Fueron pasando los días, que yo únicamente distinguía por el hecho de que tras los cristales lloviese o cayesen las hojas, o porque la monja del álgebra se hubiera puesto una toquilla de punto nueva. La antigua, negra, había tomado un color verdoso y se había deshilachado por los bordes. Se sentía muy orgullosa del mantón nuevo, y cada vez que se lo quitaba le sacudía las gotas de lluvia y lo extendía con esmero sobre el radiador. La calefacción central estaba encendida, pero los radiadores apenas desprendían calor. Entre clase y clase nos calentábamos las manos en el que más cerca estuviese de nuestro pupitre. Baba aseguraba que nos saldrían sabañones, y así fue.
Baba se había vuelto muy callada, y las monjas no le tenían ningún aprecio. Un día la castigaron tres horas de pie en la capilla porque la hermana Margaret la oyó pronunciar el nombre de Dios en vano. En clase no daba una a derechas, y eso que a la hora de conversar se mostraba muy despierta. Yo obtenía las mejores notas en los controles semanales, pero la presión casi acaba conmigo. Me angustiaba pensar en la posibilidad de no quedar primera a la semana siguiente, de modo que adquirí el hábito de estudiar por las noches en la cama a la luz de una linterna.
—Te vas a quedar bizca, por Dios; y bien merecido lo tendrás —me decía Baba cuando me sorprendía leyendo bajo las sábanas; yo le contestaba que me gustaba estudiar. Así no pensaba en otras cosas.
Un sábado, varias semanas más tarde, la hermana Margaret nos entregó la correspondencia. Había abierto todas las cartas.
—¿Quiénes son estos caballeros? —inquirió al alargarme dos sobres, uno de Hickey y otro de Jack Holland.
Recibí una tercera carta, de mi padre, que parecía dirigida a una extraña. En ella me contaba que se había mudado al pabellón y que estaba muy contento. Añadía que, de todos modos, la casa le venía grande ahora que mamá ya no estaba. Me paseé mentalmente por todas las habitaciones; admiré las colchas de patchwork, las pantallas para las chimeneas hechas de miriñaque con ribetes rojos en los bordes, y las paredes húmedas pintadas con pintura al óleo de un verde pálido. Incluso llegué a abrir cajones para ver las cosas que mamá había guardado en ellos: viejos adornos de Navidad, frascos de perfume vacíos, ropa interior de seda por si algún día tenían que hospitalizarla, juegos de cortinas, y bolas de naftalina por doquier.
«Bull’s-Eye te echa de menos, igual que yo». Con estas palabras acababa la breve misiva, y yo hice una bola con el papel, pues no quería volver a leerla.
La carta de Jack Holland era tan florida como esperaba. Su caligrafía era muy fina, y escribía en papel pautado de cuaderno. Hablaba de la clemencia del clima, pero dos líneas más abajo comentaba que había tomado precauciones contra los chaparrones, lo cual significaba que había dispuesto baldes en las habitaciones de la planta de arriba para las goteras, y si le faltaban baldes extendía paños viejos para que absorbieran las filtraciones del techo. Una de las frases me turbó. Decía: «Y, mi querida Caithleen, imagen y prolongación de tu madre, no veo por qué no regresas a heredar su hogar y perpetuar su admirable tradición doméstica».
¿Estaría pensando en devolverme la casa? Se me pasó otra posibilidad por la cabeza, tan descabellada que no pude sino reírme. Me explicaba que él y su impedida madre no vivían en nuestra casa, puesto que había recibido una suculenta oferta por parte de una orden de religiosas, que deseaba alquilarla como noviciado. Unas monjas francesas, decía. Qué contento tiene que estar el señor Gentleman, pensé con sarcasmo. Él no me había escrito, y me sentía muy desilusionada.
