El verano pasó volando. Me quedé en casa de Baba, pero durante el día me acercaba a mi casa para hacer la comida y la colada. Algunos días subía a hacer las camas. Hickey se había trasladado al piso de arriba tras la muerte de mamá —siempre que nos referíamos a ello decíamos que había muerto, no que se había ahogado—, y las habitaciones eran una leonera. Olían a polvo, a calcetines sucios y a ambiente viciado por no abrir nunca las ventanas para orear; transmitían una enorme tristeza.
Ellos salían casi todos los días al campo a recoger y disponer el maíz en tresnales, y yo les llevaba termos de té a las cuatro. Aquel verano mi padre apenas si comió, y cada vez que se tomaba un té lo acompañaba de dos aspirinas. Se mostraba taciturno y tenía los párpados enrojecidos e hinchados. Cuando regresaban, Hickey iba a ordeñar las vacas y mi padre bebía otro té, se quitaba los zapatos en la cocina y se iba a su habitación. Creo que se metía en la cama para llorar, porque aún era de día cuando se acostaba, y, por lo demás, Hickey hacía demasiado ruido trajinando con las lecheras como para que alguien pudiese conciliar el sueño.
Un día subió mientras yo despejaba los cajones de mamá y metía su ropa buena en una caja que iba a mandar a su hermana. No había hablado mucho con él desde que volviera del hospital. Prefería no hacerlo.
—Tengo que comentarte un asuntillo —me dijo.
Acababa de volver del pueblo, y se estaba aflojando el nudo de la corbata. Durante un horrible instante, al verlo tan desaliñado, pensé que había bebido.
—He tenido que vender —añadió, sin ninguna emoción.
—¿Vender el qué? —quise saber.
Se echó el sombrero hacia atrás y empezó a rascarse la frente. Vacilaba.
—Teníamos unas pocas deudas, y entre una cosa y otra han ido aumentando. No me ha ido muy bien en el hipódromo. En fin, que no salen las cuentas y hay que vender la finca.
—¿Y quién la va a comprar?
Recordé la advertencia de Jack Holland acerca del peligro que corría nuestra casa.
—¿Cómo?
Me había oído perfectamente, pero aquélla era su estrategia cuando no quería contestar. Ahora entornaba los ojos para adoptar un aire suspicaz con el que pretendía hacerse pasar por un hombre astuto. Repetí la pregunta. No le tenía miedo cuando estaba sobrio.
—Está prácticamente en manos del banco —dijo al fin.
—¿Y quién sacará adelante la granja?
No me cabía en la cabeza que alguien que no fuese Hickey pudiese arar, ordeñar y podar el seto durante las noches de estío.
—Es probable que Jack Holland la compre.
—¿Jack Holland?
Estaba horrorizada. ¡Qué canalla! Así la sacaría más barata. Para eso tanto hablar de reyes y reinas, y tantas promesas de comprarme una pluma nueva antes de que me fuese al convento. Y pensar que había encargado siete misas por mamá… Había mandado dinero a una orden especial de sacerdotes de Dublín para un lote de misas.
—Y tú, ¿adónde irás? —pregunté. Me dije que maldita mi suerte si decidía seguirme hasta el pueblo donde se encontraba el convento.
—No te preocupes por mí. Me he quedado un peda-cito de tierra, y puedo vivir en el pabellón.
A juzgar por sus palabras, cualquiera habría pensado que había sido muy espabilado al salvaguardar aquel pabellón viejo y abandonado que se ocultaba tras las azaleas. Estaba lleno de humedades, y la puerta y los dos ventanucos habían sido conquistados por el espino.
—¿Y Hickey?
—Me temo que tendrá que irse. Ya no hay trabajo para él.
No podía ser verdad. Hickey llevaba veinte años con nosotros, había estado en casa desde antes de que yo naciera. Con su obesidad sería incapaz de trabajar en ninguna otra parte, y así se lo dije a mi padre. Pero él meneó la cabeza. No le caía bien Hickey, y además se avergonzaba de todo lo que había ocurrido.
