo alto de la montaña.
—No, es que las de montaña no se contagian de esa enfermedad —inventé, y me miró con suspicacia.
También ella era de montaña, y cada dos domingos cogía su bici y subía a visitar a su padre, a quien solía llevar latas de fruta en almíbar y un frasco de áspic de manitas de ternera que guardaba en el zurrón de lona del trasportín de su bicicleta.
—Ten —y me tendió una taza de té y una rebanada de bizcocho de la pastelería. Acto seguido, me examinó de arriba abajo y observó—: Has echado algo de tripita…
Estaba loca por sonsacarme alguna cosa. Le mostré la postal para que pudiese copiar con exactitud la blusa, y ella no dudó en darle la vuelta para leerla.
—Qué repentino, el viaje de los Gentleman, ¿verdad?
—Pues no sé. —Me hice la desentendida.
Anotó las medidas en un cuaderno y no tardé en marcharme. No me acompañó a la puerta, lo cual significaba que se había molestado: ella contaba con que le hablase de los Gentleman. Ojalá no se vengase estropeando la tela.
Hacía uno de esos días límpidos y ventosos tan frecuentes en la región, con un viento potente que desplazaba alegremente las nubes. Era un día claro, y experimenté la felicidad de estar viva. Como tenía el viento de cara, me apeé de la bici para subir la colina. La dejé apoyada en la verja de los Brennan y me adentré en el camino que daba a mi casa, para verla. Ahora vivían allí unas monjas francesas. Seis o siete sólo, todas bajo la supervisión de una directora de noviciado: jóvenes religiosas venidas del convento principal de Limerick para pasar su año de retiro espiritual en nuestra extensa y recóndita finca.
La antigua entrada estaba muy descuidada y plagada de ortigas. Las monjas habían construido otro acceso con pilotes de hormigón a ambos lados y unos muros de cemento que describían curvas y unían un pilar con otro. El camino, antaño poblado de mala hierba, piedras y surcos de carros, estaba ahora pavimentado y nivelado; resultaba agradable transitar por él. Habían talado algunos de los árboles que rodeaban la casa, y la puerta de la fachada, blanca y castigada por el clima, había sido pintada de un bonito verde claro. Por supuesto, las cortinas eran distintas, y la colmena de Hickey había desaparecido.
—La madre la espera —dijo la monjita que me abrió la puerta.
Atravesó sin hacer ruido el vestíbulo enmoquetado. El antiguo comedor me resultaba del todo desconocido. Sentí que era la primera vez que entraba en aquel lugar. En la esquina donde antes estaba el mueblecito de los santos había un escritorio, y habían añadido una repisa de caoba sobre la chimenea.
—Bienvenida —dijo la abadesa.
Era francesa, y no transmitía ni la mitad de severidad que las monjas del convento. Llamó a la monja joven haciendo sonar una campanita y le pidió un refrigerio. Me trajo un vaso de leche y una rebanada de bizcocho casero decorado con almendras peladas. Me resultaba difícil comer bajo su atenta mirada, y procuré no hacer ruido al masticar.
—¿Y qué es lo que vas a hacer en Dublín? —preguntó.
«Voy a ser tendera en un colmado», pensé explicar, pero en lugar de eso dije:
—Mi padre aún no lo ha decidido.
Mi respuesta sonó algo fuera de lugar, pues Molly me había contado que la madre superiora había ayudado a mi padre a superar sus episodios de alcoholismo. Le llevaba termos de caldo y libros de oraciones para que se entretuviera mientras guardaba cama. La mujer me ofreció una medallita azul que se había sacado del bolsillo. Aquella noche me la colgué de la camiseta interior y no volví a quitármela. Al señor Gentleman le hizo mucha gracia cuando, meses más tarde, llegó a verla.
—¿Te gustaría ver la cocina? —preguntó, y la seguí hasta allí.
