—Te llevaré, Caithleen, por los húmedos y ventosos caminos.
—No están húmedos, Jack. Y no mientes el agua, por el amor de Dios: es como abrir un paraguas dentro de casa. Atrae la lluvia.
Jack sonrió y me acarició el codo.
—Caithleen, estoy seguro de que conoces el poema de Colum: «Húmedos y ventosos caminos, pardas ciénagas y agua oscura, y mis pensamientos en blancas naves para la hija del rey de España». Aunque, naturalmente —añadió con una media sonrisa—, mis pensamientos no se alejan tanto de aquí.
Pasamos junto a la verja del señor Gentleman, que tenía el cerrojo echado.
—¿Se ha marchado el señor Gentleman? —me interesé.
—Indudablemente. Es un hombre extravagante, Caithleen. Extravagante.
Contesté que no estaba de acuerdo. El señor Gentleman era un hombre muy apuesto que vivía en la casa blanca de la colina. La casa tenía torrecillas con ventanas y una puerta de roble que parecía el pórtico de una iglesia. El señor Gentleman jugaba al ajedrez por las noches. Era abogado en Dublín, aunque volvía al pueblo todos los fines de semana, y en verano navegaba en su barca por el Shannon. Su verdadero nombre no era señor Gentleman, claro está, pero todos lo llamábamos así. Era francés, y en realidad se llamaba señor De Maurier; pero nadie era capaz de pronunciarlo correctamente, y, a fin de cuentas, era un hombre tan distinguido, con su pelo cano y sus chalecos de raso, que los vecinos del pueblo acabaron por bautizarlo «señor Gentleman». A él no parecía disgustarle el apodo, y firmaba sus cartas como J. W Gentleman. J. W eran las iniciales de sus nombres de pila: Jacques y algo más.
Recordé el día en que estuve en su casa. Sólo unas semanas antes, papá me había mandado para que le entregara una nota. Creo que pretendía que le prestase dinero. Cuando llegué al final del camino asfaltado aparecieron dos Setters rojos que, como balas, se me echaron encima. Lancé un grito y el señor Gentleman salió muy sonriente de la galería. Me quitó los perros de encima y los ató en la cochera.
Me condujo al recibidor y volvió a sonreír. Tenía una cara triste, pero la sonrisa era hermosa, distante y muy condescendiente. Sobre la mesa había una trucha en un estuche de cristal con un letrero que decía: PESCADA POR J. W. GENTLEMAN EN EL LAGO DERG. PESO: 9 KG.
De la cocina llegaban el olor y el chisporroteo de un asado. La señora Gentleman, que tenía fama de ser una estupenda cocinera, debía de estar preparando la cena.
Abrió el sobre de papá con un abrecartas y frunció el ceño al leer el contenido.
—Dile que sopesaré el asunto —me pidió el señor Gentleman.
Hablaba como si tuviese un hueso de ciruela en la garganta. No había perdido del todo su acento francés, pero Jack Holland aseguraba que lo hacía por darse aires.
—¿Quieres una naranja? —preguntó mientras escogía dos del frutero de cristal tallado de la mesa del comedor.
Me sonrió y me acompañó a la puerta. Su sonrisa traslucía cierta sorna, y cuando me estrechó la mano experimenté una sensación extraña, como si me estuviesen haciendo cosquillas por dentro de la barriga. Atravesé el mullido manto de césped, pasé bajo los cerezos y salí de nuevo al camino pavimentado. El señor Gentleman se había quedado en la puerta. Cuando volví la cabeza, el sol lo iluminaba a él y a su casa, blanca como la nieve, y las ventanas del piso de arriba parecían estar en llamas. Cuando me di la vuelta para cerrar la verja me dijo adiós con la mano y volvió al interior de la casa. A beber jerez en copas elegantes; a jugar al ajedrez; a comer soufflés y venado asado, me dije. Y en la excéntrica y alta señora Gentleman estaba pensando cuando Jack Holland me hizo otra pregunta.
