11

El día siguiente fue muy frío. El señor Gentleman vino a buscarme después del almuerzo. Baba había salido a lucir un rato su abrigo nuevo de mohair, y Martha se fue arriba a descansar. Baba me había contado con gran secretosmo que Martha estaba experimentando un cambio en su vida, y me compadecí de ella. Ignoraba qué quería decir, aunque sabía que tenía algo que ver con no poder tener más hijos.

Molly cepillaba el cuello de mi abrigo en el vestíbulo cuando sonó el timbre.

—¿Querías que te acercara a Limerick? —me preguntó. Llevaba un abrigo de pelo negro y su rostro parecía petrificado.

—Sí —contesté, y pisé a Molly sin querer.

Poco antes le había contado a ella que iba a ir a visitar a la hermana de mi madre, y que él me llevaría en su coche.

Pasamos largo rato sin decimos nada, ya en el coche. Era nuevo, con los asientos de piel roja, y el cenicero estaba lleno a rebosar de colillas de cigarrillos. ¿De quién serían?

—Te has puesto rolliza —dijo al fin. Yo detestaba esa palabra; me hacía pensar en cuando se pesa a los pollitos para venderlos en el mercado—. Y también muy guapa… Terriblemente guapa —añadió, frunciendo el ceño. Le di las gracias y le pregunté por su esposa. ¡Qué estupidez de pregunta! Quise morirme—. Está bien, ¿y tú cómo estás? ¿Has cambiado?

Infinidad de interpretaciones se ocultaban bajo aquellas palabras y bajo el fulgor gris-amarillo de sus ojos. A pesar de que en su rostro se leía el cansancio, el cansancio de la vida y, en cierto sentido, la muerte, sus ojos eran jóvenes, grandes y plenos de una feroz impaciencia.

—Sí, he cambiado. Ahora sé latín y álgebra. Y hago raíces cuadradas.

Se rió y me dijo que era muy graciosa; y nos alejamos de la verja, porque Molly asomaba por la ventana de la sala de estar, espiando. Había levantado una esquinita del visillo y tenía la nariz pegada al cristal.

Cerré los ojos cuando pasamos por delante de la cancela de mi casa. No tenía ninguna gana de verla.

—¿Te puedo dar la mano? —preguntó con amabilidad.

Tenía la mano helada, y las uñas amoratadas debido al filo. Circulamos por la carretera de Limerick, y por el camino empezó a nevar. Los copos caían perezosos, con suavidad y en oblicuo contra el parabrisas. Caía la nieve sobre los setos y sobre los árboles detrás de los setos, y sobre los campos sin árboles de la lejanía, y despacio y en silencio mudaron el color y las formas de las cosas hasta que fuera del automóvil todo estuvo cubierto por un manto suave e inmaculado.

—Hay una manta en la parte de atrás —dijo.

Era de lana, a cuadros, y me habría gustado taparnos a ambos con ella, pero la timidez me lo impidió. Contemplé cómo caían temblorosos los copos. El coche aminoraba la marcha, y yo sabía que, antes de que la nieve cubriese el capó, el señor Gentleman me diría que me amaba.

En efecto, tomó una carretera secundaria y detuvo el coche. Me sostuvo la cara entre sus frías manos, y con gran solemnidad y melancolía me dijo lo que yo esperaba oír. Aquel momento fue completa y absolutamente perfecto para mí; y todo el sufrimiento por el que había pasado hasta entonces halló consuelo en la dulzura de su delicada y ceceante voz que susurraba, susurraba, igual que los copos de nieve. Un árbol de espino que había frente a nosotros estaba todo blanco, como recubierto de azúcar, y la nevada arreció, y azotaba tan fuerte que apenas si se veía nada. Me besó. Fue un beso de verdad que estremeció todo mi cuerpo. Los dedos de los pies, aun entumecidos y apretados en los zapatos nuevos, reaccionaron a aquel beso, y durante varios minutos mi alma vagó sin rumbo. Luego noté que me goteaba la nariz y me sentí muy violenta.

