8

Bueno. Ziba no sabía qué pensar. Todos le hacían preguntas, sobre todo las mujeres. Su madre, sus cuñadas y Nahid, la esposa de Siroos. «¿Crees que Maryam…? ¿Tú crees que…? ¿Hay alguna razón especial para que vaya a todas partes con el padre de tu amiga Bitsy?»

En marzo, Maryam se presentó con él en la fiesta de Año Nuevo de los Hakimi (la de verdad, la completamente iraní que los padres de Ziba celebraban todos los años en un gran hotel de Washington). Lo normal habría sido que no hubiera ido. «Khanom cree que tiene demasiada categoría para nuestra sencilla reunión familiar», les gustaba decir a los parientes, aunque la verdad era que no tenía nada de sencilla, lo cual probablemente era el motivo por el que Maryam, hasta entonces, siempre hubiera presentado sus excusas. Iban todos muy arreglados, había mucha música y mucho ruido, y la fiesta duraba hasta altas horas de la noche. Pero allí estaba ese año, con un largo caftán de seda negra con rebordes dorados, con el moño de pelo negro muy prieto y con el óvalo perfecto de la cara intachablemente maquillado. Dave Dickinson iba a su lado con un holgado traje gris, una camisa azul y una corbata a rayas, quizá la primera corbata que Ziba le veía, aparte de la que llevaba el día del funeral de su esposa. Dave era casi el único americano de la fiesta. Bueno, sí, algunos de los primos varones se habían casado con rubias —los iraníes no superarían nunca lo de las rubias—, pero aun así, Dave llamaba la atención por su aspecto desteñido y su pálido cutis. Aunque a él eso no parecía importarle. Miraba alrededor sin disimular su regocijo, fijándose en los elaborados adornos y en los músicos con sus santours y sus tambores y en los niños, engalanados, que correteaban como diablillos entre los adultos. Cuando vio el despliegue de platos exóticos, juntó las enormes manos como si no pudiera contener su felicidad. Eso hizo reír a algunos de los invitados, y Ziba casi sintió lástima por él, aunque él no parecía darse cuenta de nada.

Ziba ya sabía que Dave iba a ir a la fiesta, pero sólo porque sus padres se lo habían dicho en el último momento. Maryam no le había dicho nada. «¿Tú lo sabías?», le preguntó Ziba a Sami, y Sami negó con la cabeza. Eso fue antes de que empezara la fiesta, pero aun así, una hora más tarde le sorprendió ver a Dave en medio del tumulto. Estaba plantado bajo un alto arco de mármol, junto a una columna estriada. No había ni dos centímetros entre Maryam y él. Ziba se fijó muy bien en ese detalle. (Todos se fijaron.) Dave se pasó toda la velada pegado a Maryam como una sombra, aunque nunca, llegó a tocarla. Maryam, por su parte, actuaba como si él no fuera más que un conocido suyo. No lo tocaba cuando hablaba con él; no lo cogió por el brazo cuando fue hacia Sami y Ziba para saludarlos. Todo parecía indicar que la relación acababa de empezar; aquélla debía de ser la primera o la segunda cita. O quizá no fuera ninguna cita; quizá fuera una expedición cultural surgida de la curiosidad de Dave. O una conveniencia para Maryam, a la que no le gustaba conducir por la noche. (Pero en ese caso, ¿por qué no había ido con Sami y con Ziba?)

Lo primero que hizo Ziba al día siguiente fue llamar por teléfono a Bitsy. Ésta le aseguró que su padre no le había contado nada.

En abril, en la fiesta de Año Nuevo que Maryam organizaba todas las primaveras desde que tenían a las niñas, Dave ya estaba allí cuando llegaron Sami y Ziba. Y eso que llegaron temprano. Fueron antes de hora para ayudar, como de costumbre, pese a que Maryam nunca dejaba ni el mínimo detalle para el último momento. Fue Dave quien les ofreció algo para beber, y quien abrió la puerta cuando los padres de Ziba tocaron el timbre. Sin embargo, una vez más Maryam y él mantenían siempre una distancia física, y él la felicitó por la comida como habría hecho cualquier otro invitado: quiso saber el nombre de determinada especia y al parecer no sabía de antemano en qué iba a consistir el menú.

