La última vez que vi mi casa fue bajo la lluvia. Pasamos junto a la verja en el coche del señor Brennan, y un caballo blanco galopaba en el prado principal.
—Adiós, casa —dije mientras limpiaba el vaho de la ventanilla para poder despedirme con la mano y echar un último vistazo a la herrumbrosa cancela y a los árboles calados del camino.
Tenía el pañuelo empapado de tanto llorar. Había llorado durante toda la mañana. Lloré al decirle adiós a Hickey, a Molly y a Maisie en el hotel; y Baba también lloró. Baba y yo no nos hablábamos.
Martha se había sentado entre las dos, y cada una iba mirando por la ventanilla de su lado, aunque poco había que admirar: arbustos derrengados por el viento, tristes montañas, y gallinas mojadas que se hacinaban en los corrales.
Mi padre iba delante hablando con el señor Brennan.
—Esto es un buen coche, sí, señor. ¿Cuánto consume por kilómetro? —preguntó mi padre. Llamaba «Doc» al señor Brennan, y encendió dos cigarrillos al mismo tiempo para darle uno a él—. Aquí tiene, Doc.
El señor Brennan le dio las gracias entre dientes. Nunca se dirigía a mi padre por su nombre.
Martha también encendió uno de sus cigarrillos con la cara torcida. Mi padre no le hacía ni caso. No tenía ningún interés en las mujeres.
Comencé a preocuparme por si había olvidado algo, y repasé mentalmente el contenido de mi maleta. ¿Había metido las cosas más insignificantes? ¿Me había acordado de etiquetar la ropa con mi nombre? Baba encargó unas etiquetas impresas en Dublín; yo, en cambio, había escrito mi nombre con tinta indeleble en cinta adhesiva blanca que luego cosí a las prendas. Como detesto coser, Molly hizo casi todo el trabajo por mí y, a cambio, le regalé dos vestidos de mamá. El bizcocho y los dos tarros de miel que me había dado la señora Tuohey iban en el bolso de viaje, y llevaba la pluma estilográfica de Jack Holland prendida de la delantera del pichi. El servicio de té de muñecas también iba en el bolso de viaje. Había envuelto cada tacita y cada platillo por separado con papel tisú, y la tetera y el azucarero reposaban en un lecho de paja que saqué del piso inferior de la caja de bombones del señor Gentleman. En la parte de abajo sólo había unos pocos bombones, lo demás era paja. A punto estuve de escribir al fabricante para quejarme, porque la caja traía un folleto en el que se animaba al cliente a escribir si no quedaba del todo satisfecho. Pero, al final, se me pasó.
El juego de té de muñecas era lo único que me llevaba de casa. Siempre le tuve mucho cariño. Me quedaba embelesada mirándolo en la vitrina de la porcelana, contemplando cómo resplandecía a la luz del sol. Era de porcelana azul celeste, de aspecto muy delicado y frágil. Quiero decir: aún más frágil que la porcelana corriente. Mamá me lo regaló las Navidades en las que descubrí que Santa Claus no existía. O, mejor dicho, las Navidades en las que Baba me dijo que era una puñetera imbécil por creer en Santa Claus cuando hasta el más memo sabía que eran el padre o la madre disfrazados. Cuando mi madre me regaló el juego de té, le pedí permiso para colocarlo en la vitrina de la porcelana. Por aquel entonces ya era mayor y nunca jugaba con juguetes, ni los rompía ni los despedazaba, como hacían los demás niños. De mis cinco muñecas, ni una tenía un solo arañazo. A veces mamá metía un terrón de azúcar en alguna taza para darme una sorpresa, y cada vez que se me caía un diente yo lo dejaba en una de esas mismas tazas por la noche; a la mañana siguiente, el diente había desaparecido y en su lugar había una moneda de seis peniques. Mamá me aseguraba que el dinero lo habían dejado las hadas, que venían por las noches a bailar en el salón.
Todos esos recuerdos me hicieron llorar, y mi padre se dio la vuelta y dijo:
—Chiquilla, que no te vas a América. Te iremos a visitar algún que otro domingo, ¿a que sí, Doc?
Podía haberle dicho que no lloraba por él. Podía haberle contestado: «Qué más me da si no vienes nunca a verme», o «Seré mucho más feliz en el convento que en el pabellón de nuestra casa, penando para hacer lumbre con palos húmedos y siempre angustiada por el tufo a whisky de tu aliento». Pero me quedé callada. Intentaba contener las lágrimas, y recé por aguantar todo el trayecto sin tener que echar mano de la maleta —que Martha llevaba bajo sus pies— para sacar un pañuelo limpio.