—¿Qué estás haciendo? —me preguntó, y posó la mirada en el montón de ropa tirada en el suelo—. Pobre mamá, pobre criatura… —añadió, y se acercó a la ventana a llorar.
No tenía ganas de presenciar ninguna escenita, de modo que, ignorando sus lágrimas, dije:
—Tengo que comprarme el uniforme antes de marcharme, y unos zapatos y seis pares de medias negras.
—¿Cuánto costará todo eso? —preguntó, dándose la vuelta. Le corrían las lágrimas por las mejillas, y gangueaba.
—No lo sé. Diez o quince libras.
Se sacó un fajo del bolsillo y me dio tres billetes de cinco. El banco debía de haberle dado algo de liquidez.
—Nunca te ha faltado de nada, ni a tu madre tampoco. ¿A que no?
—No.
—Sólo tenías que pedir lo que fuera, y ahí estaba.
Dije que era verdad, y bajé inmediatamente a freírle una loncha de beicon y preparar té. Lo llamé cuando estuvo listo, y él acudió vestido con su ajada ropa. Ya no salía; la tentación de beber había cesado por un tiempo.
—¿Me escribirás? —preguntó al tiempo que mojaba una galleta en el té caliente. Se había quitado la dentadura, y sólo podía comer cosas blandas.
—Sí.
Yo estaba de pie contra el fogón.
—No te olvides de tu pobre padre.
Alargó el brazo y trató de sentarme en su regazo, pero fingí no entender lo que hacía y salí al patio a avisar a Hickey de que entrara a tomar el té. Cuando volví a la cocina ya había subido a acostarse, y Hickey y yo rehogamos un poco de col para acompañar el beicon y lo tomamos todo con mostaza. Me supo a gloria. Hickey preparaba una mostaza deliciosa, y para que siempre la tuviéramos fresca mezclaba un puñado cada mañana en una de las cinco hueveras que destinábamos a tal fin.
Aquella noche Baba daba una fiesta para celebrar su cumpleaños, así que le pedí a Hickey un tarro de nata para que se la tomara con la jalea que habíamos preparado. Descremó los dos cubos de leche y fue introduciendo la nata en un tarro con los dedos. En realidad, no debía hacer tal cosa, porque al día siguiente en la lechería nuestra leche tendría muy poca materia grasa.
—Adiós, Hickey.
—Adiós, bonita.
Bull’s-Eye atravesó conmigo los campos. Era un atajo a la casa de Baba. Al pasar por el maizal más alejado me detuve un momento a contemplarlo. Las espigas estaban altas, maduras, doradas, y las urracas picoteaban los granos que había tirado el viento. Era como si aquel campo irradiara su propia luz. El sol lo iluminaba y las espigas tremolaban con la ligera y áurea brisa. Me senté en la cuneta un rato. Recordé que el día en que Hickey aró aquel terreno nosotras nos acercamos a llevarle té y unos mendrugos de pan con mantequilla. Y poco después los tallitos verdes se abrieron paso entre la tierra parda-rojiza, y llegaron las urracas. Mamá ofreció uno de sus sombreros de cuentas para ponérselo al espantapájaros. Casi podía verla cruzando el prado con paso seguro, ataviada con el sombrero. En ocasiones me asaltaba algún recuerdo nítido y repentino, y para aliviar mi pena me echaba a llorar. Bull’s-Eye se sentó sobre los cuartos traseros y se me quedó mirando. Luego, cuando nos pusimos de pie, me acompañó unos metros más y se detuvo. Era fiel a papá, así que volvió a casa.
