9

La hermanita de Jin-Ho tenía un chupete en la boca todo el santo día. Sólo se lo quitaba para comer, pero no comía mucho, así que no tardaba en volver a ponérselo. Como apenas comía, era muy chiquitina. Tenía dos años y medio, pero Jin-Ho todavía podía cogerla en brazos. De modo que su madre decidió que ya iba siendo hora de dejar el chupete. Quizá así Xiu-Mei se interesaría un poco más por la comida.

Pero no funcionó. «¡Pete! ¡Pete!», bramaba Xiu-Mei. (Así era como llamaba a los chupetes, porque era la palabra que empleaba su abuela Pat.) Su madre decía: «No hay pete, corazón», pero Xiu-Mei no se callaba. Chillaba y chillaba, y Bitsy subía al piso de arriba con dolor de cabeza y cerraba la puerta de su dormitorio. Entonces Brad paseaba a Xiu-Mei por la casa y le cantaba una canción titulada Las niñas mayores no lloran, pero seguía chillando. Cuando se hartaba, su padre la dejaba sin muchos miramientos en el sofá y se encerraba en la cocina. Jin-Ho también iba a la cocina, porque los chillidos de su hermana le daban dolor de oído. Coloreaba su cuaderno de ejercicios mientras su padre vaciaba el lavaplatos. Su padre hacía mucho ruido, el suficiente para ahogar los gritos de Xiu-Mei, y de vez en cuando se ponía a cantar distraídamente la canción: «Las niñas grandes… no lloooran», con una vocecilla débil y aguda. Generalmente, cuando los padres de Jin-Ho cantaban esa canción, ella se ponía muy nerviosa, porque desafinaban mucho. Sin embargo, esa vez no le importó tanto, porque su padre sólo estaba haciendo el payaso. «Nooo lloooran», cantaba, y el «nooo» lo cantó tan grave que tuvo que meter la barbilla hacia dentro para llegar.

Entonces Xiu-Mei dejó de berrear. Brad se dio la vuelta y miró a Jin-Ho. Reinaba un silencio absoluto. Fue de puntillas hasta el salón, y Jin-Ho bajó de la silla y lo siguió, también de puntillas.

Xiu-Mei estaba sentada en el sofá hojeando su libro favorito y chupando con mucha afición un chupete que debía de haber encontrado entre los cojines.

Porque no tenía un solo chupete, sino montones. Quizá tuviera miles. Había al menos diez en cada habitación, y más en la sillita de paseo, y en la cuna, y en los dos coches, para que nunca se quedaran sin ninguno a mano. Bitsy había recogido muchísimos esa mañana, pero era imposible hacerlos desaparecer todos de golpe.

Así que esa tarde, mientras Xiu-Mei se echaba la siesta, Bitsy anunció que iba a poner en práctica un plan. Organizarían una fiesta. Tan pronto como la pequeña despertó, todos le dijeron: «¡A que no sabes una cosa, Xiu-Mei! El sábado que viene vamos a dar una gran fiesta y el Hada de los Petes vendrá volando para llevarse todos tus petes y cambiártelos por un bonito regalo». Jin-Ho quiso estar presente en el momento de darle la noticia a su hermana, y, tal como su madre le había pedido que hiciera, expresó mucho entusiasmo. «¡Sólo faltan seis días para que venga, Xiu-MeiXiu-Mei se limitó a mirarlos haciendo un ruido de succión con el chupete. No hablaba mucho, porque casi siempre tenía la boca llena.

—¿Qué le va a regalar? —preguntó Jin-Ho, pero su madre contestó:

—Huy, eso es secreto —lo cual seguramente significaba que no lo sabía. Jin-Ho no era tonta. Si el Hada de los Petes era capaz de volar, probablemente le regalaría algo que los mortales no podían siquiera imaginar.

—¿A mí también me trajo un regalo el Hada de los Petes? —le preguntó a su madre.

—Pues… no, porque tú nunca usaste chupete. ¡El Hada de los Petes estaba impresionada! Te admiraba mucho por ello.

—Habría preferido que me trajera un regalo —se lamentó Jin-Ho.

Su madre rió, como si Jin-Ho hubiera hecho un chiste, aunque no era el caso.

—Y ¿cómo sabe cuándo tiene que venir? —preguntó Jin-Ho.

—Lo sabe porque es mágica.

—Entonces, ¿por qué no ha venido esta mañana? Así no habrías tenido que esconder los petes.

—Ah, bueno… Es que ha habido mala comunicación —dijo su madre.

—¿Y si el sábado también hay mala comunicación?

—Todo saldrá bien, ¿vale? —zanjó su madre—. Confía en mí.

—Pues esta mañana no ha salido bien.

—¡Basta, Jin-Ho! —exclamó su madre—. Le enviaremos una carta al hada. ¿Estás contenta?

—Sí, mejor que le enviemos una carta —convino Jin-Ho.

Entonces su madre encendió el ordenador e imprimió una tarjeta en que aparecía una cigüeña que transportaba a un bebé, porque no había encontrado imágenes de chupetes. En la parte interior escribió con letra mayúscula, para que Jin-Ho pudiera leerlo por sí misma: sábado, 20 de septiembre de 2003, a las 15.00, por favor ven a buscar los petes de xiu-mei. Metió la tarjeta en un sobre, y esa noche, cuando estaban en el patio asando pollo en la barbacoa, puso el sobre encima de la parrilla y todos lo vieron arder. Brad dijo: «Jesús, Bitsy», y apartó un muslo de pollo con las pinzas para que no lo alcanzara el humo. Bitsy dijo: «¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! ¡No hace falta que me lo digas!». Entonces se tumbó en una hamaca. «¿Cómo me habré metido en este lío?», le preguntó a su marido.

Pero después se animó.

—Ven a sentarte conmigo, tesoro —le dijo a Xiu-Mei, y la niña fue tambaleándose hasta ella y se subió a su regazo. El chupete que llevaba esa noche era amarillo, con forma de 8 inclinado—. Érase una vez —empezó— un hada muy pequeñita y chispeante que se llamaba el Hada de los Petes…

—Espero que no tengamos que arrepentimos de esto —dijo Brad.

¿A quién invitar? A todo el que quisiera venir, decía Brad. Lo hablaron durante la cena. Él dijo:

—Si quieres, invita al cartero. Invita a los basureros.

—¡Sí! ¡A Alphonse! —saltó Jin-Ho.

—¿Quién es Alphonse?

—¡El basurero!

—Se lo diremos a mi padre, por supuesto —dijo Bitsy—. Y a tus padres. Y a mis hermanos y a sus familias. Es una excusa para vernos. En realidad lo del chupete es circunstancial. Y a los Copeland, porque la pequeña Lucy le hará compañía a Xiu-Mei. Y quizá… ¿qué crees? ¿Se lo decimos a los Yazdan, o no?

Estaba mirando a Brad, pero fue Jin-Ho la que contestó. Dijo:

—¡Siempre vienen los Yazdan! Siempre tengo que jugar con Susan, que es una mandona.

—No vienen siempre —la corrigió su padre—. Hace casi un mes que no los vemos. No conviene que la relación se enturbie, Bitsy. Creo que deberíamos invitarlos.

—Yo no tengo la culpa de que no nos veamos —dijo su madre. Le dio un ala de pollo a Xiu-Mei. A Xiu-Mei ya no le dejaban chupar el chupete en la mesa, pero ella se limitó a girar el ala hacia un lado y luego hacia el otro, y entonces la dejó en el plato—. Mira, Ziba está muy diferente conmigo desde que cortaron —dijo—. La noto…, no sé, tensa.

—Está preocupada, sencillamente. Debe de pensar que le guardas rencor.

—Pues es absurdo. Sabe muy bien que soy una persona imparcial. ¿Por qué iba a culparla a ella por algo que hizo su suegra?

Se refería a Maryam, la abuela de Susan. Que había estado a punto de casarse con Dave; y si se hubiera casado con él, se habría convertido en la abuela de Jin-Ho. (Brad había comentado que Bitsy también se habría convertido en la tía de Jin-Ho. «Habrías podido empezar a llamar a tu madre “tía Bitsy”», había dicho. Y Jin-Ho había dicho: «¿Qué? No lo entiendo».) Pero Maryam había cambiado de idea, y desde entonces habían dejado de verla. Ya no celebraba la cena de Año Nuevo en primavera y el día de la fiesta del Día de la Llegada de ese año estaba fuera de la ciudad. «Le viene como anillo al dedo estar fuera de la ciudad», había dicho Bitsy. A Jin-Ho también le habría gustado estar fuera de la ciudad. Odiaba las fiestas del Día de la Llegada.

—Tengo una idea —dijo Brad dirigiéndose a su hija—. Invitamos a los Yazdan, pero invitamos también a alguna amiguita tuya del colegio que no sea tan mandona como Susan.

—¡Oh! ¡Brad! —intervino su mujer—. ¿Por qué me complicas la lista de invitados? ¡Eso sólo supondría otro enredo más!

—Mira, cariño, acuérdate de cuando eras pequeña y tus padres te hacían jugar con los hijos de sus amigos, aunque fueran imbéciles.

—¡Susan Yazdan no es imbécil!

—Lo que quiero decir es que…

—Yo invitaría a Athena —dijo Jin-Ho con firmeza.

—Ah —dijo Bitsy.

Athena era afroamericana, y Bitsy lo encontraba muy conveniente.

—De acuerdo —le dijo a su hija—. Pero prométeme que no dejarás de lado a Susan. Ella también será nuestra invitada. ¿Me lo prometes?

—Claro.

Aunque en realidad era al revés. Era Susan la que podía hacer que las otras niñas se sintieran dejadas de lado. Bitsy añadió:

—Algún día, tesoro, valorarás esa amistad. Ya sé que ahora no lo entiendes, pero ya lo entenderás. Hasta puede ser que algún día vayáis juntas a Corea a buscar a vuestras madres biológicas.

—¿Por qué iba a hacer eso? —preguntó Jin-Ho.

—¿Y por qué no? ¡A nosotros no nos importaría! Te apoyaríamos y te animaríamos.

—Bueno, volviendo al tema… —dijo Brad.

Jin-Ho no tenía ningún interés en ir a Corea. Ni siquiera le gustaba la comida coreana. No le gustaba ponerse esos trajes que tenían unas duras costuras por dentro que le rascaban, y no había mirado aquella estúpida cinta de vídeo ni una sola vez.

Dave opinaba que era mejor hacerlo de forma más gradual.

—Es como dejar de fumar —dijo—. No puedes esperar que Xiu-Mei deje el chupete de la noche a la mañana.

—Ya te entiendo —dijo Bitsy—. Quizá tengas razón.

Estaban en la salita del televisor. Era lunes por la tarde, y doblaba ropa mientras esperaban a que Xiu-Mei despertara de la siesta.

—Bueno —dijo—, déjame pensar cómo puedo hacerlo. A lo mejor hoy le digo que ya no puede llevar el pete en el coche. Le diré que sólo puede llevarlo en casa.

—Pues será mejor que tires todos los petes que hay en el asiento trasero —le aconsejó Jin-Ho.

—Sí, sí, ya lo sé. ¡Hay chupetes por todas partes! ¡No puedo creer que comprara tantos!

Sacudió con brío una funda de almohada y la dobló por la mitad.

—Y mañana —prosiguió— le diré que tampoco puede llevar el chupete en el jardín. Ya sabes cómo le gusta el columpio. Le diré que si quiere columpiarse tiene que dejar el pete. Y el miércoles no podrá llevar pete más que en la cuna. Y el jueves tampoco habrá pete a la hora de la siesta; y el viernes será el último día que pueda ponérselo por la noche, antes de la fiesta del sábado.

—Yo me refería a un periodo de uno o dos meses —puntualizó Dave—. ¿A qué viene tanta prisa?

—¡No puedo esperar un mes! ¡No lo soporto más! ¡Esos malditos chupetes me están volviendo loca!

—Hoy, en el colegio, hemos hablado de los planetas —dijo Jin-Ho.

—Ah, ¿sí? —dijo su abuelo con más entusiasmo del habitual—. Y ¿cuál es tu planeta preferido, Jin-Ho?

—Plutón, porque parece el más solitario.

—Lo soportaría si comiera mejor —dijo Bitsy—. Pero me parece que el chupete la satisface tanto que cree que no necesita comer. ¡Es desesperante tener una hija que no come! Me paso la vida preparando comidas sanas, con ingredientes integrales, orgánicos y de granja, pero ella… ¡lo rechaza todo!

Dave se había agachado para coger su gorro impermeable de debajo de la silla. Cuando llegó estaba lloviznando, aunque parecía que ya había parado. Se levantó y dijo:

—Antes de irme, te diré una cosa para que reflexiones, Bitsy. ¿Alguna vez has visto a un adolescente con chupete? Piénsalo.

—¡Yo sí! ¡Yo sí! —saltó Jin-Ho.

—¿En serio?

—Esas chicas del Western High —dijo—. Muchas llevan chupetes de oro colgados del cuello.

—Bueno, gracias por la información —le dijo su abuelo—. Pero ya sabes a qué me refiero, Bitsy. Tarde o temprano, Xiu-Mei dejará el chupete ella sola.

Y se marchó apresuradamente, como si no quisiera oír la respuesta de su hija.

Hacía tiempo que Dave ya no iba de visita tan a menudo, pero después de que Maryam se retractara, pasaba por su casa casi todos los días y hablaba durante horas con Bitsy. Empezaba hablando de política, de sus tareas de voluntariado o de algún programa de televisión que había visto, pero siempre acababa hablando de Maryam. «A veces voy andando hacia mi casa —decía—, volviendo de tu casa, del buzón o de donde sea, y justo antes de doblar la esquina pienso: ¿Y si la encuentro esperándome? Quizá esté esperándome en el porche para decirme que lo lamenta y que no sabe qué le pasó y suplicarme que la perdone. No levanto la vista del suelo porque no quiero que ella piense que me imaginaba que la encontraría allí. Me cohíbe pensar que pueda estar observándome. Tengo la sensación de que mi postura no es del todo natural. Quiero actuar con desparpajo, pero sin demasiado desparpajo, ¿me explico? Para que ella no piense que no me importa nada; para que no piense que no me ha hecho daño».

Cuando hablaba así, primero Bitsy le acariciaba una mano o emitía un débil murmullo, pero con cierta impaciencia, como si estuviera deseando superar esa parte. Luego se ponía a hablar de Maryam. «No sé por qué piensas tanto en ella, papá. No sé por qué te fijaste en ella, de verdad. ¡No se lo merece! ¡Era malvada! Mira, si te hubiera contestado “No, gracias”, no se lo reprocharía. Es verdad que sólo llevabais unos meses saliendo juntos. Además, muchas mujeres de esa edad piensan que sencillamente no pueden volver a casarse para no perder el seguro médico de sus difuntos maridos, o la pensión, o algo parecido. Y tú te precipitaste un poco, reconócelo. Eso de proponerle matrimonio sin previo aviso, y en público… Pero ella debió aclarar las cosas, descartar el asunto con tacto, no hacerte caso, quitarle importancia. Pero te dijo “Sí”. ¡Y todos nos alegramos! ¡Brindamos por vosotros! ¡Jin-Ho y Susan empezaron a figurarse qué parentesco tendrían! Y entonces… ¡toma! Así, por las buenas, va y te manda a paseo.»

—Bueno, no me mandó exactamente a…

—¿Por qué no podía seguir viéndote, como mínimo? Podríais haber seguido saliendo juntos. No tenía por qué ser o todo o nada.

