Desperté sobresaltada y me incorporé de inmediato. Únicamente me despierto de esa forma cuando algo me angustia; aun así, en un primer momento no entendía por qué tenía el corazón tan acelerado. Entonces recordé. La razón de siempre: él no había vuelto a casa todavía.
Me demoré un momento en el borde de la cama antes de levantarme, alisando con una mano la colcha de satén verde. A mamá y a mí se nos había olvidado doblarla antes de acostarnos. Me deslicé despacio hasta tocar el suelo y sentí el contacto del linóleo frío en las plantas de los pies. Encogí los dedos de forma instintiva. Tenía unas zapatillas, pero mamá me obligaba a reservarlas para cuando iba a casa de mis tías y primos; y teníamos alfombras, pero las guardábamos bien enrolladas en los cajones hasta que llegaban las visitas de Dublín, en verano.
Me puse los calcetines.
Ni siquiera el olor del beicon frito que subía de la cocina conseguía animarme.
Fui a subir la persiana. Tiré con tanta fuerza que la cuerda se enredó. Menos mal que mamá ya estaba abajo, porque siempre andaba sermoneándome acerca de cómo subir las persianas, despacio y con cuidado.
Aún no había salido el sol, y el césped estaba moteado de margaritas dormidas. El rocío lo cubría todo. Una bruma leve y vacilante velaba la hierba bajo mi ventana, el seto, la herrumbrosa alambrada de más allá, el vasto campo. La neblina impregnaba las hojas y los troncos, y los árboles parecían irreales, como salidos de un sueño. Alrededor de los nomeolvides que brotaban a los lados del seto se advertía un halo de humedad. Una humedad que relucía igual que la plata. Reinaba una calma perfecta. De la montaña azulada, a lo lejos, subía una columna de vapor. El día se presentaba caluroso.
Al verme asomada, Bull’s-Eye salió del seto, se sacudió el agua y me dedicó una mirada perezosa, melancólica. Bull’s-Eye era nuestro perro pastor. Le había puesto ese nombre porque en los ojos tenía unas manchitas blancas y negras que me recordaban los caramelos mentolados[1]. Solía dormir en la carbonera, pero la noche anterior había preferido instalarse en la madriguera que había bajo el seto. Siempre que papá no estaba dormía allí para mantenerse alerta. No hacía falta preguntar: mi padre no había vuelto a casa.
En ese momento Hickey me llamó desde abajo. Me estaba pasando el camisón por la cabeza para quitármelo, así que no lo oí bien.
—¿Qué? ¿Cómo dices? —pregunté, saliendo al descansillo envuelta en la colcha de satén.
—Por el amor de Dios, me duele ya la boca de decírtelo. —Me dedicó una ancha sonrisa y preguntó—: ¿Prefieres un huevo blanco o uno moreno?
—¿Por qué no me lo preguntas con un poco más de delicadeza, Hickey? Y llámame «reina».
—Reina, cariño, amapola, dulce mía, ¿prefieres un huevo blanco o uno moreno para desayunar?
—Moreno, Hickey.
—Te he guardado un huevito recién puesto.
Y, dicho esto, volvió a la cocina dando un portazo. Mamá no conseguía enseñarle a cerrar las puertas con delicadeza. Hickey era nuestro mozo, y yo lo quería mucho. Para demostrarlo, se lo dije en voz alta a la imagen de la Virgen María, que desde su marco dorado me lanzaba una mirada glacial.
—Quiero a Hickey —declaré.
Ella no respondió. Me sorprendía que no hablase más a menudo. En una ocasión se había dirigido a mí para decirme una cosa muy íntima. Sucedió una noche cuando me levanté para rezar una oración. Me levantaba seis o siete veces cada noche para mortificarme. Me daba miedo ir al infierno.
Sí, quiero a Hickey, me dije; aunque, en realidad, me refería a que le tenía mucho aprecio. A los siete u ocho años solía decir que me casaría con él. Le contaba a todo el mundo, incluida mi catequista, que viviríamos en el gallinero y mamá nos daría todos los huevos, la leche y la verdura que quisiéramos —aunque lo único que se plantaba en casa eran repollos—. Sin embargo, ahora ya no hablaba tanto de matrimonio. Para empezar, porque Hic-key nunca se aseaba, salvo cuando se salpicaba la cara con agua de lluvia del tonel, por las noches. Tenía los dientes verdes, y justo antes de acostarse hacía sus aguas menores en una lata de melocotones que escondía debajo de la cama. Mamá le reñía. Se quedaba despierta hasta que él volvía a casa, y esperaba a que alzara la ventana y vaciase el contenido de la lata en el exterior.
