12

Durante tres años, de forma intermitente, estuvo dándole vueltas al asunto. Pero yo siempre la disuadía recordándole que éramos aún demasiado jóvenes para ir a la ciudad. Durante aquellos tres años no sucedió nada especial, de modo que puedo resumirlos en pocas palabras.

Nos examinamos y Baba suspendió sus exámenes. Cynthia abandonó el convento; lloramos mucho al despedirnos, y juramos que nuestra amistad duraría toda la vida. Sin embargo, al cabo de unos meses, dejamos de escribirnos. Ya no recuerdo quién abandonó primero.

Las vacaciones siempre eran entretenidas. En verano, el señor Gentleman me llevaba de paseo en su barca. Remábamos hasta una isla muy alejada de la orilla y hervíamos agua en el infiernillo para hacer té. Eran ratos muy felices, y él me besaba la mano y me decía que yo era su hijita pecosa.

—¿Eres mi padre? —preguntaba yo, anhelante, pues era muy divertido jugar a ser otra con el señor Gentleman.

—Sí, soy tu padre —respondía, cubriéndome el brazo de besos; y prometía que cuando más adelante me fuese a Dublín sería un padre abnegado.

Martha, Baba y los demás creían que me llevaba a visitar a mi tía Molly. Y, en efecto, un día fuimos a verla. La tía Molly se entusiasmó por tener al señor Gentleman como invitado, montó un gran revuelo y sacó la loza buena de la vitrina. Las tazas estaban polvorientas, y ella insistió en poner nata en el té del señor Gentleman, pese a que él le dijo que lo tomaba solo. La nata era un gran lujo y ella interpretaba aquel gesto como una muestra de especial respeto.

Pero Baba rumiaba sin tregua la manera de escapar del convento. En la cama leía revistas de cine, y me aseguraba que podríamos salir en las películas si hacíamos algún amigo en América.

La ocasión se presentó en marzo de 1952. Hablo de la ocasión de huir. Teníamos un periodo de retiro en el convento y el sacerdote, que vino de Dublín a dar las charlas, impuso silencio con el fin de que reflexionáramos acerca de Dios y nuestras almas.

La segunda mañana del retiro nos explicó que la sesión de la tarde versaría sobre el sexto mandamiento. Se trataba de la charla más importante de todas, y la más íntima también. La hermana Margaret no quería que las religiosas entrasen en la capilla durante la conferencia, pues el párroco hablaría con bastante franqueza de chicos, de sexo y de esas cosas. Ninguna monja entraría por la puerta principal, pero alguna podía acceder por la escalera que daba a la galería del coro. Para evitarlo, la hermana Margaret hizo un letrero que decía PROHIBIDO PASAR. SE ESTÁ CELEBRANDO UNA CHARLA, y me pidió que lo colgase de la puerta que había en lo alto de las escaleras. Me eligió a mí porque llevaba zapatos con suela de goma y no armaría jaleo subiendo las escaleras del convento. Sentí nervios y excitación al ascender los peldaños de madera de roble. Era la primera vez que penetraba en aquella zona, el territorio de las religiosas, y no tenía ni idea de cuál era la puerta de la que debía colgar el cartel. La escalera estaba muy bien encerada, y de la pared inmaculada de uno de los lados pendían cuadros de gran formato: cuadros de la Resurrección, de la Ultima Cena y una pintura redonda muy colorista de la Virgen con el Niño. Esperaba poder ver al menos alguna celda para así tener algo que contar a Baba y las demás. Nos moríamos por saber qué aspecto tenían los aposentos de las religiosas, porque una de las mayores decía que dormían sobre tablones, y otra aseguraba que lo hacían dentro de ataúdes. En el primer descansillo me detuve para recobrar el aliento y sumergí la mano en la pila del agua bendita de mármol blanco que salía de debajo del alféizar de la ventana. De un jarrón de porcelana china asomaba un culantrillo, y las hebras eran tan largas que llegaban hasta la desgastada alfombra persa que vestía el suelo del rellano.