De la carta de Hickey cayó una fotografía, una foto de pasaporte que se había hecho para viajar a Inglaterra. Allí estaba, sonriente, feliz y muy seguro de sí mismo; justo como era él, salvo porque en la fotografía llevaba corbata y el cuello abrochado, mientras que en casa iba con la camisa abierta y se le veían los oscuros pelillos del pecho. No daba una con la ortografía. Decía que en Birmingham todo parecía «tisnado» y que «la gente va en manadas a todas partes y la cerbeza vale el doble». Había conseguido un empleo como vigilante nocturno en una fábrica, así que se pasaba el día entero durmiendo. Me mandaba un giro postal de cinco chelines, y le di las gracias en voz alta varias veces, con la esperanza de que el agradecimiento viajara hasta él, allá en la negra Birmingham. Guardé el dinero para la fiesta de Todos los Santos.
Octubre transcurrió despacio. Las hojas cayeron, y bajo los árboles se formaban montículos de hojarasca, hojas pardas o blanquecinas con los bordes rizados. Hasta que un buen día vino un hombre, las amontonó y prendió una hoguera en uno de los extremos del jardín principal. Aquella tarde, cuando salimos a rezar el rosario, el fuego aún humeaba y la tierra despedía el nostálgico olor de las hojas quemadas. Tras el rosario, hablamos de la fiesta de Todos los Santos.
—Tienes que convencer a la piojosa —me ordenó Baba. Se refería a la de la cama de al lado.
—¿Por qué a ella? —yo sabía que Baba la odiaba.
—Pues porque su puñetera madre tiene una tienda y la recepción está hasta arriba de paquetes para ella.
Los paquetes para la fiesta llegaban a diario. Yo no podía pedirle a mi padre que me mandara uno, porque los hombres no saben de esas cosas, de modo que le escribí pidiéndole algo de dinero y luego encargué a una de las externas que me comprase un pan de pasas, manzanas y cacahuetes.
Cuando llegó el día de la fiesta trasladamos unas mesi-tas del convento a la sala común, nos sentamos en grupos de cinco o seis y repartimos el contenido de nuestros paquetes. Cynthia, Baba, la de los piojos —que se llamaba Una— y yo compartimos mesa. Una había recibido cuatro cajas de bombones, tres tartas de pastelería y montones de caramelos y frutos secos.
—¿Quieres un caramelo, Cynthia? —ofreció Baba, abriendo una de las cajas de Una.
Pero a Una no le importó; a nadie le caía bien, y siempre andaba sobornando a las demás a cambio de un poco de amistad. A Cynthia le habían mandado unas galletas de avena caseras riquísimas; al masticarlas dejaban entre los dientes los ásperos granos de cereal.
—Coja una, hermana —dijo Cynthia a la hermana Margaret, que caminaba entre las mesas sin cesar.
Aquel día estaba muy sonriente. Hasta para Baba tuvo una sonrisa. Cogió dos galletas, pero no se las comió, sino que las guardó en el bolsillo; y, cuando ya estaba lejos, Baba dijo:
—Se matan de hambre.
No creo que se equivocara.
—Vaya un paquete roñoso el tuyo —apuntó Baba, inclinándose para echar un vistazo en el interior de la caja de cartón donde yo había metido el pan de pasas y lo demás.
Me puse colorada, y Cynthia me apretó la mano por debajo de la mesa. Como Baba había mezclado sus cosas con las de Una, no quedaba muy claro qué era lo suyo. De lo que sí estaba segura es de que Martha le había dado instrucciones de compartirlo todo conmigo. Comimos hasta hartarnos, y luego despejamos las mesas y el suelo quedó sembrado de cáscaras de cacahuetes, corazones de manzanas y envoltorios de caramelos. Casi todas las niñas se habían puesto el anillo del pan de pasas[10]. A continuación nos dirigimos a la capilla para rezar por las ánimas benditas, y Cynthia me agarró por la cintura.
—No le hagas caso a Baba —me dijo con ternura.
Pero no podía evitar que me afectara. Baba iba detrás de nosotras, con Una, que le había dado una caja de bombones sin abrir y varias mandarinas. La piel de la mandarina tenía un aroma exótico, y me guardé un poco en el bolsillo para poder olería en la capilla.
—Nos vemos esta noche —se despidió Cynthia. Nos pusimos las boinas y entramos.