«Acabará cargándose las plantas que hay debajo de su ventana», se quejaba; y algunas noches se enfurecía, bajaba en camisón y llamaba a su puerta para preguntarle por qué no hacía sus cosas afuera. Pero Hickey nunca respondía; era muy ladino.
Me vestí rápidamente, y cuando me agaché para coger los zapatos descubrí pelusas, polvo y plumas debajo de la cama. No me sentía con fuerzas para ponerme a barrer, así que hice la cama y bajé deprisa.
El descansillo estaba a oscuras, como de costumbre. El cristal empañado y sucio de la ventana le daba un aspecto lúgubre, como si algún habitante de la casa acabara de morir.
—¡El huevo se va a poner como una piedra! —gritó Hickey.
—¡Ya voy! —respondí.
Tenía que lavarme. El cuarto de baño estaba helado; nadie lo usaba nunca. Era un cuarto de baño abandonado: manchas de óxido bajo la llave de agua fría del lavabo, una pastilla de jabón rosa intacta y una manopla blanca para la cara, tan tiesa que parecía como si hubiese estado expuesta a una helada nocturna.
Decidí que no merecía la pena, y me limité a llenar un cubo de agua para el retrete. La cadena no funcionaba; llevábamos meses esperando a que vinieran a arreglarla. Me daba vergüenza cada vez que Baba, mi amiga de la escuela, entraba al baño y preguntaba con malicia: «¿Sigue averiada?». En nuestra casa las cosas o estaban rotas o sin estrenar. Mamá guardaba un cortaúñas nuevo y varias bobinas de bramante sin usar en un ropero del piso de arriba. Aseguraba que si dejaba esas cosas abajo se romperían o las robarían.
El cuarto de mi padre estaba justo enfrente del baño. Su ropa raída estaba tirada encima de una silla. Aunque él no estaba, casi podía oír el crujido de sus rodillas. Siempre le crujían cuando se levantaba o se metía en la cama. Hickey me llamó otra vez.
Mamá estaba junto al fogón, comiendo un mendrugo de pan seco. Sus ojos azules estaban irritados y empequeñecidos. No había pegado ojo. Tenía la mirada fija en algo que sólo ella veía: el destino, el futuro. Hickey me guiñó el ojo. Estaba zampándose tres huevos fritos y varias lonchas de beicon curado en casa. Mojaba el pan en la líquida yema y luego se lo llevaba a la boca.
—¿Has dormido bien? —le pregunté a mamá.
—No. Tenías un caramelo en la boca y me dio miedo que te lo tragaras y te ahogases, así que me quedé despierta por si acaso.
Teníamos el hábito de esconder caramelos y barritas de chocolate debajo de la almohada, y yo me había tomado una gragea de frutas antes de quedarme dormida. Pobre mamá, siempre con sus preocupaciones. Supongo que habría pasado la noche en vela, pensando en él, esperando oír el ruido de un motor que se apaga al final del camino, esperando oír sus pasos sobre la hierba mojada y el pasador de la cancela. Siempre esperando y tosiendo. Tosía cada vez que se tumbaba, por eso había atado a una pata de la cama una talega de terciopelo en la que guardaba unos cuantos retales que usaba como pañuelos.
Hickey me cascó el huevo. Como se había cocido de más, le puso un poco de mantequilla para que estuviese más jugoso. Era un huevo de pollita que apenas si sobresalía de la huevera de cerámica. Ver aquel huevillo en un recipiente tan grande resultaba ridículo, pero tenía muy buen sabor. El té se había enfriado.
—¿Puedo llevarle lilas a la señorita Moriarty? —pregunté a mamá.
Me avergonzaba un poco aprovecharme de su desdicha para llevarle flores a mi maestra, pero me moría de ganas de desbancar a Baba y convertirme en la niña bonita de la señorita Moriarty.
