A la mañana siguiente nos despertaron a las seis. La campana de la torre del convento tañía para el ángelus cuando la hermana Margaret irrumpió en el dormitorio entonando la ofrenda matinal. Encendió la luz, y antes siquiera de recordar dónde estaba ya me había puesto en pie, tambaleante.
Nos ordenó que nos aseáramos y vistiéramos con rapidez. La misa comenzaría en quince minutos.
Mientras me pasaba con desgana un peine por la enmarañada melena, me di cuenta de que Baba seguía en la cama. Pobre Baba… qué trabajo le costaba levantarse. Me acerqué y la zarandeé; ella bostezó, se frotó los ojos y preguntó:
—¿Dónde estamos? ¿Qué hora es? —Y, cuando le contesté, exclamó—: ¡Por Dios bendito!
Aquélla era su nueva muletilla, en lugar del «Por Dios» a secas. Estaba pálida y mustia, y no atinaba a desatar los nudos de los zapatos.
Fuimos las últimas en abandonar el dormitorio. La prefecta ya había apagado las luces, y todo estaba tan oscuro que nos vimos obligadas a atravesar el pasillo a tientas hasta llegar a las escaleras de madera que conducían a la sala común. Unos paj arillos trinaban en los árboles del convento cuando nos dirigimos a la capilla por el camino de asfalto. Ambas pensamos lo mismo al oír a los pájaros. En el fondo, nuestro hogar tampoco estaba tan mal.
La misa ya había empezado cuando entramos, de modo que nos arrodillamos en el reclinatorio más próximo a la puerta, que no tenía banco para sentarnos.
—Nos va a dar rodilla de criada —me advirtió Baba.
—¿Y eso qué es?
—Una enfermedad que tienen todas las monjas de tanto arrodillarse.
Una de las mayores se giró y nos dirigió una mirada que pedía silencio. No me concentraba en la misa, todo me distraía: la caspa en los pichis de las niñas, el sol que se colaba por la vidriera, las sombras de las monjas arrodilladas. Religiosas con la cabeza gacha, humildes; religiosas muy tiesas; monjas muy mayores derrengadas, casi sentadas sobre sus propias piernas. ¿Llegaría a distinguirlas algún día por detrás? Una monja servía la misa también; era un poco raro oír aquella voz aguda respondiendo en latín a las palabras del sacerdote.
Se llamaba hermana Mary, y el cura era el padre Thomas. Cynthia me lo dijo cuando salíamos.
—Eres nueva. ¿Te gusta esto? —me preguntó cuando nos alcanzó, a la altura de la escalera. A Baba la ignoró.
—Es espantoso —confesé.
—Ya te irás acostumbrando. No está tan mal.
—Me siento muy sola.
—¿A quién echas de menos? ¿A tu mamá?
—No, mi madre ha muerto.
—Ay, pobrecilla —y me agarró por la cintura.
Prometió que cuidaría de mí. Las mayores siempre cuidaban de las recién llegadas, y Cynthia se ocuparía de mí. Me caía bien. Era alta, tenía el pelo rubio y unos ojillos marrones muy vivos. Además, tenía un sostén, algo a lo que ninguna otra chica del convento se atrevía. Pero Cynthia no era como las demás: era medio sueca, y su madre era una conversa.
Primero nos pusieron a hacer ejercicio en el patio que daba a la calle; tres de sus lados los constituían muros de la escuela, y el cuarto quedaba separado de la calle gracias a un cercado. No muy lejos de ese cercado se encontraba la caseta donde las externas dejaban sus bicicletas. Las externas eran las alumnas cuyos padres vivían en el pueblo, que venían a la escuela a diario para luego volver a sus casas. Cynthia me explicó que todas eran muy simpáticas, y con ello quería decir que se ofrecían a echar cartas al buzón a escondidas, o a traer dulces de las tiendas.
—Brazos al frente. Dedos en las puntas de los pies. No flexionen las rodillas —iba ordenando la hermana Mar-garet.