La capilla estaba casi a oscuras, salvo por la luz de la lámpara del sagrario, cerca del altar. Oramos por las ánimas del purgatorio. Pensé en mamá y lloré un buen rato. Oculté el rostro entre las manos para que las chicas que había a mi alrededor creyesen que estaba rezando o meditando. En realidad, intentaba contar cuántos pecados había cometido desde su última confesión hasta la hora de su muerte. Recordaba que nos habían dado más cambio de la cuenta en una tienda, y yo dije que iría a devolverlo. «Te quedas aquí: bastante más dinero nos han sacado ellos a nosotros», dijo, y guardó la vuelta en la agrietada jarra de la alacena. También había mentido: un día vino la señora Stevens, la de las casas de campo, a pedir prestado el burro, y mamá le explicó que se lo había llevado Hickey a la ciénaga, cuando en realidad el animal estaba en el huerto, dormido bajo el peral con las rodillas dobladas. Lo vi porque mamá me había mandado a vigilar la gallina negra, que estaba de puesta. Todos los años, la gallina negra hacía una puesta y empollaba en la acequia. Era milagroso verla de vuelta al gallinero seguida de una caterva de preciosos polluelos amarillos y peludos.
Cuando dejé de llorar me picaban los párpados y tenía la cara enrojecida.
—¿A qué viene tanto gimoteo? —preguntó Baba al salir.
—Es por el purgatorio.
—El purgatorio… ¿Y no es peor arder en el infierno para siempre? —En ese momento casi pude ver las llamas y oler la ropa chamuscada—. ¿A que no adivinas quién me ha escrito? —añadió. Hablaba con voz alegre, y chupaba un caramelo de menta.
—¿Quién? —me interesé.
—El bueno del señor Gentleman —y, al pronunciar estas palabras, se giró hacia mí.
—Enséñamela —pedí, ansiosa.
—¿Por quién diantre me tomas? —exclamó, y siguió avanzando dando leves saltitos con sus zapatos de charol negro.
—¡Ya le preguntaré en Navidad! —le grité. Pero tenía la impresión de que aún quedaban años para Navidad.
Y, sin embargo, llegó.
Un día de mediados de diciembre preparamos todo para irnos de vacaciones. Cynthia me regaló una taleguita para los pañuelos, y las monjas me premiaron con una estatuilla de san Judas por haber sacado las mejores notas en los exámenes de Navidad. Nos pasamos la tarde mirando por la ventana, deseosas de ver aparecer el coche del señor Brennan. Nada más llegar, poco después de las seis, nos pusimos los abrigos y salimos. Los tres nos sentamos delante, y el señor Brennan se encendió un pitillo antes de emprender el camino de vuelta. El cigarrillo olía de maravilla, y era muy agradable estar allí mientras él arrancaba, encendía los faros y avanzaba despacio por la avenida. Pronto salimos del pueblo y circulamos entre los muretes de piedra que discurrían a ambos lados de la carretera. La oscuridad era exquisita, casi se podía oler. No nos callamos en todo el camino, aunque yo hablé mucho más que Baba. Junto a los cercados de las granjas por las que pasábamos había tanques de leche apoyados en estructuras de madera.
Un conejo salió de un agujero del muro y cruzó la carretera como un rayo a la luz de los faros.
—Éste no se me escapa —dijo el señor Brennan al tiempo que reducía la velocidad.
Se apeó y desanduvo cuarenta o cincuenta metros. Había dejado la puerta abierta, y el frío entró en el interior del vehículo. Me gustaba sentir el aire helado. El convento era una cárcel. El señor Brennan arrojó a la parte de atrás el conejo, que quedó extendido a lo largo del asiento negro de cuero. No lo vi porque estaba muy oscuro, pero sabía qué aspecto tendría el animal, y supe que aquella piel suave y parda estaría manchada de sangre.
Cuando bajamos del coche en la puerta de la casa de los Brennan todas las ventanas estaban iluminadas, y bajo las luces se distinguía agitación. No esperamos al señor Brennan, y Martha nos dio un beso en el vestíbulo. Molly y Declan también nos saludaron con un beso, y entramos en el salón. Mi padre estaba sentado delante del centelleante hogar, con los pies apoyados en el zócalo de roble.
—¡Bienvenidas! —dijo, y se puso de pie para darnos un beso.