Cuando llegaron Brad y Bitsy, ella dijo: «¡Ah, estás aquí, papá! Te hemos estado llamando toda la mañana para ver si querías que te trajéramos».

«¿Toda la mañana?», pensó Ziba. ¿Cuánto rato hacía exactamente que Dave estaba allí?

Más tarde, la señora Hakimi le dijo a su hija que debería abordar a Maryam y preguntarle qué estaba pasando.

—¡Es tu suegra! —argumentó por teléfono—. ¡Os veis casi todos los días! Pregúntale: «¿Tenemos que ir comprándonos ropa para la boda?».

—¿Cómo quieres que le pregunte eso a Khanom? —dijo Ziba.

Por regla general, Ziba protestaba cuando su familia llamaba «Khanom» a Maryam a sus espaldas. Sólo significaba «señora», pero en el tono particular en que ellos lo pronunciaban, también podía significar «Su Alteza». Ziba hacía como si lo desaprobara. Nunca revelaba lo intimidante que siempre había encontrado a Maryam. «Es que no la conocéis bien, de verdad», les decía a menudo, y confiaba con todo su corazón que algún día eso fuera cierto. En ese momento, sin embargo, lo admitió:

—¡No tendría valor para preguntárselo!

Su madre replicó:

—Pues entonces, que se lo pregunte Sami. Seguro que a su hijo se lo cuenta.

Sami dijo que no le importaba lo más mínimo preguntárselo. Aun así, no cogió el teléfono y se lo preguntó a bocajarro, sino que esperó a ver a Maryam en persona. (Y Ziba se abstuvo de comentarlo. Cuando hablaban de su madre había entre ellos cierta delicadeza, cierta diplomacia.) El domingo siguiente, por la tarde, cuando dejaron a Susan en casa de Maryam para ir al cine, Sami dijo:

—¿Y Dave? ¿No está aquí? Qué raro, porque últimamente no os separáis.

—No, no está aquí —contestó Maryam con serenidad—. ¡Ven a ver el jardín, Susan! Ayúdame a decidir qué flores planto.

Parecía una mosquita muerta; ¿no se decía así?

—Y si salieran juntos —se atrevió Ziba a preguntarle a Sami cuando volvieron al coche—, ¿qué pensarías? ¿Te parecería…?

—Me parecería muy bien —respondió Sami.

—Porque sería lógico que te resultara extraño ver a tu madre con otro hombre.

—Le desearía mucha felicidad. Al fin y al cabo, se la merece. Convivir con mi padre no era nada fácil.

—Ah, ¿no? —se extrañó Ziba.

—No, qué va —Sami redujo la marcha al llegar a un cruce.

—Nunca me lo habías dicho.

—Bueno, era muy temperamental. Tenía un humor muy cambiante —explicó Sami—. Era impredecible, vaya. Cuando era pequeño, todas las mañanas lo miraba para ver si iba a ser un buen día o un mal día.

—¡Pues por cómo habla tu madre de él, nadie lo diría!

—Cuando tenía un día bueno era muy agradable. Me preguntaba cómo me iba en el colegio, me ayudaba a hacer los deberes… Pero cuando tenía un día malo, se encerraba en sí mismo. Se volvía taciturno y huraño, y exigía atención constante. «Maryam, ¿dónde está esto?» «Maryam, ¿dónde está lo otro?» Tenía que tener su té especial y sus galletas digestivas inglesas. Era un hombre exigente. Muy exigente. Yo lamentaba que mi madre nunca le plantara cara.

—¿En serio?

