3

Mientras recogía mis cosas en el guardarropa, salió Baba despidiéndose de la señorita Moriarty. Era la niña bonita de la maestra, a pesar de ser la más zopenca de la escuela. Llevaba una rebeca blanca sobre los hombros, como si fuese una capa, con las mangas colgando. Se creía la reina de los mares.

—¿Qué demonios haces con una jodida chaqueta, sombrero y bufanda? Estamos en mayo. Pareces un puñetero esquimal.

—¿Qué es un puñetero esquimal?

—¿A ti qué te importa? —Ni ella misma lo sabía.

Se detuvo frente a mí, examinándome la piel como si estuviese cubierta de furúnculos o manchas. Me llegaba el olor de su jabón. Era un aroma delicioso, mitad perfume, mitad desinfectante.

—¿Qué jabón usas? —le pregunté.

—¿Y qué más te dará a ti? Usa lejía. Total, no eres más que una pueblerina idiota y ni siquiera te lavas en el baño, por los clavos de Cristo. Unas palanganas en el lavadero y una manopla que ha cosido tu madre con algún harapo. ¿Para qué queréis cuarto de baño?

—Tenemos una habitación para invitados —contesté, enfurecida.

—Sí, ya lo creo: llena de avena. ¡Pero si parece un puñetero granero, con pollitos en cajas al lado de la ventana! ¿Habéis arreglado ya la cadena del retrete?

Resultaba asombroso que hablase con tanto desparpajo y en cambio no fuese capaz de escribir una redacción; me amenazaba para que se las hiciera yo.

—¿Dónde tienes la bici? —pregunté, celosa, nada más cruzar el umbral.

Por la mañana se había dado tantos aires con su bicicleta nueva que no me apetecía acompañarla a la carrera mientras ella pedaleaba con indolencia.

—La he dejado en casa a la hora del almuerzo. Han dicho por la radio que va a llover. ¿Y tu antigualla, qué tal? —Se refería a la vieja bicicleta de mamá que yo usaba a veces.

Ambas tomamos el camino de sirga en dirección al pueblo. Seguía oliendo su jabón. El jabón, las impolutas tiritas y su encantadora sonrisa con hoyuelos; y su cara, rolliza en su justa medida, y su tez delicada: todo ello me producía ganas de matarla. Las tiritas eran una excentricidad suya. Se las ponía para atraer la atención sobre sus rodillas redonditas y suaves. No tenía que arrodillarse tanto como las demás, porque era la mejor voz del coro y a nadie parecía importarle que se pasase toda la misa sentada en la banqueta del piano, ni que se toqueteara las cutículas, salvo durante la consagración. Se pegaba en las rodillas unas bandas estrechas de esparadrapo que cogía de la consulta de su padre, y la gente siempre le preguntaba si se había cortado. Los adultos prestaban mucha atención a Baba, caía bien a los mayores.

—¿Qué me cuentas? —preguntó de pronto. En esos casos, yo me sentía obligada a entretenerla, aunque tuviese que recurrir a embustes.

—Nos ha llegado una colcha de chenilla de América.

Me arrepentí de inmediato de haber dicho aquello. Cuando Baba alardeaba, todo el mundo la tomaba en serio; pero si, por el contrario, era yo la que presumía de algo, la gente se reía y hacía comentarios. Así sucedía desde el día en que dije que teníamos un estudio para estudiar. No pasaba un día sin que Baba declarase: «Mi madre vio el Big Ben en su luna de miel», y entonces todas las niñas de la escuela la miraban embelesadas, como si nadie más en el mundo hubiese visto el Big Ben; aunque debo reconocer que, seguramente, ella era la única vecina del pueblo que lo había visto.

Jack Holland golpeó su ventana y me hizo señas para que entrara. Baba me acompañó y empezó a estornudar en cuanto entramos. Olía a polvo, a cerveza rancia y a humo de tabaco reconcentrado. Pasamos al interior del mostrador. Jack se quitó los anteojos sin montura y los dejó encima de un costal de azúcar. Me cogió de ambas manos.

—Tu madre ha tenido que irse unos días —me dijo.

—¿Que se ha ido? ¿Adónde? —pregunté, presa del pánico.

—Tranquila, no te asustes. Yo me encargo de todo, no hay nada que temer.

