5

Salimos rumbo al pueblo justo antes de las siete. El señor Brennan no había vuelto, así que le dejamos la mesa puesta, y mientras Martha se arreglaba en el piso de arriba cubrí el plato de los sándwiches con una servilleta húmeda. Me daba pena el señor Brennan. Trabajaba mucho y tenía una úlcera.

Declan nos adelantó; decía que ir con niñas era cosa de mariquitas.

El sol declinaba y prendía fuego a la zona occidental del cielo. Del incendio salían unas franjas de color, no rojas como el sol, sino de un rosa cálido y encendido. La extensión que tenían por encima era de un azul desnudo; y más alto aún, sobre nuestras cabezas, surcaban serenas las magníficas nubes de plumas. El cielo quedaba allá arriba. No conocía a nadie que estuviese en el cielo, excepto a las ancianas del pueblo que habían muerto; pero no había nadie a quien yo amara.

—Mi mami es la mujer más guapa del lugar —declaró Baba.

En realidad, yo creía que mi madre era más guapa, con su carita redonda, nivea, desgarradora, y sus ojos grises e inocentes, pero preferí no decirlo, puesto que me estaba alojando en su casa. Martha iba muy guapa. El sol poniente, o tal vez el collar de coral, confería a su mirada un misterioso fulgor anaranjado.

—Piii, piii —hizo Hickey al adelantarnos en su bicicleta.

La bici de Hickey era digna de lástima. Parecía estar a punto de desmoronarse bajo el peso de su cuerpo. Las ruedas estaban desinfladas. Llevaba una lechera colgada del manillar, y desde el interior del canasto de mimbre se oía el cloqueo de una gallina. Seguramente se la llevaba a la señora O’Shea, la del hotel Greyhound. Hickey siempre agasajaba a sus amigos aprovechando las ausencias de mamá. Me imaginaba que ella tendría las gallinas contadas, pero Hickey siempre podía inventarse que había venido un zorro. Los zorros aparecían constantemente en el patio a plena luz del día para cazar una gallina o un pavo.

Frente a nosotros, como pardas motas de polvo, las hordas de mosquitos zumbaban bajo los árboles, y sentí un escozor en las orejas cuando pasamos por el tramo de carretera que corría junto a la herrería, donde también había un bosquecillo de hayas.

—Daos prisa —apremió Martha, y aceleré el paso.

Quería que nos sentáramos en la primera fila, donde se acomodaba la gente importante: la esposa del médico, el señor Gentleman y las hermanas Connor. Las hermanas Connor eran protestantes, pero gozaban de buena reputación. Justo en ese momento nos adelantaron en su camioneta e hicieron sonar la bocina. Era su forma de saludar. Nosotros devolvimos el saludo con un movimiento de cabeza. Me alegré de que no se hubieran ofrecido a llevarnos, porque en la parte de atrás asomaban dos Pastores alemanes, y a mí me daban miedo los Pastores alemanes. De la verja de las hermanas Connor colgaba un letrero que decía: CUIDADO CON LOS PERROS. Hablaban con altanería, montaban a caballo y se iban de caza en invierno. Cuando acudían a las carreras llevaban banquetas plegables. Nunca hablaban conmigo, pero a Martha la invitaban a tomar el té una vez al año. En verano.

Ascendimos el largo trecho de escalones de cemento y entramos en el porche que daba al salón de actos del ayuntamiento. En la ventanilla despachaba una señora gorda de la que sólo se veía la mitad superior. Llevaba un vestido morado con millones de lentejuelas. Tenía pegotes de máscara en las pestañas, y se había teñido el pelo de morado para que hiciera juego con el vestido. Resultaba fascinante admirar el brillo de las lentejuelas; parecían moverse por la superficie del corpiño.

—Le bailan las tetas —me dijo Baba, y las dos nos reímos por lo bajo.

Aún nos reíamos cuando sujetamos las puertas para que entrase Martha. A Martha le gustaba entrar a lo grande.

