4

Baba llamó a su madre —«¡Martha! ¡Martha!»— nada más poner el pie en el recibidor. Era un vestíbulo embaldosado y olía a cera abrillantadora.

Subimos las escaleras alfombradas. Se abrió una puerta, despacio, y Martha asomó la cabeza.

—¡Chist, chist! —nos llamó, haciendo señas para que pasáramos. Una vez en el dormitorio, cerró la puerta con cuidado.

—Hola, bicho —dijo Declan a Baba. Era su hermano pequeño. Se estaba comiendo un muslo de pollo.

En medio de la enorme cama reposaba una bandeja con un pollo. Se había asado de más y estaba medio deshecho.

—Quítate la chaqueta —me ordenó Martha.

Parecía estar esperándome. Mamá debía de haberla avisado. Martha estaba muy pálida; siempre lo estaba. Su cutis claro recordaba al de una Virgen, con los párpados siempre bajados, ocultando unos ojos grandes tan oscuros que era imposible distinguir su color, aunque recordaban a unos pensamientos morados. Aterciopelados. Llevaba unos zapatos rojos de terciopelo con incrustaciones plateadas en la parte delantera, y la estancia olía a perfume, a vino y a madurez. Estaba bebiendo vino tinto.

—¿Dónde anda el viejo? —quiso saber Baba.

—Ni idea —reconoció Martha, negando con la cabeza. Su negra melena, que normalmente se recogía en un moño alto, le caía sobre los hombros, con las puntas ligeramente hacia arriba.

—¿Y para qué te has subido el pollo aquí? —preguntó de nuevo Baba.

—¿Tú qué crees? —replicó Declan, lanzándole un hueso.

—Para que no se lo coma el viejo —reconoció Baba, y se giró hacia la foto de su padre que había en la repisa de la chimenea. Imitó una pistola con la mano derecha, apuntó a la foto y exclamó—: ¡Bang, bang!

Martha me dio una alita. La mojé en el salero y me la comí. Estaba riquísima.

—Tu madre se ha ido unos días —me dijo, y de nuevo sentí un nudo en la garganta. No me agradaba la compasión. Y eso que Martha no era muy maternal; era demasiado hermosa y fría para eso.

Martha era lo que los aldeanos llamaban «una mujer espabilada». La mayoría de las noches se iba al hotel Greyhound, ataviada con un traje negro muy ajustado que se ponía sin nada debajo —salvo el sostén— y un pañuelo de gasa anudado al cuello. Se acomodaba en un taburete alto del bar del hotel, y forasteros y viajantes de comercio se quedaban prendados de su tez inmaculada, sus uñas pintadas, su pelo negro con reflejos azulados y su cara de Virgen María; pensaban que estaba triste. Pero Martha nunca estaba triste, a menos que el hastío sea una forma de tristeza. A la vida sólo le pedía dos cosas, y las había logrado: alcohol y admiración.

—Molly ha dejado trifle en la despensa —dijo, dirigiéndose a Baba.

Molly era una criada de dieciséis años procedente de una pequeña granja perdida en medio del campo. Durante su primera semana en casa de los Brennan no se había quitado las botas de goma, y cuando Martha la reprendió por ello, confesó que no tenía más calzado. Martha pegaba a Molly con frecuencia y la encerraba en algún cuarto cada vez que preguntaba si podía ir a los bailes del ayuntamiento. Molly le contó a la modista que «ellos», refiriéndose a los Brennan, comían espléndidos asados a diario, mientras que a ella le daban salchichas y puré de patatas del día anterior. Pero puede que aquello no fuese más que una invención. Martha no era mezquina. Gastaba el dinero del marido con orgullo y avidez, aunque, como todos los bebedores, se mostraba reacia a gastar en cualquier cosa que no fuera alcohol.

Baba entró con un recipiente de cristal donde quedaba la mitad del trifle y lo dejó en la cama junto a unos platillos y las cucharillas de postre. Su madre sirvió. Aquel postre rosáceo con la rodaja de melocotón, la cereza confitada, el plátano y los bultos irregulares de bizcocho me hizo evocar la época en que también había trifle en nuestra casa. Casi podía ver a mamá sirviéndonoslo en los platos: a mi padre, a mí y a Hickey. Para ella sólo dejaba una cucharada en el fondo del molde. Se enfadaba y arrugaba la nariz cuando yo decía que no me gustaba. Mi padre me mandaba callar bruscamente, y Hickey se reía con disimulo y decía: «A más tocamos». En esas cosas pensaba cuando oí que Baba decía:

—A ella no le gusta el trifle —refiriéndose a mí.

Su madre dividió entonces en tres partes la ración que había previsto para mí, y se me hizo la boca agua mientras saboreaban el postre.