—Bueno, en realidad —dijo Dave—, creo que eso fue más una decisión mía que…

—Siempre pensé que era una mujer muy fría. Desde el principio. Ahora que todo ha pasado, ya puedo decirlo. Muy fría y distante —aseveró Bitsy.

—Es simplemente una mujer que tiene marcadas unas fronteras, hija mía.

—Pues si tanto valora sus fronteras, ¿por qué emigró a este país?

—¡Bitsy, por favor! A ver si ahora vas a decirme que si no le gusta este país, debería volver al suyo.

—No estoy hablando de países. Estoy hablando de un defecto de carácter… fundamental.

A Jin-Ho no le gustaba que su madre hiriera los sentimientos de su abuelo cuando criticaba a Maryam. Pero como él seguía yendo a visitarlos, la niña acabó por deducir que a él no le importaba.

Cuando Xiu-Mei despertó de la siesta, su madre se llevó a las dos niñas a comprar, y sin chupetes. Xiu-Mei lloró todo el camino. También lloró en la tienda, pero Bitsy le dio un plátano, y eso la calmó un poco. Siguió sorbiéndose la nariz, pero se comió medio plátano. De regreso a casa, cuando se puso a llorar otra vez, su madre hizo como si no la oyera y se puso a hablar de la fiesta. «He comprado azúcar de colores, virutas de chocolate, grageas plateadas… Creo que sería mejor hacer magdalenas glaseadas en lugar de un solo pastel grande, ¿qué te parece?»

Jin-Ho dijo «Mmmm» tapándose las orejas.

Nada más llegar a la casa, Xiu-Mei cogió un chupete que había debajo del radiador del recibidor y fue a sentarse, enfurruñada, en la salita del televisor.

El martes, cuando Jin-Ho llegó del colegio en el minibús, encontró a su madre sentada en los escalones de la entrada con su grueso jersey irlandés. «¿Qué haces aquí?», preguntó la niña, y su madre contestó: «Pues esperarte». Pero normalmente no la esperaba allí. Y entonces dijo: «He pensado que hoy podríamos merendar en el patio», lo cual era muy extraño, porque hacía un día muy otoñal —soleado, pero lo bastante frío para que Jin-Ho llevara puesta una chaqueta—. Sin embargo, lo entendió todo cuando su madre hubo preparado la bandeja que se llevarían afuera. «¿Vienes, Xiu-Mei?», preguntó. Xiu-Mei estaba paseando a su mamá canguro y a su hijito por la cocina en un carrito de la compra de juguete, de color morado. «Pero tienes que dejar el pete en casa», añadió su madre, y Xiu-Mei se paró en seco y dijo: «¡No!», con tanta rabia que se le cayó el chupete al suelo. Se agachó para recogerlo, volvió a ponérselo en la boca y siguió empujando el carrito. Tuvieron que salir afuera sin ella.

Mientras merendaban —galletas de mantequilla de cacahuete y zumo de manzana—, Bitsy siguió hablando de la fiesta con su hija. No le gustaba lo que había oído en la predicción meteorológica: se estaba acercando un huracán a la costa. «Y en esta ocasión me importa mucho el tiempo que haga —dijo—, porque se me ha ocurrido una solución genial para los petes. Vamos a atarlos a unos globos de helio y vamos a dejar que se alejen volando. ¿Verdad que será bonito? Entonces entraremos en la casa y encontraremos el regalo que habrá dejado el hada».

—¿Y a nosotros no se nos llevará el huracán? —preguntó Jin-Ho. (Acababa de ver El mago de Oz por la televisión.)

—No, porque no estamos suficientemente cerca de la costa. Pero podría traer mucha lluvia. Confiemos en que ya haya pasado para entonces. Según las predicciones, llegará el jueves, así que tendremos dos días para recuperarnos. Aunque ¿desde cuándo aciertan las predicciones del Servicio Meteorológico?

Entonces se dio la vuelta hacia la casa y gritó: «¡Xiu-Mei! ¿Has cambiado de opinión? ¡Las galletas de mantequilla de cacahuete están buenísimas, tesoro!».

Habían dejado la puerta trasera entreabierta, de modo que Xiu-Mei debió de oírla. Pero no dijo nada. Lo único que se oía eran los chirridos de su carrito de la compra. Bitsy suspiró y estiró un brazo; se tapó la mano con la manga del jersey, como si fuera una manopla, y cogió el vaso de zumo de manzana.

El miércoles era el «día sin petes fuera de la cuna». Brad dijo que lo único que él podía decir era que se alegraba enormemente de tener que marcharse a trabajar. Y se marchó media hora antes de lo acostumbrado. Y Jin-Ho se alegraba de tener que ir al colegio, porque ya veía cómo se iban a poner las cosas. Cuando el minibús tocó la bocina delante de la casa, Xiu-Mei ya había registrado la casa de arriba abajo y no había encontrado ni un solo chupete. Estaban todos en una caja de la licorería, en lo alto de la nevera, pero eso ella no lo sabía. Se acurrucó debajo de la mesa de la cocina y se puso a llorar a lágrima viva. Su madre estaba en el cuarto de baño con la puerta cerrada. Jin-Ho gritó: «Adiós, mamá», y su madre le contestó: «Adiós, cariño. Que tengas un buen día». A juzgar por su voz, también estaba llorando.

Por eso a Jin-Ho le daba un poco de miedo volver a casa. Pero cuando entró, la encontró tranquila, sumida en un alegre silencio, y no en un silencio malhumorado. Su madre preparaba chocolate deshecho en la cocina, su abuelo estaba sentado a la mesa con los periódicos, y Xiu-Mei en su asiento elevador, con un chupete en la boca.

—Hola, señorita Dickinson-Donaldson —la saludó su abuelo, y Jin-Ho respondió:

—Hola, abuelo —evitó mirar a su hermana, porque quizá los adultos no se hubieran fijado en el chupete y ella no tenía ninguna intención de hacerles reparar en él.

Pero entonces su madre dijo:

—Como verás, hemos cambiado un poco las normas.

—Ajá —dijo Jin-Ho, y se sentó en una silla.

—Le estaba diciendo a tu madre —siguió su abuelo— que ya que hemos organizado un gran acto de renuncia, no vale la pena hacer sufrir a Xiu-Mei hasta el sábado. ¿Verdad, Xiu-Mei?

Xiu-Mei siguió chupando enérgicamente el chupete.

—Es mejor esperar a que llegue el gran momento —continuó él—. Ya sé que el otro día sugerí que quizá fuera mejor un enfoque progresivo, pero he cambiado de idea —entonces le dio un golpecito con el codo a Jin-Ho y añadió—: «La coherencia es la perdición de las mentes limitadas».

—Ya… —dijo Jin-Ho.

—Ralph Waldo Emerson.

—No importa —terció Bitsy apartándose de los fogones—. ¡De todas formas el sábado seguirá siendo el Día de los Petes! ¡Acuérdate, Xiu-Mei! El sábado vendrá el Hada de los Petes; ya lo sabes, ¿verdad?

—Déjala un rato en paz, hija —dijo Dave.

—Es que no quiero que piense…

Pero él cambió de tema:

—¡Cuéntame, Jin-Ho! ¿Qué has hecho hoy en el colegio?

Para merendar había chocolate deshecho y galletas con forma de letras. Jin-Ho cogió unas cuantas galletas de la lata y se las puso delante a su hermana.

—Mira, una A —dijo, y Xiu-Mei se quitó el chupete de la boca el tiempo necesario para decir:

—A.

—Muy bien —la animó Jin-Ho. Estaba contenta y aliviada, como si Xiu-Mei acabara de regresar de un largo viaje—. Y esto es una B. Y otra A. Y una C. Y otra A —por lo visto sólo había letras A, B y C. Revolvió en la lata en busca de una X para enseñarle su inicial a Xiu-Mei.

El abuelo le estaba diciendo a la madre de las niñas que había sido un idiota.

—Será que hacía mucho tiempo que no cortejaba a una mujer —discurrió—. ¿En qué estaría pensando? Me muero de vergüenza cada vez que me acuerdo de cuando metí el champán en tu nevera, antes de hora, como un perfecto imbécil, tan creído, tan convencido de que ella me contestaría que sí…

—Es que te contestó que sí —le recordó Bitsy—. ¡Lo que hiciste no fue ninguna idiotez! Ella dijo «sí» en un inglés perfecto, y ese champán nos lo bebimos. Lo que pasa es que después…

—¿Sabes que su inglés ha mejorado mucho? —comentó Dave—. ¿No te has dado cuenta? Una vez me escribió una carta desde Vermont, y por primera vez me di cuenta de que muchas veces se come los artículos. «Vacaciones me están sentando muy bien», decía, y «Mañana iremos a tienda de antigüedades». Supongo que es normal, cuando te has criado hablando un idioma que no utiliza artículos definidos ni indefinidos; pero delata cierto…, no sé, rechazo. Cierta resistencia a dejar atrás la propia cultura. Me parece que fue eso lo que estropeó nuestra relación. El idioma era un síntoma, y debí prestarle más atención.

Jin-Ho se había fijado en que Maryam tampoco ponía las eses en algunas palabras. «Si comes tanta galleta no tendrás hambre a la hora de cenar», decía. Sin embargo, Jin-Ho no lo mencionó, porque quería mucho a Maryam y quería que su abuelo la quisiera también.

—Eso no tiene nada que ver con el idioma —opinó Bitsy—. Es ella, su actitud. Es como si siempre supiera más que nosotros. No me sorprendería nada que asegurara que en esas frases no hay que poner artículo.

—A mí tampoco —coincidió Dave—. Pensándolo bien, eso de celebrar el Año Nuevo iraní pero no el nuestro; y lo de llamar a todo el mundo «june» y «jon»; y ese harén en la cocina preparando arroz cada vez que hay una fiesta… No sé, a veces tengo la impresión de que los que se adaptan a este país somos los americanos. ¿A ti no te pasa lo mismo?

—Pero eso no es lo que me fastidia de ella —replicó Bitsy—. Lo que me fastidia es que sea tan esquiva. ¡No soporto que la gente encuentre tan atractivo lo esquivo! ¡La gente esquiva es insoportable! ¿Cómo puede ser que nadie se dé cuenta?

—¿Acaso creía ella que yo nunca tenía dudas? —preguntó Dave—. Había perdido a mi esposa hacía poco tiempo, mucho menos del que hacía que ella había perdido a su marido. Me estaba esforzando mucho para volver a empezar. Y no siempre era fácil, créeme.

—Pero ahora ya está —dijo ella—. No lo pienses más, papá. Ya aparecerá alguien.

—No quiero a nadie más —repuso él.

Y entonces debió de pensar que no se había expresado bien, porque agregó:

—Quiero decir a nadie. No quiero a nadie, y punto.

Bitsy le acarició una mano.

A la fiesta iban a ir todos excepto el abuelo Lou y la abuela Pat. Habían aceptado otra invitación y no quisieron cambiar de planes. Bitsy dijo que no lo entendía.

—¿Qué es más importante? —preguntó—. ¿Una pareja cualquiera o su propia nieta?

—No es una pareja cualquiera. Son sus mejores amigos —argumentó su marido—. Y sus amigos celebran las bodas de oro, mientras que su nieta sólo va a dejar el chupete.

—Bueno, de todas formas no sé por qué me importa tanto. Por lo que están diciendo en la radio, empiezo a pensar que todo este asunto está condenado al fracaso. Cuando llegue el huracán Isabel, acabaremos todos flotando en el puerto.

—¡Dijiste que a nosotros no nos podía llevar! —protestó Jin-Ho—. ¡Dijiste que no estábamos lo bastante cerca de la costa!

—No, claro que no puede llevársenos. No hay nada de qué preocuparse. Sólo estaba exagerando —aclaró su madre.

Pero esa noche, Brad y ella guardaron todos los muebles del jardín en el garaje, por si acaso.

Quizá el locutor de radio también exagerara, porque dijo que el huracán llegaría el jueves, y el jueves hacía un tiempo espléndido. Jin-Ho fue al colegio como de costumbre, volvió a casa como de costumbre y merendó. Pero a media tarde el cielo se oscureció; se levantó viento y empezó a llover un poco. Cuando Brad llegó a casa del trabajo, dijo: «Esto se está poniendo feo». Jin-Ho cada vez estaba más nerviosa, como le ocurría el día de Nochebuena. Durante la cena, no paraba de volverse en la silla para mirar por la ventana de la cocina. El cielo estaba de un extraño color violáceo, y las hojas de los árboles se agitaban de un modo anormal. «Espero que no les pase nada a los olmos —comentó su padre—. Me he gastado más dinero en esos árboles que si los hubiera mandado a la universidad». A Jin-Ho le hizo gracia la comparación.

Entonces se apagaron las luces.

Xiu-Mei se puso a llorar.

Su madre dijo: «¡No pasa nada! ¡No os asustéis!»; se levantó y sacó unas velas del aparador del comedor. Brad las encendió con el mechero de gas con que encendían el fogón que no funcionaba bien; puso dos velas encima de la mesa y otras dos en la encimera. A la luz parpadeante de las velas, las caras adquirían una expresión rara. Xiu-Mei no paraba de agitar una mano, y al principio los demás no entendieron por qué; pero luego vieron que estaba experimentando con las sombras que se proyectaban en la pared.

—¿Verdad que es divertido? —dijo Bitsy—. ¡Es como ir de acampada! Y no durará mucho. La compañía eléctrica lo arreglará en seguida.

Pero siguieron a oscuras toda la noche. Las niñas se distrajeron mirando libros de colorear a la luz de las velas, y a la hora de acostarse subieron la escalera con la linterna que había en el cajón de las herramientas de la cocina. Dejaron la linterna encendida encima de la cómoda de Xiu-Mei para que la niña no tuviera miedo, pero no paraba de llorar, y Jin-Ho también estaba un poco preocupada. Así que acabaron ambas durmiendo con sus padres. Se acostaron los cuatro en la cama de matrimonio, que afortunadamente era enorme. Fuera, el viento rugía y los árboles crujían, y de vez en cuando una ráfaga fuerte de lluvia golpeaba el cristal de las ventanas. Bitsy había dejado una ventana entreabierta y la había asegurado, porque había leído en algún sitio que si no, la casa podía derrumbarse. Su marido decía que no, que eso pasaba con los tornados, y discutieron un rato sobre el asunto hasta que Bitsy se quedó dormida. Poco después, Jin-Ho oyó que su padre se levantaba de la cama e iba de puntillas hasta la ventana para cerrarla. Entonces volvió a la cama y también se durmió. Xiu-Mei ya estaba dormida, aunque de vez en cuando todavía le daba una débil chupada al chupete. Al poco rato, a Jin-Ho empezó a molestarle el viento, que seguía soplando con fuerza. En varias ocasiones oyó sirenas. Se preguntó si su casa estaría flotando ya en el puerto. Pero de momento todavía la notaba bastante sólida.

Se hizo de día y Jin-Ho despertó sola en la cama de sus padres. Los cristales de la ventana que tenía más cerca estaban cubiertos de hojas, y eso teñía la habitación de un color verdoso, aunque hacía un día soleado. Saltó de la cama y se acercó a mirar, pero no vio nada; fue a la otra ventana y vio que el jardín delantero era una masa de ramas de árboles. Un enorme roble del otro lado de la calle estaba caído hacia un lado, ocupando parte de su jardín y ocultando casi por completo la furgoneta de su padre. (La había aparcado fuera la noche anterior porque los muebles del jardín ocupaban su mitad del garaje.) Sólo se veía un trocito de techo gris de la furgoneta debajo de las ramas.