—Niñas, dejaos de risas —nos regañó como si fuéramos unas extrañas.

Un actor maquillado nos sonrió, y lo seguimos para que nos condujese a nuestros asientos. Martha le había tendido tres entradas de color azul.

Los chicos del pueblo, que estaban al fondo del salón de actos, lanzaron silbidos al vernos entrar. Tenían la costumbre de plantarse allí para examinar a las chiquillas que pasaban, y luego reían o silbaban a las que eran guapas. Llevaban ropa vieja, pero casi todos calzaban los zapatos de los domingos y desprendían un fuerte olor a brillantina.

—Ordinarios —dijo Martha.

Aquélla era su palabra preferida para la mayoría de clientes de su esposo. Un chico muy mono me sonrió; tenía el pelo oscuro y rizado y una cara alegre y rojiza. Yo sabía que estaba en el equipo de hurling.

Nos pusieron en primera fila. Martha se sentó junto a la mayor de las Connor, Baba a su lado y yo en el pasillo. El señor Gentleman estaba más lejos, al lado de la más joven de las Connor. Me fijé en su nuca y en el cuello de su camisa antes de sentarme. Me alegró saber que había venido.

La sala estaba prácticamente a oscuras. Habían cubierto las ventanas con unas telas negras sujetas con tachuelas a las cuatro esquinas de los marcos. La luz de los seis candiles que había en el proscenio apenas si alumbraba para distinguir los asientos. Dos de las lámparas humeaban y tenían los globos ennegrecidos.

Me di la vuelta para ver si había llegado ya Hickey. Repasé primero las filas de sillas, luego las de taburetes que se alineaban detrás de las sillas, y aún más atrás, hacia los tablones apoyados en barriles de cerveza. Estaba en un extremo de la última fila de tablones, al lado de Maisie. Los asientos más baratos. Se reían. El fondo del salón estaba plagado de chicas risueñas. Chicas de pelo rizado; chicas con brillantes bucles oscuros que caían en cascada sobre sus hombros como racimos de bayas; chicas con chispeantes ojos de zarzamora que sonreían con suficiencia, charlaban y esperaban. La señorita Moriarty estaba dos filas detrás de nosotras, e hizo una leve inclinación de cabeza para darme a entender que me había visto. Jack Holland anotaba algo en su cuaderno.

Sonó una campana y el polvoriento telón gris se fue abriendo despacio; pero a medio camino se quedó atascado. Los chicos del fondo empezaron a abuchear. Vi que, en un lateral del escenario, el actor maquillado tiraba de una cuerda, y al final acabó por salir a abrir el telón con sus propias manos. La multitud lo aclamó.

Sobre el escenario había cuatro chicas con blusas de color cereza, pantalones negros con volantes y cascos negros. Bajo el brazo llevaban bastones, y bañaban claqué. Deseé que mamá estuviese conmigo. Con tanto ajetreo, no había pensado en ella desde hacía más de una hora. Se habría divertido mucho, y le habría alegrado saber de mi beca.

Las chicas hicieron mutis bailando aún, dos hacia la derecha y dos hacia la izquierda, y entonces salió un hombre que entonó canciones muy tristes acompañado de un banjo. Bizqueaba adrede, y cada vez que lo hacía, el público estallaba en carcajadas.

A continuación tocaba un número cómico en el que dos payasos entraban y salían de unas cajas; luego, la señora del vestido morado cantó «Courting in the Kitchen». Animaba al público a que la acompañase en el estribillo, y casi al final lo consiguió. Cantaba fatal.

—Y ahora, damas y caballeros, haremos un breve entreacto durante el cual venderemos papeletas para una rifa que se celebrará justo antes del espectáculo. Como seguramente sabrán, la obra que se va a representar es la única e inimitable, la conmovedora y vivificante Vidas truncadas[5] —dijo el hombre maquillado.