—Nariz azul —dije mientras buscaba el pañuelo.

—¿Qué es nariz azul? —quiso saber.

—Así se llama a la nariz de invierno —expliqué. No llevaba pañuelo, así que me prestó el suyo.

Durante el camino de vuelta tuvo que apearse varias veces para desbloquear los limpiaparabrisas. Me dolía su ausencia aun en esos breves segundos en que salía del coche.

Llegué a casa a tiempo para la cena. Tomamos huevos pasados por agua. El mío era muy fresco y había cocido el tiempo justo; se me había olvidado aquel delicioso sabor de campo. Mientras lo disfrutaba, pensé en Hickey, y resolví mandarle una docena de huevos a Birmingham.

—¿Se pueden mandar huevos por correo a Inglaterra? —le pregunté a Baba, que se lamía la yema que le pringaba los labios.

—¿Que si se pueden mandar huevos por correo a Inglaterra? Pues claro que se puede, siempre y cuando pretendas que el cartero entregue una caja pringosa y que las claras le resbalen por las mangas. Si quieres comportarte como una subnormal, puedes mandar huevos por correo a Inglaterra, pero ten en cuenta que por el camino se convertirán en pollos.

—Sólo era una pregunta —repuse, malhumorada.

—Eres una imbécil rematada —dijo.

Se puso a hacerme burla. Sólo estábamos ella y yo a la mesa.

—¿Qué le vas a mandar a Cynthia por Navidad? —pregunté.

—No te lo pienso decir. Métete en tus cosas.

—Pues yo tampoco te lo pienso decir —repliqué.

—En realidad, ya le he dado mi regalo. Una joya muy valiosa —dijo Baba.

—No le habrás regalado el anillo que te di…

Aquélla era la única alhaja que se había llevado al convento. No se nos permitía ponernos baratijas, y por eso había guardado el anillo en el bolsito para el rosario. Me acabé el té a toda prisa y salí al recibidor para rebuscar la talega en sus bolsillos. Pero el anillo no estaba. El anillo preferido de mamá. Una vez que Baba obtenía lo que deseaba, dejaba de darle valor.

Me puse el abrigo y subí a coger mi linterna. Bajo la puerta de Martha se colaba una luz, de modo que llamé y asomé la cabeza. Estaba sentada en la cama, con una rebeca echada sobre los hombros.

—Voy a salir un momento, no tardaré —la avisé.

—¡No te vayas! Esta noche jugaremos a las cartas todos juntos. Tu padre también va a venir.

Esbozó una vaga sonrisa. Sufría. Ahora estaba pagando por todas las noches alegres pasadas en el hotel, con las piernas cruzadas y saboreando opulentos y sofisticados licores. El señor Brennan y ella dormían en camas separadas.

La nieve se había derretido en aquellas pocas horas, y el sendero resbalaba. La batería de la linterna casi se había agotado, y la luz iba debilitándose. Apenas si veía, y no me acostumbraba a la oscuridad. Con todo, recordé dónde estaban los peldaños, justo delante del hotel, y los otros dos escalones antes de cruzar el puente. El cauce continuaba emitiendo aquel sonido apremiante y me acordé del día en que Jack Holland y yo nos asomamos por el puente de piedra para tratar de ver algún pez entre la corriente. Ahora iba, precisamente, a buscarlo a él.

El agua también corría por la calle, por las acequias donde se había derretido la nieve. Hacía un frío gélido.