—Vosotras dos tenéis que hacer las paces —señaló Martha.
Ambas nos miramos, y Baba bajó los párpados hasta que las pestañas le aletearon en las mejillas. Tenía unas pestañas larguísimas, como pétalos de margarita teñidos de negro azabache.
—Vete al cuerno, escoria —masculló, y volvió a darme la espalda.
Me sentía como un cuervo con mi pichi de sarga azul marino y el jersey de lana debajo, azul marino también. Una señora del pueblo que tenía una tricotosa me había regalado el jersey. Tras la muerte de mamá había recibido muchos regalos. Imagino que la gente se compadecía de mí. Con las medias negras mis piernas parecían muy flacas y lúgubres; y me picaban, porque durante el verano había perdido la costumbre de llevar medias. Para mis catorce años, era una niña muy alta y delgada.
—Por Dios, se van a pensar que tienes lombrices —exclamó Baba la noche que me probé el uniforme. A ella, en cambio, le sentaba fenomenal el suyo, tan rolliza y lozana como era. Ahora llevaba el pelo corto, y, como había tomado el sol, parecía una bellota, castaña y delicada.
—A todo esto, ¿qué es lo que os pasa? —quiso saber Martha. Ni ella ni yo contestamos—. Bueno, ya hablaréis cuando estéis allí y no conozcáis a nadie.
Y no le faltaba razón: en el convento sólo nos tendríamos la una a la otra.
«No vamos a volver a hablarnos nunca, jamás», me repetía para mis adentros. Baba me había traicionado, me había arruinado la vida. Y así fue como sucedió…
Aquella noche, al volver de Limerick, yo estaba exultante: rememoraba el día que había pasado en compañía del señor Gentleman y me sonreía a mí misma, sentada en la cama con los pies encogidos bajo la colcha roja de satén.
—Qué contenta te veo —observó Baba mientras se desvestía y colocaba la ropa en el respaldo de la silla de mimbre—. Anda, corre y métete en la cama, que la vela está a punto de consumirse.
Estaba celosa de mi felicidad.
—Me quiero quedar así toda la noche y soñar —contesté despacio y en tono dramático, o eso me pareció.
—Estás chalada, te lo juro. Pero ¿qué bicho te ha picado?
—El amor —respondí, dibujando con los brazos un gesto de desesperanza y entrega.
—¿Y quién es el pobre desgraciado?
—Nunca lo adivinarías.
—¿Declan?
—Qué estupidez —repliqué, como si Declan fuese una personilla insignificante indigna de ser tenida en consideración.
—¿Hickey?
—No.
Me estaba divirtiendo mucho.
—Dímelo.
—No puedo.
—Que me lo digas —repitió al tiempo que se remetía los faldones de la parte de arriba del pijama—. O me lo dices o te lo saco a base de cosquillas —y empezó a hacerme cosquillas en las axilas.
—Te lo digo, te lo digo.
Con tal de que no me hicieran cosquillas accedía a cualquier cosa. Así pues, en cuanto recobré el aliento se lo dije.
—Eso no te lo crees ni tú. Ni en broma. Eso es mentira.
—No te miento. Me ha regalado bombones y me ha invitado al cine. Me ha dicho que yo era lo más dulce que le había pasado en la vida. Me ha confesado que le maravilla el color de mi pelo, y dice que mis ojos parecen perlas, y que mi piel es como la de un melocotón bañado por el sol.
Por supuesto, él no había dicho nada de aquello, pero en cuanto empezaba a contar embustes, era incapaz de parar.
—Sigue, ¿qué más te ha dicho? —me animó Baba. Tenía la boca abierta, de asombro y envidia.
—Pero no se lo digas a nadie —le advertí, porque estaba a punto de narrarle el episodio de cuando me cogió de la mano en el coche.
Pero, de pronto, Baba entornó los ojos como una gata y reconocí aquella mirada maliciosa que yo había visto miles de veces, vestida de blanco, en retratos de boda; cada vez que la veía me repetía: «Algún pobre idiota está a punto de caer en la trampa». Así que repetí:
—No se lo cuentes a nadie, ¿vale, Baba?
—No —e hizo una pausa—. Sólo… A la señora Gentleman.