—Martha, ¡eh, vieja Martha! ¿Qué puedo ser de mayor? —preguntó a su madre Declan, que estaba fumándose un pitillo para aprender a tragarse el humo.

—Salir de este maldito agujero, hacer algo, ser alguien. Actor… Algo interesante —dijo Martha al tiempo que se contemplaba en el espejo y se reventaba un punto negro de la barbilla.

—¿Tú fuiste famosa, mami? —Baba se dirigió a la imagen del espejo.

Aquel rostro alzó la vista y suspiró, nostálgico. Martha había sido bailarina de ballet, pero había abandonado su carrera para casarse, o eso decía ella.

—¿Por qué no seguiste? —preguntó Baba, pese a conocer muy bien la respuesta.

—Es que era demasiado alta —dijo Martha, y se separó del espejo y cruzó el cuarto dando unos pasos de baile y agitando un pañuelo rojo de organza.

—¿Demasiado alta? Dios, cada vez cuenta una cosa distinta —apostilló Baba mientras su madre seguía danzando sobre las puntas de los pies.

—Podría haberme casado con cien hombres distintos; cien hombres lloraron el día de mi boda —aseguró Martha, y los niños estallaron en aplausos—. Uno era actor, otro poeta, y unos doce pertenecían al cuerpo diplomático. —Su voz se fue extinguiendo a medida que se alejaba para ir a hablar con sus dos peces de colores, que estaban en el tocador.

—El cuerpo diplomático… Igualito que esta pocilga —masculló Baba.

—¡Por los clavos de Cristo! —replicó Martha, y entonces se oyó un claxon y todos dieron un brinco.

—¡El pollo, el pollo! —exclamó Martha, y lo guardó en el ropero cubriéndolo con una mañanita. En el armario había vestidos de verano y una capa de fiesta de piel blanca—. Salid, id a hacer algo a la cocina… ¡Los deberes! —ordenó al tiempo que agarraba el cepillo de dientes y empezaba a lavárselos en el lavabo.

Tenían una casa modernísima, con lavabos en los dos dormitorios principales. Al poco bajó con nosotros a la cocina.

—¿Qué tal? —preguntó, echándole el aliento a Baba.

—Te va a decir que le prestas demasiada atención a tus dientes.

Baba se echó a reír, pero acto seguido se recompuso al oír que entraba su padre por la puerta trasera. Llevaba un frasco de medicamentos vacío, un paquete de algodones abierto y una caja de zapatos llena de guisantes.

—Mami. Declan. Baba —saludó.

Yo estaba detrás de la puerta y no me vio. Tenía una voz grave, ronca y levemente sarcástica. Martha se agachó para sacar su cena del horno más bajo de la cocina: una chuleta fría que se había quedado tiesa y unas cebollas fritas que parecían muy reblandecidas. Puso el plato en una bandeja de plata muy elaborada. Mi madre siempre decía que para los Brennan lo más importante era comer con la cubertería y la mantelería buenas.

—Creí que hoy había pollo, mami —dijo él, quitándose las gafas para limpiarlas con un pañuelo blanco muy grande.

—La tontaina de Molly se dejó la fresquera abierta y Rover se lo ha comido —explicó Martha con parsimonia.

—Menuda imbécil. ¿Dónde se ha metido?

—Se ha ido de picos pardos —explicó Baba.

—Molly se merece un buen castigo, un correctivo, ¿me oyes, mami?

Y Martha contestó que sí, que no estaba sorda. En ese momento tosí, porque quería que me viese, que supiera que yo estaba presente. Me daba la espalda, pero se dio la vuelta rápidamente.

—¡Vaya! Caithleen, Caithleen, mi dulce niña. —Se acercó a mí, me puso las manos sobre los hombros y me dio un leve beso en cada mejilla. Había bebido un par de copas—. Qué no daría yo, Caithleen, por que otros —y agitó una mano en el aire—, otros fueran tan inteligentes y educados como tú. —Baba le hizo burla, y, como si tuviese ojos en la nuca, se dio la vuelta y se dirigió a ella—: ¡Baba!

—¿Qué pasa, papi?

Ahora exhibía una sonrisa zalamera, y se le marcaban en las mejillas sus perfectos hoyuelos.

—¿Sabes cocinar guisantes?

—No.

—¿Y tu madre sabe cocinar guisantes?

—No sé.

Martha había salido a coger el teléfono del recibidor, y cuando volvió estaba escribiendo una cosa en la agenda.

—Quieren que vayas a Cooriganoir. Unos que se llaman O’Brien. Es urgente, se les está muriendo una vaquilla —dijo mientras anotaba en la agenda las instrucciones para dar con el lugar.