Yo no tenía dinero, pero Martha me compró cuatro boletos.

—Si ganas, el premio es para mí —me advirtió Baba.

El señor Gentleman ofreció su paquete de cigarrillos a todos los de la primera fila. Martha cogió uno y se inclinó para darle las gracias. Baba y yo comíamos delicias turcas.

Después de vender todas las papeletas, el actor bajó del escenario y se quedó junto a los candiles; metió los duplicados en un sombrero y echó un vistazo a su alrededor para decidir quién salía a sacar las papeletas premiadas. En tales ocasiones solían escoger a niños, pues se presupone su honestidad. Oteó toda la sala, y cuando se fijó en Baba y en mí, nos eligió. Nos pusimos a su lado, mirando hacia el público; Baba sacó el primer número y yo el siguiente. El hombre los dijo en voz alta. Los repitió tres veces, pero nadie reaccionaba. El silencio era absoluto. Volvió a decir los números, y estaba ya a punto de pedirnos que sacáramos otras papeletas cuando se oyó un grito al fondo del salón.

—¡Aquí, aquí! —decía la gente.

—Tienen que acercarse y mostrarme sus papeletas.

A la gente le hacía ilusión ganar, pero le abochornaba subir a recoger los premios. Por fin, los dos afortunados se abrieron paso entre la multitud puesta en pie y recorrieron, vacilantes, el pasillo. Uno de ellos era albino; el otro, un chiquillo. Enseñaron sus boletos, recogieron los diez chelines que correspondían a cada uno y volvieron aprisa a la oscuridad del final de la sala.

—¿No les apetece que nuestras dos encantadoras amigas nos canten alguna cancioncilla? —dijo el actor, posando las manos sobre nuestros hombros.

—¡Sí! —contestó Baba, que aprovechaba la mínima ocasión para lucir su voz cristalina y delicada. Se arrancó—: As I was going one morning, ’twas in the month of May, a mother and her daughter I spied along the way[6]

Yo movía los labios, simulando que cantaba, hasta que de pronto se calló y me propinó un codazo para que siguiera, y me quedé pasmada con la boca abierta delante de todo el mundo. Me puse colorada y me escabullí a mi sitio mientras Baba continuaba con su canción.

—Bruja —dije entre dientes.

Comenzó Vidas truncadas. No se oía una mosca, salvo las voces del escenario.

Pero al rato escuché ruido en la parte de atrás, y un arrastrar de pies, como si alguien se hubiese mareado. La luz de una linterna bailó por el pasillo, y cuando llegó adonde nos encontrábamos descubrí que era el señor Brennan.

—Madre mía, ha venido por lo del pollo —dijo Baba a su madre cuando el señor Brennan hizo señas a Martha para que saliera.

Cruzó agachado para no entorpecer la visión, susurró algo al señor Gentleman y ambos salieron. Oí el golpe seco de la puerta al cerrarse, y me alegré de que se hubiesen marchado. La obra era estupenda, no quería perderme nada.

Pero la puerta volvió a abrirse y el destello de la linterna se fue acercando de nuevo. Me asaltó la idea de que venían a por mí, y luego la deseché. Pero sí que venían a buscarme. El señor Brennan me dio un toque en el hombro y susurró:

—Caithleen, cielo, sal un momento.

Mis zapatos rechinaron al atravesar el pasillo de puntillas. Me imaginé que se trataría de algo relacionado con mi padre.

Afuera, en el porche, todos hablaban: Martha, el párroco, el señor Gentleman, el abogado y Hickey. Este último estaba de espaldas, y Martha lloraba. Fue el señor Gentleman quien me lo dijo.

—Tu madre, Caithleen, ha sufrido un pequeño accidente.

Hablaba despacio, muy serio, y le temblaba la voz.

—¿Cómo que un accidente? —quise saber, mirando frenéticamente a todos los presentes. Martha ahogaba el llanto con el pañuelo.