Abajo, Bitsy tostaba pan sosteniéndolo encima del fogón con unas pinzas de cocina. Xiu-Mei removía un cuenco de Cheerios, y su padre hablaba por teléfono. «Qué bien —decía—. Por lo visto tenéis más suerte que nosotros. Aquí tardaremos días en volver a tener electricidad». Escuchó un momento y luego dijo: «Gracias, mamá. Pero aun suponiendo que pudiéramos llegar hasta allí, uno de nuestros coches está aplastado y el otro está atrapado en el garaje con un olmo obstruyendo el camino. Creo que tendremos que esperar y no abrir la puerta de la nevera».

Iba en pijama y con la bata roja a cuadros que reservaba para los fines de semana. Cuando colgó el auricular, Jin-Ho le preguntó:

—¿Vas a trabajar?

—No, no creo que mis alumnos vayan hoy a clase, tesoro.

—¿Y yo? ¿Tengo colegio?

—No, no creo que haya colegio. Además, ¿cómo ibas a llegar hasta allí?

Bitsy llevó la tostada a la mesa; tenía unas franjas negras y olía fatal. «No la quiero», dijo Jin-Ho, y su madre dijo: «Mejor, porque prefiero que comas cereales. Tenemos que acabarnos la leche antes de que se estropee».

—¿Cuándo volverá la luz? —preguntó Jin-Ho.

—No lo sé, cielo. Piensa que hay miles de personas que se encuentran como nosotros, según esa radio de tu padre.

—¿No te alegras ahora de que me la comprara? —le preguntó Brad a su esposa—. ¡Ya te dije que podría sernos útil!

Tenía debilidad por los chismes, y eso daba pie a muchas discusiones entre ellos dos.

Después de desayunar, y hasta la hora de comer, la familia al completo se dedicó a limpiar el jardín. No podían hacer nada con el roble de los Cromwell, desde luego, que estaba atravesado en la calle y obstruía el tráfico; ni con el olmo que había caído delante del garaje. Pero recogieron las ramas más pequeñas, y los ramilletes de hojas, que todavía estaban verdes, sanas y húmedas, y las metieron en bolsas de basura y las llevaron al callejón. Jin-Ho encontró un nido, pero dentro no había ningún pájaro. Ella se encargaba de las ramitas más pequeñas: las ponía en un cubo de plástico que su padre iba vaciando de vez en cuando. Los vecinos también estaban limpiando, y se hablaban unos a otros de jardín a jardín en tono cordial. La señora Sansom les informó de que en una casa del final de la manzana todavía tenían electricidad. Dejaban que sus vecinos conectaran alargadores en sus enchufes para mantener las neveras en marcha. «Si la compañía eléctrica no soluciona el problema antes de esta noche —dijo—, propongo que juntemos todos nuestros productos perecederos y que hagamos una gran comida al aire libre cocinando en las barbacoas». Jin-Ho pensó que eso sonaba mucho mejor que acabarse toda la comida que tenían en casa. Confiaba en que la compañía de la luz no arreglara la avería. Hacía un día fresco, ventoso y agradable, y la atmósfera olía a limpio, y la niña nunca había visto a tantos vecinos juntos en los jardines.

Comieron tortillas, para acabarse los huevos. Entonces Xiu-Mei subió a echarse la siesta, y Jin-Ho se puso a mirar desde la ventana del dormitorio de sus padres cómo unos empleados retiraban el roble de la calle. Sus motosierras hacían un ruido furioso, parecido al zumbido de los avispones. Abrieron un paso para los coches en medio del tronco, pero dejaron la base en el jardín de los Cromwell, con las raíces al aire, y la tupida copa en el jardín de los Donaldson, tapando su furgoneta. Brad dijo que ya se encargarían de eso más adelante, porque no era urgente. Cuando se marcharon los empleados, llevó a Jin-Ho a contar los anillos del tronco del árbol. El señor Sansom también los estaba contando. Pero no era tan fácil como parecía, porque a veces un anillo se confundía con el siguiente, y cada dos por tres se descontaban. El tronco desprendía un fuerte olor que hizo salivar a Jin-Ho.

Su madre estaba muy preocupada por los alimentos congelados. Tenía guardados guisos que le había costado mucho preparar. Jin-Ho dijo: «No pasa nada, los llevaremos esta noche a la cena y los asaremos en la barbacoa», pero su madre replicó: «La lasaña de espinacas no se puede asar en la barbacoa, Jin-Ho». Ya no le encontraba ninguna gracia a la situación, ni decía: «Piensa en los pobres iraquíes», y la niña se lo agradecía.

Al final no hubo cena al aire libre. La señora Sansom debió de olvidar que lo había propuesto. Al anochecer, los vecinos entraron en sus casas, y el único rastro que Jin-Ho veía de ellos era el resplandor de una vela en alguna ventana.

Su madre bajó al sótano con la linterna y volvió con un guiso. «Sólo he abierto la puerta un momento y la he cerrado en seguida —dijo—. No creo que la temperatura haya subido mucho, ¿no?». Metió el recipiente en el horno, pero como la comida no se había descongelado, tardó mucho en calentarse. La espera se hacía eterna, así que se pusieron a leer a la luz de las velas, porque no había nada más que hacer. Después de cenar, hacia las ocho, se acostaron los cuatro juntos en la cama de matrimonio. Bitsy ni siquiera lavó los platos. «Ya los lavaré mañana por la mañana, cuando haya luz», dijo.

—Supongo que así es como vivía antes la gente —comentó Brad—. Se regían por el horario solar.

—Yo qué sé —dijo su mujer.

Tampoco se bañaron, y ya era el segundo día. Eso también habría que dejarlo para el día siguiente.

Y ¿para qué levantarse temprano si no podían hacer nada? Durmieron hasta tan tarde que Dave tuvo que aporrear la puerta de la calle para despertarlos. «¡Hola! ¡Hola!», gritaba, porque el timbre no funcionaba. Bitsy bajó a abrir mientras los demás se vestían. Nadie mencionó la bañera. Cuando Jin-Ho llegó abajo, su abuelo estaba sentado en la cocina mirando cómo su madre quemaba una tostada.

—¡Jin-jin! —dijo—. ¿Qué te parece esta aventura?

—Aburrida —contestó ella.

—Tienes que hacer ver que estamos en la época colonial, tesoro. Eso es lo que hago yo.

A su lado, encima de la mesa, había un paquete de pañales desechables. Bitsy no era partidaria de los pañales desechables, pero se le estaban acabando los de tela. Dave también había llevado tres tazas de plástico de café que había comprado en la tienda, un cuarto de leche especial para Xiu-Mei y un objeto plateado con forma de cohete, más alto que Jin-Ho, que estaba de pie junto a la puerta trasera.

—¿Qué es eso? —preguntó la niña.

—Helio.

—¿Helio?

—Para los globos a los que vamos a atar los petes.

—¿Los petes? —dijo Jin-Ho—. ¡Ah, la fiesta de los petes! —se había olvidado de la fiesta.

—Ya conoces a tu madre —le dijo su abuelo—. Es muy tozuda.

—Dije que hoy le quitaba sus petes, y así será —dijo Bitsy sin girar la cabeza—. No quiero que Xiu-Mei piense que soy incoherente.

—«La coherencia es la perdición de…»

—Papá, por favor.

—¡Está bien, está bien! —dijo él levantando ambas manos.

—Sami y Ziba van a traer refrescos, y todo lo demás ya está a temperatura ambiente: las magdalenas, las galletas… Voy a descartar el helado. ¿Qué más necesitamos?

—Bueno, hay un pequeño problema: cómo llegar hasta aquí. La mitad de las calles de la ciudad están bloqueadas por árboles caídos, o por cables eléctricos que sueltan chispas, o por ambas cosas. No hay casi ningún semáforo que funcione. La policía ha aconsejado a la gente que no circule por las calles a menos que sea imprescindible.

—Pero la mayoría de nuestros invitados han dicho que creen que podrán llegar, excepto Mac. Ese puentecito que hay al final del camino de los coches de su casa ha desaparecido. Pero le he dicho que intente vadear el arroyo con el coche, porque en realidad no es tan profundo.

Dave se puso a reír. Al principio sólo era una risita, pero poco a poco fue subiendo de tono, hasta que se quedó sin aliento y tuvo que secarse las lágrimas con el puño del suéter.

—¿Qué pasa? —preguntó Bitsy. Ahora sí se había dado la vuelta, y lo miraba mientras sujetaba la tostada con las pinzas—. ¿Qué te hace tanta gracia?

Pero en lugar de esperar una respuesta, se volvió hacia Jin-Ho y dijo:

—¿Dónde demonios se habrá metido tu padre? —como si fuera con Jin-Ho con la que estuviera enfadada.

—Está vistiendo a Xiu-Mei —respondió la niña.

—Pues ve y dile que tenemos café, y que se dé prisa si no quiere tomárselo frío.

Cuando Jin-Ho salió de la cocina, su abuelo se estaba sonando la nariz con su enorme pañuelo blanco de tela.

Inflar los globos de helio resultó un trabajo duro. Lo hicieron Brad y Dave, y refunfuñaron mucho, porque de vez en cuando un globo se soltaba del pitorro y salía disparado por la cocina y todos se llevaban un susto de muerte. «Bitsy, ¿quieres llevarte a estas niñas de aquí, por favor?», preguntó al final Brad, aunque ellas no tenían la culpa de nada. De hecho, Jin-Ho estaba ayudando mucho. Su madre y ella ataban los chupetes a las cuerdas de los globos cuando éstos ya estaban inflados. Pero su madre dijo: «Niñas, a bañaros». Cuando salieron de la cocina, Jin-Ho oyó decir a su padre: «La gente normal encarga una docena de globos ya inflados, pero nosotros no. No, ni hablar. Nosotros tenemos que alquilar la botella de helio e inflarlos nosotros mismos».

—Si se tratara sólo de una docena de globos, yo también lo haría —le explicó Bitsy a su hija mientras subían la escalera. Como si fuera Jin-Ho la que había protestado—. Pero ¡tenemos que colgar cuarenta y siete petes! No, cuarenta y ocho, porque Xiu-Mei todavía lleva uno en la boca. ¿Brad? —llamó desde arriba—. No necesitamos cuarenta y siete globos, sino cuarenta y ocho.

—Ya me dirás tú si no podíamos colgar un par de chupetes simbólicos y esconder el resto en el cubo de basura —le dijo Dave.

Su madre puso los ojos en blanco. Jin-Ho también, porque colgar un par de chupetes habría sido muy aburrido. En cambio, cuarenta y ocho sería todo un espectáculo. Taparían todo el cielo.

—Ya verás, Xiu-Mei —le dijo la madre a su hija pequeña con un tono dulzón—. Todos los invitados cogerán un par de globos y saldrán al jardín. Veamos, si somos diecinueve… o diecisiete, como mínimo… Bueno, algunos cogerán más de dos. Tú, por ejemplo, porque eres la invitada de honor. Tú podrás coger tres globos.

—Cuatro —dijo Xiu-Mei.

—Pues cuatro. Tú podrás coger…

—Cinco. Seis —dijo Xiu-Mei. Por lo visto estaba practicando los números. Pero sólo sabía contar hasta seis, así que ahí terminó la cosa. Levantó los brazos para que su madre le quitara la camisa. La bañera se estaba llenando de agua y el espejo se estaba empañando.

—Entonces diremos: «¡Preparados, listos, ya!», y todos soltaremos los globos al mismo tiempo y los petes saldrán volando, volando, volando… y el Hada de los Petes los verá desde una nube y dirá: «¡Oh, una niña que ya no quiere petes! Ya veo que voy a tener que…».

—Yo sí quiero petes —dijo Xiu-Mei. Se quitó el chupete de la boca para hablar con mayor claridad, pero en seguida volvió a ponérselo.

—«Voy a tener que bajar y llevarle un bonito regalo», dirá el Hada de los Petes. Entrará en su habitación de los tesoros y…

—Yo sí quiero petes.

—Métete en la bañera, Xiu-Mei.

—Quema —protestó la niña.

—¡No quema! ¡Ni siquiera has tocado el agua! ¡Lo dices sólo para llevarme la contraria! Ay, Dios mío. Jin-Ho, métete en la bañera, por favor.

Jin-Ho todavía se estaba desvistiendo, pero acabó deprisa. Su madre metió a Xiu-Mei en el agua. Tan pronto como estuvo sentada, Xiu-Mei dejó el chupete en el platillo del jabón, porque siempre lloraba cuando le lavaban el pelo y era difícil llorar y darle al chupete al mismo tiempo. Jin-Ho se metió también en la bañera, sujetándose al hombro de su madre.

—Mamá —dijo, hablándole al oído a su madre.

—¿Qué quieres, corazón?

—¿Qué crees que será el regalo?

—No lo sé, hija, tendremos que esperar, ¿no?

—¿Crees que podría ser una muñeca American Girl con todos los acesorios?

—Se dice «accesorios». Pero no, no creo que le regale una American Girl. Creo que el Hada de los Petes es demasiado inteligente para traerle a tu hermana un juguete que fomenta el consumismo.

—Pues Ziba es inteligente y le compró una a Susan.

Su madre soltó un suspiro que hizo que se le levantara el flequillo. Entonces dijo:

—En mi opinión, Jin-Ho, la muñeca más bonita de Susan es esa muñequita curda. Ya sabes, esa que tiene encima de la cómoda, la del largo velo rojo.

—Pero la muñeca curda no tiene accesorios —objetó Jin-Ho.

—No te olvides de lavarte detrás de las orejas —le dijo su madre. Se levantó y le dio al interruptor de la luz. Se había pasado el día haciéndolo. Pero la luz no se encendió.

Mientras las niñas se secaban, Bitsy siguió hablando de la fiesta. «El regalo estará en la chimenea, Xiu-Mei. Porque el Hada de los Petes baja por la chimenea, igual que Papá Noel. Y todos formaremos un corro alrededor de ti para ver cómo lo abres. El abuelo, tío Abe, tío Mac, quizá; los Yazdan… ¡Y también vendrá Lucy! ¡Vendrá tu amiga Lucy!»

—¿Lucy tiene pete? —preguntó Xiu-Mei.

Su madre tardó un momento en contestar:

—Bueno, quizá sí. Pero eso es porque Lucy es más pequeña que tú. ¡Es un mes más pequeña! ¡Es casi un bebé! Seguro que cuando vea tu regalo dirá: «Yo también voy a dejar el pete».

Xiu-Mei apretó los dientes con fuerza, y el chupete hizo un ruido parecido al chirrido de una puerta.

Cuando volvieron a bajar, todos los globos estaban inflados, y flotaban pegados al techo del salón, con las largas cuerdas colgando y con los chupetes rosas, azules y amarillos atados a los extremos. Xiu-Mei debió de pensar que aquello era el paraíso, porque empezó a corretear por la habitación con los brazos extendidos, intentando atrapar los chupetes. Algunos llegó a tocarlos y los hizo oscilar, pero a la mayoría no llegaba. Su madre dijo: «¿Verdad que es bonito ver cómo flotan?». Xiu-Mei no contestó.