Aquel día se había celebrado un mercadillo de pavos, y en las puertas de los comercios había montones de caballos y carretillas. Los jamelgos relinchaban y agitaban la cabeza para entrar en calor, y casi se podía apreciar la transformación de su aliento en remolinos de escarcha. Los escaparates estaban engalanados por Navidad con acebo, botitas para la chimenea y tiras de oropel. No alcanzaba a iluminarlo del todo con la linterna, pero en el interior de las tiendas había vecinas del pueblo comprando botas, camisetas interiores y percal. Me asomé al negocio de la pañería de los O’Brien y vi a la señora O’Brien, bajo la luz de la lámpara, midiendo tela para cortinas. Un aldeano se probaba un par de botas sentado en una silla, y su mujer palpaba para ver si le llegaba el dedo gordo a la puntera. La tienda de Jack era la de al lado. Entré, deseosa de que hubiera muchos clientes bebiendo en la barra. Pero, por desgracia, el local estaba desierto. Jack estaba detrás del mostrador, como un espectro, anotando algo en el libro de cuentas bajo la tenue luz de una lamparilla.

—¡Querida mía! —exclamó cuando alzó la vista y me vio.

Se quitó las gafas de montura metálica y salió a saludarme. Me llevó detrás del mostrador y me hizo sentarme sobre un arcón de té. A mis pies humeaba una estufa de aceite. La tienda entera olía a queroseno.

—Una moza irlandesa —observó, y acto seguido soltó un sonoro estornudo.

Se sacó un paño viejo de franela y, mientras se sonaba la nariz, me quedé mirando el libro de cuentas en el que había estado escribiendo. En la página por donde estaba abierto yacía una polilla muerta sobre una mancha marrón. Cuando se dio cuenta de que estaba mirándolo, cerró el libro, pues era muy celoso con todo lo que tuviera que ver con la clientela.

—¿Quién está contigo? ¿Quién es, Jack? —llamó una voz desde la cocina.

Era justo la voz que uno espera de una anciana, de una muerta: estridente, ronca, como un graznido.

—¡Jack, me estoy muriendo! —gimoteó la voz.

De un brinco me levanté de la caja de té, pero Jack me puso una mano en el hombro y volvió a sentarme.

—Sólo quiere saber con quién hablo —me tranquilizó. Ni siquiera se molestó en bajar la voz—. Tu presencia es tan estimulante… —añadió con una sonrisa radiante que le separó los labios y dejó al descubierto sus tres únicos dientes. Parecían uñas marrones y retorcidas, y me imaginé que se le moverían.

«Estimulante», pensé para mis adentros, y me pregunté si también juzgaba estimulante a Goldsmith.

—¡Jack, me estoy muriendo! —repitió la voz, y Jack, malhumorado, soltó un improperio y se dirigió a la cocina.

—Por los clavos de Cristo, ¡estás ardiendo! —gritó. Olía a quemado, ciertamente.

—Ardiendo —repitió ella, mirándolo como si fuese un bebé.

—Maldita sea, quita el pie de las brasas —dijo.

Había metido la punta de la zapatilla negra de tela en el lecho de cenizas de la chimenea.

Era una ancianita encorvada, toda de negro, una sombra menuda retorcida en su mecedora. El fuego se había consumido, dejando una escoria grisácea que aún rojeaba en el centro; hacía al menos una semana que nadie limpiaba las cenizas. La cocina era grande y tenía corrientes de aire.

—Un sorbo de leche —pidió.

Yo no tenía duda de que se estaba muriendo. Su mirada era desesperada, moribunda. Busqué la leche en los jarros que había en la mesa. Quedaba algo en el fondo de dos recipientes, pero se había puesto agria.

—Allí —dijo Jack, señalando una lechera llena que había en el poyo, pegado a la pared.

Sostenía a su madre por los hombros, pues le había dado un golpe de tos. Sobre el poyo unas gallinas picoteaban col fría de un colador, y cuando me aproximé se alejaron revoloteando al peldaño más bajo de las escaleras. La leche era fresca, amarillenta, y en la capa superior flotaban unas motas de suciedad.

—Tiene polvo —dije.

—En el mueble hay una estopilla —indicó Jack.