Había cinco bicicletas al otro lado de la verja de la casa de Baba, y las cortinas del salón principal estaban corridas. Sonaba la radio —… where women are women, and French perfume that rocks the room[7]—, y se distinguían risas y conversaciones. Sabía que si llamaba a la puerta principal no me oirían, así que di la vuelta a la casa, me acerqué al lateral y di unos toques con los nudillos en una puerta acristalada que daba al caminillo. Abrió Baba. Fumaba con frenesí y estrenaba un vestido azul con unas preciosas mangas de globo.
—Por Dios, creí que sería algún paleto en busca de mi viejo —dijo con brusquedad.
Se había portado bien conmigo en las semanas que sucedieron a la muerte de mamá, pero cuando había otras chicas delante me trataba con desprecio. Declan pasó bailando por delante de la ventana, con Gertie Tuohey entre sus brazos. A ella le caían sobre los hombros unos negros bucles semejantes a salchichas gordas. Declan llevaba un gorrito de papel ladeado, y me guiñó un ojo al verme.
—Mira, nos lo estamos pasando en grande, ¿sabes? Estoy encantada de que no hayas venido. Así que anda y vete a hacer puñetas al infierno —me despachó Baba.
Al principio pensé que estaba bromeando, así que repliqué, muy educadamente:
—Te he traído la nata.
—Trae —dijo, alargando el brazo. Llevaba una pulsera de plata de Martha. Tenía brazo de persona mayor, cubierto con una pelusilla de vello dorado—. Vete al cuerno, escoria.
Y cerró la ventana y volvió a correr las cortinas de lana blanca. Pude oír el estallido de su risa desde fuera.
Resolví no entrar por la puerta trasera, porque sabía que Martha y su marido habían ido a ver Por quién doblan las campanas a Limerick, y Baba me pondría a ayudar a Molly a cortar los sándwiches y preparar té durante toda la tarde; así que volví a casa un rato.
Hickey estaba grabando su nombre en el palo del gallinero con un clavo. Papá le había comunicado la noticia, y ahora se dedicaba a dejar su huella para ser recordado.
—¿Adónde irás, Hickey?
—A Inglaterra. De todos modos pensaba marcharme cuando tú te fueras.
Aunque se esforzaba por parecer alegre, se le veía triste.
—¿Te sientes solo?
—¿Solo? ¿Por qué? En absoluto. En Birmingham sacaré veinte machacantes a la semana y me echaré una novieta.
Pero sí que estaba alicaído.
—¿Cómo es que has vuelto?
Le expliqué por qué, y exclamó:
—Esa niña es un mal bicho.
Yo estaba encantada de oír aquello.
Anunció que iba a podar el seto, y dio gracias a Dios porque aquélla sería la última vez. Iba dando rápidos tijeretazos mientras yo recogía y echaba a una carretilla lo que caía al suelo. Podó el arbusto hasta dejarlo en un esqueleto pardo de ramas desnudas y frías. Ahora ya no cortaría el viento. En uno de los recodos más frondosos trazó la forma de un sillón, y yo lo probé para comprobar si me sostendría. No me escurrí. A continuación vaciamos la carretilla en el viejo cobertizo y encerramos las gallinas. Bull’s-Eye ya se había ido a dormir a la carbonera. Era muy extraño que tanto papá como Bull’s-Eye se fuesen a dormir durante aquellas preciosas tardes áureas y apacibles. Como la persiana de papá estaba bajada, no subí a verlo, aunque bien sabía que le apetecería una taza de té. Detestaba subir a su cuarto cuando estaba metido en la cama. Casi podía ver a mamá en el hueco, a su lado, reticente y asustada como si la estuviesen sometiendo a alguna barbaridad. Siempre que podía dormía conmigo, y tan sólo iba a su cuarto cuando él la obligaba. Papá no usaba pijama para dormir; sólo de pensarlo me escandalizaba.
La ajada colmena blanca seguía en su sitio, en una esquina del huerto. Había perdido dos de sus patas, y por eso estaba algo inclinada hacia un lado.
—¿Qué harás con la colmena? —le pregunté a Hickey.