Subí el siguiente tramo con calma y vi una puerta de madera a mi derecha. Supuse que debía de ser aquélla. Clavé el letrero al panel central de la puerta con cuatro chinchetas nuevas y retrocedí un poco para leerlo. Estaba escrito con una caligrafía muy clara y uniforme. A la izquierda se abría un pasillo largo y estrecho con puertas a ambos lados, y aunque supuse que serían las celdas, no me atreví a acercarme a espiar por el ojo de alguna cerradura. Volví deprisa a la capilla, justo a tiempo para no perderme el principio de la charla.

Cuando casi había terminado, salí con disimulo y subí corriendo las escaleras del convento para quitar el letrero. La hermana Margaret me estaba esperando, hecha un basilisco.

—¿Se cree usted muy graciosa? —preguntó. Abrió la puerta y me señaló el interior. Era un baño. No pude evitar sonreírme.

—Lo siento, hermana.

—Eres una niña malvada —dijo.

Me asaeteó con la mirada, y tan enfurecida estaba que al hablar le salían pequeños escupitajos que me salpicaban en la cara.

—Lo siento, hermana —repetí.

¿Habrían tenido que privarse las monjas del uso del baño durante toda la tarde? Cuantas más vueltas le daba, más gracioso me parecía. Pero también estaba asustada, y temblaba como un flan.

—Has insultado a mis hermanas religiosas y has ridiculizado el buen nombre de este colegio —afirmó.

—Ha sido un error —reconocí con docilidad.

—Pasarás tres horas de pie frente al Santísimo Sacramento como castigo, y luego irás a pedir perdón a la madre superiora.

Después de tres horas de pie, y tras disculparme ante la madre superiora, Baba se me acercó cuando bajaba la escalera del convento secándome las lágrimas con el dorso de la mano. Llevaba una hoja en la que había escrito: «Por fin tengo un plan que hará que nos expulsen».

Como debíamos permanecer en silencio, tuvimos que buscar un lugar donde poder hablar. La seguí por los pasillos del colegio y subimos las escaleras de la parte de atrás que llevaban a uno de los baños.

Comenzó a hablar sin rodeos, pues era consciente de que no disponíamos de mucho tiempo:

—Dejaremos una nota obscena en la capilla como si se nos hubiese caído de los devocionarios.

Vibraba de emoción.

—Dios mío, ¡no podemos hacer eso! —repliqué.

Yo también temblaba, pero por la entrevista con la superiora. La escena aún se reproducía con claridad en mi cabeza: di unos ligeros golpes en la puerta, la abrí y me adentré en aquella sala inmensa y fría. La mujer estaba sentada en una tribuna, y leía su oficio. Se bajó los anteojos hasta la punta de la nariz y me escrutó con un par de ojos azules heladores y penetrantes.

—Así que usted es la manzana podrida —me dijo.

Su voz era serena, pero indeciblemente acusadora.

—Lo siento, hermana. —Debía haberla llamado «madre», pero estaba tan aterrorizada que me hice un lío—. Lo siento, madre —repetí.

—¿Que lo siente?

Aquella pregunta retumbó en la fría estancia, de tal modo que el techo, alto y artesonado, pareció exclamar: «¿Que lo siente?», y el reloj dorado en la repisa de la chimenea repitió: «¿Que lo siente?», y todos los objetos de la sala me acusaron hasta dejarme petrificada. Era una habitación muy poco acogedora, y dudaba mucho de que alguien hubiese tomado el té alguna vez en la gran mesa oval de patas recias y gruesas. Yo esperaba una reprimenda, pero no dijo ni una palabra más, y me di cuenta de que la audiencia había acabado. Me retiré, muerta de vergüenza, y cuando me di la vuelta para cerrar la puerta haciendo el menor ruido posible, comprobé que me seguía con la mirada.

—No podemos —le dije a Baba—. Piensa en los problemas que nos acarrearía.