—¿Sabes cocinar guisantes, mami?

—Insisten en que vayas enseguida. Dicen que la última vez tardaste mucho en llegar y la yegua se murió y el potrillo salió cojo.

—Imbécil, imbécil, imbécil —maldijo él.

Ignoraba si se refería a su esposa o a la familia de Cooriganoir. Fue a beber un poco de leche de una jarra que había en la alacena. Hacía mucho ruido al tragar; se oía claramente cómo el líquido atravesaba el túnel de su garganta.

Martha suspiró y encendió un cigarrillo. La cena se había quedado helada, y su marido no la había probado siquiera.

—Será mejor que aprendas a cocinar guisantes, mami —dijo.

Martha se puso a silbar, ignorándolo; silbaba como si pasease por un polvoriento camino de montaña y quisiera sentirse acompañada o llamar a un perro que se hubiese extraviado persiguiendo a una liebre entre la maleza y los campos. Él salió dando un portazo.

—¿Ya se ha ido? —inquirió Declan desde el habitáculo de la despensa, donde se había encerrado.

Su padre solía pedirle que lo acompañase, pero Declan prefería gandulear, fumar y discutir con Martha a propósito de su carrera. Quería ser actor de cine.

—¿Vamos a la función de esta noche, Martha? —preguntó Baba.

—¡Habrase visto! Si quiere sus dichosos guisantes que se los haga él. Valiente arrogancia. Yo ya comía guisantes cuando la taruga de su madre le daba a él flores de ortiga. ¡Por favor!

Era la primera vez que veía a Martha encendida.

—Lo mejor será que no vengas —me aconsejó Baba—. Tu viejo podría ponerse malo y dejar el suelo lleno de vómitos.

—Ella viene —intervino Declan—. ¿Verdad que sí, Martha?

Martha me sonrió y dijo que claro que iría.

—Bueno, pero si está el señor Gentleman, a su lado me siento yo —sentenció Baba, meneando las trenzas con una sacudida de cabeza.

—No, a su lado me sentaré yo —la contradijo Martha con una sonrisa.

Martha también tenía hoyuelos, aunque no eran ni tan cautivadores ni tan profundos como los de Baba, porque su piel era muy clara.

—De todos modos, tiene una amiguita en Dublín. Una corista —anunció Baba, y, para ilustrar el comportamiento de las coristas, se levantó el vestido por encima de las rodillas.

—Mentirosa, mentirosa —exclamó Declan, y le arrojó la caja de guisantes, que se desparramaron por el suelo. Tuve que arrodillarme para recogerlos. Baba abrió unas vainas para probar los guisantes, tiernos y deliciosos. Yo eché las vainas vacías al fuego. Martha subió a arreglarse y Declan se retiró al salón para poner el gramófono.

—¿Quién te ha contado lo del señor Gentleman? —pregunté tímidamente.

—Pues tú —contestó, clavándome sus ojos azules y descarados.

—Eso es mentira, ¿cómo te atreves? —Temblaba de indignación.

—¿Cómo te atreves tú a decirme que cómo me atrevo en mi propia casa? —dijo al tiempo que salía para lavarse los pies antes de ir a ver la función.

Desde la antesala me preguntó a voces si mi madre seguía lavándoselos en un balde para la leche en la mesa de la cocina. Y, durante un instante, vi a mamá mojándose los callos bajo la luz de la lámpara, para ablandarlos antes de empezar a quitárselos con una cuchilla de afeitar.

El reloj de pared del abuelo marcó las cinco desde el recibidor, y afuera el cielo se había oscurecido. Comenzó a levantarse viento, y un viejo cubo rodó por el sendero de grava. La lluvia llegó de repente, y Baba me gritó que saliese a recoger la ropa del tendedero, por el amor de Dios. Lo que caía era un granizo que golpeaba las ventanas como si fuesen pedradas; parecía que los cristales fuesen a reventar de un momento a otro. Salí corriendo a por la ropa y me empapé. Pensé en mamá, y deseé que no la hubiese sorprendido a la intemperie. Había muy pocos lugares donde poder refugiarse en el trayecto de nuestro pueblo al de Tintrim, y mamá era tan tímida que no se atrevería a pedir cobijo en las casas del camino. Dejó de llover al cabo de diez minutos y el sol apareció en un claro que se abrió entre las nubes. Todas las flores del manzano habían caído en la hierba, y una capa de agua cubría la rama que se veía desde la ventana de la cocina. Doblé las sábanas y me detuve a olerías un momento, porque no hay olor más agradable que el de las sábanas recién lavadas. Luego las dejé en el estante que había encima del fogón, pues aún estaban un poco húmedas, y subí al cuarto de Baba.