Unas alacenas blancas cubrían las paredes, y habían sustituido el fogón de leña por una cocina de carbón. Afuera, en el huerto, seis o siete monjas caminaban cada una por su lado, con la cabeza gacha, meditabundas. Esperaba que Bull’s-Eye anduviese ahuyentando a las gallinas, pero, naturalmente, ya no había gallinas a las que ahuyentar. Aquella visita me afligió más de lo que esperaba, y me hizo revivir muchas cosas que creía ya olvidadas. La maña que se daba Hickey para colocar las trampas para los ratones bajo las escaleras. El olor de la jalea de manzanas en otoño, y el papel matamoscas que colgaba del techo con los moscardones pegados. Las tiras de beicon ahumándose. El libro de recetas apoyado en el alféizar, manchado de yema de huevo. Todos esos detalles se agolparon dentro de mí, y me invadió la melancolía al alejarme de allí.
Nada más emprender el camino de vuelta caí en la cuenta de que debía pasar por el pabellón para visitar a mi padre. Alcé el pasador, pero la puerta estaba trancada. Y justo cuando cruzaba la verja, aliviada, oí que decía: «¿Quién es?».
Abrió la puerta, colocándose los tirantes. Iba descalzo.
—Es que me había echado un rato. Tenía un dolor de cabeza…
—Sigue durmiendo —le dije. Rogaba por que me hiciera caso.
—¡De ninguna manera! Entra.
Cerró la puerta detrás de mí. La cocina era diminuta y el ambiente estaba muy cargado, y los visillos blancos tenían el color de la ceniza de los cigarrillos. Había tres tazas esmaltadas sobre la mesa con hojas de té en el interior.
—Haz un poco de té —dijo.
—De acuerdo.
Llené el hervidor con el agua del balde y, evidentemente, derramé algo de líquido. Cuando alguien me observa, me vuelvo muy torpe. Se sentó y se puso los calcetines. Le habría convenido cortarse las uñas de los pies.
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—En casa.
Aquélla siempre sería mi casa.
—¿En casa de quién? —Y, cuando se lo aclaré—: ¿Ha preguntado por mí?
—No.
—Nos hemos hecho íntimos amigos, ella y yo.
—Han arreglado muy bien la casa —comenté, con la ilusión de despertar sus remordimientos.
—Es la mejor casa del pueblo —dijo—. Pero no la echo de menos —añadió.
Pensé entonces en mi madre, y en el fondo del lago, y en lo enfurecida que se habría puesto de haber oído lo que decía mi padre.
—En fin, de todos modos, me la robaron —concluyó, rascándose la frente.
«Conque esas tenemos…», pensé.
—¿Cómo que te la robaron? —pregunté con impertinencia.
—Pues eso, lo sabes bien. Cuando la heredé de mi tío abuelo todo el mundo decía que no me duraría mucho, y han hecho lo imposible por arrebatármela.
Ahí teníamos la nueva versión de la historia. A los forasteros y la gente que pasara por allí en verano les señalaría la casona, se rascaría la frente y contaría que se la habían usurpado. Volví a pensar en mamá, y casi pude verla negando tristemente con la cabeza. Siempre que estaba con él pensaba en mamá.
El agua rompió a hervir y borboteó por el pitorro del hervidor. Miré a mi alrededor en busca de la tetera.
—¿Dónde tienes la tetera?
—Ah, no hace falta. Sale muy rico en las tacitas.
Y me indicó que debía quitar las hojas viejas de las tazas de esmalte. Me explicó cuánto té había que echar en cada taza y luego vertí el agua caliente y dejé reposar la infusión junto a las brasas. Añadí leche y azúcar al suyo, pero no me atreví a removerlo por miedo a revolucionar las hojas que estarían en el fondo. El mío parecía turba hervida.
—¿A que me ha salido estupendo? —dijo.
«Más bien me ha salido a mí», pensé.
—No está mal —respondí.
¿Por qué estaba siendo tan arisca? No conseguía ser agradable, por mucho empeño que le pusiera.
—Es el mejor té de la región. El año pasado las hermanas Connor estuvieron por aquí cerca cogiendo setas, y tuvieron que entrar a resguardarse de un chaparrón, así que les preparé té. Me dijeron que nunca habían bebido nada parecido.
Sonreí, en un esfuerzo por mostrarme conciliadora.
—¿Dónde está Bull’s-Eye?
—Ha muerto. Se envenenó.
Muy pronto ya no quedaría nada de mi vida anterior.
—¿Cómo se envenenó?
—Habían puesto estricnina para los zorros, y se la comió.