Yo sólo quería vivir en paz.

—¿Qué quieres escribir, de todos modos? —me interesé.

—Esto —y me lo susurró al oído. Hasta a ella le daba vergüenza pronunciar aquellas palabras de viva voz.

—¡Por Dios…!

Me tapé la boca con una mano.

—¡Ni «Por Dios» ni nada! Pasaremos por un infierno durante dos o tres días, y luego se acabó. Seremos libres.

—Nos matarán.

—De eso nada. A Martha le dará igual, a tu viejo seguramente lo pille de farra, y el mío que diga lo que le dé la gana.

Se sacó del bolsillo la pluma y una estampita preciosa en tonos celestes. Era una imagen de la Virgen María saliendo de entre las nubes con un manto azul desplegado a sus pies.

—Escríbelo tú —le pedí.

—Pero tienen que salir los nombres de las dos —advirtió al tiempo que se arrodillaba.

Se apoyó en la taza del retrete para escribir la frase, con mayúsculas. Me avergonzó entonces, y me sigue avergonzando ahora. Es preferible no repetirlo. Por último, ambas lo firmamos con nuestro nombre.

Pese a que cerré los ojos y traté de olvidarla, aquellas perversas palabras reverberaban en mis oídos, y sentí mucha vergüenza por la hermana Mary, mi monja preferida. Porque lo que escribimos atañía a ella y al padre Tom.

El padre Thomas era el capellán, y la hermana Mary era la religiosa que guarnecía el altar y servía en la misa. Era muy guapa, tenía las mejillas sonrosadas y siempre sonreía, como si guardase un gran secreto ignorado por el resto del mundo. Pero no se trataba de una sonrisa petulante, sino más bien extática. Mientras Baba escribía, alguien giró el pomo de la puerta desde fuera. Dos o tres veces, con impaciencia.

—¿Y si es ella? —murmuré, jadeante.

Baba abrió la puerta y salió, ruborizada. Frente a nosotras había una alumna de primer curso que se persignó al vernos y entró en el cubículo apresuradamente. Sabe Dios lo que debió de pensar, pero al día siguiente, cuando ya habíamos caído en desgracia, le contó a todo el mundo que nos había visto salir del baño juntas.

Durante el resto de la tarde, cada vez que la hermana Margaret entraba en la salita de estudio me temblaban las piernas, y sentía su mirada cruel sobre mí.

Así pues, con el fin de evitarla, me fui temprano a dormir, porque durante el retiro se nos permitía acostarnos a cualquier hora antes de las diez. Cuando subí no había nadie en el dormitorio, y reinaba un silencio sepulcral. Estaba doblando la colcha cuando percibí un ruido de pasos apresurados escaleras arriba.

—Por Dios, Cait, ¿dónde te metes? —me gritó.

—Chisst —siseé, porque era probable que la hermana Margaret anduviese fisgando.

—¡Se ha vuelto totalmente loca! —me explicó Baba, a quien le centelleaban los ojos. Estaba tan emocionada que apenas si lograba hablar.

—¿La han encontrado?

—¿Que si la han encontrado? ¡Se ha enterado el colegio entero! La subnormal de Peggy Darcy le ha dado la es-tampita a la hermana Margaret en la sala común, ¡y la tonta de la Margaret, creyendo que era una oración, la ha empezado a leer en voz alta!

Sentía el rubor ascendiendo por mi cuello, y me sudaban las manos.

—Figúrate —continuó— que ha dicho «El padre Tom le ha metido su enorme aparato…». Cuando se ha dado cuenta de lo que era se le han puesto los labios amoratados y se le ha ido la cabeza. Ha atizado a varias niñas con el cíngulo y ha empezado a chillar: «¿Dónde están? ¿Dónde se han metido esas hijas de Satanás?».

Baba disfrutaba como una enana con la situación.

—¿Y qué más? —Yo necesitaba saber.