Colé un poco de leche por el retal de gasa seca, amarilleada y apestosa, y él le puso la taza entre los labios.

—No quiero —se quejó ella.

Me entraron ganas de zarandearla. Después de tanto alboroto, ahora pedía un caramelo.

—Un caramelo para la tos —dijo, resollando entre palabra y palabra.

Jack sacó unas grageas recubiertas de azúcar del salero de la pared y les sacudió el polvo. Le puso dos en la boca y ella las chupó como si fuese una niña. Entonces se me quedó mirando y me hizo señas para que me acercara.

A su lado, sobre la repisa de la chimenea, una vela estaba a punto de consumirse, pero el pabilo ardía con una llama final muy alargada que me permitió ver con claridad el rostro de la mujer. Su piel amarillenta se plegaba como el pergamino sobre los huesos vetustos, y tenía las manos y las muñecas finas y oscurecidas, como huesos de pollo guisado. El reumatismo le curvaba las falanges, y sus ojos eran prácticamente los de un difunto. Quise apartar la vista; era como mirar a la muerte.

—Tengo que irme, Jack —dije de repente. Me ahogaba.

—Aún no, Caithleen —repuso él, y acto seguido la sentó derecha en la butaca.

Le puso un cojín a la altura de la nuca para que el duro respaldo no le hiciera daño en la cabeza. Tenía el pelo blanco y fino como el de los recién nacidos. Sonrió cuando me vio marchar.

Afuera, en la tienda, Jack me ofreció un zumo de frambuesa y yo le deseé unas felices fiestas.

—Gracias por las cartas —dije.

—¿Has captado todas sus implicaciones? —me interrogó, alzando tanto las cejas que su frente se transformó en unas líneas de preocupación.

—¿Qué implicaciones? —pregunté, irreflexivamente. Muy irreflexivamente.

—Caithleen… —comenzó, tras respirar hondo y cogerme de la mano—. Caithleen, a su debido tiempo tengo la ilusión de desposarte —y el refresco rojizo se me congeló en la garganta.

Me las apañé para huir. Sentí la amenaza de aquellos labios agrietados y sin color, presentí que intentarían besar los míos, así que dejé el vaso en el mostrador y dije:

—Jack, mi padre me está esperando en la puerta. Tengo que irme.

Corrí, y el chasquido que emitió el pasador de la puerta cuando la cerré chasqueó también en el rostro de Jack, que se transfiguró en una sonrisa vaga y feliz. Debió de pensar que su proposición había sido un éxito.

En el porche exterior tropecé con un maldito perro, que aulló y se revolvió con intención de morder, aunque al final no me hizo nada.

«Feliz Navidad», le dije con gratitud, y descendí la calle. Un automóvil con unos faros cegadores venía hacia mí. Al llegar a lo alto de la colina, redujo la velocidad. Era el señor Gentleman.

—¿Va a algún sitio? —pregunté.

—He venido a buscar gasolina —dijo.

Era mentira. Me senté a su vera y él me calentó los dedos. Me guardé los guantes en el bolsillo del abrigo.

—¿Quieres que vayamos a cenar a Limerick? —propuso. Su voz sonaba vacilante, como si esperara una negativa.

—No puedo. Voy a casa a jugar a las cartas. Les prometí que iría, y mi padre estará también.

Suspiró, aunque en realidad ya se había resignado. Fue entonces cuando se percató de que estaba temblando.

—Caithleen, ¿qué ocurre?

Traté de explicarle lo que había sucedido con Jack y con el pie quemado de la anciana; y la leche agria, la vela consumida en el platillo sucio, y el olor a mosto que desprendía todo. También le conté la proposición de Jack, y lo ridicula que me pareció.

—Curioso —dijo con una sonrisa.

Por favor, señor Gentleman, sea un poco más efusivo, le supliqué mentalmente.

—Tengo que irme —añadió, y cambió de sentido en el callejón de la panadería.