La estancia transmitía calidez y alegría. Habían cambiado las cortinas. Ahora eran rojas, hechas a mano, y en los sillones de piel reposaban unos cojines a juego. La mesa estaba puesta para la cena, y me llegaba el delicioso aroma de tartaletas de fruta recién horneadas. Saltó una chispa a la alfombra de lana de oveja y Martha fue corriendo a pisotearla. Llevaba un vestido negro, y tuve que reconocer muy a mi pesar que había envejecido. Por algún extraño motivo, en unos pocos meses había entrado en la madurez, y su rostro ya no era tan atrevidamente hermoso.
—Qué fuego tan espléndido —observé, calentándome las manos y solazándome en el olor de la turba.
—Gracias a mí —apuntó mi padre, muy orgulloso. Enseguida resurgió la vieja hostilidad que sentía hacia él—. Yo les proveo de turba y leña —agregó.
Pensé en contestarle: «¿Y cómo es que puedes hacer eso, si no tienes ni para plantar coles?». Pero, dado que era mi primera noche en casa, preferí no decir nada. De todos modos, me imaginé que habría conservado algún banco de turba y una arboleda o dos en el confín de la finca, allá donde la granja se transformaba en unos bosques de abedules salvajes.
—Qué alta estás —me dijo con inquietud, como si fuera anormal que una niña de catorce años diera un estirón.
—Para la comida de mañana, mami —indicó el señor Brennan, con la carnicería en la mano. Sostenía a su presa por los cuartos traseros; era un conejo enorme.
—Ay, no —se quejó Martha sin entusiasmo, y se cubrió los ojos con las manos—. Este hombre no ha ido de caza en su vida, pero trae la comida de mañana —le dijo a mi padre cuando el señor Brennan fue a la cocina a lavarse las manos y a dejar el conejo en la fresquera.
—Buena observación —replicó mi padre. Permanecía del todo ajeno a los pequeños detalles que podían enfadar a las personas.
Antes de cenar subimos a cambiarnos de ropa. Molly subió el candelabro de latón y Martha le gritó desde abajo que tuviera cuidado de no derramar cera en la moqueta de las escaleras. La sola idea de ponerme un vestido de colores y unas medias de seda tras meses de ropa oscura me llenaba de júbilo. Qué pena me daban las pobres monjas, que nunca cambiaban de atuendo. Molly había puesto nuestra ropa en el armario para la caldera, y nos la trajo al dormitorio.
—Eso es tuyo —dijo, señalando un paquete que había en la cama.
Lo abrí y descubrí un par de zapatos de gamuza marrón con tacón. Me los probé y caminé con paso inseguro por la habitación para que Molly me diera su aprobación.
—¡Son magníficos! —exclamó.
Y lo eran. Nunca nada me había procurado tanto placer. Me miré en la luna del ropero y admiré mis piernas mil veces. Las tenía bien torneadas, y me habían engordado las pantorrillas. Ya era adulta.
—¿De dónde han salido? —me interesé por fin. Con la emoción se me había olvidado preguntar.
—Te los ha comprado tu padre por Navidad —explicó.
Molly apreciaba a mi padre, y le daba una taza de té cada vez que aparecía por la casa. Una punzada de culpabilidad nubló mi alegría durante un segundo. Qué difícil me parecía bajar a darle las gracias. Por lo demás, por mucho que se lo agradeciese, él seguiría sin comprender que aquellos zapatos me daban un inmenso y secreto placer. Me pasé la cena alzando el faldón blanco del mantel para mirarme los pies, hasta que por fin me senté de lado para poder verlos continuamente y admirar mis piernas enfundadas en las medias doradas de nailon. Las medias habían sido un regalo de Martha.
Comimos jamón asado y encurtidos, y una tarta de frutas que Martha había hecho especialmente para nosotras.
—Demasiada nuez moscada —reprobó Baba.
La clase de cocina era su preferida en el colegio. Estaba muy guapa con su mandil blanco mientras amasaba, y siempre se ruborizaba ligeramente cuando esperaba cerca del horno para sacar una tarta de manzanas o para comprobar el grado de cocción de un pastel de Madeira con una aguja de hacer punto.
—Pero ¿cuánta nuez moscada le has puesto? —preguntó Baba a su madre.