¡Encargarse de todo! Jack era el que se encargaba de todo la noche del concierto cuando se incendió el ayuntamiento. Y también se encargaba del camión del que De Valera casi se cae durante un discurso electoral. Me eché a llorar.

—No, no —me consoló Jack, y se dirigió al último rincón de la tienda, donde tenía las botellas de vino. Baba me dio un codazo.

—Sigue llorando.

Sabía que nos daría algo. Bajó una botella de sidra polvorienta y llenó dos vasos. No entendía por qué Baba tenía que sacar partido de mi desgracia.

—¡Salud! —exclamó, tendiéndonos la bebida.

Mi vaso estaba muy sucio. Lo había lavado en agua con restos de cerveza, y secado con un trapo sucio.

—¿Por qué no sube la persiana? —preguntó Baba con una dulce sonrisa.

—Es una cuestión de criterio —dijo, muy serio, poniéndose las gafas—. A esto —y señaló los tarros de caramelos y los frascos de mermelada de dos libras— no debe darle la luz del sol.

La persiana azul estaba tan descolorida que se había vuelto de un gris apagado. El cordel se había desprendido, y la propia persiana tenía rotos los listones de la parte de abajo, que Jack fue a ajustar mientras hablaba con nosotras. La tienda era fría y lóbrega, y el mostrador estaba todo lleno de cercos marrones.

—¿Cuándo vuelve mi madre? —nada más pronunciar su nombre, Jack sonrió para sus adentros.

—Hickey lo sabrá. Si no está ganduleando en el pajar te informará —contestó. Estaba celoso de Hickey porque mamá tenía plena confianza en él.

Baba se acabó su sidra y devolvió el vaso a Jack, que lo enjuagó en una palangana con agua fría y lo puso a escurrir en una bandeja de metal con publicidad de cerveza Guinness. Luego se secó las manos con mucho esmero en un paño mugriento y deshilachado y me guiñó un ojo.

—Os voy a pedir un favor —anunció. Yo ya sabía de qué se trataba—. ¿Me dais un besito cada una?

Desvié la mirada a una caja repleta de velas blancas.

—¡Tururú, señor Holland! —contestó Baba con ligereza, y salió de la tienda.

La seguí, pero por desgracia tropecé con una trampa para ratones que había en la puerta. El artilugio chasqueó al contacto con mi zapato y se dio la vuelta. Se me pegó una loncha de tocino en la suela.

—Estos espantosos roedores —se quejó él, quitándome el tocino del zapato y colocando de nuevo la trampa.

Hickey decía que la tienda estaba plagada de ratones. Aseguraba que por las noches se amontonaban en el costal del azúcar, y una vez compramos un paquete de harina que tenía dos ratones muertos en su interior. Desde entonces, la harina la comprábamos en el negocio protestante que había al final de la calle. Mamá decía que los protestantes son más pulcros y más honrados.

—Anda, hazme ese favorcito de nada —insistió Jack, muy serio.

—Soy muy joven, Jack —protesté; además, estaba muy triste.

—Conmovedor. Realmente conmovedor. Tienes una inclinación por la lírica —me dijo.

Acarició con su mano húmeda una de mis rosadas mejillas, y fue a sujetarme la puerta. Pero, en ese momento, su madre lo llamó desde la cocina y él acudió corriendo. Encajé bien el batiente, y vi que Baba me estaba esperando.

—Maldita payasa, ¿con qué te has tropezado?

Se había sentado en un barril de cerveza vacío delante de la puerta, balanceando las piernas.

—Se te va a manchar el vestido con la pintura rosa del barril —advertí.

—El vestido ya es rosa, imbécil. Te acompaño a tu casa, a ver si me puedo llevar unos cuantos anillos.

Se pirraba por los anillos de mamá, y siempre que venía a mi casa insistía en probárselos.

—No, tú no vienes —me opuse con firmeza. Me temblaba la voz.

—Ya lo veremos. Tengo que coger flores para hacer un ramo. Mami mandó recado durante el almuerzo para pedirle permiso a tu madre. Mañana viene el arzobispo a tomar el té con mamá y queremos poner unas campánulas en la mesa.

—¿Quién es el arzobispo? —quise saber, pues en nuestra diócesis sólo había un obispo.