Unos años antes se le había antojado criar abejas. Creía que se haría rico al instante vendiendo miel a todo el pueblo, y había terminado la colmena sin ayuda, por las noches, cuando acababa de trabajar. Se trajo de la montaña un enjambre de abejas melíferas, y estaba entusiasmadísimo pensando en el dineral que amasaría. Sin embargo, igual que con todo lo demás, fracasó. Las abejas le picaban, y él chillaba como un loco en el huerto y le pedía a mamá que le preparase unas cataplasmas. Por el motivo que fuera, no llegó a conseguir miel, y acabó por asfixiar a las abejas.
—¿Qué harás con eso? —repetí.
—Que se pudra.
Su voz sonaba extenuada, y creo que lanzó un suspiro, consciente de que estábamos hundidos. Habíamos perdido la finca, habíamos perdido a mamá; el sendero embaldosado estaba blanco por los excrementos de gallina, y los cardos y la mala hierba habían conquistado por completo el jardincillo delantero.
—Te acompaño —anunció Hickey, y me agarró por el talle mientras atravesábamos el prado bajo la luz del ocaso.
Hacía algo de fresco, y las vacas se habían tumbado bajo los árboles y nos miraban con los ojos abiertos de par en par. A lo lejos se oía el ladrido de unos perros. La hierba no se movía, y dos murciélagos revolotearon frente a nosotros.
—No te vayas a convertir en una estirada remilgada, ahora que te vas a vivir a ese convento —me dijo.
—Me da miedo Baba; me trata tan mal, Hickey…
—Esa engreída está pidiendo a voces una buena azotaina. Yo sé lo que habría que hacer para meterle miedo…
Pero no dijo el qué.
—Te mandaré alguna monedilla inglesa —dijo para animarme.
Me dejó en la verja de casa de Baba y siguió hacia el hotel Greyhound para tomarse unas copas. Era bastante tarde, pero él prefería beber a esas horas.
Ya en el dormitorio me saqué los tres billetes de cinco que había escondido bajo la camiseta interior. Estaban calentitos, y los guardé debajo de la almohada. Decidí que iría a Limerick al día siguiente para comprarme el uniforme. Cuando Baba subió a acostarse trató de despertarme. Me tiró de las pestañas y me hizo cosquillas en las mejillas con el tallo húmedo de una flor; yo había traído un ramo de casa que había colocado en un jarrón junto a la cama.
Si hablaba con ella quizá averiguase mis planes de ir a Limerick, querría venir conmigo y me aguaría la fiesta.
—¡Declan! —llamó a su hermano desde el baño—. ¿No parece un gurriato cuando duerme? —dijo, y retiró las sábanas para que me viera de cuerpo entero. Me dio frío, y encogí los pies para taparlos con el camisón—. Ronca como una puñetera gorrina —dijo, y poco me faltó para incorporarme y llamarla mentirosa. Pero, acto seguido, los hermanos empezaron una lucha cuerpo a cuerpo y Declan la tumbó mientras ella pedía auxilio a Molly.
—¡Repite eso, repítelo! —amenazaba Declan, blandiendo uno de mis zapatos. Entreabrí los ojos para poder verlos. Declan estaba de mi parte aquella noche.
Después de meterse en la cama, Baba empezó a decirme: «Viene de camino, se te va a aparecer. Vuelve para ordenarte que me regales todas sus joyas». Pero me mantuve impasible y conservé los ojos cerrados.
La luna nos iluminaba y una luz plateada veteaba la moqueta. Dormí mal, y cuando el reloj del abuelo dio las siete me levanté y cogí la ropa para vestirme en el baño. Pero se me olvidó el dinero y tuve que volver a por él. Baba dormía con el pelo desparramado sobre la almohada, y mientras me alejaba se revolvió en la cama. «Cait, Cait», llamó; pero no respondí. Debió de dormirse otra vez, porque bajé a la cocina y me vestí delante de los fogones. Me entusiasmaba la idea de pasar un día entero fuera, lejos de todo el mundo.