Las rodillas crujían, las respiraciones se entrecortaban. Setenta traseros se alzaban al mismo tiempo, y yo veía los muslos lechosos de las chicas que tenía delante, esa franja de piel por encima de las medias que los calzones no cubrían.
—Por Dios, esto es peor que el ejército —me dijo Baba. Me llegaba su voz desde abajo, porque teníamos la cabeza cerca del suelo.
—Y así en invierno y en verano —puntualizó una chica a nuestro lado.
—¡Silencio, por favor! —pidió la hermana Margaret, que estaba de puntillas contando hasta diez.
Y, mientras nos manteníamos en esa postura, pasó un chico silbando con unas lecheras en la mano. Aquel silbido era más dulce que las notas de una flauta. Y lo era porque él ignoraba lo felices que nos hacía. A todas. Nos hacía recordar nuestras vidas anteriores. Luego entramos a desayunar.
Nos dieron té y pan con mantequilla, y en cada plato pusieron una cucharadita de mermelada. Nos pusimos a charlar como locas.
—Gracias por el bizcocho —dijo una chica al otro lado de la mesa. Tenía el pelo negro, con flequillo, y una piel pálida y pecosa.
—¡Ah, eres tú! —exclamé. Era simpática. Ni guapa, ni llamativa, ni nada de eso, sino simpática. Como una hermana.
—¿De dónde eres? —me preguntó, y se lo dije.
—Me han dado una beca —añadí. Prefería contarlo yo misma, antes de que Baba lo fuera publicando.
—Hala, debes de ser una lumbrera —dijo, frunciendo el ceño.
—Qué va —respondí.
Pero me agradó el elogio. Me reconfortó.
—Todos los domingos vendrá alguien a verme y me traerán más dulces… —explicó.
Yo estaba a punto de decirle algo amable, porque, al fin y al cabo, era mi vecina en el dormitorio y parecía que iba a recibir muchos pasteles; pero la hermana Margaret irrumpió en el comedor dando palmadas.
—¡Silencio!
Sus palabras parecían flotar largo rato en la estancia, suspendidas por encima de nuestras cabezas. Empezó a leer un fragmento de su libro espiritual, una historia sobre Santa Teresa, que era lavandera y dejaba que el jabón le salpicara en los ojos para mortificarse.
—Anda que dejar que te entre jabón en los ojos… —masculló Baba, y yo sentí terror, no fuera a ser que la oyeran.
—Voy a beber lejía o algo parecido para largarme de aquí —me dijo cuando salíamos.
Un hombre de nuestro pueblo se había envenenado de esa forma. La hermana Margaret nos dedicó una mirada de sospecha y rencor al adelantarnos, aunque dudo mucho que nos hubiese oído, o nos habrían expulsado.
—Ojalá fuera protestante —exclamó Baba.
—Los protestantes también tienen conventos —dije con un suspiro.
—Pero no como esta cárcel.
Tenía lágrimas en los ojos. Subimos al dormitorio, y vi que Cynthia me estaba esperando en el primer descansillo.
—Para ti —me dijo, tendiéndome una estampita para mi libro de oraciones, y se fue corriendo. Por detrás había escrito con tinta púrpura: «Para mi nueva y adorable amiga, de su querida Cynthia».
—Qué empalagosa, me está dando acidez —dijo Baba, haciendo una mueca de burla. Entró delante de mí, con los zapatos puestos.
Después de hacer las camas, una hermana lega vino a examinarnos el pelo.
—Yo lo que tengo es caspa, caspa —declaré, nerviosa, para que no la tomara por algo peor.
La monja me dio un cachete con el peine y me ordenó que me callara. Me inspeccionó toda la cabeza.
—No sé para qué querrás tanto pelo. No creo que Nuestra Señora lo apruebe —dijo cuando pasó a la siguiente.
Mi honor quedó a salvo. Sin embargo, la chica que estaba a mi lado, la bizca de la bata cara, tenía piojos. «Vergonzoso», reprobó la monja mientras manoseaba aquel pelo castaño y ralo. Tuve miedo de que sus bichos saltaran de su almohada a la mía por las noches.