—¿Sabes una cosa, Caithleen?
—¿Qué, Jack?
Por lo menos me protegería si llegaba mi padre.
—Muchos irlandeses hay que forman parte de la realeza sin saberlo. Reyes y reinas caminan por las tierras de Irlanda, montan en bicicleta, consumen té y labran humildemente la tierra, ignorantes de su ilustre ascendencia. Tu madre, sin ir más lejos, posee el porte y las formas de una reina.
Suspiré. La obsesión de Jack por el lenguaje me aburría.
—«Mis pensamientos —repitió— en blancas naves son para la hija del rey de España»… Naturalmente, mis pensamientos no se alejan tanto de aquí. —Sonrió, muy satisfecho. Estaba componiendo un párrafo para su columna en el periódico local—: «Mientras paseaba, una mañana cristalina, en compañía de una joven amiga, esbozando fragmentos de Goldsmith y Colum, me asaltó la impresión de que me movía entre…».
El camino de sirga se acababa, y salimos a la carretera. El tramo que recorríamos era seco y polvoriento, y nos encontramos con las carretas que iban a la lechería; las lecheras entrechocaban, y los dueños azuzaban a los burros con las riendas, diciendo: «Arre, arre». Al pasar por delante de la casa de Baba aligeré el paso. Su bicicleta rosa, nueva, relucía apoyada contra el muro lateral de la casa. Por fuera parecía una casa de muñecas: los muros tenían pequeños guijarros incrustados, había dos ventanales en saledizo en la planta baja y arriates redondos con flores en el jardín. Baba era hija del veterinario. La coqueta, guapa y maliciosa Baba era mi amiga y la persona a quien más temía después de mi padre.
—¿Está tu madre en casa? —acabó por preguntar Jack. Iba tarareando algo en voz baja.
Intentaba aparentar indiferencia, pero yo sabía perfectamente que ése era el motivo por el que me había estado esperando bajo la hiedra. Había llevado su vaca a un prado que le alquilaba a uno de nuestros vecinos y se había quedado esperándome junto al portón de mimbre. No se atrevía a acercarse más desde que papá lo había echado de casa. Una noche estaban jugando a las cartas en la cocina, y, por debajo de la mesa, Jack tenía su mano sobre la rodilla de mamá. Ella no protestó, porque Jack era muy simpático con ella y le regalaba finita confitada, chocolate y muestras de mermelada que le daban los representantes comerciales. Pero, entonces, a papá se le cayó un naipe, se agachó para recogerlo y, al instante, volcó la mesa y la lámpara de porcelana se rompió. Mi padre empezó a gritar y se arremangó, y mamá me mandó a la cama. Aun así, me llegaron sus feroces gritos a través del suelo, porque mi cuarto quedaba justo encima de la cocina. ¡Qué vocerío tan escandaloso y abrumador! Sonaba como una apisonadora. Mamá lloraba y suplicaba con un llanto desesperado y lastimero.
—Se avecinan problemas —anunció Jack, trasladándome bruscamente de un mundo a otro bien distinto. Hablaba como si se avecinase el fin del mundo para mí.
Caminábamos por el centro de la carretera, y a nuestra espalda oímos el insolente timbre de una bicicleta. Era Baba, que se acercaba triunfante en su bici nueva. Pasó por nuestro lado con la vista al frente y una mano en el bolsillo. Aquel día se había recogido la negra melena en dos trenzas, amarradas con unos lazos azules que combinaban a la perfección con sus calcetines. Comprobé con envidia que tenía las piernas delicadamente bronceadas.
Nos adelantó y, acto seguido, aminoró la marcha, arrastró la punta del pie izquierdo por el azulado alquitrán y, cuando la alcanzamos, me quitó las lilas y dijo: «Yo te las llevo». Colocó las flores en la cesta delantera de la bicicleta y se alejó cantando «The Humour is on me Now»[3] a pleno pulmón. Le daría las lilas a la señorita Moriarty y se llevaría todo el mérito.