—No se lo puedes decir a nadie, a nadie —rogué.
—No; sólo a la señora Gentleman, a mamá, a papá, y a tu viejo.
—¡Pero si era una broma! —mentí—. No he estado con él, te estaba tomando el pelo. Me lo encontré en Li-merick y se ofreció a traerme, ya está.
—¿De veras? —dijo, tratando de levantar una ceja. Y añadió, después de apagar la vela—: Bueno, como mañana por la noche vamos a ir a cenar con los Gentleman mamá, papá y yo, le preguntaré a él.
Me desnudé a oscuras, y al meterme en la cama me di cuenta de que Baba se había llevado a su lado todas las mantas.
—No, no, no digas nada —imploré. Pero ella ya se había quedado dormida mientras yo seguía con las súplicas.
La noche siguiente, en efecto, fueron a cenar con los Gentleman, y volvieron poco antes de medianoche. Yo los esperé apostada tras la puerta del vestíbulo.
—¿Aún levantada, Caithleen? —saludó el señor Brennan al tiempo que comprobaba la agenda que había junto al teléfono, por si había algún recado. Martha traía un espeso ramo de gladiolos entre sus brazos, y tenía los ojos muy abiertos y chispeantes.
—Sí, señor Brennan —contesté.
Alcé la mano e hice una seña a Baba con el dedo para que viniera conmigo al estudio.
—Baba, tengo una cosita para ti. Es uno de los anillos de mamá… Tu preferido. El negro.
Se lo entregué y ella se lo probó a oscuras. La débil luz procedente de la lámpara de la antesala dejaba entrever el brillo del diamante que tenía incrustado en el centro.
—No habrás contado nada… —empecé.
—¿Que si lo he contado? No, qué va. De haberlo hecho, ahora mismo tendrías aquí a la señora Gentleman con un hacha en la mano. Pero J. W. —se refería al señor Gentleman— y yo hemos salido a dar un paseo por el jardín y cuando le he hablado de ti me ha dicho: «Ay, esa pobre criatura, qué imaginación tiene».
—No puede ser —exclamé en voz muy alta.
—Y tanto que sí. Me ha agarrado de la cintura para mostrarme todas las flores, me ha ofrecido un racimo de uvas, me ha preguntado lo que opinaba de esto y de aquello, y me ha rogado que jugase con él al ajedrez. Cuando te he nombrado, ha dicho: «No hablemos de ella, por favor», y por eso no he vuelto a sacar el tema. Hemos pasado un buen ratazo los dos solos hasta que al final la señorona Gentleman se ha asomado a la ventana y nos ha llamado: «Eh, vosotros dos», y hemos tenido que entrar.
Aquello era el fin. No podría volver a mirarlo a la cara. Y pensar que le había dado a Baba el mejor anillo de mi madre…
A la mañana siguiente, Baba fue a confesarse, y a las once sonó el teléfono.
Molly subió a buscarme; yo estaba escribiendo en mi diario una pesarosa entrada acerca del señor Gentleman.
—El señor Gentleman pregunta por ti —me dijo, y en ese momento noté que el corazón me daba un vuelco.
Nada anhelaba más que bajar y hablar un rato con él; sin embargo, estaba segura de que me llamaba para regañarme por haberme comportado de un modo tan vulgar y repugnante, por haber recreado con tanta fantasía nuestro día juntos. Y no me veía con fuerzas para soportarlo.
—Dile que he salido y que lo llamaré —le pedí a Molly.
Barajaba la idea de escribirle una carta preciosa y espectacular que copiaría en su mayor parte de Cumbres borrascosas. Me escondería detrás de un árbol y se la entregaría en el momento oportuno, cuando saliera a abrir la verja de su casa.
Molly bajó y explicó que había salido a confesarme, y que me daría el recado en cuanto volviese. Hablaron un rato más. Yo me estaba volviendo loca; ¿qué estaría contándole a Molly? Por fin, colgó el teléfono.
—¿Y bien? —pregunté, asomada a la barandilla, más blanca que la pared y ojerosa. Llevaba dos noches sin dormir.
—Dice que lo siente mucho, pero que ha tenido que irse a París —me explicó al tiempo que se remangaba y dejaba al descubierto sus brazos recios, rosados y regordetes.
—¿A París?
Inmediatamente pensé en chicas y en pecado. ¿Cómo se atrevía?