Justo antes de que dieran las nueve nos dirigimos a las aulas. Baba se sentó conmigo en la última fila. Según ella, estábamos más protegidas allí, y mientras esperábamos a que llegara la monja, compuso un poemilla en su cuaderno. Decía así:
Los chicos en el último pupitre,
en los primeros, aplicadas, las niñas.
Ellos, como buitres,
dan pellizcos, pidiendo riña.
Es deber de chicas listas
acusar si un chico las pellizca.
Algunas chillan,
pero otras de risa se desternillan.
La primera religiosa que vino era joven y muy guapa. Tenía la piel de un rosa muy pálido y con un toque acuoso. Igual que unos pétalos de rosa de buena mañana. Enseñaba Latín, y primero nos explicó las declinaciones con sus diferentes casos: nominativo, vocativo, etcétera. La clase duró cuarenta minutos, y luego llegó otra monja, que nos dio una clase de Lengua. Sobre la mesa, al lado de donde ella apoyaba las manos, había dos barritas de tiza nuevas y un borrador de gamuza limpio. Tenía las manos muy blancas, y en uno de los dedos lucía una alianza de plata que no paró de retorcer durante toda la clase. Era de apariencia delicada, y nos leyó un ensayo de G. K. Chesterton.
A continuación llegó otra monja que impartió una lección de Álgebra. Se puso a escribir en la pizarra, y hablaba con voz nasal. «Mi’en, chiquillas», comenzó. No le presté atención. El sol otoñal entraba por el ventanal, y cuando más concentrada estaba en buscar telarañas por los rincones del techo, como las que había en la escuela pública, la profesora soltó la tiza y reclamó nuestra atención. Me estremecí un poco, y me quedé mirando las equis y las i griegas que había escrito en la pizarra. La mañana se hizo eterna hasta que por fin llegó la hora del almuerzo. La comida fue horrible.
Primero nos pusieron sopa, un aguachirle verdoso; y un mendrugo de pan duro y gris en el platillo.
—Esto es agua de cocer coles —observó Baba.
Le había cambiado el sitio a la chica que estaba a mi lado, y me alegraba su compañía. Ambas esperábamos que nadie se diera cuenta, pues no nos permitían cambiarnos de lugar. Tras el caldo llegaron los platos fuertes. En cada uno había una patata cocida sin piel, un poco de carne correosa y una montaña de col cortada muy toscamente.
—¿Qué te he dicho? El agua de cocer estas coles —insistió Baba, dándome un codazo.
Yo no pensaba comerme aquello. La carne tenía un aspecto repugnante, y desprendía un ligero aroma a podrida. La olisqueé un par de veces, y supe que no podría comerla.
—La carne está echada a perder —le dije a Baba.
—La tiraremos —me tranquilizó.
—¿Cómo vamos a hacerlo?
—La guardamos y luego la tiramos al puñetero lago cuando salgamos a dar el paseo.
Rebuscó en los bolsillos y sacó un sobre viejo. Yo pinché la carne, y a punto estaba de meterla en el sobre cuando otra chica dijo:
—¡No! Se va a extrañar de que os la hayáis comido tan rápido.
De modo que introduje sólo uno de los trozos, y Baba hizo lo mismo.
—La hermana Margaret inspecciona los bolsillos —continuó la chica.
—Hablando del rey de Roma… —murmuró Baba, pues la hermana Margaret acababa de entrar en el refectorio y se había detenido en el extremo de la mesa para controlar los platos. Cuando ataqué la col, me di cuenta de que había algo negro y lo aparté al platillo del pan.
—Caithleen Brady, ¿por qué no se come la col? —inquirió.
—Es que tiene una mosca, hermana —expliqué. En realidad era una babosa, pero preferí no herir su sensibilidad.
—Haga el favor de comerse la col.
Y se quedó allí plantada, mirando cómo yo pinchaba grandes cantidades que tragué sin masticar. Pensé que me iba a poner mala. Tras su marcha, guardé lo que quedaba de carne en el sobre de Baba, que ella se escondió bajo el jersey.