Mientras Bitsy glaseaba las magdalenas en la cocina, Jin-Ho y su abuelo fueron con el coche a buscar la comida a la charcutería. Sin saber cómo, Jin-Ho había conseguido olvidarse del huracán, y le impresionó mucho ver sus efectos: las ramas caídas por todas partes, los troncos de los árboles astillados, y aquí y allá, un plástico azul tapando un tejado roto. En dos ocasiones tuvieron que ir por otro camino porque la calle estaba cortada. No funcionaba casi ningún semáforo, así que pasaban por los cruces muy despacio, y su abuelo miraba a uno y otro lado y tarareaba alguna melodía, como siempre hacía cuando se concentraba en algo. Los semáforos estropeados le recordaban a Jin-Ho a los ojos de las muñecas, vacíos e inexpresivos. Hacía casi tanto calor como en verano, y los empleados que cortaban los árboles tenían las camisas empapadas de sudor.

—Tu madre tiene unas ideas muy originales, ¿verdad? —comentó su abuelo—. Ya sé que a veces parece que se pase un poco, pero al menos se involucra. Se interesa. Hay que reconocer que se preocupa mucho, ¿no?

—Ajá —concedió Jin-Ho. Estaba mirando un árbol que había caído completamente entero, como si alguien lo hubiera tumbado de lado con delicadeza. Se preguntó si podrían plantarlo de nuevo; a Brian, un niño de su colegio, le habían plantado un diente que se le arrancó al saltar de un columpio. Su madre guardó el diente en leche y se lo llevó al dentista. ¿Cómo sabían las madres esas cosas?

Cuando volvieron a casa, todo estaba preparado en el salón. Había un mantel de flores en la mesa, y bandejas de magdalenas y galletas y cuencos de caramelos de los mismos colores que los chupetes. Comieron en la cocina. Bitsy casi no probó bocado porque estaba preocupada por la previsión meteorológica. Se suponía que iba a volver a llover. No paraba de mirar al cielo, que estaba radiante y despejado, ni de preguntar a todos cómo iban a echar a volar los globos en medio de un aguacero. Brad le aconsejó que se relajara y que no se anticipara a los acontecimientos.

Después de comer, Xiu-Mei durmió la siesta, y Jin-Ho y su madre se vistieron para la fiesta. Jin-Ho se puso una camiseta roja y sus vaqueros bordados nuevos, y entonces entró en la habitación de su madre y escudriñó su cara. Sabía que los vaqueros bordados no eran muy coreanos. Pero su madre se limitó a decir: «Estás preciosa, corazón», y no pareció que estuviera disgustada. Y luego también le puso unos vaqueros a Xiu-Mei, cuando se despertó; de modo que debió de parecerle bien.

Xiu-Mei no había dormido mucho. Quizá estuviera nerviosa por la fiesta. O enfadada. Y tampoco quiso tomarse el zumo de después de la siesta; se sentó hecha un ovillo en una mesa de la cocina, enfurruñada y con los ojos entornados, con el chupete en la boca.

Los Yazdan fueron los primeros en llegar, porque se encargaban de las bebidas. Sami y Ziba llevaban una nevera de camping entre los dos, y todos salieron a la calle para que Brad pudiera ayudar a Ziba. «Esta mañana las luces parpadearon un poco —explicó Ziba—, y pensé: ¡Oh, no! ¿Y si se para la nevera? Pero sólo fue un momento».

Llevaba unos vaqueros de pata de elefante y una camiseta de punto negra que dejaba al descubierto parte de su vientre. Estaba muy guapa con el cabello recogido en una cola de caballo que parecía un enorme racimo de uvas de color morado.

¿Y si los de la agencia de adopciones descubrían que se habían equivocado? Que habían entregado a los bebes a las madres que no les correspondían. Dirían que lo sentían mucho pero que tenían que cambiar a las niñas de familia. Jin-Ho se quedaría con Ziba, y Susan, con Bitsy, con sus vestidos rectos sin mangas y sus sandalias que dejaban al descubierto los juanetes que tenía en los dedos de los pies.

Sería terrible que las madres pudieran leerle la mente a la gente.

A Jin-Ho le habría gustado que Susan hubiera llevado su muñeca American Girl, pero no la llevó. De hecho, a Susan no le gustaban mucho las muñecas. Qué desperdicio. Susan se sacó un yoyó del bolsillo —debía de ser con eso con lo que las niñas jugaban en los colegios privados— y se puso a jugar con él mientras caminaba. Entre tanto, Bitsy hablaba con Ziba de sus alimentos congelados. «Es como las etapas del duelo —dijo—. El primer día, negación: a lo mejor volvemos a tener electricidad antes de que se haya estropeado nada. Y el segundo día, dolor. Te hundes en un abismo de desesperación y te despides mentalmente de todos tus guisos».

—Va a venir una amiga mía —le dijo Jin-Ho a Susan.

—¿Y qué?

—Se llama Athena, y a la hora del recreo siempre jugamos en el tobogán.

Bitsy intervino en la conversación de las niñas:

—Pero no son amigas desde hace tanto tiempo como vosotras dos, Susan. ¡Jin-Ho y tú sois amigas desde hace mucho más tiempo!

Tenía una habilidad asombrosa para escuchar dos conversaciones a la vez.

—Vuestra amistad se remonta a muchos años atrás —añadió—. ¡Imagínate, a lo mejor vuestras madres biológicas coreanas eran íntimas amigas!

Jin-Ho esquivó deliberadamente la mirada de Susan.

Al poco rato llegó Athena —salió del coche de sus padres mientras los demás iban ya hacia la casa—; resultó el tipo de niña que se quedaba muda cuando se encontraba entre adultos. Se paró en seco al verlos a todos allí, e inmediatamente se metió el pulgar en la boca. «¡Hola, Athena!», gritó Jin-Ho, pero Athena se quedó allí plantada, con un vestido blanco de volantes y con un regalo en las manos.

—Ve a saludarla —le susurró Bitsy a su hija.

Jin-Ho bajó los escalones de la entrada gritando «¡Ven! ¡Ven!», y Athena echó a andar muy despacito hacia ella. Cuando se encontraron cara a cara, Athena le puso el regalo en las manos a Jin-Ho. Por la forma del paquete, Jin-Ho dedujo que debía de ser un libro. «Gracias», dijo, pero Athena repuso: «Es para tu hermana», y Jin-Ho se quedó muy cortada. «Ya, ya lo sabía», dijo, y condujo a Athena hacia donde estaban los otros.

Bitsy, que llevaba a Xiu-Mei en brazos, se encargó de hacer las presentaciones. «Athena, ésta es la amiguita de Jin-Ho, Susan Yazdan. Y éstos son los padres de Susan, Sami y Ziba, y el abuelo de Jin-Ho, Dave…»

Athena volvió a meterse el pulgar en la boca. Llevaba un sinfín de trenzas adornadas con cuentas de colores, y una bolita de oro en cada oreja. Hacía mucho tiempo que Jin-Ho pedía que le perforaran las orejas para poder ponerse pendientes, pero su madre decía que tendría que esperar a cumplir dieciséis años.

Resultaba un tanto extraño sentarse en el salón con todos los globos flotando, pegados al techo. Curiosamente, nadie había pensado en ese detalle. Con las cuerdas de los globos colgando, parecía que lloviera del techo. Los adultos tenían que agachar la cabeza para hablar entre ellos, y eso les hacía estar incómodos. Entonces entró tío Abe sin llamar a la puerta y dijo: «¡Ahí va! ¿Qué es esto, una jungla?», y Bitsy contestó: «Está bien, pasemos al comedor. Athena, éstas son las primas de Jin-Ho: Deirdre, Bridget, Polly…».

Pero en el comedor tampoco estaban cómodos, porque los adultos se sentaron alrededor de la mesa como si fueran a servirles una comida, cuando lo único que había allí eran unas bandejas de postres, reservados para más tarde. «¿Y si traigo unos platos? —propuso Bitsy—. ¡Ah, espera! ¡Las bebidas! ¿Dónde hemos puesto las bebidas?». Y le entró la risa floja. A veces le pasaba eso. Le dijo a Ziba: «Inventar una tradición nueva no es tan fácil como parece».

—Voy a buscar las bebidas —decidió Ziba—. Quédate sentada —porque Bitsy tenía a Xiu-Mei en el regazo.

—Gracias, Ziba —repuso, y entonces se volvió hacia tía Jeannine—. Hoy esta niña está un poco pe-sa-di-ta —dijo—. Pero supongo que es lógico.

—¿Qué es eso que llevas en la boca, Xiu-Mei? —le preguntó tía Jeannine a la niña—. ¿Un pete?

—Es el último que queda —explicó Bitsy—. Cuando hayan llegado todos los invitados, lo ataremos al último globo y saldrá volando, volando… —por lo visto estaba hablando con Xiu-Mei, pero la niña fruncía el entrecejo y no paraba de masticar el chupete.

—Dale el regalo —le dijo Athena a Jin-Ho.

Se habían sentado en el asiento empotrado de la ventana, al lado de Polly, que llevaba los labios pintados casi de negro y seis pendientes en cada oreja, todos diferentes. Jin-Ho bajó al suelo y fue a darle el regalo de Athena a Xiu-Mei, y mientras Xiu-Mei rasgaba el envoltorio, llegaron los Copeland. Mercy Copeland dijo: «¡Lo siento! Me parece que el timbre de la puerta no funciona». Llevaba en brazos a Lucy, y los adultos le hicieron muchas fiestas. Lucy era tan mona que a Jin-Ho le daban ganas de morderla. Tenía las mejillas redondas y blanditas, los ojos azules como flores, y su cabello era una mata de rizos rubios. Al verla, la gente exclamaba: «¡Parece un ángel!». En realidad era mucho más mona que Xiu-Mei, que tenía el pelo liso y negro y los ojos rasgados. Además, aunque Lucy había ido con su chupete, éste colgaba de una cinta que llevaba al cuello; era un chupete de plástico transparente con lunares de colores, un chupete muy bonito que Jin-Ho nunca había visto. Por eso la boca de Lucy no estaba tapada como la de Xiu-Mei. Tenía una boquita monísima, muy pequeñita y fruncida. La niña llevaba una caja cuadrada envuelta con papel a rayas, y tan pronto como su madre la dejó en el suelo, fue tambaleándose hacia Xiu-Mei y se la puso en el regazo. «¡Oooh!», exclamaron todos, pero Xiu-Mei parecía más interesada en el chupete de lunares que en el regalo. Se inclinó hacia delante para agarrarlo, pero Lucy dio media vuelta y volvió con su madre. «Muchas gracias, Lucy —dijo Bitsy. Y añadió—: Gracias, Ziba», porque Ziba acababa de dejar el regalo de los Yazdan encima de la mesa. (Los Yazdan siempre llevaban regalos; eso era lo que a Jin-Ho más le gustaba de ellos.)

—¿Os conocéis todos? —preguntó Bitsy, y como nadie dijo nada, añadió—: Perfecto. Bueno, creo que antes que nada tendríamos que hacer lo de los globos, ¿qué os parece? Y liquidar el asunto.

—Sí, será como quitar una tirita —dijo Brad.

—Eso. Trae el último globo, Brad, y tú, Xiu-Mei, dame el pete…

Pero no esperó a que Xiu-Mei se lo diera, sino que se lo arrancó de la boca. Los labios de Xiu-Mei formaron una húmeda «o» de sorpresa y la niña miró alrededor como preguntándose qué había pasado. «Ya está», dijo su madre atando el chupete al globo. Era un globo rojo con estrellitas blancas. «¡El último pete! —proclamó su madre con un sonsonete—. ¿Estáis todos preparados? Que todo el mundo coja unos cuantos globos del salón, dos o tres cada uno. Saldremos afuera y los soltaremos».

Se levantó, se puso a Xiu-Mei en la cadera y guió a los demás hacia el salón. Los labios de Xiu-Mei seguían formando una «o». Jin-Ho estaba esperando que su hermana soltara un berrido, pero al parecer la pequeña estaba demasiado sorprendida.

—¿Vamos a soltar los globos? —le preguntó Athena a Jin-Ho.

—Sí —contestó Jin-Ho.

—Yo quiero llevarme el mío a casa.

—No puedes —dijo Susan, que estaba a su lado—. Tienes que soltarlo.

—En las otras fiestas te dejan llevártelos a casa.

—Cuando les han atado petes no, tonta —dijo Susan.

Athena parpadeó varias veces seguidas.

Entraron en el salón y cada uno eligió tres globos. Susan dijo: «Yo los quiero todos rosas», y al principio Jin-Ho no la entendió, porque los globos eran rojos, blancos y azules, algunos con estrellitas o rayas o ambas cosas, como si hubieran sobrado de una fiesta del 4 de Julio. Entonces comprendió que Susan se refería al color de los chupetes. Jin-Ho había cogido dos chupetes azules y uno amarillo. El amarillo era aquel chupete con forma de 8 inclinado, y eso la entristeció un poco, porque tenía grabada en la mente la imagen de Xiu-Mei chupándolo.

Pasaron por el comedor, por la cocina, por la puerta trasera y salieron al porche. Mercy Copeland dijo: «¡Oh! ¡Qué pena!». Acababa de fijarse en el olmo que había caído delante del garaje.

—Sí, es una pena —coincidió Bitsy—. Y no podemos sacar mi coche del garaje, ni los muebles del jardín.

Ella sólo llevaba un globo, el último, el de las estrellitas blancas. Xiu-Mei no llevaba ninguno. ¿No había dicho que cogería seis? Estaba sentada sobre la cadera de su madre, con el labio inferior un poco salido.

—¡Atención, por favor! —gritó Bitsy—. ¡Preparados, listos, ya!

Todos los globos salieron flotando. Pero iban a diferentes velocidades, y algunos no se alejaron mucho. Uno de los globos de Jin-Ho se enganchó en el olmo caído.

Otro que había soltado Susan aterrizó en el seto de los Sansom. Pero casi todos los demás lo consiguieron, y al cabo de un minuto ya no se veían los chupetes, sino sólo los globos a los que estaban atados, que parecían chinchetas rojas, blancas y azules clavadas en el despejado cielo. Bitsy tenía razón: era todo un espectáculo.

Entonces la señora Sansom dijo:

—¿Bitsy?

Estaba de pie al otro lado del seto, con un globo de Susan en la mano.

—Tengo el jardín lleno de chupetes, Bitsy —dijo.

—Ay, madre mía.

—Hay chupetes en los rosales, en los canalones y en el cornejo.

—Lo siento mucho, Dottie…

—¿Ves ese cable de televisión que cuelga del poste eléctrico, en el callejón? Allí también hay chupetes.

—Te prometo que los recogeremos todos —dijo Bitsy—. Ay, madre, no se me ocurrió pensar que…

—¡Xiu-Mei! —gritó Brad.

Bitsy se dio la vuelta hacia él, como si se alegrara de oírlo.

Estaba de pie en el porche trasero; Jin-Ho no se había percatado de que no estaba en el jardín, como todos los demás.

—¡A ver si el Hada de los Petes te ha traído algún regalo! —gritó Brad.

—¡Oooh! —gritaron todos, y—: ¡Vamos a verlo, Xiu-Mei!

Xiu-Mei no paraba de mirar las caras de la gente —todavía hacía un mohín de enfado— mientras su madre subía con ella los escalones para ver qué le había regalado el hada.