—Un accidente —insistió el señor Gentleman, y luego volvió a repetirlo el párroco.

—¿Dónde está? —pregunté enseguida, presa del pánico.

Quería ir con ella inmediatamente. Inmediatamente. Pero nadie contestaba.

—Decídmelo —insistí.

Mi voz sonaba histérica, y me percaté de que estaba siendo muy grosera con el cura. Pregunté de nuevo, conteniéndome un poco.

—Decídselo, es mejor que lo sepa —oí que decía Hickey detrás de mí.

Me di la vuelta para preguntarle a él, pero el señor Brennan negó con la cabeza y distinguí el rubor de Hickey bajo la capa grisácea de su barba de dos días.

—Llevadme con mamá —rogué, y salí corriendo del porche.

Bajé a toda prisa los escalones de cemento hasta que, en el último peldaño, alguien me asió por el cinto de la chaqueta.

—Todavía no podemos llevarte con ella; aún no, Caithleen —me dijo el señor Gentleman.

Yo no entendía por qué todo el mundo se estaba comportando con tanta crueldad.

—¿Por qué no? ¿Por qué? Quiero ir con ella —repetí, tratando de liberarme. Me poseía tal fuerza que habría sido capaz de recorrer los ocho kilómetros hasta Tin-trim a la carrera.

—Por lo que más quieras, díselo de una vez —insistió Hickey.

—¡Cállate, Hickey! —gritó el señor Brennan, que me llevó hasta el bordillo de la acera, donde había varios automóviles.

La gente se concentraba alrededor de los vehículos, y todo el mundo murmuraba y comentaba en medio de la oscuridad. Martha me ayudó a sentarme en el asiento de atrás de su coche, y justo antes de que cerrase la portezuela me llegaron retazos de una conversación entre dos personas, y una de las voces dijo: «Ha dejado cinco hijos».

—¿Quién ha dejado cinco hijos? —pregunté a Martha, sujetándola por las muñecas. Estallé en sollozos, la llamé por su nombre y le supliqué que me lo dijera.

—Tom O’Brien, Caithleen. Se ha ahogado en la barca. Iba con… con…

Se había quedado prácticamente sin habla, pero su rostro me lo reveló.

—¿Con mamá?

Asintió con la cabeza y me dio un abrazo. En ese momento subió al coche el señor Brennan, y arrancó.

—Ya lo sabe —le dijo Martha entre sollozos.

Después de eso ya no oí nada más, porque es imposible oír nada cuando todo tu cuerpo llora desconsoladamente por la pérdida que acaba de sufrir. Pérdida. Pérdida. Aun así me resistía a pensar que mi madre hubiese muerto. Pero sabía que era verdad, porque experimentaba una sensación de fatalidad y hasta el último rincón de mi ser estaba paralizado.

—¿Me lleváis con mamá? —pregunté.

—Dentro de un rato, Caithleen. Primero tenemos que ir a otro sitio —dijeron mientras me ayudaban a apearme del coche.

Me condujeron al hotel Greyhound. La señora O’Shea me dio un beso y me sentó en uno de los inmensos sillones de piel con respaldo abatible. La sala estaba atestada. Se acercó Hickey y se apoyó en el brazo del sillón. Se había sentado sobre una funda antimacasar de lino blanco, pero nadie pareció darse cuenta.

—No ha muerto —dije, implorante, como una súplica.

—Están desaparecidos desde las cinco de la tarde. Salieron de donde Tuohey a las cinco menos cuarto. El pobre Tom O’Brien llevaba dos bolsas con comestibles —me explicó Hickey.

Una vez que Hickey lo dijo, se hizo real. Noté que las rodillas se desprendían de mi cuerpo, despacio, y me sentí del todo vacía por dentro. El señor Brennan me dio una cucharada de brandy y luego me hizo tragar dos pastillas blancas con una taza de té.

—No se lo cree —oí decir a una de las hermanas Connor.