Ziba no entendía que Sami nunca se lo hubiera mencionado hasta ese momento. «¡Hombres!», pensó. Y entonces se alegró de que Sami no se pareciera a su padre. No conocía a nadie más constante, más sereno ni más amable que Sami, y por si fuera poco, ayudaba en casa con las tareas domésticas y con la niña. Eso tenía maravilladas a las mujeres de la familia de Ziba. Se inclinó hacia él todo cuanto se lo permitió el cinturón de seguridad y apoyó brevemente la cabeza sobre su hombro.

—Debió de ser duro también para ti —dijo.

—Bueno, no era tan grave —repuso él, y añadió—: ¿A qué hora dices que empieza la película?

Hombres.

En mayo apareció un nuevo electrodoméstico en la cocina de Maryam: un hervidor eléctrico con una tetera a juego, ambos de acero inoxidable y diseño moderno; la base de la tetera tenía el mismo diámetro que la parte superior del hervidor. Maryam ya no tenía que poner una cosa en precario equilibrio sobre la otra.

—¡Oh! ¿De dónde has sacado esto? —le preguntó Ziba.

—De una tienda de importación de Rockville —contestó Maryam.

—¿Has ido tú sola a Rockville?

—No, me llevó el padre de Bitsy.

—Ah.

Ziba esperó. Maryam se puso a medir hojas de té.

—Creía que te gustaba la tetera japonesa Thousand Faces —dijo Ziba al cabo de un rato.

—Sí, me gustaba —afirmó Maryam—. Pero ésta también está bien. Además… es un regalo.

—Ah —repitió Ziba.

Maryam estaba de espaldas, de modo que Ziba no le veía la cara.

Eso se convirtió en el tema favorito de conversación entre Ziba y Bitsy. ¿Qué estaba pasando?, se preguntaban una a otra. ¿Por qué lo mantenían en secreto? ¿No se daban cuenta Maryam y Dave de que a todos, en las dos familias, les encantaría saber que salían juntos? Catalogaban los pocos indicios que habían ido reuniendo: Maryam ya no siempre estaba disponible para cuidar a Susan; habían pillado a Dave escuchando un LP de música iraní cantada por una mujer llamada Shusha. «¿Shusha? —dijo Ziba—. Pero ¡si es la cantante preferida de Maryam! Y Maryam es la única persona que conozco que todavía no tiene reproductor de cd».

Aunque ya tenía un contestador automático. ¡Con todas las veces que Sami y Ziba la habían animado a comprarse uno! Pero por lo visto no sabía cómo funcionaba, porque siempre salía el saludo estándar con que el aparato venía de fábrica, una voz masculina de robot sin ninguna entonación que decía: «Por favor…, deje… su mensaje». Y de pronto, como por arte de magia, ocupó su lugar un mensaje con la voz de Maryam, pese a que ella había asegurado que necesitaba que Sami la ayudara a grabarlo. Cuando su hijo se ofreció, ella salió con un vago «Ah, creo que ya funciona. Gracias de todos modos». Como si el nuevo mensaje se hubiera instalado él solo, mientras ella estaba distraída.

Seguro que había sido Dave. Dave debía de haber comprado el contestador (otro regalo). Maryam siempre había dicho que un contestador automático no haría más que complicarle la vida. «¿Qué insinúas, que te fastidia tener que llamarme dos veces cuando no me encuentras en casa?», preguntaba. Era una de esas respuestas típicas de Maryam —típicas de Su Alteza— que hacían que Ziba cerrara los ojos un instante.

—Salen juntos, no hay duda —dijo Bitsy.

—Pero si salen juntos, ¿por qué no quieren admitirlo?

—Supongo que a Maryam debe de darle vergüenza. Una vez me dijo que ya no estaba para esas cosas; quizá se avergüence de haber cambiado de opinión.

—Me cuesta imaginarme a Maryam avergonzándose de algo —dijo Ziba.

Se sonrieron.