Bueno, no era una muñeca American Girl, pero el regalo no estaba mal: era una sillita de paseo de juguete. Xiu-Mei ya no tendría que pasear a sus muñecos en el carrito de la compra. Estaba delante de la chimenea, con un gran lazo rojo atado en el mango. «¿Verdad que a tus canguros les encantará?», dijo su madre. Xiu-Mei no contestó, pero cuando su madre la dejó en el suelo, fue a buscar el carrito de la compra, sacó de dentro a la mamá canguro y a su hijito y los puso en la sillita de paseo. Entonces empezó a pasearlos por el salón. Estaba rara sin el chupete en la boca, como si le faltara algo. Era tan bajita que, aunque la sillita era de juguete, tenía que levantar los brazos para asir el mango. Todos volvieron a exclamar: «¡Oooh!». Lucy se acercó a Xiu-Mei, tambaleándose, y sujetó también el mango, y las dos empujaron juntas la sillita mientras el padre de Jin-Ho y el de Lucy tomaban una fotografía tras otra.

En el comedor, Ziba sacaba los refrescos de la nevera portátil que había puesto encima de la mesa. A Jin-Ho no le dejaban beber refrescos, pero cogió uno y se lo llevó al asiento empotrado de la ventana, donde Athena y Polly ya estaban instaladas. «¿Te dolieron más los agujeros de la parte de arriba de las orejas que los de la parte de abajo?», le estaba preguntando Athena. «Yo también quiero hacerme más agujeros, pero mi mamá dice que no queda bien.»

—¿Que no queda bien? —dijo Polly—. Eso lo dice porque es una persona mayor —y las dos se sonrieron, como si fueran íntimas amigas y se conocieran de toda la vida. Ninguna de las dos le hizo ni caso a Jin-Ho.

Deirdre estaba en un rincón, de cara a la pared, hablando en voz baja por su teléfono móvil. Jin-Ho sabía que su prima tenía novio (sólo tenía trece años), y según Bitsy, era demasiado joven para salir con chicos. Y la pobre Bridget le estaba contando a Mercy Copeland a qué colegio iba, qué curso hacía y demás, mientras Mercy asentía, muy seria, y daba sorbitos a su refresco.

El refresco de Jin-Ho tenía sabor a metal, pero a lo mejor eso era normal.

Su padre estaba fotografiando a tío Abe y a tía Jeannine que, abrazados como dos estrellas de cine, sonreían mostrando los dientes, y tío Abe decía: «¡Cheddar! ¡Roquefort! ¡Camembert!», que era lo que hacía cuando quería poner una cara graciosa. Pero el padre de Lucy había dejado de tomar fotografías y estaba en el salón hablando con Sami. «Como mínimo necesitas tres megapíxeles», decía. Jin-Ho pasó a su lado, escondiendo la lata de su refresco por si tropezaba con su madre.

Pero ¿y su madre? Ah, sí, allí: plantada en los escalones del porche con el abuelo. Jin-Ho los veía a través de la puerta mosquitera. Estaban de espaldas a ella y ni siquiera la vieron cuando se acercó y pegó la nariz a la tela metálica de la puerta.

Su abuelo le decía a su madre que, de todas formas, tenía trabajo. En su jardín todavía había ramas del grosor de sus brazos. «Y no entiendo cómo se me ocurrió comprarme una motosierra eléctrica en lugar de una de gasolina —comentó—. Debí pensar que si necesitaba cortar algún árbol, quizá fuera a causa de una tormenta que me habría dejado sin luz. Así que voy a tener que utilizar una sierra manual, y todavía quedan como mínimo ocho o diez…».

—Lo entiendo, papá —lo atajó Bitsy—, y no quiero impedírtelo, de verdad. Pero si te marchas por algún otro motivo, si te marchas por culpa de Sami y Ziba… bueno, eso sería una tontería. ¡Les encanta verte! ¡No se sienten nada violentos!

—No, si ya lo sé —replicó Dave—. Te aseguro que no tiene nada que ver con ellos. Lo que pasa es que mi jardín… —dejó la frase sin acabar, y cuando volvió a hablar, cambió por completo de tema y dijo—: No paro de pensar en ello, intentando aclararme. Me digo: «Pero si ella parecía feliz; nunca me insinuó nada. ¿Por qué dejaría que yo me imaginara que me quería?». Recuerdo que me traía algo de comer y se sentaba conmigo a la mesa y me observaba para ver si me gustaba. Nadie volverá a hacer eso. ¡No quiero engañarme! Nadie más va a preocuparse tanto por mí, a mi edad.

Jin-Ho suponía que su madre le llevaría la contraria. Claro que se preocuparán por ti, diría. ¿Qué demonios estás diciendo? Pero lo que dijo fue: «Oh, papá. No es que pareciera feliz, es que era feliz. Los dos lo erais. Y ella te quería, te lo juro. Te quería muchísimo, de eso se daba cuenta todo el mundo, y yo lamento profundamente que no sigáis juntos».

—¡Psst! —dijo Brad a sus espaldas.

La niña se dio la vuelta y lo miró.

—Hazme un favor —susurró su padre—. Abre un poquito la puerta. Quiero hacerles una fotografía.

Jin-Ho empujó la puerta mosquitera procurando no hacer ruido. A veces el muelle hacía un chasquido, pero esa vez no lo hizo, afortunadamente. Su padre sacó la cámara por la rendija y pulsó el disparador.

—Gracias —susurró—. Ya está. Me parece que ha quedado muy bien. ¿Verdad que tu madre está guapa?

Sí, estaba muy guapa. Tenía el rostro vuelto hacia Dave y el sol iluminaba su liso cutis y la curva de sus carnosos labios.

Jin-Ho cerró la puerta mosquitera y siguió a su padre hasta el salón.

Su padre volvió a enfocar con la cámara a Xiu-Mei y a Lucy. Las niñas todavía estaban delante de la chimenea, pero habían dejado la sillita de paseo apartada y miraban a Susan, que dirigía un juego. Susan estaba de pie con los brazos en jarras, con ese aire de maestra de escuela mandona, y dijo:

—A ver, repetid conmigo: Bua, bua, bua, siempre lloramos a la hora de acostarnos.

Las niñas, obedientes, repitieron:

—Bua, bua…

—¡No! ¡Muy mal! ¿He dicho «Susan dice»? Repetid: Bua, bua, bua, siempre lloramos a la hora de comer.

—Bua, bua…

—Pero ¿qué os pasa, niñas? A ver. Susan dice: Bua, bua, bua, siempre lloramos a la hora de la clase de natación. —Bua, bua, bua…

Lucy hablaba muy bien para su edad, pero a Xiu-Mei costaba más entenderla, porque llevaba un chupete de lunares en la boca.

Maryam había ido a recoger a Susan a la Escuela de Ballet y Danza Moderna. Por desgracia, había llegado demasiado pronto, porque era la primera vez que iba allí y no había calculado bien el tiempo que tardaría. Estaba sustituyendo a Ziba, que tenía hora con el dentista.

Era un soleado día de finales de junio, y notaba el calor que desprendía la acera mientras esperaba delante de la escuela, un sencillo edificio de madera que quedaba un tanto apartado de la calle. Había otra mujer esperando, pero estaba muy entretenida persiguiendo a su hijito, así que sólo intercambiaron sonrisas, lo cual Maryam agradeció.

Entonces oyó una voz masculina:

—¿Maryam?

Maryam se dio la vuelta y vio a Dave Dickinson a su lado.

—Hola —dijo él.

—Hola —respondió ella.

No era la primera vez que se encontraban por casualidad. Un día, poco después de cortar, Maryam se lo había encontrado cuando él dejaba a Jin-Ho en casa de Sami y Ziba; y otra vez, unas semanas más tarde, cuando ella esperaba su turno en la cola de la oficina de correos. Pero eso había pasado hacía más de un año, y en ambas ocasiones él había estado tan cortante —la verdad era que casi no había hablado— que ahora ella no sabía cómo comportarse. Levantó la barbilla y se preparó para lo que pudiera venir.

Dave tenía ese cutis recio, bronceado y curtido que resultaba tan atractivo en los hombres mayores y tan poco atractivo en las mujeres. Llevaba el pelo demasiado largo, y si Maryam le hubiera tocado los rizos, éstos habrían rodeado sus dedos por completo.

—¿Viene Susan a dar clases aquí? —preguntó Dave.

—Sí. Está empezando ballet.

Jin-Ho también.

Sí, claro; de ahí debía de haber sacado Ziba la idea. Maryam debió haberlo imaginado. Dijo:

—Supongo que es el pánico del verano. Los padres no saben qué hacer con los hijos cuando termina el curso escolar.

—Sí, seguro que no es porque tienen un talento innato —repuso Dave—. Al menos, Jin-Ho no lo tiene. ¿Y Susan? ¿Tiene agilidad?

Maryam se encogió de hombros. De hecho, consideraba que Susan era muy ágil, pero no quería decírselo al abuelo de una niña tan torpe como Jin-Ho.

—Creo que sus padres sólo pretenden ofrecerle todas las posibilidades —dijo—. El año pasado la apuntaron a un campamento de artes plásticas.

—Ah, sí. Jin-Ho también fue.

Ambos sonrieron.

Entonces Dave dijo:

—Bitsy está enferma.

Fue la brusquedad con que hizo ese comentario lo que reveló a Maryam que se refería a algo grave. Esperó mirando a Dave a los ojos.

—Por eso he venido a buscar a mi nieta, porque Brad y Bitsy han ido al oncólogo. La semana pasada le extirparon un tumor del pecho y ahora están valorando las diversas posibilidades.

—Lo siento mucho, Dave —dijo Maryam—. Debe de ser terrible para ti.

—Sí, claro. Estoy muy preocupado.

—Pero continuamente salen tratamientos nuevos —añadió ella—. Y supongo que lo habrán cogido a tiempo.

—Sí, los médicos nos han dado muchas esperanzas. Lo que pasa es que es muy duro para todos nosotros.

—Por supuesto —dijo ella. Hizo visera con una mano, porque el sol le daba de lleno en la cara—. Espero que me llame si puedo ayudarla en algo —agregó—. Puedo ir a recoger a las niñas, llevarle comida…

—Ya se lo diré. Gracias. Sé que piensa hablar con Ziba tan pronto como estén seguros de cuál es el plan.

Se les acercó otra mujer que llevaba a su bebé en una sillita de paseo. Como ya no podían hablar sin que nadie los oyera, Dave cambió de tema.

—¡Bueno! —dijo—. ¿Vas a ir a la fiesta de la Llegada de este año? Ah, claro que vas a ir. Te toca a ti.

—No, no me toca a mí. Les toca a Sami y a Ziba. Y puede que ese día esté en Nueva York.

—¿En Nueva York?

—Kari, Danielle y yo queremos ir a ver unas obras de teatro.

—Pero eso puedes hacerlo siempre —argumentó él.

—Sí, pero hay una obra que no seguirá mucho tiempo en cartel. Además, ya sabes. En realidad ésa es una fiesta para gente joven. Me estoy haciendo vieja para esas cosas.

—¿Vieja? —saltó él, y la mujer de la sillita le lanzó una mirada de curiosidad a Maryam.

—Y por otra parte, cabe la posibilidad de que mi prima Farah venga a pasar unos días a mi casa —agregó Maryam.

—¿Vas a estar fuera y vas a tener una invitada? ¿Todo a la vez?

—Bueno, no exactamente en las mismas fechas…

Maryam desistió. Se quedó callada.

—Mira, Maryam —dijo Dave—. Es ridículo pensar que no podemos ir los dos a la misma fiesta.

Tenía gracia que eso lo dijera la misma persona que en su día le había dicho: «No, no podemos seguir viéndonos».

Pero Maryam concedió:

—Sí, claro, tienes razón.

—El año pasado tampoco viniste. Te perdiste una fiesta preciosa.

—Sí, ya me enteré. Ziba me lo contó todo.

—A Jin-Ho se le cayó la cinta de vídeo en el cuenco del ponche, pero pudimos recuperarla antes de que se estropeara. Y cuando cantamos Coming Round the Mountain montamos tal escándalo… Las primas gritaban «¡Hi, babe!» como si estuvieran asomadas a las ventanas de un burdel. Pero aparte de eso…

Maryam rió. (Siempre le había encantado la forma de expresarse de Dave.)

—Piénsatelo —dijo él.

—Vale.

Entonces las alumnas empezaron a salir por la puerta de la escuela —Jin-Ho y Susan fueron las primeras; Jin-Ho, con su densa melena, y Susan balanceando sus largas trenzas—, y cada uno se marchó por su cuenta.

Desde ese día una persistente tristeza se apoderó de Maryam. En parte, se debía a la noticia de la enfermedad de Bitsy, por supuesto. Maryam suponía —y esperaba fervientemente— que hubieran descubierto el cáncer a tiempo, pero aun así la desconsolaba pensar en lo mal que debían de estar pasándolo los Donaldson. Pero parte de esa tristeza la provocaba Dave. Al verlo se había acordado de esa mañana que él la despidió desde el porche de su casa, con unos pantalones de jardinero remendados, deshilachados y con bolsas en las rodillas. Lo echaba mucho de menos. Tanto, que no le interesaba saber hasta qué punto.

Le escribió una nota a Bitsy expresándole su preocupación y ofreciéndole cualquier ayuda que necesitara. «Pienso mucho en ti y te deseo todo lo mejor», escribió, y lamentó por enésima vez no ser religiosa, porque así habría podido ofrecerle también sus oraciones. «Espero que no dudes en llamarme si necesitas algo.» Vaciló un momento antes de firmar: ¿un abrazo?, ¿un beso? Al final se decidió por un «Con cariño», porque Bitsy podía tener sus defectos, pero al menos eran defectos bienintencionados. Era una mujer generosa y de buen corazón, y Maryam sentía por ella la misma compasión que habría sentido por una vieja amiga.

Desde que cortara con Dave, su mundo se había vuelto muy apacible. Bueno, antes también era apacible, pero en cierto modo su breve incursión en un estilo de vida más animado y más comprometido le hacía valorar el cómodo orden de su rutina diaria. Despertaba antes del amanecer, cuando el cielo todavía tenía un blanco nacarado y los pájaros apenas empezaban a estremecerse. Uno de los cardenales que vivían en su manzana tenía la costumbre de omitir la segunda nota de su trino y repetir sólo la primera con un despiadado y enérgico staccato. «¡Vite! ¡Vite! ¡Vite!», parecía que cantara, como si fuera un francés impaciente. Un avión a reacción trazaba una blanca estela en el cristal de la ventana, una línea recta perfecta, sin producir ningún ruido, y a veces una luna pálida y transparente todavía colgaba detrás del arce de los vecinos.

Se quedaba tumbada, poniendo en orden sus ideas, acariciando distraídamente al gato, que siempre dormía acurrucado contra su codo, hasta que el joven médico que vivía al final de la calle ponía en marcha su ruidoso coche e iniciaba su ronda de visitas matutinas. Ésa era la señal para que Maryam se levantara de la cama. ¡Qué anquilosada se estaba quedando! Daba la impresión de que todas las articulaciones de su cuerpo tenían que aprender a doblarse otra vez cada mañana.

Cuando salía de la ducha, el sol ya había ascendido y había más vecinos levantados. El cachorro de la casa de al lado salía disparado por la puerta, ladrando alegremente. Un bebé empezaba a llorar. Varios coches pasaban zumbando por la calle. En esa calle podías saber qué hora era con sólo contar los coches que pasaban y fijarte en la velocidad a la que circulaban.

Se vestía con cuidado, y hasta se ponía perfilador de ojos; no era de esas mujeres que se levantan y se ponen la bata. Hacía la cama y recogía el vaso de agua y el libro con que se había quedado dormida, y sólo entonces bajaba al piso de abajo, seguida del gato, al que le gustaba enroscarse alrededor de sus pies.