—Llevaba la estampita en la mano y sacudía a toda la que se le ponía por delante, así que, claro, me he ido de-rechita al guardarropa y me he escondido en uno de los armarios. A esas alturas todas las niñas estaban ya dando gritos, aunque las más pequeñas no tienen ni idea de lo que va el asunto; ha desvariado tanto que la prefecta ha tenido que llamar a otra monja, y se la han llevado.

—Y nosotras, ¿qué hacemos? —pregunté. Si tan sólo pudiésemos salir corriendo, huir de allí…

—Nos están buscando, así que, por lo que más quieras, no te pongas nerviosa ni te vengas abajo ni nada. Tú di que era una broma que hemos escuchado por ahí —me previno Baba, y justo entonces entró la prefecta al dormitorio y nos llamó.

Al pasar por su lado reculó y se pegó a la pared, porque ahora éramos personas impuras, abyectas, y nadie debía dirigirnos la palabra. Por el pasillo las niñas nos examinaban como si padeciéramos una enfermedad contagiosa, y hasta las que habían robado relojes y otros objetos nos clavaban mirabas llenas de odio y superioridad.

En el salón de actos nos esperaba la madre superiora. Llevaba una toca sobre los hombros, y su rostro era de una palidez mortecina.

—Lo único que tengo que decirles es que deben abandonar el convento inmediatamente —dijo.

Traté de pedir perdón, y se dirigió a mí.

—Es usted tan despreciable que no concibo cómo ha podido pasar desapercibida todos estos años. Pobre hermana Margaret, ha sufrido la mayor conmoción de su vida religiosa. Esta tarde hizo usted una cosa repulsiva, y ahora ha cometido una vergonzosa atrocidad.

Le temblaba la voz, y su aplomo se había esfumado. Estaba realmente enojada. Me eché a llorar, y Baba me dio un codazo en las costillas para que parase.

—Podemos explicarlo —le dije a la madre superiora.

—Ya he informado a vuestros padres. Os marcharéis mañana mismo —Fueron sus últimas palabras.

Aquella noche la pasamos en el dispensario, en salas distintas. Fue la noche más larga de toda mi vida, y me aterraba la idea de volver a casa al día siguiente. Un ratón estuvo royendo el revestimiento de madera toda la noche, y me mantuve en vela, tumbada con los pies encogidos, pensando de qué forma podría acabar con mis días.

Al día siguiente nos fuimos, a mediodía, y nadie salió a despedirnos.

—Reza un rosario —me dijo Baba en el asiento trasero del coche de alquiler.

No conocíamos al conductor, pero debió de pasarlo en grande escuchándonos rezar e intercalar conjeturas entre plegaria y plegaria. El hombre era del pueblo del convento, y lo había contratado la madre abadesa. La noticia de nuestro escándalo nos precedía.

Cuando nos apeamos del coche vimos a un hombre cortando el césped de los Brennan. Se llamaba Charlie y nos saludó con la cabeza sin detener la cortadora, que parecía tratar de huir de él. Hacía un día soleado y frío, y bajo la azalea había crocos en flor. Crocos de un amarillo ocre. El viento había azotado algunos, y los pétalos habían caído a la hierba. Parecían pedacitos de papel de seda olvidados. También había prímulas arracimadas junto a las raíces del sicomoro. Habían talado el árbol porque temían que pudiera caer sobre la casa durante un ventarrón. El señor Brennan plantó hiedra alrededor de las raíces y la enroscó en el feo tocón, y ahora crecían prímulas, unas primulillas alegres que despuntaban entre la planta trepadora. Durante diecisiete años había visto las hojas de las prímulas, pero nunca antes me había fijado en que eran peludas y acartonadas. Me quedé mirándolas. Siempre que me encuentro en el ojo del huracán miro algo fijamente: un árbol, una flor, un zapato viejo… Para evitar los escalofríos.

—Por el amor de Dios, entra de una vez —me azuzó Baba, que iba detrás de mí arrastrando la enorme maleta por el camino de hormigón.