Tiempo atrás, Ziba se sentía terriblemente cohibida delante de Bitsy. Bitsy parecía mucho mayor y mucho más realizada; era tan creativa; le apasionaba la política, defendía los programas de reciclaje de residuos y esas cosas, y tenía sus propias opiniones. Pero eso fue antes de que se desviviera por disculparse por su americanismo y su pertenencia al Primer Mundo y por ser una «consumidora de pan blanco», como decía ella. Se pasaba la vida felicitando a Ziba por su aspecto exótico y preguntándole su opinión sobre diversos temas internacionales. Y no es que Ziba tuviera opiniones muy definidas, o diferentes de las que leía en el Baltimore Sun cuando encontraba tiempo para hojearlo. Pero de alguna forma, aun así se le atribuía cierta autoridad.

Además, últimamente Ziba se había convertido en el apoyo moral de Bitsy —parecía que fuera mayor que ella—, porque surgieron varias dificultades con Xiu-Mei. Por lo visto, la niña tenía problemas para adaptarse. Era una niña muy dulce, cariñosa y adorable, pero pillaba todos los microbios que pasaban cerca de ella, y habían tenido que hospitalizarla dos veces desde su llegada. Bitsy tenía el aspecto decaído y cansado de las madres primerizas. A veces todavía iba en bata a las diez de la mañana. Regañaba a Jin-Ho por cualquier tontería y la casa se le caía encima. Así que Ziba le hacía algunos encargos, o iba a buscar a Jin-Ho para que jugara con Susan, y siempre que podía intentaba tranquilizar a su amiga. «Xiu-Mei ha crecido mucho desde que llegó —decía—. ¡Y mira cómo se deja abrazar!».

Al principio Xiu-Mei no se dejaba abrazar. Quizá fuese porque nunca la habían tenido en brazos. Arqueaba la espalda y adoptaba una rígida postura de rechazo cuando alguien intentaba cogerla. Pero ya se acurrucaba en el regazo de su madre y se agarraba a un doblez de su manga, observando la escena con los ojos entornados y con un chupete de plástico rosa en la boca. No conseguían quitarle el chupete de la boca. Bitsy decía que se arrepentía de habérselo dado, aunque ¿qué iba a hacer, con lo problemático que fue el vuelo desde China? «Ahora hay un chupete en todas las habitaciones —dijo—, por si acaso, y tres o cuatro en la cuna, y media docena en la sillita de paseo. Para darle de comer tengo que quitárselo de la boca, meterle una cucharada de comida y luego volver a ponérselo, y mientras tanto ella no para de protestar. Creo que por eso está tan delgada».

Sí, estaba delgada. Era pequeña y delgada para su edad, y a los catorce meses todavía no había empezado a gatear. Pero nadie podía dudar de su inteligencia. Escudriñaba una cara, y luego otra, con tanta atención que parecía que estuviera leyendo los labios, y cuando Jin-Ho y Susan jugaban cerca de ella, prestaba mucha atención y seguía todos los movimientos de las niñas con sus rasgados y brillantes ojitos negros.

—Si al menos se echara la siesta —dijo Bitsy—, creo que podría ponerme al día. Pero se niega. La pongo en la cuna y ella empieza a chillar. No a llorar, sino a chillar, con una voz tan aguda que te taladra los oídos. A veces, por la noche, pienso: «Hoy había algo que quería hacer. Pero ¿qué era? ¿Qué tenía que hacer?». Y entonces lo recuerdo: cepillarme el pelo.

—Por cierto —intervino Ziba—, creo que este año deberíamos celebrar la fiesta del Día de la Llegada en mi casa.

—¿Por qué? Ya la celebramos en tu casa el año pasado.

—Sí, pero con Xiu-Mei y demás…

—Todavía faltan tres meses para la fiesta —dijo Bitsy—. Si por entonces mi vida no ha mejorado, estaré en un manicomio.

—Razón de más para que la hagamos en mi casa —insistió Ziba, atreviéndose a hacer un chiste fácil. Pero Bitsy ni sonrió.