—¿A que estoy hecha un bellezón? —preguntó, pues se le formaba un evidente bulto en un lado.
Cuando los platos estuvieron vacíos, los pasamos hasta uno de los extremos de la mesa.
La hermana lega trajo una bandeja metálica que depositó en una de las esquinas, y nos fue pasando unos platillos de postre con tapioca.
—¡Por Dios, esto parece moco! —me susurró Baba al oído.
—Baba, por favor, no digas eso —rogué. Me sentía muy mal por culpa de la col.
—¿Nunca te he contado la adivinanza de Declan?
—No.
—¿Qué prefieres: correr dos kilómetros, lamer un furúnculo o comer un cuenco de mocos? Venga, di, ¿qué prefieres? —preguntó con impaciencia, irritada porque no me había hecho gracia.
—Preferiría morirme, y punto —contesté.
Bebí dos vasos de agua, y salimos del comedor.
Las clases se prolongaron hasta las cuatro en punto. Después nos dirigimos en tropel al guardarropa, cogimos las chaquetas y nos preparamos para el paseo. Era muy agradable salir a la calle, aunque nos hicieron bordear la calle mayor y salimos a una calle paralela en dirección al lago. En cuanto pasamos junto a la ribera, unos cuantos bultos de carne fueron lanzados al agua.
—Ya lo he hecho. ¿No has oído un ruido? —recitó una de las mayores[8].
La superficie del lago se llenó de ondas concéntricas al tiempo que los montoncitos se hundían bajo el agua.
El paseo fue breve, y al desfilar ante las tiendas nos percatamos del hambre y la soledad que padecíamos. Era imposible entrar en los comercios, porque la prefecta no nos quitaba ojo. Caminábamos de dos en dos, y la chica que iba detrás de mí no paraba de pisarme. «Perdona», decía cada vez. Era aquella niña azorada que me había pasado mil veces la bandeja del pan el primer día. El pichi le caía sin gracia por debajo de la gabardina azul marino, y llevaba gafas con montura de metal.
—Dime qué estás pensando —me asaltó Baba. Pero yo no estaba dispuesta a soltar prenda: pensaba en el señor Gentleman.
Tras el paseo hicimos los deberes; luego cenamos y fuimos a rezar el rosario. Acabadas las oraciones, dimos una vuelta alrededor del convento. Cynthia nos acompañó, y las tres nos agarramos del brazo. Caminamos por el jardín, que olía a arcilla húmeda y al perfume especiado de las hojas tardías del otoño. Después remontamos la colina que conducía a las pistas de deporte. Casi había anochecido.
—Los días son cada vez más cortos —dije con amargura.
Pronuncié aquella frase como mamá lo habría hecho, y el parecido me asustó, porque no quería convertirme en una persona tan lúgubre como mi madre.
—Contémonoslo todo —dijo Cynthia, que disfrutaba con los secretitos y era muy alegre y vivaracha—. ¿Tenéis novios?
«Un viejo», pensé. Pero era absurdo considerarlo un novio; al fin y al cabo, tenía poco más de catorce años. Y aquel día en Limerick se me antojaba tan lejano como un sueño.
—Y tú, ¿tienes? —replicó Baba.
—Sí, claro. Es un encanto. Tiene diecinueve años y trabaja en un garaje. Tiene moto y me lleva a bailes y cosas así —hablaba muy emocionada; le agradaba recordar a su enamorado.
—¿Eres «fácil»? —quiso saber Baba.
—¿Qué significa «fácil»? —interrumpí. Aquella palabra me intrigaba.
—Fáciles son las que tienen bebés con más facilidad que otras mujeres —contestó Baba deprisa, impaciente.
—¿Eso es verdad, Cynthia? —insistí.
—En cierto modo —y sonrió al recordar la motocicleta, al verse montada en ella con un pañuelo rojo anudado en el pelo y surcando carreteras secundarias con setos de fucsias a ambos lados, enlazada a su cintura y con los pendientes meciéndose al viento igual que las fucsias. «Agárrate, agárrate más», le decía él, y ella obedecía. Cynthia no era ningún ángel; al contrario, era una chica muy, pero que muy madura.