—Sí, mi amor, llévale lo que quieras —contestó mamá con aire ausente.
Me acerqué para abrazarla y darle un beso. Era la mejor madre del mundo. Así se lo dije, y ella me estrechó con fuerza, como si no quisiera separarse de mí. Yo lo era todo para ella. Todo.
—Ya estamos con las carantoñas —gruñó Hickey.
Aflojé los dedos, que tenía enlazados a la altura de su nuca suave y nivea, y me aparté tímidamente. Mamá andaba con la cabeza en otra parte y aún no había salido a dar de comer a las gallinas. Algunas se habían acercado a picotear de la escudilla de Bull’s-Eye, junto a la puerta trasera. Oía que el perro trataba de ahuyentarlas, y también el aleteo y el violento cacareo de las aves al retirarse.
—Hay una función en el ayuntamiento, señora. Debería ir a verla —propuso Hickey.
—Debería, sí.
Noté cierto sarcasmo en su voz. Aunque mamá confiaba en Hickey para todo, a veces era muy arisca con él. Estaba pensando. En el paradero de mi padre tal vez. En si lo traerían en ambulancia, o en un taxi inglés contratado en Belfast tres días atrás y con la cuenta sin pagar. En si remontaría, tambaleante, los peldaños de piedra de la puerta trasera mientras agitaba una botella de whisky. En si gritaría, si forcejearían, si la mataría, si le pediría perdón. En si aparecería por la puerta en compañía de algún borrachuzo, diciendo: «Madre, te presento a mi mejor amigo, Harry. Le acabo de dar el prado de trece acres a cambio del sabueso más bonito del mundo…». Todo eso ya había sucedido tantas veces que sólo un iluso podría pensar que mi padre volvería sobrio. Se había marchado tres días antes con sesenta libras en el bolsillo para pagar los impuestos.
—La sal, princesa —apuntó Hickey, y cogió una pizca que espolvoreó sobre mi huevo.
—¡No, Hickey, no quiero!
Por aquel entonces yo comía sin sal, por pura afectación. Creía que era propio de personas maduras privarse de la sal o del azúcar.
—¿Qué hago hoy, señora? —quiso saber Hickey, quien también se aprovechó de la apatía de mamá para untarse una generosa cantidad de mantequilla en ambas caras del pan. Y no es que ella fuese tacaña con la comida, pero Hickey estaba engordando tanto que no era capaz de cumplir con su cometido.
—Supongo que ir a la ciénaga —contestó—. Hay que apilar la turba, y puede que no volvamos a tener un día tan bueno[2].
—Yo creo que no debería ir tan lejos —señalé.
Prefería que Hickey estuviese con nosotras cuando papá volvía a casa.
—Puede que tarde un mes en regresar —contestó mamá.
Sus suspiros eran descorazonadores. Hickey cogió su gorra del alféizar de la ventana y salió a sacar las vacas.
—Tengo que ir a dar de comer a las gallinas —anunció mamá al tiempo que sacaba del horno una olla con grano que había estado hirviendo a fuego muy lento toda la noche.
Salió al establo a machacar el grano y yo me preparé el almuerzo para la escuela. Agité el irasco de aceite de hígado de bacalao para que creyese que lo había tomado y volví a dejarlo en la vitrina, junto a la vajilla buena. Había sido un regalo de bodas, pero nunca la usábamos para que no se desportillara. Detrás de los platos se acumulaban cientos de facturas. A mi padre le daban igual las facturas: él las ponía detrás de la vajilla y se olvidaba de ellas.
Salí a por las lilas. Me detuve en el escalón de piedra para observar los campos, y sentí —como siempre— un torbellino de libertad y placer al contemplar todos aquellos árboles, las construcciones de piedra en la distancia y los prados, tan verdes y apacibles. Al otro lado de la alambrada había un nogal, y a resguardo de su sombra crecían unas campánulas estilizadas de un azul muy intenso: una gruta de flores de color azul cielo entre las rocas calizas. Mi columpio se mecía al viento, y todas las hojas se agitaban suavemente en las copas de los árboles.
—Llévate un trocito de bizcocho y unas galletas para el almuerzo —sugirió mamá.