Entonces llegó Baba, que vino corriendo a darme un beso.

—Perdón por lo de la puñetera canción —se disculpó.

—Llevad a esta niña a su casa —dijo Jack Holland.

Nada más oír aquello di un salto del sillón y chillé que quería irme con mi madre. La señora O’Shea se persignó, y alguien volvió a sentarme.

—Caithleen, estamos esperando a que nos llamen del cuartel —me explicó el señor Gentleman. Era el único que conseguía apaciguarme.

—No quiero volver a mi casa nunca más. Nunca —le dije.

—No irás a tu casa, Caithleen.

Por un momento parecía que iba a añadir: «Vendrás a casa con nosotros», pero no fue así. Se acercó al aparador junto al que se encontraba Martha, y le dijo algo. Luego, pidieron al señor Brennan que se acercase, y éste cruzó la estancia para ir a su encuentro.

—Y él, ¿dónde está, Hickey? No quiero verlo.

Me refería a mi padre.

—Ni lo verás. Está hospitalizado en Galway. Se desmayó cuando se lo contaron. Estaba cantando en una taberna de Portumna cuando un guardia fue a decírselo.

—No pienso volver nunca a mi casa —le dije.

A Hickey se le salían los ojos de las órbitas: no estaba acostumbrado a beber whisky, y alguien le había puesto un vaso en la mano. Todo el mundo bebía para tratar de encajar el golpe. Hasta Jack Holland se bebió una copa de oporto. El humo de los cigarrillos recargaba el ambiente, y yo quería salir, salir a buscar a mi madre, aunque fuese para encontrar su cuerpo inerte. En aquella sala todo resultaba irreal, y la cabeza me daba vueltas. Los ceniceros estaban llenos a rebosar, hacía calor y había humo por todas partes. El señor Brennan vino a hablar conmigo. Lloraba tras sus gruesas lentes. Dijo que mi madre era una señora, una verdadera señora, y que todo el mundo la quería mucho.

—Lléveme con ella —pedí. Ya no estaba hecha una furia. Me habían abandonado las fuerzas.

—Estamos esperando, Caithleen. Estamos esperando a que avisen del cuartel. Voy a pasarme por allí para ver si hay alguna novedad. Están rastreando el río.

Y alargó la mano en un gesto de humildad que parecía decir: «Ya nadie puede hacer nada».

—Te quedarás con nosotros —anunció mientras me retiraba el pelo de la cara y me lo ponía en su sitio con delicadeza.

—Gracias —respondí.

Se marchó al cuartel, que estaba al final de la calle, a unos cien metros de distancia. El señor Gentleman se fue con él.

—Esa puñetera barca estaba podrida, yo siempre lo he dicho —se lamentó Hickey, enfadado con el mundo por no haberle hecho caso.

—¿Puedes salir un momento, Caithleen? Se trata de algo confidencial —dijo Jack Holland, apoyándose en el respaldo de mi sillón.

Me levanté con movimientos lentos y, aunque no lo recuerdo, debí de atravesar la sala hasta llegar a la puerta blanca. La mayor parte de la pintura estaba desconchada. Jack me sujetó la puerta al salir al recibidor. Me condujo al fondo del vestíbulo, donde una vela parpadeaba apoyada en un platillo. Su cara no era sino una sombra.

Susurró:

—Que Dios me perdone, pero no he podido hacerlo.

—¿Hacer el qué, Jack? —pregunté, aunque poco me importaba. Me sentía mareada, me asfixiaba. Las pastillas y el brandy se me habían subido a la cabeza.

—Darle el dinero. Por Dios bendito, estoy atado de pies y manos. La anciana es la dueña de todo.

La anciana era su madre, una señora que se pasaba la vida sentada en una mecedora junto a la chimenea. Jack tenía que darle de comer pan y leche, porque el reumatismo le había provocado una parálisis en las manos.

—Bien sabe Dios que yo habría hecho cualquier cosa por tu madre. Lo sabes. —Le dije que sí.