—¿Que quién es el arzobispo? ¿Qué pasa, imbécil, es que ahora eres protestante?

Yo caminaba muy deprisa, con la esperanza de que se cansara de mí y se metiera en la papelería a leer alguna novela de aventuras. La señora de la papelería era medio ciega, y Baba le robaba muchos libros.

Respiraba con tanta dificultad que se me abrían las aletas de la nariz.

—Se me está agrandando la nariz. ¿Volverá a su estado normal? —pregunté.

—Tu nariz siempre ha sido grande. Tienes una nariz que parece un puñetero surtidor de gasolina.

Pasamos el prado de las ferias, el mercado de abastos y las hileras de comercios decrépitos y malolientes que quedaban a ambos lados. Pasamos por delante del banco —un bonito edificio de dos plantas con una aldaba reluciente—, y cruzamos el puente. Incluso en días tranquilos como aquél, el cauce del río sonaba imperioso y apresurado, como si estuviese a punto de desbordarse.

No tardamos en salir del pueblo y subir la colina que conducía a la herrería. La loma se alzaba entre árboles, y había mucha sombra porque las hojas casi se encontraban en lo alto. La quietud sólo se veía interrumpida por los golpes de la fragua, en la que Billy Tuohey daba forma a una herradura. Los pajarillos trinaban y gorjeaban por encima de nuestras cabezas.

—Estos malditos pájaros me están poniendo mala —dijo Baba, haciéndoles burla.

Billy Tuohey nos saludó con la cabeza desde la ventana abierta. Había tanto humo a su alrededor que apenas se le veía. Billy vivía con su madre en una choza detrás de la herrería. Criaba abejas, y era el único de la zona que cultivaba coles de Bruselas. Contaba muchas mentiras, pero eran de las agradables. Nos decía que había mandado su fotografía a Hollywood, y en respuesta había recibido un telegrama que decía: «¡Venga usted de inmediato! ¡No habíamos visto ojos tan grandes desde Greta Garbo!». Contaba que una vez comió con el Aga Khan en las carreras de Galway, y que luego jugaron al billar. Decía también que le robaron los zapatos cuando los dejó en la puerta del hotel. Nos contaba muchísimas mentiras y muchísimas anécdotas que iluminaban las noches más negras con sus tintes exóticos, como el colorido de las llamas de turba. También bailaba gigas y danzas escocesas, y tocaba muy bien el acordeón.

—¿Qué es Billy Tuohey? —me preguntó Baba de pronto, con intención de sobresaltarme.

—Herrero —contesté.

—Dios mío, eres tonta del culo. ¿Y qué más?

—¿Qué más?

—Billy Tuohey es un picaflor.

—¿Porque anda detrás de las chicas?

—No. Porque cría abejas —dijo con un suspiro. Se aburría conmigo.

Llegamos a la verja de su casa y entró a dejar la cartera. No la esperé: no quería que viniese. Las avispas de una colmena que había en el muro de piedra producían un murmullo somnoliento, y los frutales del jardín del barbero perdían las últimas flores. Bajo el manzano había un charco de pétalos rosados que sus hijos pisoteaban, aplastándolos bajo sus pies desnudos. Los dos más pequeños estaban sentados en lo alto del múrete, comiendo pan con mermelada y diciendo «Buenaz tardez» a todo el que pasaba.

—¿Qué desayunan los de Mickey el barbero? —preguntó cuando me dio alcance.

A los hijos del barbero los llamábamos «los de Mickey el barbero», porque eran demasiados como para recordar los nombres de todos.

—Té y pan, supongo.

—Bollos de cabello de ángel, tonta. ¿Y qué almuerzan los de Mickey el barbero?

—¡Cabello de ángel! —Me creía muy lista.

—No. Bigotes de gamba, imbécil.

Y fue a arrancar unas briznas de hierba que crecían en la cuneta, las masticó con aire pensativo y las escupió. Yo no entendía por qué se juntaba conmigo si se aburría tanto.

Dejé atrás a Baba cuando nos aproximamos a la verja de mi casa, y casi lo pisoteo. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el tronco de un olmo, y las hojas le dibujaban sombras en la cara. Sombras en movimiento. Estaba dormido.

Me acerqué y lo zarandeé:

—¡Hickey, Hickey!