Mamá me tenía muy mimada, y siempre me daba pequeños caprichos. Estaba majando un cubo de grano y patatas, y vertía sus lágrimas, con la cabeza gacha, en la comida de las gallinas.
—Así es la vida, unos trabajan para que lo gasten otros —dijo al salir al patio con el cubo en la mano.
Algunas gallinas se posaron en el borde y empezaron a picotear. Tenía el hombro derecho más bajo que el izquierdo de tanto acarrear cubos. El arduo trabajo de sacar la casa adelante la tenía hundida, y por las noches se dedicaba a hacer pantallas para las lámparas y la chimenea, con idea de que todo estuviera más bonito.
Una bandada de gansos pasó graznando por encima de nuestras cabezas, sobrevoló la casa y la arboleda de olmos. A aquella arboleda iban las vacas para estar al fresco en verano, seguidas de las moscas. También yo iba a menudo para jugar a las tiendas con tazas de porcelana rotas y cajas de cartón. Baba y yo pasábamos allí el rato y nos contábamos secretos; y, una vez, nos bajamos las bragas y nos hicimos cosquillas. Aquél era nuestro mayor secreto. Baba solía decir que se chivaría, y cada vez que amenazaba con hacerlo yo le regalaba un pañuelo de seda, un lazo de tartán nuevo o alguna otra cosa.
—Deja ya de darle vueltas a la cabeza, dulce mía de mis amores —dijo Hickey mientras preparaba cuatro cubos de leche para los terneros.
—¿En qué piensas tú, Hickey, cuando piensas?
—En chiquillas. En una esposa guapa y cariñosa. —Y concluyó—: Pensar es cosa de idiotas.
Los terneros balaban junto a la puerta y, cuando se acercó a ellos, todos metieron el hocico en los baldes y se pusieron a beber con avidez. El que más rápido bebía era el de la cabeza blanca y los enormes ojos violeta, para poder atacar luego el cubo de al lado.
—Le va a sentar mal —observé.
—Pobre animal, vamos a tener que ponerle caldito entonces.
—Antes estaba pensando que de mayor quiero ser monja.
—¿Monja? ¡Y un cuerno! ¿En qué orden te dejarían dormir acompañada?
Me sentí un poco ofendida, y di media vuelta para ir a coger las lilas. El arriate que bordeaba la casa criaba verdín y resbalaba en la zona donde a veces se desbordaba el tonel que recogía el agua de los canalones; esa parte era, además, la que corría justo debajo de la ventana desde la cual Hickey vaciaba cada noche el contenido de su lata de melocotones.
Se me mojaron las sandalias nada más pisar la hierba.
—Ve con cuidado —ordenó mamá, que venía del patio con el balde vacío en una mano y varios huevos en la otra. Mamá estaba siempre al tanto de todo.
El lilo estaba empapado, y unos goterones que parecían grosellas maduras caían al tirar de los tallos. Me dirigí de nuevo a casa, cargando las flores como si fuesen una brazada de leña.
—No, que trae mala suerte —advirtió mamá, de modo que no crucé el umbral.
Sacó unas hojas de periódico con las que envolvió los tallos para que no me mojara el vestido. También me tendió la chaqueta, los guantes y el sombrero.
—No hace falta, no hace frío —dije.
Pero mamá insistió con dulzura, recordándome que tenía el pecho delicado, así que me puse la chaqueta y el sombrero, cogí la cartera de la escuela, un pedazo de bizcocho y un botellín de leche para el almuerzo.
Emprendí el camino a la escuela asustada, temblorosa. Podía ser que me cruzara con él, o quizá volviese a casa en mi ausencia y matase a mamá.
—¿Vendrás a buscarme? —rogué.
—Sí, mi vida, en cuanto arregle la casa después de que Hickey termine de comer, iré a buscarte a la carretera.
—¿De verdad? —insistí. Se me saltaron las lágrimas: mi mayor temor era que mi madre muriese mientras yo estaba en la escuela.
—No llores, mi amor. Venga, que es hora de irse. Llevas un buen pedazo de bizcocho para comer, y luego saldré a buscarte.