—Tú no te mereces esto, Caithleen.
—No, Jack. No tenía por qué quitármelas. Es una abusona.
Pero Jack no se refería a las flores, sino a algo relacionado con mi padre y nuestra granja.
Pasamos por la puerta del hotel Greyhound, cuya aldaba se entretenía en abrillantar la señora O’Shea. Llevaba una redecilla en el pelo y los bigudíes tan apretados que dejaban a la vista el cuero cabelludo. Diríase que sus zapatillas las hubiesen mordisqueado los galgos, algo que casi con toda seguridad había sucedido, pues el grueso de los huéspedes del hotel lo componían los perros. El señor O’Shea estaba convencido de que así se haría rico. Iba al canódromo de Limerick todas las noches mientras la señora O’Shea bebía oporto donde la modista. La modista era una chismosa.
—Buenos días, Jack; buenos días, Caithleen —dijo en un tono excesivamente cordial.
Jack le devolvió el saludo con frialdad, pues el negocio de los O’Shea era su competencia. Él regentaba un colmado que servía bebidas al final de la calle, pero la señora O’Shea reunía más clientela por las noches porque alimentaba bien las chimeneas. Los hombres iban a beber allí a deshoras, y ella había sobornado a la policía para que hiciese la vista gorda. Por poco no pisoteé a dos perros que dormían sobre el felpudo del hotel. Sólo sobresalían al pavimento sus hocicos negros y húmedos.
—Hola —contesté yo. Mi madre me tenía dicho que no hablase mucho con ella; había fiado tanto a mi padre que tenía diez vacas pastando en nuestra finca de por vida.
Pasamos el hotel, o más bien lo que quedaba de él: una ruina gris y húmeda con los marcos de las ventanas podridos y las puertas cubiertas de arañazos de los galgos más jóvenes e inquietos.
—¿Te he contado, Caithleen, que la señorona tan sólo ofrece un huevo frito o salmón en conserva a los viajantes de comercio que desean comer?
—Sí, Jack, ya me lo has dicho.
Me lo había contado mil veces; era una de sus armas para ponerla en ridículo, y con ello pretendía manchar el nombre del hotel. Pero a la gente del pueblo le gustaba acudir allí porque ofrecía buen ambiente hasta altas horas de la noche.
Nos detuvimos un instante en el puente para echar un vistazo al agua verdosa que corría junto al ventanuco del sótano del hotel. El agua ya era verde, pero los sauces de las riberas le daban un tono aún más intenso. Yo miraba por si veía algún pez —porque a Hickey le gustaba ir de pesca por las noches—, mientras esperaba a que Jack se dejase de rodeos y me contase por fin lo que tenía pensado, fuera lo que fuera.
Pasó el autobús levantando polvareda a ambos lados. Algo dio un brinco fuera del agua, tal vez un pez, pero no lo vi porque estaba saludando al autobús. Siempre lo hacía. En la superficie se dibujaron unos círculos concéntricos, y una vez desaparecido el último, Jack dijo:
—Tu casa está hipotecada, ahora es del banco.
Sin embargo, igual que las aguas oscuras que fluían bajo mis pies, sus palabras no me alteraron. O eso pensé al despedirme y remontar la colina, camino de la escuela. «Hipoteca», repetí; ¿qué significaría esa palabra? Desconcertada, decidí preguntarle a la señorita Moriarty; o, mejor aún, lo consultaría en el gran diccionario negro que había en el aparador de la escuela.
La clase parecía un gallinero. La señorita Moriarty estaba enfrascada en un libro y Baba disponía las lilas —mis lilas— en el altarcillo de mayo que se erigía al fondo del aula. Las niñas más pequeñas mezclaban todas las barras de plastilina, sentadas en el suelo, mientras las mayores parloteaban en grupos de tres o cuatro.