En ese momento me sentí muy sola a su lado, pues no había comprendido lo que le había contado.

Me dejó en la verja de casa y dijo que se iba a dormir.

—¿Tan temprano?

—Sí, anoche no dormí bien, di apenas unas cabezadas.

—¿Y eso?

—Ya sabes por qué.

Sentí la caricia de su voz, y tenía los ojos empañados en lágrimas cuando me apeé y cerré la portezuela con mucha delicadeza. Él tuvo que volver a abrirla para dar un golpe más contundente.

Nada más entrar en la antesala comprendí que algo pasaba. Molly y Martha habían puesto el árbol de Navidad, que reposaba sobre una cuba roja de madera junto al perchero del recibidor. Lucía muy bonito, con carámbanos que pendían temblorosos y velitas anaranjadas, como fruta escarchada, saliendo de las agujas verdes. Pero algo no iba bien.

—Caithleen —me llamó Martha desde el salón—. Caithleen, tu padre no ha venido —anunció con fatalidad.

—¿Por qué no? —pregunté, sin plantearme que pudiera ser el motivo de siempre.

—Se ha ido… de francachela, Caithleen. Hace media hora estaba regalando billetes de cinco libras en un hotel de Limerick.

Me senté en el brazo de su sillón, jugueteé con el botón del abrigo y sentí que la felicidad se me escurría.

Molly dejó un segundo de inflar globos para intervenir.

—Vino preguntando por ti nada más caer la noche, y dijo que le extrañaba mucho que no fueses a ver a tu padre en lugar de irte de picos pardos con gente importante —explicó Molly con flema.

El señor Gentleman era «gente importante», porque nunca frecuentaba las tabernas y porque trataba con gente de Dublín y del extranjero. Venían de visita a su casa en verano. Una vez estuvo aquí un alto magistrado de Nueva York, y hasta se mencionó en el periódico local.

Baba barajaba perezosamente el mazo de cartas. Jugamos, tal y como habíamos acordado; todas fueron muy agradables conmigo, y Baba me dejó ganar, a pesar de que yo era malísima con los naipes. Más tarde, Molly acarreó el abeto hasta el salón y lo colocó junto al piano. Se cayeron algunos carámbanos, y tuvo que volver a colgarlos.

De modo que aquellas Navidades fueron, como todas las demás, un periodo de espera: de esperar lo peor. Con la diferencia de que esta vez me encontraba a salvo en la casa de los Brennan; aunque, en el fondo, nunca me sentía del todo segura, pues cuando cavilaba las cosas me asaltaba el miedo. Así pues, fui cada día a hacer visitas, y ni una sola vez tomé el camino que llevaba a mi casa. Declan me contó que las ventanas tenían los postigos cerrados, y me pregunté qué pensarían los zorros cuando llegasen a los gallineros desiertos. Bull’s-Eye venía casi todos los días para que le diéramos de comer, y el primer día que me vio lloró, aulló y me olisqueó la ropa.

En Nochebuena vino el señor Gentleman cuando todos los demás habían salido. Molly había ido a reservar asiento en la capilla, dos horas antes de la misa del gallo, y los Brennan estaban en Limerick comprando vino y detalles de última hora para la comida del día siguiente. El pavo ya estaba relleno, y bajo el árbol esperaban varios paquetes envueltos en papel de fantasía. Habían caído a la moqueta beis muchas agujas del árbol, y me afanaba en recogerlas cuando él llamó. Supuse que sería él. Entró, me besó en el vestíbulo y me entregó un estuche. Era un pequeño reloj de oro con la pulsera calada, también de oro.

—¡Funciona! —dije, pegándomelo a la oreja.

Era tan pequeño que pensaba que sería de juguete. Se disponía a besarme de nuevo, pero oímos el motor de un coche y se apartó de mí, con aire de culpabilidad.

—Oh, Caithleen, tenemos que ser cautelosos —dijo.