Nos sentamos en un cenador en lo alto de la colina y vimos desfilar ante nosotras a las demás en grupitos de tres o cuatro. Una pila de sillas de jardín ocupaba un rincón del cenador, y por el suelo había un montón de herramientas.
—¿Quién usa estas cosas? —pregunté.
—Las monjas —explicó Cynthia—. Ahora ya no hay jardinero.
Al decir esto se le escapó una tímida risilla.
—¿Y eso? —Había despertado mi curiosidad.
—Porque una monja se fugó con él, el año pasado. Salía mucho para echarle una mano, plantar en los macizos y esas cosas, ¡y vaya si intimaron! Así que se largó con él.
Aquello sí que era emocionante; la clase de historias que nos gustaba oír. Baba se inclinó hacia delante y se le iluminó la cara ante la idea de escuchar por fin algo sustancioso.
—¿Y cómo se las apañó? —preguntó a Cynthia.
—Saltó la tapia una noche.
Baba se puso a tararear: «Y cuando la lu-lu-luna brille sobre la vaqueriza, te estaré esperando en la puerta de la co-cocina…»[9].
—¿Y se casaron? —quise saber.
De nuevo me estremecí, ansiosa por escuchar cómo terminaba la historia; temblaba porque deseaba un final feliz.
—No. Nos enteramos de que él la dejó al cabo de unos meses —dijo Cynthia con indiferencia.
—¡Qué horror! —proferí.
—¡Qué horror, y un cuerno! De guapa no tenía nada cuando saltó la tapia para irse con él: era calva y todo eso. De monja no pasaba nada, porque la esclavina le daba un aire misterioso. Y me figuro que llevaría aquel vestido de pueblerina.
—¿Qué vestido? —se interesó Baba. Baba era una persona práctica.
—El de Marie Dufíy, la prefecta de este año. La monja era la responsable del espectáculo navideño, y a Marie Dufíy le enviaron de casa un vestido para el papel de Por-tia. Después del concierto, el vestido se quedó en el guardarropa, hasta que un día desapareció. Me imagino que se lo llevó la monja.
Tañeron las campanas del convento para arrancarnos del cenador, del olor a arcilla y de la alegría de compartir secretos. Corrimos de vuelta al colegio y Cynthia nos previno de que no debíamos contar ni una palabra.
Aquella noche, cuando nos íbamos a acostar, Cynthia me dio un beso en el descansillo, y siguió haciéndolo cada noche a partir de entonces. De habernos sorprendido, nos habrían matado.
Baba nos vio y se sintió ofendida. Entró deprisa en el dormitorio, y cuando fui a desearle buenas noches me miró con aire abatido.
—Aquello que te dije del bueno del señor Gentleman fue una broma —espetó.
Me estaba rogando que excluyera a Cynthia de nuestros paseos y nuestras conversaciones. Creo que fue esa noche cuando dejé de temer a Baba; me metí en la cama de muy buen talante.
La chica cuyo cabecero lindaba con el mío masticaba algo bajo las sábanas. Lo oía perfectamente. Durante un buen rato estuve esperando que me diera algo, pues había llevado mi bizcocho de alcaravea al comedor para repartirlo entre todas las comensales. No lo hice por generosidad, sino por miedo. Miedo a que me pillaran, miedo de atraer a los ratones a mi armario. Hickey decía que las chiquillas que temen a los ratones temen también a los hombres.
Estuvo horas comiendo. Al final me desesperé; me disponía a pedirle que compartiera algo conmigo, cuando recordé que tenía Vicks VapoRub en la bolsa de aseo. A menudo lo probaba en casa, y sabía a rayos; así que estiré el brazo, lo saqué de la parte de abajo del palanganero y me puse un pegote bajo la lengua. Se me quitó el hambre de inmediato.
Me quedé dormida pensando si debería escribirle, y preguntándome si la señora Gentleman leería sus cartas.