—Sí, tuvo que irse de improviso; se le está muriendo un pariente —dijo, y comenzó a fregar el piso del vestíbulo con un cepillo.
No supe nada más del señor Gentleman, porque tres días más tarde partimos en dirección al convento.
Tardé apenas un segundo en rememorar todo aquello en el automóvil; luego regresé a mi pañuelo empapado y vi que Baba me ofrecía un caramelito con mensaje que decía: «Hagamos las paces». Pero el rencor me impidió sonreír.
Llegamos al pueblo donde se encontraba el convento cuando ya anochecía; a las afueras había un lago, y al desfilar ante aquella oscura superficie acuática una débil brisa se coló por la ventanilla. A continuación nos adentramos en una calle angosta con farolas de luz eléctrica cada cincuenta metros, y entre un poste de metal verde y otro había chopos. La oscura capa de agua, los lúgubres árboles y los perros desconocidos en la puerta de comercios extraños me provocaron una indecible melancolía.
—Bonito lugar —dijo mi padre, y se sorbió los mocos.
¡Bonito lugar! Qué sabría él. ¿Cómo podía calificar aquello de bonito con sólo mirar por la ventanilla?
—¿Paramos a beber algo, Bob? —preguntó.
Y Martha, que había estado dando cabezadas en el asiento de atrás, se espabiló y contestó:
—Sí, que las niñas se tomen una limonada.
Paramos en la calle mayor y entramos en un hotel. Me dolían las rodillas. Tanto en el recibidor como en las escaleras que conducían a los pisos superiores había unas desvaídas alfombras orientales. A la derecha se desplegaba un comedor con infinidad de mesitas cubiertas con manteles blancos. En cada mesa había dos frascos de kétchup, uno rojo y otro marrón. Entramos en una sala señalada como «Salón».
—¿Qué va a ser, Bob? —preguntó mi padre. Me eché a temblar, temerosa de que tuviese intención de pedir algo fuerte.
—Whisky —contestó el señor Brennan, quitándose las gafas. Se le habían mojado con la llovizna, y se las secó con un pañuelo limpio e inmaculado.
—¿Y usted, señora? —se dirigió entonces a Martha. Ella odiaba que la llamasen «señora»; le echaba años encima.
—Ginebra —murmuró con descortesía.
Contaba con que su marido no la oyese, pero me fijé en que el señor Brennan apretaba los dientes y se acercaba a contemplar un cuadro descolorido que representaba una escena de caza.
—Creo que yo tomaré una limonada —suspiró mi padre.
Al decir esto se me quedó mirando en busca de aprobación; quería que lo felicitara con la mirada por ser tan valiente, tan fuerte y tan bueno. Pero miré para otro lado; bastante tenía ya con mi propio sufrimiento. Podía ver mentalmente la mano del señor Gentleman en el volante, y aquella mirada furtiva que me dedicó cuando redujo la marcha para que pasaran las vacas.
Baba tomó zumo de pomelo. Sólo para hacerse la original, pensé yo con resentimiento. No nos sentamos, porque no queríamos entretenernos. Teníamos que presentarnos en el convento antes de las siete. En la chimenea de ladrillo rojizo ardía un agradable fuego de turba, y me dio mucha rabia tener que marcharme del hotel. Mi padre invitó a las bebidas y nos fuimos.
El convento era un edificio de piedra gris con cientos de ventanitas cuadradas sin cortinas, como un montón de ojos que espiasen aquel pueblo mojado y pecaminoso. Lo rodeaba una cerca verde con una cancela alta, verde también, que daba a un oscuro bulevar de cipreses. Mi padre se apeó del coche para abrir la verja, y al hacerlo dio un espantoso portazo. El señor Brennan torció el gesto, y yo me avergoncé de que mi padre fuese tan zafio.
Aparcamos debajo de un árbol y nos bajamos. Subimos un tramo de escaleras de piedra y atravesamos una pista de hormigón que desembocaba en una puerta abierta, en cuyo umbral se encontraba una monja que al vernos se acercó a recibirnos. Vestía un hábito negro muy holgado y una toca negra en la cabeza. Le enmarcaba la cara, tapándole la frente, las orejas y el busto, una cosa blanca muy tiesa que se llama esclavina. Casi le llegaba a las cejas, porque apenas si se le distinguían. Eran muy negras y estaban unidas justo sobre el puente de la nariz enrojecida. Le brillaba la cara.