Me golpeó con la maleta en la pierna y llamé a la puerta. Molly nos hizo pasar. La noté algo fina. Debían de haberle pedido que no se mostrase muy cordial.

El señor Brennan, Martha y mi padre estaban en el comedor. No miré directamente a ninguno de ellos, pero a Martha se la veía intranquila. Llevaba un pañuelo en la mano y temblaba.

—Muy bonito lo que has hecho, pedazo de… —comenzó mi padre, avanzando hacia mí.

Buscaba una palabra que se ajustara a lo mal que me había comportado, y tenía la mano levantada, como si fuese a pegarme.

—¡Te odio! —exclamé súbita e impetuosamente.

—Qué lengua tan sucia tienes…

Y me propinó tal bofetón que caí al suelo y me di un golpe contra la esquina del mueble de la porcelana, que tintineó en el interior. Me escocía la mejilla.

El señor Brennan cruzó la estancia de un salto y se remangó.

—Déjala en paz —le dijo cuando mi padre estaba a punto de sacudirme de nuevo—. ¡No le pongas la mano encima! —gritó al tiempo que trataba de quitarme a mi padre de encima.

Me puse de pie y me cobijé junto a Martha.

—¡La trato como me da la gana! —amenazó mi padre.

Se lo llevaban los demonios, y le rechinaba la dentadura postiza. Intentó ir detrás de mí, pero el señor Brennan lo agarró por los hombros y se lo llevó a la puerta.

—¡Vete al carajo, fuera de aquí! —le espetó.

—¡No puedes tratarme así! —protestó mi padre.

—¿Que no? —exclamó el señor Brennan mientras cogía el sombrero marrón de mi padre y se lo ponía de cualquier manera.

—Te lo advierto, esto no va a quedar así —dijo mi padre.

Pero el señor Brennan lo echó de la sala y le cerró la puerta en las narices. Lo oíamos soltando palabrotas e insultos en la antesala, y daba puñetazos a la puerta, porque el señor Brennan había cerrado con llave.

—Vete a tu casa, Brady —ordenó el señor Brennan, y al cabo de pocos segundos oímos cómo la puerta principal se abría y cerraba.

Yo, naturalmente, lloraba, y Martha y Baba estaban lívidas y conmocionadas.

El muy temido recibimiento había terminado. En lugar de centrarse en nosotras y en la terrible maldad que habíamos escrito, los protagonistas de la escena fueron mi padre y el señor Brennan. Supe entonces que el señor Brennan detestaba a mi padre, que siempre lo había odiado.

—Sentaos —nos dijo a Baba y a mí. Nos acomodamos en el sofá y miramos a Martha, implorantes—. Mami, ¿y si tomamos un té? —se dirigió a Martha, quien esbozó una vaga sonrisa. Al menos estaba siendo razonable.

—¡Hola! Antes no te he saludado —me dijo ella al pasar por mi lado. A Baba le acarició la coronilla con ternura.

—En fin… —dijo el señor Brennan cuando su mujer estaba ya fuera.

—Odiábamos aquello, no lo soportábamos; queremos estar aquí —le expliqué.

Baba no había abierto la boca desde que llegamos. Tenía la cabeza gacha y las manos juntas, como si estuviese rezando. Se empeñaba en no colaborar.

—Lo sentimos mucho, pero es que odiábamos ese lugar —repetí, y de nuevo—: Queremos estar aquí.

El señor Brennan sonrió levemente para sí y sacudió la cabeza. Estaba conmovido. Sorprendentemente, le parecía plausible y razonable la posibilidad de que hubiésemos hecho aquello porque nos sentíamos solas.

—Pero ¿por qué no me dijisteis nada? —preguntó, y mientras buscaba una respuesta sonó el teléfono.

Tenía que atender una urgencia en las montañas, una marrana moribunda, y nos quedamos bebiendo té y charlando con Martha.

Aquella misma tarde, cuando me encontraba en el sofá del salón, regresó el señor Brennan. Se acercó a hablar conmigo. Anochecía. La consola resplandecía con un fulgor plateado, y la habitación olía a jacintos.