—Tendrías que haberte quejado —le recriminé. Estaba muy enojada.
—¿Quejarme? ¿Acaso soy de los que se quejan? Yo no he molestado a nadie en toda mi vida.
Traté desesperadamente de encontrar algo que decir. Rápido.
—¿Sabes algo de Hickey?
Llevaba dos años sin saber de él. Maisie me contó que se había comprometido, pero no llegamos a enterarnos de si se casó finalmente.
—Vaya tipejo. Nunca me gustó. Anda que no se lo pasó bien desplumándome a placer, como todo el mundo.
Me concentré en las hojas de té amontonadas en el fondo de mi taza e intenté predecir mi futuro. Buscaba en ellas alguna señal de aventura, ya que al cabo de una semana estaría en Dublín, lejos de todo. Mi padre carraspeó, nervioso. Estaba a punto de decir algo importante. Me eché a temblar.
—Hay algo que te quiero decir, hermosa: espero que no se te suban las cosas a la cabeza. —Sacó su dentadura del mueble y se la puso. Acaso así se sentía mejor, más importante—. Compórtate en Dublín. Sé honrada. No descuides la fe, y escríbele a tu padre. No me gusta ni un pelo la clase de persona en que te has convertido.
«El sentimiento es recíproco; no sabes cuánto», pensé sin decirlo. Tenía miedo de quedarme allí atrapada, y lo único que deseaba era salir lo antes posible de aquella cocina asfixiante. Hasta los ojos me dolían, y el maldito humo me daba tos.
—Tendré cuidado —dije.
Miré a mi alrededor en busca del reloj; oía el tictac, pero no lo veía. Estaba en la repisa de la chimenea, tumbado. Lo levanté y me excusé: tenía que marcharme, porque la cena era a las cinco y media.
—Te acompaño hasta la carretera —dijo, poniéndose las botas.
Me sentí mejor cuando estuvimos al aire libre. Había mucha gente de paseo, y dejé de sentir miedo.
Molly enceraba el vestíbulo cuando llegué. La casa estaba en silencio.
—¿Dónde está Martha?
—En la iglesia, supongo —dijo Molly.
—¿La iglesia?
Martha siempre había despreciado la religión, las oraciones y a las beatonas.
—Sí, claro, ahora va a diario. A misa y todo eso.
—¿Desde cuándo?
—Desde que los niños del pueblo recibieron su Primera Comunión. Fue a ver cómo iban vestidos y le dio una crisis de llanto en la iglesia. Desde entonces, empezó a ir a los oficios y, al poco, ya asistía a las misas.
—Qué curioso —opiné, al tiempo que recordaba la observación que una vez hiciera Martha: «La religión es opio para los idiotas».
—La gente cambia con la edad —afirmó Molly, sacudiendo la cabeza igual que una anciana.
—¿En qué sentido?
—Pues… Se ablandan. De jóvenes, las personas luchan con pasión por lo que creen. Pero, a medida que va pasando el tiempo, se ablandan.
—¿Te vas a casar con tu novio, Molly? —le pregunté.
La notaba algo rara, distinta a como solía comportarse. Parecía juiciosa en lugar de alegre.
—Supongo que sí.
—¿Lo quieres?
—Ya te lo diré cuando lleve diez años casada.
—Ay, Molly, ¿cómo es posible que seas tan sensata?
Molly me daba lecciones sobre la vida. Me avergonzaba de mí misma cada vez que comprobaba lo cabal que era ella. Su vida no era en absoluto fácil y, sin embargo, nunca se quejaba ni se autocompadecía, como hacía yo.
—No me queda alternativa. Mi madre murió cuando yo tenía nueve años y tuve que criar a dos hermanos pequeños.
—¿Cómo murió?
Había oído una versión espantosa según la cual había muerto quemada.
—Se quemó viva —confirmó.
—¿Cómo pasó? —insistí, aunque, naturalmente, no debí haberlo hecho.
—Eran casi las seis, y aún no estaban las patatas cocidas para la cena. Los hombres estaban ya a punto de llegar. Oímos que se acercaba la carreta por el camino y ella exclamó: «Ay, Dios, ¡hay que avivar el fuego!». Le echó parafina y las llamas le saltaron a la cara; se convirtió en una antorcha humana en menos de dos segundos. Le tiré un balde de leche, pero de poco sirvió.