Mi padre se descubrió y le explicó quiénes éramos. El señor Brennan venía detrás con el equipaje.
—Bienvenidas —nos dijo a Baba y a mí. Tenía la mano helada.
—Bueno, Baba, pórtate bien —dijo el señor Brennan sin mucha convicción.
Martha me dio un beso y me puso dos monedas en la mano. Balbucí: «Oh, no…», pero mientras lo decía cerré el puño con gratitud. Me acerqué, vacilante, a dar un rápido beso a mi padre, y durante un momento me aferré al señor Brennan e intenté darle las gracias, pero me dio mucha vergüenza.
La monja no dejó de sonreír durante la despedida. Había presenciado la misma escena desde por la mañana.
—Se acostumbrarán —los tranquilizó.
Su voz sonaba segura, sin resultar severa; sin embargo, cuando dijo: «Se acostumbrarán», parecía querer decir: «Tendrán que acostumbrarse».
Nuestros padres se fueron. Me imaginé que pararían en el cálido hotel para tomar té y carne asada, y casi pude saborear el característico sabor a guindilla de la salsa de pepinillos.
—En fin —suspiró la monja, al tiempo que se sacaba del bolsillo del hábito un reloj plateado de hombre—. Lo primero es la cena. Venid conmigo.
La seguimos por un largo pasillo con baldosas rojas y un alicatado blanco reluciente en la mitad inferior de las paredes. En cada uno de los alféizares, también alicatados, había macetas de ricino; y al fondo del pasillo vimos una fila de armaritos de madera de roble. Parecía un hospital, sólo que en vez de oler a anestesia olía a cera abrillantadora. Todo estaba escrupulosa y aterradoramente limpio. La suciedad puede resultar reconfortante y acogedora en lugares extraños, me dije.
Colgamos las chaquetas en el guardarropa y la monja nos indicó qué compartimento nos correspondía a cada una; ya tenía nuestros nombres escritos, y allí era donde debíamos guardar gorros, guantes, zapatos, betún, misales, y toda clase de artículos pequeños. Aquel mueble parecía un panal, y aún quedaban celdillas sin llenar.
Atravesamos otra pista de hormigón en dirección al refectorio. La monja caminaba con paso apresurado, lo que provocaba que las cuentas negras del rosario que le pendía del cíngulo se balancearan sin cesar. Entramos en una sala muy grande de techos altos, con mesas corridas de madera dispuestas a lo largo. A ambos lados de las mesas había bancos.
Las chicas de los cursos superiores, también llamadas «las mayores», se concentraban en una de las mesas y charlaban frenéticamente acerca de las vacaciones y de lo bien que lo habían pasado. Me imagino que muchas de ellas se inventaban cosas que jamás habían sucedido, sólo por darse importancia. La mayoría tenía el pelo recién lavado, y una o dos eran guapísimas. De un único vistazo distinguí a las más guapas. En la mesa de las más jóvenes, por el contrario, ninguna conocía a nadie. Todas parecían desorientadas y temerosas, y lloraban en silencio.
Nos sentaron frente a frente, y Baba me sonrió, a pesar de que seguíamos sin dirigirnos la palabra. Una religiosa menuda nos sirvió dos tazas de té que vertió de una tetera esmaltada, blanca y muy grande. Era tan pequeña que me pareció que se le iba a caer la tetera. Sobre el hábito negro llevaba un delantal de muselina blanca, señal de que era una hermana lega. Las monjas legas se ocupaban de cocinar, de limpiar y de lavar, y si eran legas era porque al entrar en el convento no tenían dinero ni educación. Las otras se llamaban «monjas de coro». Aunque esto no lo supe hasta que me lo explicó una de las mayores, Cynthia, que me enseñó muchas cosas.
Al pan ya le habían untado la mantequilla, y una chiquilla azorada que había a mi lado insistía en pasarme la bandeja que contenía aquel pan gris y deslucido.
—Tiene una pinta horrorosa —declaré, y negué con la cabeza.
Recordé el bizcocho que llevaba en la maleta, del que más tarde comería un buen pedazo. La chica me acercó la bandeja dos veces más, y Baba se rió con disimulo. Acabada la cena, nos dirigimos en tropel a la capilla del convento para rezar el rosario.