Té. Pan árabe tostado. Un trozo de feta. Mientras se hacía el té, Maryam ponía la plata encima de un mantel individual de paja. Le llenaba el cuenco de agua a Moosh y comprobaba si le quedaba comida. Salía afuera a buscar el periódico, y sólo echaba un vistazo a los titulares antes de dejarlo y sentarse a desayunar. (Prefería concentrarse primero en una cosa y luego en la otra.) El té estaba caliente y tenía un efecto tonificante. El feta era búlgaro, cremoso y no demasiado salado. Ponía la silla donde le diera el sol, que doraba la piel de sus brazos y le acariciaba la cabeza.

¡Qué limitada era la vida que llevaba! Tenía un solo hijo, ya mayor, una nuera, una nieta y tres amigas íntimas. Su trabajo no le deparaba sorpresas. Llevaba décadas sin cambiar la decoración de su casa. En enero del año siguiente cumpliría sesenta y cinco años; no era vieja, pero aun así, lo único que podía pasar con su mundo era que a partir de entonces fuera estrechándose aún más. Ese pensamiento, en lugar de desasosegarla, la consolaba.

La semana anterior había visto una nota necrológica de una mujer de setenta y ocho años de Lutherville. A la señora Cotton le gustaban la jardinería y la costura, rezaba el texto. Sus familiares cuentan que casi nunca se ponía la misma ropa dos veces.

No cabía duda de que, de niña, la señora Cotton debía de haber imaginado que la vida sería algo más dramático, y sin embargo, Maryam no creía que aquella mujer hubiera vivido mal.

Los miércoles —el único día de la semana que trabajaba, en verano— iba a Julia Jessup poco después de las nueve, cuando ya había pasado la hora punta. Saludaba al conserje, abría el correo, se ocupaba del papeleo. El olor de los suelos encerados le hacía sentirse virtuosa, como si los hubiera encerado ella, y obtenía una sensación de logro al arrancar del calendario las páginas de la semana anterior. La guardería sin los niños —sin sus «¡Hola, señora Yaz! ¡Buenos días, señora Yaz!»— le producía una suave punzada de nostalgia. En el tablón de anuncios, un guante del invierno anterior que nadie había reclamado parecía proclamar a gritos su existencia.

Si no era miércoles, se llevaba el periódico al soleado porche después de recoger los platos del desayuno. Leía con desgana —malas noticias, más malas noticias que le hacían sacudir la cabeza y pasar la página—. Entonces dejaba el periódico en la bolsa de reciclaje de debajo del fregadero e iba a desherbar sus arriates de flores, o pagaba algunas facturas sentada al escritorio de la antigua habitación de Sami, o se ponía a hacer alguna tarea doméstica. Muy pocas veces se dejaba ver en público por la mañana. Sólo salía para ir a trabajar. Si se dejaba ver en público, tenía que hablar. Y eso aumentaba las posibilidades de cometer errores.

Se había percatado de que, a medida que se hacía mayor, cada vez le costaba más hablar en inglés. Pedía «ze-llos» en lugar de «sellos», o confundía los pronombres «él» y «ella», y sólo se daba cuenta de que se había equivocado cuando veía la expresión de desconcierto de su interlocutor. Y entonces se sentía agotada. ¿Qué más daba?, se preguntaba. ¿Qué necesidad tenía una lengua de diferenciar los sexos? ¿Por qué tenía que tomarse ella la molestia de afinar tanto?

La verdad, en público se sentía más sola que en su casa.

Antes de comer solía dar un largo paseo; todos los días hacía la misma ruta y sonreía a los mismos vecinos, a los mismos perros y a los mismos bebés, y se fijaba en un nuevo arbolito o en el cambio de color de una casa. En verano era cuando llamaban a los pintores y a los jardineros. Los empleados irrumpían en el vecindario como un batallón de aplicadas hormigas, y un buen día Maryam se encontraba a su fontanero favorito, por ejemplo, revolviendo las herramientas en su furgoneta.

Hacía calor, pero eso a ella no le molestaba. Tenía la sensación de que cuando hacía calor se movía con más fluidez. La película de sudor de su cara la transportaba a las asfixiantes noches de Teherán, cuando su familia y ella subían los colchones al terrado y dormían allí, desde donde podían contemplar la ciudad y ver a todas las otras familias que también habían puesto sus colchones en los terrados, como si todas las casas se hubieran abierto para mostrar la vida que discurría en su interior. Y entonces, al amanecer, los despertaba la llamada a la oración.

No era exactamente que le hubiera gustado volver allí (ya entonces, esa forma de vida, con tan poca intimidad, iba en contra de sus principios), pero no le habría importado oír una vez más ese grito lejano desde el minarete.

Después del paseo, volvía a casa, se lavaba la cara con agua fría y se preparaba una comida ligera. Hacía unas cuantas llamadas. Revisaba el correo. A veces pasaba a verla Ziba con Susan. Otras veces dejaba a Susan allí mientras iba a hacer encargos; ésos eran los días que más le gustaban a Maryam. Cuando no había otros adultos alrededor, era más fácil divertir a un niño. Dejaba que Susan jugara con su joyero, deslizando cadenas de oro y racimos de turquesas entre sus dedos. Le enseñaba los álbumes de fotografías. «Éste es mi tío abuelo materno, Amir Ahmad. El bebé que tiene en las rodillas es su séptimo hijo. En aquella época, no era corriente que un hombre tuviera en brazos a un bebé. Debía de ser una persona interesante.» Estudiaba la inexpresiva cara de su tío abuelo, adusta, con una barba rectangular, rematada con un grueso turbante negro. Sólo conservaba un vago recuerdo de él. «Y éste es mi padre, Sadredin. Murió cuando yo tenía cuatro años. Habría sido tu bisabuelo.» Pero ¿lo habría sido? Sus palabras sonaron falsas en el mismo instante en que las pronunció. Aunque se sentía muy unida a Susan —tan unida a ella como podía sentirse cualquier abuela a su nieta—, le costaba imaginar que existiera el mínimo vínculo entre sus parientes iraníes y ese duendecillo asiático con su liso cabello negro, sus exóticos ojos negros y su piel, pálida, opaca y tan desprovista de textura como el hueso.

A veces Ziba también dejaba a Jin-Ho con Maryam, y en dos ocasiones se quedó Xiu-Mei. Ziba se ocupaba a ratos de ellas durante el mes de julio, porque Bitsy había empezado un tratamiento de quimioterapia que le daba mucho sueño. Pero Ziba le contó a Maryam que todo estaba yendo muy bien. «¿Seguro que no te importa, Mari-june? —le preguntaba—. Te prometo que no tardaré mucho». Maryam contestaba: «Claro que no me importa», y lo decía sinceramente. Para empezar, de esa manera ayudaba a Bitsy. Además, si había dos o tres niñas, se distraían solas. Lo único que hacía Maryam era ofrecerles algo para picar en algún momento de la visita —galletas caseras, o pastel de chocolate y zumo de manzana que se bebían en unas tacitas esmaltadas para hacer ver que era té.

Jin-Ho ya le pasaba un palmo a Susan, y había pedido a todos que la llamaran «Jo», aunque nadie se acordaba de hacerlo. Xiu-Mei todavía era menuda y frágil, pero muy batalladora, y tenía sus propias opiniones. Llevaba ropa que había heredado de Jin-Ho y de Susan; resultaba chocante verla con los gastados peleles de Susan y las sandalias viejas de Jin-Ho, y con un chupete colgado de una cinta que llevaba al cuello.

A última hora de la tarde, cuando volvía a quedarse sola, Maryam se aventuraba por fin a salir a comprar lo que necesitaba. A continuación preparaba una cena en toda regla, aunque fuera a comérsela sola. Pero a menudo pasaban a verla sus amigas. O iba ella a sus casas. Las cuatro eran excelentes cocineras. Cada una tenía una especialidad diferente: cocina turca, griega, francesa, e iraní. No era de extrañar que cada vez fueran menos a cenar a restaurantes.

Cuando se vestía para una velada con sus amigas, Maryam ya no se ponía tan ansiosa como en otros tiempos, cuando se arreglaba para ir a algún evento social. Entonces podía cambiarse varias veces antes de decidir qué iba a ponerse, y solía preparar una lista mental de tácticas para entablar conversación. Y no era sólo por la edad (aunque eso ayudaba, desde luego); era porque había eliminado de su vida a la gente con la que no se sentía cómoda. Ya no aceptaba invitaciones a esas fiestas sin sentido, superficiales, que Kiyan y ella habían tenido que soportar. A veces sus amigas censuraban esa actitud. Al menos, Danielle. Danielle siempre estaba buscando nuevas amistades y nuevas experiencias. Pero Maryam decía: «¿Para qué voy a molestarme? Algo bueno tenía que tener hacerse vieja: ahora sé lo que me gusta y lo que no me gusta».

Siempre que Danielle oía la palabra «vieja», arrugaba la nariz con disgusto. Pero las otras dos mujeres asentían con la cabeza. Ellas sí entendían a Maryam.

Hablaban mucho de la vejez. Hablaban de adónde se dirigía el mundo; hablaban de libros, películas y obras de teatro, y Danielle hablaba de hombres. En cambio, hablaban muy poco de sus hijos y de sus nietos, a menos que hubiera estallado alguna crisis concreta. Pero casi siempre surgía el tema de los americanos, y lo abordaban con un tono desenfadado y chistoso. No se cansaban nunca de hablar de los americanos.

Tanto si Maryam había cenado fuera o no, por norma siempre se acostaba a las diez. Leía hasta que le pesaban los párpados —a veces, hasta dos o tres horas—, y entonces apagaba la luz y se deslizaba un poco más bajo las sábanas y abrazaba a Moosh. Fuera, el solitario sinsonte del barrio cantaba en el sicómoro, y Maryam se quedaba dormida agradeciendo la altura de los árboles, porque el canto de los pájaros descendía desde lo alto y porque eran maravillosos también durante las lluvias de verano, cuando producían un continuo murmullo que a ella le sonaba a un tranquilizador «aaah».

Una mañana contestó el teléfono y una mujer dijo:

—¿Maryam?

Fue la pronunciación lo que permitió a Maryam saber que era Bitsy. (Bitsy siempre había alargado exageradamente las aes de Maryam, sin duda porque creía que las aes extranjeras no podían ser breves.) Tenía la voz débil y un tanto ronca, como si acabara de recuperarse de un resfriado. De hecho, Maryam la oyó toser.

—¿Eres tú, Bitsy? ¿Cómo estás?

—Bien —contestó Bitsy—. El tratamiento ha sido duro, pero ya lo he terminado y los médicos están muy contentos —entonces volvió a toser y dijo—: Perdona, son los efectos secundarios. Pero dicen que eso no tiene importancia. En fin, gracias por tu nota. Debí contestarte hace mucho tiempo.

—No, mujer, no tenías que contestarme. Sólo en caso de que necesitaras algún tipo de ayuda.

—Bueno, aunque sólo fuera para agradecerte que te preocuparas por mí. ¡Me alegró tanto saber de ti! Te he echado mucho de menos. Todos te hemos echado de menos. Estamos deseando verte en la fiesta de Sami y Ziba.

—Ah, ya, la… fiesta de la Llegada.

—Mi padre me comentó que quizá irías.

—Bueno, le dije que me lo pensaría —puntualizó Maryam—. Pero este verano está siendo muy complicado; no estoy segura de si…

—¡Sería como en los viejos tiempos! —la interrumpió Bitsy, con tanto entusiasmo que volvió a toser—. El año pasado no fue lo mismo. Hasta Xiu-Mei lo notó. Me preguntó: «¿Dónde está Mari-june?». No soporto pensar que vayas a desaparecer para siempre de nuestras vidas.

—Caramba. Gracias, Bitsy —dijo Maryam.

De pronto, las excusas que estaba a punto de ofrecer —Nueva York, la visita de Farah— parecían inconsistentes. Decidió decir la verdad.

—Es que me da miedo sentirme violenta.

—¿Violenta? ¡No digas tonterías! Somos todos personas adultas.

Ese argumento la decepcionó, aunque Maryam no sabía por qué. ¿Qué esperaba oírle decir a Bitsy? Se sintió dolida.

—Me consta que tu padre cree que no sobrellevé muy bien la situación —dijo.

—A ver, ¿eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando? Estamos hablando de una pequeña reunión familiar —razonó Bitsy—. Mecachis, deberíamos ir y raptarte.

—Sí, quizá sí —dijo Maryam tal vez con un tono más amargo del que ella pretendía, porque Bitsy dijo:

—Bueno, perdóname, Maryam. Soy un poco entrometida, ya lo sé.

Y era verdad. Pero Maryam replicó:

—Nada de eso, Bitsy. Eres muy amable. Y te agradezco mucho que me hayas llamado —y entonces, tratando de ponerse a la altura de la energía de Bitsy, añadió—: Pero ¡todavía no me has dicho cómo puedo ayudarte! Por favor, pídeme algo.

—Nada, de verdad. Gracias —dijo Bitsy—. Cada día me encuentro mejor. Te sorprenderías. Espera a verme en la fiesta del Día de la Llegada.

Bitsy era así. Siempre tenía que decir la última palabra, pensó Maryam al colgar el auricular.

—¿Cómo piensas decírselo a tu familia? —le había preguntado él—. Estaban tan contentos. ¿Cómo vas a explicarles que has cambiado de idea?

—Ya se lo he dicho. Vengo de allí —contestó ella.

Al ver la expresión de su rostro, Maryam lamentó no haberse callado.

—¿Se lo has dicho antes que a mí? —preguntó Dave.

—Pues… sí.

—¿Cómo has podido hacer eso, Maryam?

—No lo sé —respondió ella con voz cansina. Ya no tenía fuerzas para defenderse—. Lo he hecho, y ya está.

Sin embargo, en ese momento ella se preguntó lo mismo. ¿Por qué se lo había contado primero a ellos? ¡Qué forma de proceder tan extraña!

¿Acaso en el fondo confiaba en que Sami y Ziba la convencerían de que no lo hiciera?

Ojalá no hubiera admitido que se lo había contado. De ese modo, quizá Dave se hubiera avenido a que siguieran viéndose.

Maryam se había enamorado de Dave mientras estaba distraída mirando hacia otro lado, por decirlo así. Se había llevado una sorpresa. Al principio, él sólo era otro hombre desafortunado que necesitaba desesperadamente una compañera; un hombre agradable, pero ¿qué significaba eso para ella? Incluso después de que empezaran a salir juntos, Maryam no se sentía… ligada a él, como se había sentido ligada a Kiyan. «En serio, Dave —le había dicho un día—, no tenemos nada en común. No tenemos un pasado común. No puedo ni imaginar cómo debió de ser tu infancia».

—¿Mi infancia? —se extrañó él—. ¿De dónde has sacado esa idea? ¿Qué tiene que ver mi infancia? Lo que importa de verdad es a lo que al final hemos quedado reducidos, lo que queda de nosotros, los restos, la esencia.

Sí, de acuerdo; Dave era muy persuasivo. Cuando decía esas cosas, Maryam entendía su punto de vista. Pero sólo mientras él las estaba diciendo.