Parpadeó unos segundos hasta que abrió los ojos grises y me miró aún adormilado, embobado. Había estado soñando.

—¿Qué ha pasado? ¿Y mamá? ¿Está él en casa? —me salió un torrente de preguntas.

—Tranquilízate, por lo que más quieras —contestó él; me había pasado un brazo por los hombros y me acariciaba una mejilla.

—¿Dónde está mamá? —insistí.

—Se ha tenido que ir a Tintrim —explicó.

Tintrim era su antigua casa, donde aún vivían su padre y su hermana soltera. Era una casita enjalbegada, con enredaderas en los muros en medio de un islote rocoso del mayor de los lagos del río Shannon. Quedaba a unos cinco kilómetros de tierra firme.

Allí vivía también otro granjero, y ambas familias compartían la única barca. Cruzaban el lago los viernes para hacer los recados y recoger la pensión del abuelo; y, por supuesto, también los domingos para ir a la iglesia. Después de misa compraban la prensa y se tomaban un té con la dueña de la papelería mientras el abuelo iba a beber una pinta de cerveza negra. Era un hombre muy anciano, y siempre le colgaba un hilillo de baba por la barba blanca. Estaba muy mayor como para tirar de la barca, pero el vecino, Tom O’Brien, era un chico joven y muy afable. Tom se encargaba de remar y, mientras tanto, el abuelo rememoraba los viejos tiempos y recordaba aquella vez que el Shannon estuvo tres meses congelado; siempre tenía a punto alguna anécdota acerca de los chicos que se ocultaron de los soldados británicos en su pajar.

Pese a que siempre repetía las mismas historias, Tom O’Brien y su familia escuchaban como si fuese la primera vez que las oían contar. Entretanto, la señora O’Brien y mi tía Molly las pasaban moradas para evitar que los sombreros saliesen volando, pues aun en días de verano soplaba el viento con ímpetu, y a menudo estallaba una tormenta de improviso y las olas rompían contra los bordes de la barca, que zozobraba. Era una embarcación muy vieja pintada de verde.

Así pues, mamá se había ido, aunque no le gustase aquella casa. Decía que la hiedra no dejaba entrar la luz en la cocina, y no lograba conciliar el sueño porque el rumor del agua le causaba inquietud. Tenía un miedo atroz al agua. Era viernes, así que a buen seguro quedaría con Tom O’Brien en el pueblo de Tintrim. ¿Por qué habría tenido que irse? No era propio de ella. Ella nunca me había dejado sola, jamás. Se me ocurrió que tal vez hubiese ido a preguntarle al abuelo si podíamos mudarnos ella y yo. Me entusiasmaba la idea de irme a vivir allí. Mi tía Molly era muy simpática, y por las noches me leía novelones de amor. Tenían un transistor muy viejo que sólo se escuchaba con auriculares, y también criaban pollitos enanos que siempre andaban deambulando alrededor de la casa. Se estaba muy bien en verano. Había maizales alrededor de la casa y unos bambúes gruesos y exuberantes en las riberas. Había una playa con arena adonde íbamos la tía Molly y yo a leer las novelas románticas, y mi abuelo nunca se emborrachaba. Me detuve a pensar en todas estas cosas porque me daba pavor hacerle a Hickey la pregunta que me atormentaba. Finalmente la hice:

—¿Ha vuelto mi padre?

—Sí, a cambiarse de camisa —respondió, sarcástico.

—¿Le ha pegado?

—¿Acaso no tiene que pagarla con alguien cada vez que se emborracha? Si no es con ella, me toca a mí; y si no estamos ninguno de nosotros, pues con el perro.

En ese momento apareció Baba comiéndose un plátano.

—Ya podías haberme esperado —dijo, mirándome con furia.

—Hola, Shirley Temple —saludó Hickey; y a mí—: Tu madre ha dejado dicho que te quedes donde Baba.

—No, Hickey, yo me quedo en casa. Tú cuidarás de mí.

Pero negó con la cabeza. No me quería. No me amaba. No era capaz de sacrificarse y quedarse en casa conmigo. No podía pasarse sin sus cervezas ni sin la cara sebosa de Maisie. Maisie trabajaba en el bar del hotel Greyhound. Siempre le estallaban las cremalleras de las faldas, y estaba mellada, pero a Hickey le gustaba mucho. Era gorda, como él, y muy alegre.