El coche pasó de largo.

—No son ellos —lo tranquilicé, y me arrimé a él para agradecerle aquel precioso regalo.

—Te quiero —me susurró.

—Te quiero —contesté. Me habría gustado que hubiese otra forma de expresarlo, una manera más original.

Me dolía el cuello de lo agarrada que me tenía; pese a todo, resultaba agradable. Desde ese momento me familiaricé con el olor de su piel y la fuerza de sus brazos protectores.

—Tenemos que ser muy cautelosos —dijo por segunda vez.

—Ya lo somos —repliqué. Llevaba dos días sin verlo, y me parecía una eternidad.

—No podemos vernos muy a menudo. Es… complicado —reconoció.

Tartamudeó al pronunciar la última palabra. Detestaba tener que admitirlo. Negué con la cabeza. Yo también sentía lástima por aquella mujer alta y morena que vivía encerrada en sí misma a cal y canto, en la casa de piedra blanca oculta tras la arboleda. Nadie la veía nunca, salvo los fugaces momentos en que se la vislumbraba arrodillada en la última banca de la capilla los domingos. Siempre se iba a toda prisa antes de que acabase la bendición y desaparecía en el coche del señor Gentleman. Admiraba su fortaleza, y me intrigaba que nunca se tomase la molestia de arreglarse. Siempre iba con prendas de tweed, zapatos planos con cordones y sombreros hombrunos de ala ancha.

—¿Te puedo escribir? —pregunté. Me había besado detrás de la oreja, en un punto que me hizo estremecer.

—No —dijo, tajante.

—¿Y volveré a verte algún día? —Mi voz sonó más trágica de lo que yo pretendía.

—Claro que sí —contestó con impaciencia. Era la primera vez que parecía irritado, y me amedrenté. Al punto se arrepintió—. Claro que sí, claro, cariño mío. Más adelante, cuando te vayas a Dublín. —Me acariciaba el pelo, y tenía la mirada perdida, concentrado con ansias en el futuro.

Me alzó la manga y me puso el reloj en la muñeca; a continuación, fuimos al salón a sentarnos junto al hogar hasta que oímos que se acercaba el coche. Me senté en su regazo y él se desabotonó el abrigo y dejó que los faldones arrastraran por el suelo.

—¿De dónde digo que ha salido el reloj? —pregunté mientras me ponía en pie de un salto. El automóvil se detuvo en el camino de entrada.

—No tienes que explicar nada. Escóndelo —me ordenó.

—Pero no puedo hacer eso, qué crueldad.

—Caithleen, sube y guárdalo en algún sitio —me dijo.

Prendió un cigarrillo y se esforzó en aparentar sorpresa cuando oyó que se abría la puerta. Baba entró corriendo cargada de paquetes.

—Hola, Baba. He venido a desearte Feliz Navidad —mintió, al tiempo que le quitaba algunas cajas de las manos y las depositaba en la mesa del recibidor.

Guardé el reloj en tona sopera de porcelana. Se retorció con gracia en el fondo del recipiente y parecía que fuera a echarse a dormir. Era de oro pálido, del color de las polillas.

Cuando volví a bajar, el señor Gentleman conversaba con el señor Brennan, y el resto de la velada me ignoró. Baba se acercó sosteniendo una ramita de muérdago sobre su cabeza y él la besó; luego, Martha puso en el gramófono «Noche de paz», y yo recordé aquella tarde en que la nieve caía sobre el parabrisas y él detuvo el coche frente al árbol de espino. Hice lo posible por atraer su atención, pero no reparó en mí hasta que, antes de marcharse, me dedicó una mirada cargada de melancolía.

Inevitablemente, llegó la hora de volver al colegio, y una vez más tuvimos que sacar los pichis y calzarnos las medias negras de lana.

—Debería haber lavado el uniforme —le dije a Baba—. Está sucísimo.