Molly me contaba aquello sin lágrimas, sin derrumbarse, y envidié su entereza.
—Vamos a tomarnos una taza de té —propuso, poniéndose de pie.
—Como beba un trago más de té, me va a salir por las orejas —dije, pero fuimos a la cocina y preparamos una tetera.
Al poco llegó Martha. Y más tarde, cuando regresó el señor Brennan, subió con él para lavarle el pelo. Charlaban y se reían en el baño, y al pasar por delante vi que ella le frotaba con energía los pelillos morenos y cortos con los extremos de una toalla. Él estaba sentado en la bañera y abrazaba las nalgas de Martha, con la cabeza enterrada en su vientre. Me dio mucha alegría verlos tan contentos.
Tal vez sean felices, me dije, con la esperanza de que lo fuesen. Pese a todo, experimentaba cierto sonrojo cada vez que veía a parejas casadas besándose. Porque mamá y papá nunca lo habían hecho.
Cuando entré en el dormitorio se me escapó un grito de espanto. Baba yacía en la cama con una plasta de barro blancuzco en la cara.
—¡Aah! —chillé, y Molly se precipitó escaleras arriba para ver qué pasaba.
—Por los clavos de Cristo, eres una imbécil de tomo y lomo —dijo Baba—. Me he puesto una mascarilla de barro francés para ir guapa a Dublín. ¿Sabes lo que es? —preguntó.
Le costaba trabajo articular las palabras correctamente debido al mejunje, que le impedía mover los labios con normalidad.
—No —contesté, huraña. Me fastidiaba dejar en evidencia mi ignorancia.
—Eres una imbécil rematada —dijo, al tiempo que se incorporaba y echaba mano de una esponja húmeda y una palangana con agua del tocador.
—Tu madre y tu padre están muy cariñosos —le susurré.
—Ya… Como se descuide, en menos que canta un gallo la vemos con un bebé en brazos.
—¿No te gustaría?
—¿Estás tonta o qué? Ni en sueños. Me convertiría en el hazmerreír del país. ¿Qué diría Norman Spalding?
Norman Spalding era el hijo del director del banco, con quien Baba había empezado a verse en las vísperas de nuestra marcha a Dublín, por matar el tiempo. Ella decía que los chicos del pueblo eran todos unos enanos mequetrefes. De vez en cuando, durante las vacaciones, yo había salido con algunos, pero me aburría con ellos, y cuando me cogían de la mano sentía repugnancia. Mi deseo era volver a los brazos del señor Gentleman; él era mucho mejor que los jovencitos.
Aquella semana hicimos todos los preparativos para Dublín.
El último día fui al pueblo a despedirme de unas cuantas personas y a comprar un paquete de etiquetas.
En la plaza de abastos se celebraba una feria del cerdo. Delante de los comercios se veían carretas con canastos de mimbre cubiertos de turba roja, y gorrinillos rosaditos en sus nidos de paja que gañían tras los canastos. Los cerdos gruñían y hozaban en el interior de los capachos, tratando de salir.
De nuevo hacía otro de esos días rebeldes en los que el viento forma remolinos con el polvo, las briznas de paja y los pedacitos de papeles que se acumulan en las calles. El viento transportaba también el olor propio de toda feria campestre. El agradable aroma del estiércol, el cálido olor de animales, ropa vieja y humo de tabaco.
El aire se colaba en los pesados sobretodos de los granjeros y provocaba tal aleteo en los faldones que parecían hombres en medio de una tormenta. Mantenían acaloradas discusiones sobre precios, se escupían en la palma de la mano y luego discutían un rato más; aparentaban fiereza.
De la tienda de Holland salieron dos hombres. Llevaban consigo la agitación y el humo de tabaco cuando me sujetaron la puerta. Otros hombres percibieron el ruido y el olor a cerveza y se precipitaron al interior. Los niños venidos de la montaña merodeaban por allí, al cuidado de los burros y esperando a sus padres. La ropa les quedaba grande y tenían un aspecto ridículo. Con sus grandes ojos se fijaban en todo: seguían con la mirada a las mujeres que salían de las casas y atravesaban la calle para llenar un balde con agua de la bomba verde. Los niños de la montaña observaban sorprendidos a las desastradas mujeres del pueblo, y ellas les devolvían la mirada con ese seguro desdén que experimentan los aldeanos por los pobres montaraces.