La capilla era muy bonita, y unas rosas de té alegraban el altar. Las religiosas cantaron durante la eucaristía. El canto de una de ellas sonaba como el de una alondra. Su voz se distinguía del resto, y cuando entonaron «Madre, Madre, me acerco a ti» pensé en mi madre y lloré: me acordé de aquel día en que estábamos en la cocina y vimos cómo una alondra venía a llevarse las briznas de lana de oveja atrapadas en la alambrada para construir su nido. «¿Serás monja de mayor?», me preguntó. Le habría gustado que tomase los hábitos, pues era mejor que casarse. Para ella, cualquier cosa lo era.
Aquella primera tarde en la capilla fue extraña y emotiva. El incienso flotaba por toda la nave y envolvía la voz expresiva del sacerdote, que estaba arrodillado ante el altar y lucía una casulla con incrustaciones doradas.
Nosotras nos arrodillamos en los bancos de madera del fondo de la capilla, separados de donde se reclinaban las monjas por unos pasamanos de madera. Ellas formaban filas indias, cada una en un pequeño compartimento de roble que se acoplaba a la pared, a ambos lados. Desde atrás todas parecían iguales, salvo las novicias, quienes llevaban unas tocas de encaje que dejaban adivinar el pelo que había debajo.
Abandonamos la capilla en fila, con una escandalera similar a la que producirían veinte caballos al galope sobre un camino empedrado. Los tacos que algunas chicas llevaban en las suelas de los zapatos rayaban las baldosas del pórtico de la iglesia. Nos dirigimos a la sala común, donde la hermana Margaret nos esperaba en lo alto de una tribuna. Dio la bienvenida a las nuevas, saludó a las antiguas y nos hizo un breve resumen de las reglas del convento:
Silencio en el dormitorio y durante el desayuno.
Hay que descalzarse antes de entrar en el dormitorio.
No se permite guardar comida en los armarios del dormitorio.
Veinte minutos para acostarse desde que suban al dormitorio.
—Y ahora —añadió—, que levanten la mano las niñas que deseen tomar leche por las noches.
Como yo era de pecho delicado, levanté la mano y así fue como me comprometí a tomar cada noche un vaso de leche en polvo templada, comprometiendo también a mi padre a pagar dos libras anuales. Las becas no entendían de pechos delicados.
Nos mandaron temprano a la cama.
Nuestro dormitorio estaba en el primer piso. En el rellano que precedía a la estancia había un baño ante cuya puerta se formó una cola de veinte o treinta chiquillas que daban saltitos sobre una y otra pierna, como si no pudieran aguantar. Me quité los zapatos y los llevé en la mano. El dormitorio era una sala alargada con ventanas a ambos lados y una puerta al fondo sobre la que había un enorme crucifijo, y de las paredes, de un color amarillo enfermizo, pendían cuadros con escenas sagradas. En el centro, dispuestas a lo largo, dos filas de camastros de hierro vestidos con cubrecamas de algodón blanco; las estructuras también eran blancas. Las camas estaban numeradas, y no me costó trabajo dar con la que me correspondía. A Baba y a mí nos separaban seis camas. Me consolaba saber que la tendría cerca, en el caso de que algún día volviésemos a hablarnos. Había tres radiadores encajados en las paredes, pero estaban fríos.
Me senté en la silla que había junto a mi cama y me quité con calma las ligas y las medias. Las ligas me apretaban tanto que me habían dejado señales en los muslos. Preocupada por si me saldrían varices durante la noche, me entretuve en examinar las marcas sin saber que la hermana Margaret estaba justo detrás de mí. Usaba zapatos con suela de goma y se había acercado con tal sigilo que yo no me había percatado. Por eso, cuando dijo: «Atiendan, niñas», me sobresalté y me puse de pie. Me giré para mirarla: se leía el enojo en su rostro, y estaba tan cerca de mí que pude fijarme en que tenía un pequeño quiste en un iris.
—Puede que las recién llegadas lo ignoren, pero el orgullo de este convento siempre ha sido su decencia. Nuestras colegialas son, por encima de todo, personas buenas y discretas. Y se puede medir el recato de una chica por su forma de vestirse y desvestirse. Hay que hacerlo con arreglo al decoro y el pudor. En un dormitorio común como éste… —Se interrumpió porque alguien había entrado por la puerta del fondo, golpeando un aguamanil con el batiente. Yo estaba ruborizada hasta las orejas. Prosiguió—: En el piso de arriba, las alumnas de los últimos cursos cuentan con cubículos independientes. Pero, como decía, en un dormitorio común como éste exigimos a las alumnas que se vistan y desvistan protegidas por sus batas. Y al hacerlo deberán ustedes mirar al pie de sus camas, con el fin de evitar las miradas indiscretas que podrían producirse en el caso de estar en los laterales.