Ese verano, Maryam se había marchado a Vermont con la sensación de que huía de algo. En cierto modo, contra lo que le indicaba su intuición, había empezado a ver demasiado a Dave, y de pronto había surgido una oportunidad para recuperar cierta distancia. Al encontrarse con Farah, se había puesto a hablar con ella en farsi con un entusiasmo que hizo reír a su prima. «¡Maryam! ¡Frena un poco! ¡No te entiendo! Oye, ¿hablas con acento?»

¿Hablaba con acento? ¿En su propio idioma? Y ¿cuál era en realidad su idioma? ¿Tenía un idioma, a esas alturas?

Había frenado. Había vuelto a adaptarse al ritmo lento de Farah. Tumbada sin hacer nada en un sillón reclinable, a la sombra de los pinos del patio trasero, observaba con disimulo a William y se preguntaba cómo había podido adaptarse Farah a una persona tan extravagante. Ese verano, William estaba perfeccionando un quitamanchas con el que estaba seguro de que ganaría millones. «La idea original era crear un líquido corrector de secado ultrarrápido para mecanógrafos —le había confesado a Maryam—. Se me ocurrió hace muchos años. “D’elite”, pensaba llamarlo. “D”, apóstrofe, “élite”, ¿sabes? Pero claro, los mecanógrafos se extinguieron, así que he inventado un nuevo uso para el mismo producto. ¡Y lo mejor de todo es que ni siquiera he tenido que cambiarle el nombre! ¡“D’elite”! ¿No te encanta?».

Entre tanto, Farah, tumbada a su lado, murmuraba algo en farsi, como si William no hubiera dicho nada. «¿Por qué será que en este país las mujeres mayores se cortan el pelo como si fueran monjas? ¿Por qué las mujeres de clase alta nunca van suficientemente maquilladas?»

Competían por la atención de Maryam como dos niños pequeños; y Maryam descubrió con sorpresa que prefería a William por su entusiasmo, su inocencia, su simpático optimismo. Farah emanaba un hastío que a veces te desmoralizaba. Maryam sonrió a William y de pronto pensó en Dave. En realidad, Dave no se parecía en nada a William, no era tan exagerado ni tan excéntrico, pero aun así…

«No sé por qué, pero la gente buena de verdad siempre me pone triste», le había confesado Kiyan una vez. En ese momento, Maryam entendió lo que su marido había querido decir.

Había escrito a Dave durante las vacaciones en Vermont para decirle que lo echaba de menos. Bueno, no se lo había dicho tan abiertamente. («Me lo estoy pasando muy bien aquí, pero pienso constantemente en ti y me pregunto qué estarás haciendo.») Sin embargo, sabía el efecto que tendrían sus palabras. Al meter la carta por la ranura del buzón, la había aguantado unos instantes, indecisa, antes de soltarla y dejarla caer. Y entonces pensó: «¿Qué he hecho?», y deseó poder recuperarla.

Pero cuando Dave fue a recogerla al aeropuerto, se comportó como siempre. Era evidente que se alegraba de verla, pero no mencionó su carta ni se portó como si algo hubiera cambiado. «¿Te lo has pasado bien? —le preguntó—. ¿Habéis cotilleado a gusto?». Maryam se moría de vergüenza. ¡Qué presuntuosa había sido al creer que a Dave podía importarle lo que había escrito! Maryam lo trató con frialdad, y lo mandó a su casa temprano. Luego se pasó toda la noche dando vueltas en la cama, lamentándose de haber perdido la última ocasión para enamorarse. Se convertiría definitivamente en una de esas viudas decididas a ser joviales que iban tirando solas.

¡Oh, el desesperante tira y afloja del romance! ¡Los avances y los retrocesos, las heridas secretas, las retiradas estratégicas!

¿Y si el verdadero choque de culturas era el de los dos sexos?

Al día siguiente, Dave se presentó en casa de Maryam cuando ella estaba comiendo.

—He recibido tu carta —dijo.

—¿Qué carta?

—Acaban de entregármela hace unos minutos. Llegaste tú antes que ella.

—¡Ah!

—¿Pensabas constantemente en mí, Maryam? ¿Me echabas de menos?

Entonces, antes de que ella pudiera contestar, Dave la abrazó y la cubrió de besos. «¡Me echabas de menos! —decía una y otra vez—. ¡Me quieres!», y ella reía y le devolvía los besos e intentaba respirar, todo a la vez.

No se parecía en nada a su matrimonio. Esta vez, Maryam sabía que las personas morían; que todo tenía un fin; que aunque Dave y ella pasaran todo el día y toda la noche juntos, llegaría un momento en que ella diría: «Mañana hará dos años que lo vi por última vez». O lo diría él. Ambos eran mucho más conscientes que cualquier joven pareja de dónde se estaban metiendo.

Eso hacía que no discutieran fácilmente ni se ofendieran por cualquier tontería. No perdían el tiempo con peleas ridículas. Ella se mostraba tolerante con el desorden de Dave y con su manía de leer el periódico en voz alta. («Escucha esto: “Tengo una casa de tres millones de dólares —le dijo el boxeador, jactancioso, al entrevistador—, y sábanas de diez mil hilos”. ¡Diez mil hilos! ¿Tú te lo crees?».) Él, por su parte, aprendió que Maryam se reanimaba con un sencillo cuenco de arroz blanco cuando estaba griposa o cansada; y cuando Moosh desapareció dos días, Dave imprimió una docena de carteles que rezaban perdido, recompensa y niña desconsolada. «¿Niña desconsolada? —preguntó Maryam—. ¿Qué significa eso? Aquí no hay ninguna niña».

«Eres tú —dijo él—. La niña eres tú». Le cogió la cara con ambas manos y la besó en la coronilla.

Y tenía razón.

Maryam fantaseaba pensando en que viajaba en una máquina del tiempo hasta épocas muy lejanas. A la prehistoria, por ejemplo, donde podía ver cómo se había desarrollado el lenguaje. O a la época de Jesús; ¿qué demonios había pasado allí? Pero últimamente elegía un periodo mucho más reciente. Le habría gustado embarcar otra vez en un avión de la compañía boac para ir a visitar a su madre, y cruzar la pista con sus zapatos de tacón y sentarse en el asiento y sonreír a las azafatas con sus uniformes de diseño aerodinámico. Le habría gustado cenar con Kiyan en el viejo restaurante Golden Arm de Johnny Unitas, en York Road. (Habría pedido la famosa ensalada de gambas y las crujientes rodajas de berenjena fritas, y la camarera habría tarareado Strangers in the Night mientras les servía la cena.)

Entonces recordaba que siempre que Kiyan y ella comían fuera, Kiyan se pasaba horas estudiando la carta, hasta que al final elegía su comida; y cuando se la llevaban, miraba su plato, miraba el de Maryam, volvía a mirar el suyo y decía: «¡Qué desgraciado soy!». Eso la sacaba de quicio.

O esa vez que Maryam le vació todo el cuenco de yogur en el plato. Maryam se había pasado toda la tarde preparando el plato preferido de su marido, baghali polo. Había tenido que pelar una a una las judías blancas, hasta que las yemas de los dedos se le quedaron arrugadas; y cuando dejó la bandeja en la mesa, él dijo: «Veo que no le has puesto yogur por encima». Un comentario perdonable, pero inadecuado para ese momento, y por eso fue por lo que el cuenco de yogur acabó donde acabó.

Se recordaba ruin y poco generosa. Debería haberle dicho a Kiyan: «Toma, cómete mi ensalada de gambas, si lo prefieres», y «¿Yogur? Pues claro. Voy a buscarlo». Pero entonces le molestaban las continuas exigencias de su marido. Todavía no se le había ocurrido pensar que una vida en la que nadie la necesitara sería una vida apagada, insulsa, patética.

¿Acaso no era eso lo que la había atraído hacia Dave? Era tan evidente que ella podía hacerlo feliz. Lo único que tenía que hacer era pronunciar un «sí»; ¿cuánto tiempo hacía que ella no tenía ese poder? Seducida por la necesidad, pensaba, imaginándose el llamativo título de un chabacano cómic amoroso. Al final, ésa había sido su perdición: el deseo de sentirse necesitada.

Qué idiota.

Por ver cumplido ese deseo de sentirse necesitada se había liado con un hombre por completo inapropiado. (Tenían tan pocas cosas en común como si Maryam lo hubiera elegido extrayendo su nombre de un sombrero.) Era un americano ingenuo, complaciente y ajeno a todo, convencido de que su forma de hacer las cosas era la única y de que tenía derecho a reorganizar la vida de Maryam. Ella se había derrumbado en el momento en que él dijo: «Entra», pese a saber muy bien que esa inclusión sólo era una utopía. Y ¿por qué? Porque Maryam había creído que ella podía ser importante para él.

—¿Cómo has podido hacer eso, Maryam? —le había preguntado Dave. Y—: ¿Cómo vas a explicar que lo has echado todo por la borda?

A veces, últimamente, tenía la sensación de que había vuelto a emigrar. Una vez más, había dejado atrás a su antiguo yo y se había trasladado a una tierra extraña, y había perdido toda esperanza de regresar.

La razón por la que ese año Farah iba a ir a visitar a Maryam, y no al revés, era que William se había propuesto cambiar todos los suelos de la casa y dijo que todo resultaría más fácil si Farah no estaba. Pero su visita no coincidió exactamente con la fiesta del Día de la Llegada; eso sólo había sido una coartada. Farah llegó un viernes por la tarde de finales de julio, y se llevó tanta ropa que cualquiera hubiera pensado que iba a quedarse un mes en lugar de un fin de semana. Le regaló a su anfitriona una caja de hojalata pintada y llena de azafrán. (Como vivía en Vermont, una zona rural, no tenía ni idea de que el azafrán ya se podía comprar en casi todos los supermercados.) «Lo he comprado por internet —explicó—. ¡Me he convertido en una fan de internet! ¡Tendrías que verme con el ratón! ¡Clic, clic!». También había llevado unas muestras de cartón pintadas imitando la madera, de diferentes tonos de marrón y amarillo. «¿Qué crees tú, Mari-june? ¿Qué acabado te gusta más para los suelos? A mí me gusta éste, y a William, éste.»

Para Maryam había poca diferencia, pero dijo:

—Prefiero el que has elegido tú.

—¡Sabía que coincidirías conmigo! Esta noche llamaré a William y se lo diré —y luego añadió—: Oh, Maryam, los americanos saben hacer de todo. Desatascar un retrete, cambiar un interruptor… Bueno, tú ya lo sabes —de pronto se aturulló un poco, y Maryam no lo entendió hasta que su prima le preguntó—: ¿Tienes noticias de él?

—¿De…? Ah. De Dave —dijo Maryam—. No.

—Bueno, tus razones tendrás —dijo Farah, tolerante—. ¿Te acuerdas de tía Nava? Todo el mundo la animaba a casarse con el hombre que su padre había elegido para ella. Y ella decía: no, no, no, y sus padres estaban hartos, pero no podían obligarla, claro. Así que una noche estaba tumbada en la cama; su padre llama a la puerta: «Nava-june, ¿estás despierta? Nava, june-am», dice…

¡Ah, esas viejas historias, repetidas con la entonación y la inflexión justas, con sus teatrales pausas! Maryam se relajó y se dejó llevar como si escuchara música.

Pero en general, la visita de su prima no resultó muy relajante. De hecho, esas visitas nunca eran relajantes, porque Farah tenía mucho interés en ponerse al día con sus amistades. Primero invitaron a cenar a Sami, Ziba y Susan; Farah le hizo carantoñas a Susan y le enseñó todos los regalos que le había llevado. Eso a Maryam no le importaba; al fin y al cabo, su propia familia no la cansaba. Pero después tuvieron que ir a Washington a visitar a los padres de Ziba, que adoraban a Farah (seguro que la encontraban mucho más simpática que a Maryam) y nunca dejaban de celebrar una fiesta en su honor cuando iba por allí. Una gran fiesta, con abundante caviar y vodka helado, en la que Farah se exhibió como una reina. Estaba pletórica, no paraba de agitar los enjoyados dedos y reía echando la cabeza hacia atrás. Y tuvo la deferencia de procurar que Maryam se sintiera incluida. «Todos conocéis a Maryam, ¿no? ¡Es mi prima favorita! Nos criamos juntas.» Maryam se le acercó con una sonrisa forzada en los labios y le ofreció una mano; pero ella no se sentía una más del grupo. Tan pronto como pudo, se retiró a un rincón, donde encontró a Sami leyéndole a Susan un libro ilustrado sobre Persépolis. (Él tampoco era un miembro más del grupo, pese a que Ziba circulaba feliz entre los invitados más jóvenes por la salita de estar.)

—Si viviéramos en Irán —le dijo Maryam a Sami—, todas las noches serían así.

Sami levantó la cabeza y dijo:

—¿También ahora?

—Bueno… —dijo Maryam. La verdad es que no estaba segura—. ¡Cómo odiaba todo esto cuando era niña! En todas las reuniones familiares, acababa sentada dónde estás tú ahora.

Se preguntó si eso de retraerse, de no participar en la alegría general, tendría una causa genética. Era la primera vez que se le ocurría pensar que tal vez le había transmitido ese rasgo a su hijo.

El último día de Farah en Baltimore, un domingo, fueron a comprar a un gran centro comercial y Farah se enamoró de una tienda de saldos de ropa para adolescentes. Se compró un sinfín de pantalones anchos de rayón que parecían extravagantes y sofisticados cuando se los probaba (ni eran saldos, ni ropa para adolescentes). Luego fueron a comer al autoservicio. «Y tú ¿qué te has comprado? Nada —dijo Farah con una mezcla de cariño y reproche—. Mira, Maryam-jon, en el mundo hay dos clases de personas. Unas van de compras y vuelven con demasiadas cosas y dicen: “Oh, me he pasado”. Y otras vuelven con las manos vacías y dicen: “Oh, qué pena que no me haya comprado aquello y lo otro”.».

Maryam no pudo evitar reírse. Era verdad que a menudo veía algo que le gustaba, pero le daba una pereza terrible realizar la transacción; requería demasiada energía, así que dejaba pasar la oportunidad, y luego se arrepentía.

Por la tarde cocinaron juntas y prepararon algunos de los platos iraníes que más éxito habían tenido con los extranjeros, y esa noche, las tres amigas de Maryam fueron a cenar a su casa. Conocían a Farah de anteriores visitas, de modo que fue una velada muy agradable y relajada. Maryam iba de la cocina al comedor mientras Farah distraía a las invitadas con una descripción de la fiesta de los Hakimi. «En realidad había dos fiestas, la de los viejos y la de los jóvenes», explicó. Maryam entendió al instante a qué se refería, aunque entonces no había reparado en ello. «Los viejos iban muy emperifollados, y los jóvenes, con vaqueros. Los viejos escuchaban a la cantante Googoosh en el equipo de música del piso de arriba, mientras los jóvenes bailaban música chumba-chumba en la salita de estar.»

Entonces dijo: «Los jóvenes están perdiendo su cultura. Lo veo en todas partes. Siguen celebrando el Año Nuevo, pero cuando se encuentran en una de esas reuniones no están muy seguros de qué tienen que hacer. Cumplen con todas las formalidades, pero no paran de mirar a los demás para ver si lo están haciendo bien. Intentan participar, pero no saben cómo. ¿Verdad, Maryam? ¿Estás de acuerdo conmigo?».