—A Declan le va muy bien en el colegio —dijo.

Yo sabía perfectamente lo que estaba pensando.

—Lo lamento, señor Brennan. Lo lamento muchísimo.

—Es una lástima, ¿sabes, Caithleen? Sacabas muy buenas notas… Habrías llegado muy lejos. ¿Por qué has tenido que sabotear tu propio porvenir?

Me cogió de la mano al formular la pregunta.

—No sé por qué —reconocí.

—Yo sí lo sé —dijo. Su voz sonaba serena, y tenía la mano suave y cálida. Era un hombre bueno y gentil—. Pobre Caithleen, siempre has sido el pelele de Baba.

—Yo quiero mucho a Baba, señor Brennan. Lo pasamos muy bien, y ella no hace nada con mala intención.

Y era verdad.

—Ay, ojalá uno pudiera elegir a sus hijos —dijo con tristeza.

Se me hizo un nudo en la garganta: comprendí todo lo que trataba de decirme, y se me antojó que para él la vida era un chasco. Todos aquellos años circulando de noche por carreteras tortuosas y atravesando campos a la luz de una linterna para socorrer bestias en cuchitriles inmundos habían sido en balde. El señor Brennan no había hallado la felicidad, ni en su mujer ni en sus hijos. Y me asaltó la idea de que le habría gustado que mamá fuese su esposa y yo su hija. Sentí que él pensaba lo mismo.

Sonó un ligero golpe en la puerta y él dijo: «Adelante». Era mi padre. Martha debía de haberle dicho que estábamos en el salón.

—Buenas tardes —hablaba con un tono alegre, como si nada hubiera pasado—. Qué noche tan espléndida —dijo.

El señor Brennan encendió la luz. Porque había llegado la electricidad a la casa desde la última vez que habíamos estado allí. La simpática lamparilla proyectó sombras sobre la repisa de la chimenea. Era una lámpara de porcelana blanca con una pantalla chinesca, pura y cautivadora, como el velo de una niña de Primera Comunión. Era un viejo candil que el señor Brennan había adaptado para la electricidad.

—No me lo tengáis en cuenta. A veces me salgo de mis casillas, pero se me pasa en un ratito.

El señor Brennan contestó:

—Bueno, olvidemos ese asunto.

Yo no dije nada. Mi padre tomó asiento y se sacó dos libras del bolsillo de la chaqueta.

—Toma —dijo, tirándomelas al regazo.

Le di las gracias y permanecí allí sentada, con aire sombrío, mientras ellos charlaban. Pero la conversación fue tensa, y ninguno de los dos simpatizaba ya con el otro.

Detrás de la lámpara había una postal de una bailarina. Una bailarina española con una falda larga roja de volantes y una blusa blanca con las mangas abullonadas. Me acerqué y la cogí para verla mejor. Reconocí la letra del señor Gentleman en el reverso, que decía: «Saludos para todos». El matasellos era extranjero. Salí corriendo.

—¡Molly, Molly! —llamé. Estaba arriba, arreglándose para salir. Se había echado novio.

—¡Estoy aquí! —contestó.

Subí y me asomé a su habitación. Se estaba lavando los pies en una palangana de agua humeante.

—Me están matando los callos —explicó.

Era un cuarto pequeño con el suelo de linóleo.

—Molly, ¿dónde está el señor Gentleman?

No fui capaz de esperar y preguntarlo disimuladamente, aunque era lo que pretendía.

—Cogiendo colorcito.

Se me detuvo el corazón.

—¿Y eso?

—A la señora Gentleman le dio un ataque de nervios y se han ido de crucero por el Mediterráneo.

De repente me sentí traicionada, celosa y culpable. Por otra parte, era una suerte que estuviese ausente, así no sabría de nuestra afrenta. Porque, a su manera, era un hombre muy educado y nuestro comportamiento lo habría dejado de piedra.