Tommy Tuohey pesaba marranos en las grandes balanzas que había fuera del edificio del mercado, y los animales chillaban para zafarse. El día era oscuro, y unas negras nubes de tormenta atravesaban el cielo a toda velocidad. Todos decían que iba a llover.
Compré las etiquetas y me despedí de Jack. Por suerte, la tienda estaba abarrotada y no tuvo tiempo de llevarme aparte y susurrarme algo.
No me entristecía abandonar el pueblo. Era un lugar sin vida, destartalado, viejo, a punto de desmoronarse. Los comercios necesitaban una mano de pintura, y ya no parecía haber tantos geranios en las ventanas como los que había durante mi niñez.
La hora siguiente pasó volando. De nuevo tocaba decir adiós. Martha lloraba. Imagino que su sensación era que nosotras estábamos en continuo movimiento, mientras que para ella la vida era siempre idéntica. La vida había pasado de largo, la había traicionado. Apenas tenía cuarenta años.
Íbamos en un vagón de tercera donde ponía PROHIBIDO FUMAR, y el tren emprendió el camino a Dublín emitiendo resoplidos.
—Por el amor de Dios, ¿es que no hay coche para fumadores? —preguntó Baba.
Su padre se había encargado de los billetes, sin tener en cuenta que cada una llevaba un paquete de cigarrillos en el bolso.
—Vayamos a buscarlo —dije yo, y atravesamos el pasillo soltando risitas y mirando a la gente con impertinencia.
Fue entonces, imagino, cuando dio comienzo esa nueva fase de nuestras vidas: la de las atolondradas chicas de campo que se lanzan a la gran ciudad. Los pasajeros nos miraban y luego apartaban la vista como si fuésemos en cueros. Pero nos daba igual. Éramos jóvenes y (así lo creíamos) bonitas.
Baba era menuda y delgada, llevaba el pelo cortado como un chico y unos atractivos bucles le caían sobre la frente. Tenía un aspecto muy cuidado, y cualquier hombre habría podido levantarla entre sus brazos y llevársela. Yo, por el contrario, era alta y desmañada, con un perpetuo aire de perplejidad y una mata de pelo cobrizo indomable.
—Vamos a tomarnos un jerez, una sidra o algo —propuso, girándose para mirarme a la cara.
Era de tez oscura, y cada vez que sonreía se me venían a la cabeza cosas otoñales, como las bellotas y las manzanas bermejas.
—Estás guapísima —le dije.
—Tú estás radiante —me contestó ella.
—Pareces un cuadro.
—Y tú pareces Rita Hayworth —afirmó—. ¿Sabes lo que me da por pensar a veces?
—¿Qué?
—En cómo se las arreglarían las pobres desgraciadas de las monjas el día que les prohibiste usar el váter.
Con la simple mención del convento advertí un leve olor a col, aquel tufo que impregnaba hasta el último rincón del colegio.
—Les tuvo que costar lo suyo aguantar tanto rato —continuó, y estalló en una de sus alocadas carcajadas de asno.
El tren tomó una curva muy cerrada y nos precipitamos a uno de los asientos. Baba se echó a reír, y yo le sonreí al hombre que teníamos enfrente. Estaba medio dormido y no se dio cuenta. Nos pusimos de nuevo en pie y recorrimos el pasillo entre asientos de terciopelo polvorientos. Tardamos poco en llegar al bar.
—Dos copas de jerez —pidió Baba, expulsando el humo directamente a la cara del camarero.
—¿De cuál? —preguntó él.
Era un tipo simpático y no se molestó por lo del humo.
—Del que sea.
Vertió el licor en dos vasos y los puso en el mostrador. Después de habernos tomado el jerez, pedí sidra para las dos; nos achispamos y empezamos a balancearnos en los altos taburetes mientras mirábamos la lluvia que afuera mojaba los campos en movimiento. Aunque, debido a la embriaguez, no prestamos gran atención a aquella lluvia que en nada nos afectaba.