Baba miraba el huerto y lloraba. En esa época el huerto era un pedazo de tierra sin vida. Los terrones húmedos y revueltos eran todo desolación, y nada invitaba a pensar que alguna vez fuera a nacer algo de aquel suelo. En una esquina había un arbusto de hortensia cuyas flores marchitas parecían mochos de fregona viejos. Junto a él se alzaba la pila de basura, a la que Molly acababa de añadir unas cuantas botellas vacías y el árbol de Navidad. Afuera llovía y soplaba el viento, y el cielo estaba apagado.

—Nos escaparemos —dijo.

—¿Cuándo? ¿Ahora?

—¿Cómo va a ser ahora? Del puñetero convento.

—Nos matarán.

—No volverán a vernos. Huiremos con una compañía ambulante de variedades y seremos actrices. Yo canto y actúo, y tú puedes picar las entradas.

—Yo también quiero actuar —protesté, a la defensiva.

—De acuerdo. Pondremos un anuncio: «Dos mujeres aficionadas, una sabe cantar; ambas con diploma de educación secundaria».

—Pero no somos mujeres, somos unas crías.

—Pasaríamos por mujeres.

—Lo dudo mucho.

—Por el amor de Dios, deja ya de desmoralizarme. Prefiero el suicidio antes que pasar cinco años en esa cárcel.

—Tampoco está tan mal.

Yo intentaba animarla.

—No estará tan mal para ti, que ganas estatuillas y eres el perrito faldero de las monjas. Me pone enferma, por cierto, verte ir corriendo a abrirles y cerrarles la puñetera puerta, como si ellas tuviesen parálisis cerebral y no pudiesen hacerlo sólitas.

Tenía razón, yo intentaba por todos los medios granjearme la simpatía de las religiosas, y me fastidiaba que lo hubiera notado.

—Vale, pues escápate tú, entonces.

—No, no —negó con desesperación, agarrándome por la muñeca—: tenemos que irnos juntas.

Yo asentí. Me agradaba saber que me necesitaba.

Recordó entonces que tenía que ir a coger algo y salió corriendo.

—¿Adónde vas?

—A sisar unas muestras de la consulta.

Me puse el uniforme. Estaba todo arrugado, y las tablas de la falda se habían ondulado por los bordes. Baba volvió con un rollo de algodón sin estrenar y varios tubitos de muestra de un ungüento. Cogí uno de lo alto de la cama, donde ella los había tirado. Una etiqueta blanca muy pequeña indicaba el nombre del producto, y debajo especificaba: «Uso tópico en ubres».

—¿Para qué quieres esto? —pregunté.

Me acordé de cuando Hickey ordeñaba a la vaca beis y le sostenía la teta de modo que la leche zigzagueaba por el empedrado. Lo hacía para hacerse el gracioso cada vez que yo me asomaba a la vaqueriza a llamarlo para la cena.

—¿Para qué lo quieres? —insistí.

—Nos hará parecer más mujeres —dijo—. Nos lo untaremos en las tetas y se nos hincharán. Dice aquí que es para las ubres.

—¿Y si nos salen pelos o algo peor?

Lo decía en serio. Recelaba de las pomadas con nombres largos; y, a fin de cuentas, aquello era un tratamiento para vacas.

—Eres una imbécil rematada —me dijo, y soltó una risotada.

—¿Por qué no hablamos con tu padre? —propuse. Yo, en realidad, no quería escaparme del convento.

—¡Díselo! No tiene sentimientos de ninguna clase. Nos diría que ejercitásemos la disciplina. El otro día Martha le contó que tenía una llaga en un pie y él le contestó que se le iría con el poder de la mente. ¡Está chiflado! —exclamó, y le chispearon los ojos de ira.

—Pues no creo que haya otra manera —dije sin emoción.

—Siempre podemos provocar que nos expulsen —dijo, ponderando cada palabra.

Y comenzó a estudiar la manera de conseguirlo.