Las invitadas miraron a Maryam, esperando su respuesta. Y aunque ella podría haberse limitado a decir «Sí», sin profundizar más en ese asunto, de pronto se sintió culpable, como si fuera una impostora. ¿Qué derecho tenía ella a emitir juicios? Ella también se había alejado de su cultura. Siempre había estado apartada de ella. En cierto modo, por alguna razón que no habría sabido especificar, nunca se había sentido cómoda ni en su país ni en ningún otro sitio, y quizá fuera por eso por lo que sus mejores amigas eran extranjeras. Kari, Danielle y Calista: todas eran forasteras.

«¿No estás de acuerdo, Mari-june?», volvió a preguntarle Farah, y Maryam se quedó plantada en el umbral de la cocina con un cuenco de ensalada en las manos y se preguntó si todas las decisiones que había tomado en la vida habrían estado dirigidas a preservar su diferencia.

Ziba le dijo a Maryam que en la fiesta del Día de la Llegada quería hacer algo diferente.

—Nos estamos repitiendo mucho con la comida iraní —dijo—. He pensado que podríamos comer sushi.

—¿Sushi? —se extrañó Maryam. Al principio creyó que lo había oído mal.

—Podría encargarlo en esa tienda de Towson.

—Ah. Bueno, pero…

—Podría comprar rollitos California para mis padres y mis hermanos. Seguro que no querrán pescado crudo.

—Pero los rollitos California llevan cangrejo —objetó Maryam.

—Sí, pero ya nadie respeta esas viejas restricciones. La Navidad pasada, la mujer de Hassan sirvió langosta.

¿Y los Donaldson?, quería preguntar Maryam. ¡Los Donaldson se quedarían anonadados! ¡Echarían de menos los platos medio orientales!

Pero se limitó a decir:

—Ya me dirás qué quieres que lleve.

—Una botella de sake, por ejemplo —dijo Ziba.

Maryam rió, pero Ziba no. Era evidente que lo había dicho en serio.

Ese año Maryam pensaba asistir a la fiesta. Había hablado seriamente consigo misma. Se había dado cuenta de que era cobarde por su parte no haber ido a la fiesta del año anterior. Por lo visto todavía le importaban demasiado las opiniones de los demás. A su edad, debía ser capaz de decir: «Y si la situación es un poco violenta, ¿qué más da?».

Escogió con tiempo la ropa que se pondría, quizá pensándoselo demasiado, y le preguntó al dependiente de la tienda de licores qué marca de sake debía comprar. La noche antes de la fiesta durmió mal. De hecho, habría asegurado que no había pegado ojo, pero recordaba haber tenido un sueño, así que en algún momento debió de quedarse dormida. Soñó que estaba en la escuela primaria y que las niñas de su clase cantaban la canción de la gallina. «Jig, jig, jujehayam», cantaban con unas adorables vocecillas; y Dave las miraba y sacudía la cabeza con aire de reproche (Dave con la edad que tenía entonces, con sus rizos entrecanos y sus párpados caídos). «Nostalgia de la infancia, Maryam», decía, y ella despertó enfadada consigo misma por haber tenido un sueño tan obvio. El reloj de la radio marcaba las 3.46. Se quedó en la cama viendo cómo marcaba las cuatro, las cuatro y media y las cinco, y entonces se levantó.

Como no había descansado bien, se pasó la mañana como atontada. Era domingo, y hacía un día inusualmente fresco y agradable para ser el mes de agosto; Maryam debería haberse puesto a trabajar en el jardín, pero se quedó leyendo los periódicos. Después terminó de leer una novela que había empezado la noche anterior, aunque no se acordaba del principio y no le interesaba en absoluto el final. De repente vio que eran las doce y media. ¿Cómo podía ser? La fiesta del Día de la Llegada empezaba a la una. Se levantó, recogió los periódicos y subió a cambiarse.

Ziba ya debía de estar poniendo en la mesa las bandejas de sushi y los palillos que había comprado. Sus hermanos debían de estar robando pistachos del baklava adornado con banderitas americanas, y Ziba estaría regañándolos y llamando a sus cuñadas para que controlaran a sus maridos. Todos estarían pululando por la casa, charlando en una mezcla de inglés y farsi, a veces confundiéndolos y dirigiéndose a Susan en el idioma que no tocaba.

¡Qué escandalosos podían ser los iraníes! En más de una ocasión, Dave había comentado que eran mucho más alborotadores que los Donaldson. Maryam tenía que darle la razón en eso, pero aun así, ella creía que los Donaldson eran…, bueno, más jactanciosos, más pedantes. Por lo visto pensaban que sus fiestas —sus aniversarios, sus cumpleaños e incluso sus fiestas de las hojas— eran tan importantes, tan trascendentales, que era lógico que el mundo entero estuviera deseando celebrarlas con ellos. Sí, eso era lo que le molestaba a Maryam: que creían tener derecho a una parte desproporcionada del universo.

«¿Te acuerdas de la noche que llegaron las niñas?», le había preguntado un día a Dave. «¡Tu familia llenaba todo el aeropuerto! La nuestra estaba apretujada en un rincón.» Puso cuidado en hablar con desenfado. Al fin y al cabo, era una discusión cordial; una discusión teórica, no una pelea. Y sin embargo, en el fondo notaba una pizca de resentimiento. «Y cuando llegó Xiu-Mei pasó lo mismo. Esa vez, nuestras dos familias fueron a recibirla juntas, pero yo me sentía como si estuviéramos… mendigando vuestra festividad. Agarrándonos a los bordes.»

Maryam se dio cuenta de que Dave no la entendía. En realidad no había entendido ni una palabra de lo que ella le estaba diciendo.

Fue al armario a buscar el vestido que había elegido, un vestido sin mangas de lino negro, muy sencillo. Pero en lugar de ponérselo, lo colgó en el respaldo de una silla. Se descalzó y se tumbó en la cama, tapándose los ojos con un brazo, porque los notaba cansados, calientes y doloridos.

Los Donaldson estarían vistiendo a sus hijas con ropa étnica. O al menos a Xiu-Mei. Jin-Ho («Jo») quizá protestara. Bitsy estaría quejándose de She’ll Be Coming Round the Mountain, aunque seguramente había desistido de encontrar una alternativa. «Venga, cariño —le diría Brad—, no te pongas así. Deja que las niñas canten su canción».

La semana anterior, en el drugstore Tuxedo, Maryam se había fijado en una pareja que caminaba por el pasillo de las tarjetas de felicitación que le había resultado familiar. De pronto cayó en la cuenta de que eran el joven alto que había salido por la pasarela la noche que llegaron las niñas, y la joven que lo estaba esperando. Sólo que ahora tenían dos hijos —un niñito de ojos castaños, guapísimo, guiaba por el pasillo a su hermana, que llevaba una cola de caballo—, y la madre cargaba con una de esas mochilas llena de pañales y tazas con pitorro. Seguro que no podían ni imaginar que estaban capturados en una cinta de vídeo que, año tras año, se exhibiría ante un grupo de desconocidos todos los meses de agosto.

Sonaba un timbre. Al principio Maryam creyó que era el de la puerta, y luego pensó que era el reloj del horno; eso demostraba lo profundamente dormida que se había quedado. Hasta estiró un brazo buscando el mando del horno, y entonces se dio cuenta de su error. Abrió los ojos y se incorporó apoyándose en un codo; miró el reloj y vio que eran las 13.35.

La fiesta del Día de la Llegada.

Lo que estaba sonando era el teléfono. Levantó el auricular.

—¿Diga? —dijo intentando disimular que acababa de despertar.

—¿Mamá?

—Oh, Sami. Lo siento. ¿Ya ha empezado la fiesta? ¡Lo siento mucho! ¡Debo de haberme quedado dormida!

—Sí, bueno —dijo él con aspereza—. Pero por si te interesa saberlo, no hay moros en la costa.

—¿Qué?

—Los Donaldson se han marchado. Si quieres, ya puedes venir.

—¿Que se han marchado? —volvió a mirar el reloj—. ¿Ya se han marchado de la fiesta? ¿Qué ha pasado?

—No tengo ni idea —respondió Sami, y a Maryam le pareció detectar una nota de resentimiento en su voz, o quizá fueran imaginaciones suyas—. Estaban en el salón con los demás —añadió—. Zee estaba en el comedor acabando de preparar algo, y yo había ido a la cocina a buscar hielo. Entonces entra Zee en la cocina y dice: «¿Adónde han ido los Donaldson? Han desaparecido. ¡Todos! He ido a llamarlos para que se sentaran a la mesa y sólo he encontrado a mi familia. Les he preguntado dónde estaban los Donaldson, y me han contestado: “Ah, pero ¿no están contigo?”. No los veo por ninguna parte. ¡Han desaparecido!».

—Bueno… Quizá alguien haya dicho algo que los ha ofendido, ¿no crees?

—Que nosotros sepamos, no. Y de todas formas, ¿qué podían haber dicho? —preguntó Sami.

Sin quererlo, Maryam esbozó una sonrisa.

—Quizá se hayan molestado al enterarse de que les íbamos a dar sushi —dijo.

—Esto no tiene ninguna gracia, mamá —dijo Sami—. ¿Crees que habrán pensado que había demasiada gente? Este año han venido muchos Hakimi, eso lo reconozco.

Entonces Maryam se fijó en el barullo de gente hablando en farsi que se oía de fondo.

—Mira, no puedo creer que los Donaldson se hayan molestado por una tontería así —dijo—. Bueno, espero que no le haya pasado nada a Bitsy, que no se haya encontrado mal…

—Ziba está histérica, como puedes imaginar —replicó Sami—. Los ha llamado por teléfono en seguida, pero no han contestado. Quizá no quieran contestar, eso es lo que la preocupa. Aunque si se trata de Bitsy, si han tenido que llevarla a urgencias… Pero sea como sea, mamá, ahora ya puedes venir. Sólo estamos nosotros y los Hakimi. Ziba se ha llevado un disgusto tremendo al ver que no ibas a aparecer.

—Pero ¡si pensaba ir, Sami! Salgo ahora mismo. Nos vemos dentro de unos minutos.

Colgó el auricular, pero los ruidos de la fiesta resonaban en sus oídos: el tintineo de las copas y las resonantes voces de los Hakimi, la hermosa redondez de las vocales farsis.

Se levantó, se quitó la blusa y los pantalones, cogió el vestido de lino negro de la silla y se lo puso por la cabeza. Mientras se abrochaba la cremallera lateral, se puso los zapatos. Fue a la cómoda a buscar el cepillo del pelo; pasó por delante de la ventana, que estaba abierta, y entonces vio a Brad Donaldson en el camino de su casa.

Brad llevaba a Xiu-Mei en brazos; iba con su habitual vestimenta de verano: una camiseta larga y unas arrugadas bermudas. Tenía las rodillas redonditas, como un niño pequeño. Estaba plantado delante de la casa, y Maryam dedujo que miraba a alguien que debía de estar en el porche. «No llames todavía —dijo Brad—. Espera a los demás». Estaba tan cerca que Maryam, instintivamente, dio un paso hacia atrás, aunque tenía la certeza de que no podían verla.

Entonces llegó un coche, el coche de Dave, y aparcó detrás del coche de los Donaldson, justo delante de la casa de Maryam. Después llegaron dos coches más, y pararon también. El primero era el Volvo rojo de Abe. El segundo, un Reanult Sedán gris, era tan corriente que hasta que Laura salió por la puerta del pasajero Maryam no estuvo segura de que fuera el de Mac. «¿Está en casa?», preguntó Laura.

—Estoy esperando a que lleguen todos —contestó Bitsy en voz baja, y entonces Maryam supo que era Bitsy la que se hallaba en el porche.

De los dos coches que habían aparcado detrás del de Dave empezaron a salir adultos y adolescentes. Maryam captó una imagen borrosa de melenas quemadas por el sol, llamativos vestidos de verano y destellos de pulseras. Jeannine le decía a una de sus hijas —era difícil saber a cuál de ellas— que tirara el chicle inmediatamente. Xiu-Mei le pidió a Brad que la dejara en el suelo, pero él no le hacía caso. Se había dado la vuelta y miraba el coche de Dave, y poco a poco, al llegar junto a Brad, todos fueron girando la cabeza, uno a uno.

—¡Dave! —llamó Brad.

Y Mac dijo:

—¿Vienes, papá?

La puerta del coche de Dave se abrió despacio y él bajó poco a poco. Cerró la puerta, que hizo un débil chasquido. Se agachó para cepillarse algo de la pernera del pantalón. Se enderezó y miró a los demás.

—Vale, voy a llamar —anunció Bitsy, y Maryam oyó el timbre de la puerta.

Pero Maryam no se movió de donde estaba.

Volvió a sonar el timbre. Unos segundos más tarde, Maryam oyó la aldaba de la puerta.

—¿Maryam? —llamó Bitsy.

Dave echó a andar por el senderito, y el grupo que se había formado delante de la casa se separó para dejarlo pasar. Desde donde lo estaba viendo Maryam, Dave parecía mayor de lo que era. Tenía una incipiente calva en la coronilla.

—Llámala tú, papá —sugirió Bitsy.

Dave se paró y se cuadró.

—¡Maryam! —gritó.

Abajo, el picaporte se agitó con fuerza. Por un instante pareció que Bitsy había conseguido entrar en la casa.

—¡Somos nosotros! —gritó Bitsy—. ¡Somos todos nosotros! ¿Estás ahí, Maryam? Abre, por favor. Hemos venido a buscarte para llevarte a la fiesta. No podemos celebrar la fiesta sin ti. ¡Te necesitamos! Déjanos entrar, Maryam.

Se produjo un silencio, y el «¡Vite! ¡Vite!» del entusiasta cardenal resonó por encima de sus cabezas.

—No está en casa —concluyó una voz con tristeza; fue el primer indicio que tuvo Maryam de que Jin-Ho debía de estar en el porche con su madre.

Los demás murmuraban y debatían.

—A lo mejor… —dijo uno.

Y:

—A ver si…

Entonces, Mac o Abe dijeron algo decisivo que Maryam no alcanzó a oír; se inclinó un poco más hacia la ventana y vio que el grupo empezaba a disgregarse; primero una persona y luego otra se dieron la vuelta, vacilantes, y fueron separándose, dispuestas a marcharse. Brad ya no llevaba en brazos a Xiu-Mei, que iba caminando hacia Dave. Cuando llegó junto a su abuelo, la niña le dio la mano, y Dave la miró un segundo como tratando de recordar quién era; y entonces él también dio media vuelta y echó a andar hacia la calle. Jin-Ho iba entre Polly y Bridget. Deirdre las seguía haciendo girar un bolsito que colgaba de una correa rosa.

Y entonces, por fin, Maryam vio a Bitsy, que alcanzó a Brad y se sujetó de su brazo. ¡Qué frágil parecía! De hecho, se apoyaba en su marido para andar, y llevaba un pañuelo fuertemente atado en la cabeza, que parecía más pequeña de lo normal.

Maryam pensó en el optimismo de Bitsy, en su entusiasmo, en sus artificiales «tradiciones», que ahora parecían valientes en lugar de estúpidas. La punzada de dolor que sintió le hizo preguntarse si no sería a Bitsy a la que quería. O quizá los quería a todos.

Se dio rápidamente la vuelta. Salió a toda prisa de su dormitorio. Cruzó el pasillo. Cuando llegó a la escalera, iba corriendo. Bajó la escalera a toda prisa, corrió hacia la puerta. Salió de la casa gritando:

«¡Alto! ¡Esperad! —les dijo—. ¡No os vayáis! ¡Esperadme!».

Los Donaldson se pararon. Se dieron la vuelta. La miraron y sonrieron, y esperaron a que los alcanzara.