—Quédate en nuestra casa —intervino Baba, tirando la piel del plátano a una boñiga fresca y haciendo revolotear en todas direcciones un enjambre de moscas.

Me quedé mirando a Hickey con intención de hacerle entender que necesitaba su ayuda, pero no conseguí que se diese por aludido. Ninguno de los tres decía una palabra. Agaché la cabeza y vi que las moscas regresaban al montón de excrementos, posándose como pasas quemadas en lo alto de un bizcocho moreno.

—No puedo estar pendiente de ti —dijo, por fin—. Tengo que ordeñar y dar de comer a los terneros y a las gallinas. Llevo toda la responsabilidad sobre mis hombros.

Se regodeaba en su importancia.

—No necesito que nadie esté pendiente de mí —repliqué—. Sólo te pido que te quedes en casa conmigo por las noches.

Pero no dio su brazo a torcer. Yo sabía que me tendría que ir, así que opté por ponerme terca.

—¿Y qué pasa con mi camisón?

—Ve a por él —sugirió Baba con aplomo.

¿Cómo podían estar tan tranquilos si a mí me castañeteaban los dientes?

—No puedo. Me da miedo.

—¿Miedo de qué? —preguntó Hickey—. Ahora mismo estará en Limerick.

—¿Seguro?

—¡Segurísimo! Lo he visto preguntándole al del correo si lo podía llevar. No le verás el pelo en diez o doce días, hasta que se le acabe el dinero.

—Venga, boba, yo voy contigo —dijo Baba.

Quería saber si mamá se encontraba bien, así que le pregunté a Hickey en voz baja.

—No te oigo.

Volví a susurrar.

—Que no te oigo.

Me di por vencida. Hickey se adentró en los campos silbando y nosotras tomamos el camino. Estaba plagado de malas hierbas, y las ruedas de las carretas que transitaban a diario habían cavado dos surcos.

—¿No tendrás liendres? —inquirió Baba con una mueca.

—No lo sé. ¿Por qué?

—Porque si tienes liendres no te puedes quedar en mi casa. No quiero que se me llene la almohada de bichos; esos bichejos repugnantes al final te tiran.

—¿Tirarme? ¿Adónde?

—Al Shannon.

—Qué estupidez.

—Más estúpida eres tú —replicó, y me levantó un mechón de pelo para examinarme el cuero cabelludo. Dejó caer el mechón de golpe, como si hubiese descubierto algo contagioso—. Malas noticias: estás minada de chinches, pulgas, liendres, moscas y toda clase de bicha-rracos.

Se me puso la carne de gallina.

Bull’s-Eye estaba comiendo pan de un platillo esmaltado que alguien le había dejado en el arriate. Pobre Bull’s-Eye; menos mal que alguien se había acordado de él.

En el interior, la cocina estaba desordenada y el fogón apagado. Las botas de goma de mamá estaban tiradas en mitad de la estancia, y sobre la mesa había dos lecheras, además de la cajita de los sobres y los folios. Ahí era donde mamá tenía el colorete, la barra de labios y demás. Se había llevado el pompón para maquillarse, y también había desaparecido el rosario, que colgaba de un clavo en el aparador. Se había marchado. Se había marchado de veras.

—Sube conmigo —propuse a Baba. El temblor de mis rodillas era incontrolable.

—¿No tienes nada decente para comer? —preguntó, abriendo la puerta de la salita comedor.

Baba sabía que mamá escondía latas de galletas detrás de una de las cortinas. La sala estaba a oscuras, triste y polvorienta. La vitrina, con su colección de cachivaches, tapas de cajas de bombones, estatuillas y flores artificiales, resultaba ridicula ahora que mamá no estaba. Las conchas que usaba como ceniceros estaban repartidas por toda la habitación. Baba levantó un par de ellas y luego las dejó en su sitio.

—¡Por Dios, este lugar es un puñetero bazar! —exclamó Baba, acercándose al mueblecito para saludar a las estatuillas—. Hola, san Antonio. Hola, san Judas, patrón de las causas perdidas.

Cuando fue a coger un niño Jesús de Praga, se quedó con la cabeza en la mano. Soltó una sonora carcajada, y cuando le ofrecí una galleta de una caja surtida, se guardó todas las de chocolate en el bolsillo.

