Esta edición de Las chicas de campo se publicó en octubre de dos mil trece, más o menos medio siglo después de que el párroco de la iglesia de St. Cronin, sita en la aldea de Tuamgraney, recorriera los treinta y cuatro kilómetros que distan hasta la pequeña ciudad de Limerick y allí, en una librería provinciana y pacata, encontrara, seguramente por una confusión imperdonable del librero, tres copias de la supuestamente escandalosa novela que por entonces causaba sensación en Londres y Nueva York, firmada por una tal O’Brien, a la que el párroco no había leído nunca pero que pudo reconocer como su paisana gracias a la foto de la solapa, lo que le obligó, digámoslo así, a comprar las tres copias con el dinero del cepillo del domingo, llevárselas de vuelta a la aldea y quemarlas públicamente en la plaza que queda frente a su iglesia y donde la autora había pasado su infancia jugando a Mr. Fox, a Johnny Hairy y a Plainy Clappy.