Delia Sheehy quitaba telarañas de las esquinas del techo. Había atado un paño al extremo del palo que usábamos para abrir las ventanas, y cuando iba de una esquina a otra golpeaba con la vara las paredes blanqueadas y los mapas ajados y desvaídos. Eran mapas de Irlanda, Europa y América. Delia era una pobre criatura que vivía en una choza con su abuela. En la escuela siempre le tocaban las tareas más ingratas: durante el invierno prendía la lumbre y limpiaba las cenizas todas las mañanas antes de que las demás llegásemos, y los viernes fregaba los baños con un cepillo y un cubo con agua y desinfectante. Tenía dos vestidos de verano, y cada dos días lavaba uno para ir siempre limpia, bien aseada y lustrosa. Un día me dijo que de mayor quería ser monja.
—Llegas tarde. Te va a matar, te va a asesinar y descuartizar —me previno Baba en cuanto entré. Así que fui a disculparme con la señorita Moriarty.
—¿Qué? ¿Qué haces aquí? —preguntó, impaciente, alzando la mirada de su libro. Era un libro de italiano; lo estudiaba por correspondencia, y pasaba los veranos en Roma. Había visto al papa, y era una mujer muy inteligente. Me pidió que volviera a mi sitio; se molestó porque la hubiese sorprendido leyendo un libro de italiano. De camino a mi pupitre, Delia me sopló: «No te había echado en falta».
Así que Baba me había mandado a pedir disculpas para nada. Podía haber entrado sin llamar la atención. Saqué el libro de Lengua y empecé a leer «Una mañana de invierno», de Thoreau: «Abrimos la puerta en silencio, dejando que caiga dentro la nieve amontonada, y salimos a enfrentarnos con el aire cortante. Las estrellas ya han perdido parte de su brillo, y una niebla opaca y plúmbea bordea el horizonte»[4]. Y ahí interrumpí la lectura, porque en ese momento la señorita Moriarty rogó silencio.
—Hoy tenemos una excelente noticia —anunció, mirándome con sus penetrantes ojillos azules.
Daba la impresión de estar siempre enfurruñada, cuando lo que en realidad le pasaba era que veía mal a fuerza de tanto leer.
—Es un gran honor para nuestra escuela… —prosiguió. Yo noté que me ruborizaba. Me miró a los ojos y dijo—: Caithleen, te han concedido una beca.
Me puse en pie para darle las gracias, y todas las niñas aplaudieron. La señorita nos anunció que, para celebrarlo, ese día no trabajaríamos mucho.
—¿Adónde irá? —quiso saber Baba; había repartido las lilas en tarros de mermelada que dispuso formando un aburrido semicírculo en torno a la estatua de la Virgen María. La maestra dijo el nombre del convento. Estaba en la otra punta del condado, y no había autobuses.
Delia Sheehy me pidió que le escribiese una dedicatoria en su álbum de autógrafos, y garabateé una sensiblería. Entonces me llegó una notita desde atrás. La abrí. Era de Baba. Decía: «Yo voy a ese mismo convento en septiembre. Mi padre se ha ocupado de todo. Ya tengo el uniforme. Pero, claro, nosotros pagamos. Es mejor pagando. Eres una imbécil rematada. Baba».
Se me cayó el alma a los pies. Supe que me llevarían en su coche, y que Baba le hablaría de mi padre a todo el convento. Tuve ganas de llorar.
El día transcurrió con lentitud. Pensaba en mamá; se pondría muy contenta cuando le contara lo de la beca. A mamá le preocupaba mucho mi educación. A las tres de la tarde nos dejaron salir, y, aunque yo lo ignoraba, aquél fue mi último día en la escuela. Nunca volvería a sentarme en mi pupitre, ni respiraría los olores a tiza, a ratones y a polvo acumulado. De haberlo sabido, se me habría escapado alguna lágrima o habría escrito mi nombre en el pupitre con la esquina del cartabón.
Se me olvidó la palabra «hipoteca».