Entonces vio la mantequilla en el bordillo de azulejo de la chimenea. Mamá la dejaba ahí en verano para que se mantuviera fresca. Cogió un par de libras:

—También me llevo esto a cambio de alojarte en mi casa. Venga, vamos a echarles un vistazo a las joyas —insistió.

A Baba le encantaban los anillos de mi madre. Eran unos anillos muy bonitos que le regalaron cuando era joven. Había estado en América. En aquella época era muy guapa. Tenía una cara redonda, la tez cetrina y unos preciosos ojos diáfanos y mansos. Azul turquesa. Y el pelo de dos colores: algunos mechones eran de un dorado rojizo y otros castaños, una combinación imposible de conseguir con un tinte. Yo había heredado su pelo, pero Baba había hecho correr el rumor en la escuela de que me teñía.

—Tienes el pelo como el relleno de un colchón viejo —aseguró cuando le conté lo que estaba pensando.

Nada más entrar en el cuarto de invitados, donde estaban los anillos, el aguamanil tembló en la jofaina, y las flores que había en su interior se movieron como agitadas por una suave brisa. En realidad no eran flores, sino mazorcas de maíz que mamá había envuelto con papel plateado y dorado. Las había combinado con tallos de carrizo teñidos de un rosa muy llamativo, carnavalesco. Pero a mamá le gustaba. Era muy hacendosa. Siempre andaba haciendo cosas.

—Saca los anillos y deja de mirarte en el maldito espejo.

El azogue estaba cubierto de manchas verdes, pero me miraba en él por costumbre. Saqué la cajita marrón y dorada donde guardábamos las joyas y Baba se lo probó todo: los anillos, los dos broches de perlas y el collar de ámbar que le llegaba hasta la barriga.

—Bien podrías darme alguna de estas sortijas, si no fueras una puñetera tacaña.

—Son de mamá, no puedo darte nada —dije, atemorizada.

Son de mamá, no puedo darte nada —repitió, imitándome con una voz chillona y llorosa.

Abrió el ropero y sacó el vestido de fiesta verde de organza; se admiró a sí misma en el espejo empañado y dio unos pasos de baile, de puntillas. Estaba muy guapa cuando bailaba. Yo, en cambio, era una patosa.

—¡Chist! Creo que he oído algo —dije. Estaba casi segura de haber oído pasos en el piso de abajo.

—Bah, será el perro.

—Será mejor que baje; no quiero que vuelque las lecheras. ¿Hemos dejado la puerta trasera abierta?

Bajé deprisa y me detuve en seco en el umbral de la cocina: ahí estaba él. Era mi padre, bebido, con el sombrero echado hacia atrás y la gabardina blanca abierta. Tenía la cara colorada, con un gesto feroz y rabioso. Yo sabía que estaba deseando pegar a alguien.

—Qué bonito, llegar a tu casa y que esté desierta. ¿Y tu madre?

—No lo sé.

—Contéstame.

Me aterrorizaba mirar aquellos ojos azules, enormes y saltones. Parecían ojos de cristal.

—No lo sé.

Se acercó a mí y me asestó un puñetazo debajo de la mandíbula, tan fuerte que me entrechocaron los dientes. Me clavó una mirada desquiciada y dijo:

—Siempre evitándome. Siempre evitando a tu padre, so pedazo de… Dime dónde está tu madre si no quieres que te maje a palos.

Llamé a Baba a gritos. Bajó la escalera a trompicones con un bolsito de abalorios colgándole de una muñeca, y mi padre me quitó las manos de encima. No le gustaba que la gente pensara que era violento. Tenía fama de ser un caballero, un hombre honrado que no haría daño ni a una mosca.

—Buenas tardes, señor Brady —saludó.

—Hombre, Baba. ¿Te portas bien?

Me acerqué a la puerta que daba a la antecocina. Estaría más segura cerca de una vía de escape. Apestaba a whisky. Tenía hipo, y cada vez que hipaba, a Baba le daba la risa. Rogaba por que no se diese cuenta, o nos mataría a ambas.

—La señora Brady se ha marchado. Es por su padre, que no está bien. La avisaron de que tenía que irse, y Caithleen se quedará con nosotros.

Baba comía una galleta de chocolate mientras hablaba, y se le quedaban migas en las comisuras de sus bonitos labios.