Tosió y se alejó haciendo girar el mazo de llaves que llevaba en la mano. Abrió la puerta de roble del fondo de la estancia y desapareció.
La chica de la cama de al lado puso los ojos en blanco. Era bizca, y no me cayó bien. No por la bizquera, sino porque parecía la clásica persona que tiene mal gusto para todo. Llevaba una bata preciosa y muy cara, y unas sofisticadas zapatillas acolchadas. Sin embargo, una tenía la sensación de que se ponía esas cosas para alardear, y no porque fuesen bonitas. Vi cómo escondía dos chocolatinas debajo de la almohada.
Desnudarse con una bata sobre los hombros es un talento que requiere mucha práctica. A mí se me cayó la mía seis o siete veces, hasta que al final me encorvé y conseguí que no se me resbalara.
Andaba rebuscando en mi bolso de viaje cuando apagaron las luces; en ese momento, unas siluetillas en bata corretearon por el pasillo enmoquetado y desaparecieron en sus camas blancas y heladas.
Pretendía sacar el bizcocho del fondo del bolso. Como tenía el juego de té encima, tuve que ir sacándolo pieza por pieza. Baba se deslizó sigilosamente hasta el pie de mi cama, y por primera vez hablamos; o, más bien, susurramos.
—Por Dios, vaya infierno. No aguantaré ni una semana.
—Ni yo. ¿Tienes hambre?
—Me comería a un niño chico —dijo.
Estaba sacando la lima de uñas de la bolsa de aseo para cortar con ella un trozo de bizcocho cuando una llave giró en la cerradura de la puerta del fondo del cuarto. Tapé rápidamente el dulce con una toalla y nos quedamos petrificadas mientras la hermana Margaret se acercaba hacia donde estábamos, linterna en mano.
—¿Qué significa esto? —preguntó.
Ya sabía cómo nos llamábamos, y se dirigía a nosotras por nuestro nombre completo; no sólo decía Bridget (el verdadero nombre de Baba) y Caithleen, sino Bridget Brennan y Caithleen Brady.
—Nos sentimos muy solas, hermana —traté de explicar.
—No estáis solas en vuestra soledad. La soledad no es excusa para desobedecer. —Hablaba con un susurro penetrante; todo el mundo la oía—. Vuelva a su cama, Bridget Brennan.
Baba se alejó sin hacer ruido. La hermana Margaret paseó la linterna a mi alrededor hasta que el rayo de luz alumbró el coqueto servicio de té sobre la cama.
—¿Qué es esto? —preguntó al tiempo que levantaba una de las tacitas.
—Es un juego de té, hermana. Me lo traje porque mi madre se murió.
Fue una estupidez, y me arrepentí al punto de haber dicho aquello. Siempre estoy diciendo tonterías, y es porque no pienso antes de decirlas.
—Qué conducta tan pueril y sensiblera —reprobó.
Se levantó el faldón del hábito, amontonó en el hueco que se formó las piezas del juego de té, y se las llevó.
Me metí entre las sábanas glaciales y comí un pedazo del bizcocho de semillas de alcaravea. El dormitorio entero lloraba; se percibían los sollozos y las convulsiones bajo las mantas. Un llanto ahogado.
El cabecero de mi cama estaba frente al de la cama de otra chica; y, en mitad de la oscuridad, una mano apareció entre los barrotes y depositó una magdalena en mi almohada. Era una magdalena con azúcar glaseado y algo encima. Tal vez una guinda. Le pasé un pedazo de mi pastel, y nos estrechamos la mano. Me pregunté cómo sería, pues no me había fijado en ella cuando las luces estaban aún encendidas. Fuera quien fuese, se trataba de una buena persona. Y la magdalena estaba muy rica. Dos o tres camas más allá oí que una chica mordía una manzana debajo de las sábanas. Todas comíamos y llorábamos por nuestras madres.
En la esquinita de cielo que se veía desde la ventana que había delante de mi cama distinguí unas pocas estrellas. Era agradable estar allí tumbada y contemplar las estrellas, esperando a que se fueran debilitando, o se apagasen, o estallasen formando unos brillantes fuegos artificiales. Esperando a que sucediese algo en medio de aquel silencio aciago y sepulcral.