—Sólo una —dijo Martha inocentemente, y Baba estalló en una carcajada tan sonora que se atragantó y tuvimos que darle golpecitos en la espalda.
Declan salió corriendo para traer un vaso de agua. Ella bebió un poco y por fin se calmó. El hermano llevaba unos pantalones largos de franela gris, y Baba decía que tenía el trasero como dos huevos atados en un pañuelo. Declan se pasó la cena tratando de atraer mi atención, y me guiñaba un ojo sin parar.
Sonó el timbre, y al cabo de un momento Molly llamó a la puerta del salón y anunció:
—Es el señor Gentleman, señora. Viene a ver a las niñas.
En el mismo momento en que lo vi aparecer en el salón supe que lo amaba más que a mi propia vida.
—Buenas noches, señor Gentleman —dijimos todos.
Baba era la que más cerca estaba de la puerta, así que le dio un beso en la coronilla y le acarició el pelo. A continuación rodeó la mesa y empezaron a temblarme las rodillas ante la idea de que me besara.
—Caithleen… —dijo.
Me dio un beso en los labios. Un beso fugaz, seco, y me estrechó la mano. Se le veía tímido y presa de un extraño nerviosismo. Pero cuando lo miré a los ojos, éstos repetían las dulces frases que antes ya pronunciaran.
—¿Para mí no hay beso? —preguntó Martha, detrás de él, con un vaso de whisky en la mano.
Le dio un beso en la mejilla y aceptó el whisky. El señor Brennan anunció que, puesto que estábamos en Navidad, él también tomaría un trago, y todos nos sentamos alrededor del hogar.
Yo quería despejar la mesa, pero Martha me dijo que lo dejara. Mi padre se sirvió varias tazas de té frío de la tetera, y Baba fue con Martha a preparar bolsas de agua caliente para nuestras camas. El señor Gentleman y el señor Brennan discutían sobre la fiebre aftosa. Mi padre carraspeó para hacerles ver que quería participar, y les pasó los cigarrillos dos o tres veces, pero no lo integraron en la conversación porque tenía la costumbre de decir estupideces. Al final se puso a jugar al parchís con Declan; sentí lástima por él.
Yo permanecí allí sentada, en la silla del respaldo alto, admirando el colorido de las llamas de turba. Cada pocos segundos el señor Gentleman me dirigía una mirada que era al tiempo picara, amorosa y repleta de promesas. Cuando por fin se fijó en mis zapatos nuevos y en mis piernas favorecidas por las medias, sus ojos se recrearon un instante en ellas, como si estuviese urdiendo un plan en su mente; luego bebió un trago largo de whisky y dijo que ya era hora de irse.
—Hasta mañana —dijo, mirándome a mí.
—¿Pasa usted cerca de mi casa, señor? —preguntó mi padre, aun sabiendo perfectamente que sí. Él se ofreció a acercar a mi padre, y se marcharon juntos.
—Qué alegría verte aquí de nuevo —dijo el señor Brennan, dándome un abrazo.
Solía ponerse sensiblero cuando bebía de más; también le daba sueño, y se le cerraban los ojos.
—Tendrías que meterte ya en la cama —sugirió Martha.
Se desabotonó el chaleco, nos deseó buenas noches a todos y se fue a dormir.
—A la cama, Declan —continuó Martha.
—Jo, mami… —rogó. Pero Martha insistió.
Una vez solas, sirvió jerez en tres copitas y nos dio una a cada una. Nos sentamos, apiñándonos junto al fuego, y charlamos como lo hacen las amigas una vez que los hombres han desaparecido.
—¿Qué tal la vida? —preguntó Baba.
—Un asco —reconoció Martha, y nos contó todo lo que había acontecido desde nuestra marcha.
El fuego se había consumido y no era más que un lecho ceniciento cuando decidimos subir. Martha llevaba el candil, que emitía una luz muy débil, pues casi no le quedaba aceite. Lo dejó en el pasillo, entre nuestra habitación y la suya, y cuando terminamos de cambiarnos, salió a apagarlo. El señor Brennan roncaba, y ella entró en su habitación lanzando un suspiro.