Me puso derecha la gorra y me dio tres o cuatro besos. Permaneció en el caminillo para verme marchar. Me dijo adiós con la mano. Con el vestido marrón parecía muy abatida; y, cuanto más me alejaba, más pesadumbre transmitía. Era como un gorrión en medio de una nevada: parda, aterrada, sola. Resultaba difícil imaginarla en la soleada mañana de su boda, con un vestido de encaje, un casquete de volantes y los ojos desbordantes de alegría; esos mismos ojos que ahora brillaban por las lágrimas.
Llamé a Hickey, que se dirigía al prado con las vacas. Caminaba delante de mí con las perneras del pantalón remetidas en los gruesos calcetines de lana y la gorra del revés, con la parte de la visera en la nuca. Tenía unos andares de payaso inconfundibles.
—¿Qué pájaro es ése? —pregunté. Había un pájaro en el castaño de Indias en flor que parecía decir: «¡Escúchame! ¡Escúchame!».
—Un mirlo capiblanco —replicó.
—No puede ser capiblanco. ¿No ves que es marrón?
—Lo que tú digas, listilla. Pues capimarrón. Tengo mucha faena, yo no voy por ahí preguntando a los pájaros cómo se llaman, qué edad tienen, sus aficiones, si les gustan los caracoles y demás. Como esos imbéciles que van al Burren sólo para mirar las flores. Flores, nada menos. Yo soy un hombre trabajador y saco esto adelante con el sudor de mi frente.
Era verdad que Hickey hacía la mayor parte del trabajo; con todo, los cuatrocientos acres de propiedad se estaban yendo a pique.
—Vete ya, chiquilla, si no quieres que te suelte un azote en el culo.
—¡Pero qué descaro, Hickey!
A mis catorce años, no me parecía apropiado que fuese tan fresco conmigo.
—Anda, dame un pajarillo —pidió, sonriéndome y clavándome sus enormes y serenos ojos grises.
Me encogí de hombros y salí corriendo. Un pajarillo era para él un beso. Hacía ya dos años desde la última vez que lo besé, el día en que mamá me prometió caramelos de mantequilla a cambio de que le diese diez besos. Papá se estaba recuperando en el hospital de una de sus parrandas, y fue de las pocas veces en que vi a mi madre feliz. Tan sólo disfrutaba de un poco de tranquilidad durante las semanas que sucedían a las borracheras de papá; luego volvía a angustiarse pensando en el próximo episodio. Aquel día se había sentado en el escalón de la puerta trasera y yo le sujetaba una madeja con la que hacía un ovillo. Hickey volvió de la feria y le contó por cuánto había vendido un ternero, y fue entonces cuando me retó a darle diez besos a cambio de unos caramelos de mantequilla.
Atravesé el prado a toda prisa: me aterrorizaba la idea de que pudiese aparecer papá.
Lo llamábamos «prado» porque en su día lo había sido, cuando la casa grande aún estaba en pie; pero después de que los soldados británicos prendieran fuego a la vivienda, mi padre —que, al contrario que sus antepasados, no sentía ningún apego por la tierra— dejó que el lugar se echase a perder.
Atravesé la maleza del final del terreno que conducía a la cancela de mimbre. Estaba plagado de zarzas, helechos, cañas y cardos que pinchaban como agujas. Y bajo la broza crecían millones de florecillas silvestres. Unas chispas azules, blancas y violetas… Blancos cánticos que manaban de la tierra. Qué enigmáticas y qué hermosas, ocultas bajo los espinos y los helechos jóvenes.
Me cambié las lilas de brazo y salí a la carretera. Jack Holland me estaba esperando. Me sobresalté al verlo apoyado contra el muro. Al principio, creí que era papá. Ambos medían más o menos lo mismo, y llevaban sombrero en lugar de gorra.
—Caithleen, ¡hija mía! —me saludó, y sujetó la cancela para que pudiese colarme. La verja apenas se abría, de modo que había que estrujarse contra el batiente para franquearla. Echó el pasador y me acompañó por el camino de sirga—. ¿Cómo va todo, Caithleen? ¿Está bien tu madre? La ausencia de tu padre es muy llamativa. He visto a Hickey en la lechería estas últimas mañanas.
Le dije que todo iba bien, recordando la máxima de mamá: «Llora, y llorarás sola».