En la planta de arriba, dos galgos aullaban. Era el aullido de la muerte. De pronto entendí que debía aceptar el hecho de que mi madre había muerto. Y lloré como nunca he vuelto a llorar en mi vida. Jack me acompañó en el llanto y se sonó la nariz con la manga del chaquetón.

Entonces se abrió la puerta del vestíbulo y apareció el señor Brennan.

—No hay novedad, Caithleen. No hay novedad, mi amor. Vamos a casa, tienes que dormir —y llamó a Martha y a Baba para que saliesen.

—Volveremos más tarde —dijo, dirigiéndose al señor Gentleman.

Cruzamos la calle hasta el coche en la noche clara y estrellada. A los pocos minutos estábamos en casa, y el señor Brennan me hizo beber whisky caliente y me dio una píldora amarilla. Martha me ayudó a desvestirme, y cuando me arrodillé para rezar una oración, pedí: «Dios, te ruego que resucites a mi madre». Lo repetí varias veces, aunque sabía que ya todo estaba perdido.

Dormí con Baba, con uno de sus camisones. Su cama era mucho más cómoda que la mía. Cuando me di la vuelta hacia la izquierda, ella también se giró. Me pasó el brazo por el vientre y me cogió de la mano.

—Eres mi mejor amiga —oí en la oscuridad. Al cabo de un momento, susurró—: ¿Estás dormida?

—No.

—¿Tienes miedo?

—¿Miedo de qué?

—De que se te aparezca.

En cuanto oí aquello me dieron escalofríos. ¿Qué tiene la muerte que no podemos soportar la idea de que alguien muerto nos visite? En aquel momento anhelaba a mamá más que ninguna otra cosa, y sin embargo, si se hubiese abierto la puerta y hubiera entrado, me habría puesto a llamar a gritos a Martha y al señor Brennan. Oímos un ruido abajo, un golpe seco, y las dos nos cubrimos hasta la cabeza. Baba me dijo que la muerte estaba llamando a la puerta.

—Ve a buscar a Declan —sugerí, debajo de la sábana y la manta.

—No, ve tú.

Pero ninguna de las dos se atrevía a abrir la puerta y salir al descansillo. El fantasma de mi madre nos estaba esperando en lo alto de las escaleras, vestido con un camisón blanco.

La almohada y la colcha blanca estaban húmedas cuando desperté. Molly entró con una taza de té y una tostada. Me ayudó a incorporarme en la cama y me alcanzó la rebeca del respaldo de una silla. Molly apenas era dos años mayor que yo, pero se desvivía por mí como una madre.

—¿Te encuentras mal, mi amor? —preguntó. Le dije que tenía calor y salió a llamar al señor Brennan.

—Suba un momento, señor. Creo que tiene algo de fiebre, mire a ver.

Él vino, me puso la mano en la frente y pidió a Molly que llamase al médico.

Me dieron pastillas durante todo el día y Martha me hizo compañía; se pintó las uñas y se las pulió con una gamuza. Como llovía, no se veía nada por la ventana, pues estaba toda empañada; pero Martha me aseguró que hacía un día de perros. Sonó el teléfono poco después del almuerzo, y Martha no hacía más que decir: «Sí, se lo diré», «Es una lástima» y «En fin, no hay nada que hacer». Luego subió y me contó que habían dragado aquel lago del Shannon, pero que no habían dado con ellos. No me lo dijo, pero yo sabía que se habían dado por vencidos, y supe que mamá nunca tendría una sepultura a la que yo pudiera llevar flores. No sabría explicar por qué, pero en cierto modo mi madre estaba más muerta que ninguna otra persona de la que yo tuviese noticia. Volví a llorar, y Martha me dio un sorbito de su copa de vino; me tumbó y me leyó un relato de una revista. Era una historia triste, de modo que lloré más aún.

Aquél fue el último día de mi niñez.