—Se quedará aquí para cuidar de mí, y se acabó la discusión.

Hablaba muy alto, y agitaba el puño hacia donde yo estaba.

—Ah —sonrió Baba—, pero, señor Brady, para cuidar de usted va a venir otra persona: la señora Burke, la del campo. De hecho, tenemos que ir a avisarla de que ya ha venido usted.

Mi padre no contestó. Emitió otro hipido. Bull’s-Eye entró y me pasó su rabo blanco y peludo por la pierna.

—Será mejor que nos demos prisa —aconsejó Baba, y me guiñó un ojo.

Papá se sacó un fajo de billetes del bolsillo y le dio a Baba uno de una libra, muy doblado y sucio.

—Toma —dijo—, esto es por las molestias. No acepto nada a cambio de nada.

Baba le dio las gracias y dijo que no tenía por qué molestarse, y nos marchamos.

—Por Dios, está como una cuba, ¡vámonos!

Pero yo era incapaz de correr, me sentía muy débil.

—¡Y encima se nos ha olvidado la maldita mantequilla! —añadió.

Miré atrás y vi que venía detrás de nosotras dando zancadas muy decididas.

—¡Baba! —llamó.

Ella me preguntó si debíamos salir corriendo, y mi padre volvió a llamarla. Le dije que mejor no, porque no me veía capaz.

Nos detuvimos hasta que nos alcanzó.

—Devuélveme el dinero. Ya ajustaré cuentas con tu padre, que tengo que hablar con él para que venga la semana que viene a hacer unas cuantas cosas.

Cogió el billete y se alejó a toda prisa. Seguramente iba a la taberna, o a tomar el autobús de la tarde a Portumna. Allí vivía un amigo suyo que criaba caballos de carreras.

—Qué caradura, ¡ya le debe veinte libras a mi padre! —exclamó Baba.

Vi que Hickey se acercaba por el prado y lo saludé con la mano. Estaba pastoreando las vacas, que avanzaban desordenadamente por el campo. Algunas se detenían a contemplar la nada, como suelen hacer las vacas. Hickey les silbaba, y la melodía llegó hasta nosotras atravesando el prado en medio de la apacible tarde. Cualquiera que pasara por el camino podría haber pensado que la nuestra era una granja feliz. Porque lo parecía: feliz, próspera y sólida bajo la luz cobriza del cálido atardecer. Era una casa de mampostería roja que se erguía entre los árboles; y, por las tardes, cuando caía el ocaso, brillaba con luz propia, la casa y los prados que se desplegaban en derredor formando una extensión infinita de liso verdor.

—Hickey, me has mentido. Ha vuelto, y por poco me mata.

Hickey se encontraba a unos pocos metros de distancia, con las manos posadas en sendas vacas que lo flanqueaban.

—¿Y por qué no te has escondido?

—Porque me di de bruces con él.

—¿Qué quería?

—Bronca, como siempre.

—Es un sinvergüenza. Me ha dado una libra por la molestia y luego me la ha quitado —declaró Baba.

—Ay, si a mí me diesen un penique por cada libra que me debe… —dijo Hickey, negando suavemente con la cabeza.

A Hickey le debíamos muchísimo dinero, y me preocupaba que nos dejase y se fuese a trabajar con los forestales, que le pagarían con regularidad.

—No te vas a marchar, ¿verdad, Hickey? —rogué.

—Me iré a Birmingham cuando acabe el verano —confirmó.

Mis dos mayores temores en la vida eran que mamá muriese de cáncer y que Hickey nos dejara. En el pueblo, cuatro mujeres habían muerto de cáncer. Baba decía que estaba relacionado con no tener hijos. Que todas las monjas desarrollan cáncer. En ese momento me acordé de mi beca, y se lo conté a Hickey. Se puso muy contento.

—¡Te vas a convertir en una señoritinga! —dijo.

La vaca parda alzó la cola e hizo pis en la hierba.

—¿Os apetece una limonada? —preguntó, y nosotras salimos corriendo.

Hickey dio unas palmadas en el lomo de la vaca y ésta se puso en marcha con pesadez. Las otras vacas también se movieron, y Hickey fue detrás de ellas lanzando un chiflido distinto. La tarde era un remanso de paz.