Así que Ziba cambió de tema, y preguntó a Bitsy si creía que las niñas serían lo bastante mayores para ir a un campamento ese verano. «No lo sé —contestó Bitsy con voz lánguida—. ¿Cómo se sabe eso?».

En otros tiempos habría tenido mucho que decir. Ziba echaba de menos esos tiempos.

Una tarde del mes de junio, Ziba abrió la puerta y encontró a Maryam plantada en el porche con una blusa entallada y una falda de lino, zapatos de salón de color beige a juego y un casco de bicicleta.

—¿Qué pasa? —preguntó Ziba.

—Perdona que haya venido sin avisar —dijo Maryam—. ¿Puedo pasar? —y entró sin esperar una respuesta. El casco era negro, con una llama de color naranja encima de cada oreja; la cinta de la barbilla se le clavaba en el pliegue de carne que tenía debajo de la mandíbula, en la que Ziba nunca se había fijado—. Como verás, he ido de compras —explicó Maryam señalándose la falda—, y cuando he llegado a casa se me ha ocurrido probarme este casco que me he comprado. Quería asegurarme de que sabía cómo funcionaba.

—¿Te has comprado un casco de bicicleta?

—Pero es evidente que no sé cómo funciona, porque me lo he puesto y no he podido quitármelo.

A Ziba le dieron ganas de reír, pero se contuvo; aun así, Maryam dijo:

—Sí, ya lo sé, vaya pinta, ¿verdad? Pero he preferido pedirte ayuda a ti que a alguno de mis vecinos.

—Sí, claro —dijo Ziba con tono tranquilizador—. Déjame ver… —se acercó a Maryam y examinó la hebilla de plástico que había en un lado. La apretó, pero no pasó nada. Buscó algún tipo de broche, pero no lo encontró.

Entonces Susan, que estaba jugando en el patio trasero, entró con una regadera y dijo:

—¡Oh, Mari-june! ¿Qué es eso que llevas puesto?

—Es un casco de bicicleta, cariño —le contestó Maryam—. ¿Qué, puedes? —le preguntó a Ziba.

—No, pero tengo que poder. Seguro que hay algún… —Ziba pasó los dedos por el borde de la cinta. Percibía el olor, ligeramente amargo, de la colonia de Maryam, y notaba el calor de su piel—. ¿Qué ha sido lo que has cerrado cuando te lo has puesto? —le preguntó.

—Creo que esta hebilla, pero no me acuerdo. En la tienda, el chico que me lo vendió la soltó en un periquete, pero ahora no… ¡Ay!

—Perdona —dijo Ziba. Había intentado pasar la cinta por encima de la barbilla de Maryam, pero obviamente la cinta estaba pensada para quedarse en su sitio. ¿Qué sabía ella de esas cosas? El único deporte que había practicado de niña era voleibol, y con un maghnae, un grueso pañuelo de cabeza negro que le tapaba las orejas y le cubría el pecho—. Seguro que lo tengo delante y no lo veo —dijo—. Aquí está la hebilla, aquí la cinta…

—¿Dónde está tu bicicleta? —le preguntó Susan a su abuela.

—No tengo bicicleta, june-am.

—Entonces, ¿para qué quieres el casco?

—Quería montar en una bicicleta que me van a prestar.

Susan arrugó la frente. Ziba se apartó y dijo:

—Sami sabrá quitártelo.

—¿Sami? ¿Está en casa?

—No, pero llegará en cualquier momento. Pasa y siéntate. Lo esperaremos.

—Ay, madre mía —dijo Maryam. Se acercó al espejo que había colgado delante de la puerta principal—. ¿No crees que esta pieza de plástico…? —dijo escudriñando su reflejo.

—Ya lo he probado —replicó Ziba—. Pasa y siéntate, Maryam. Deja que te prepare una taza de té. ¿Podrás beberte el té con el casco puesto?

—No lo sé —contestó Maryam—. ¡Bah, no quiero té! Creo que lo mejor será que cortemos la cinta con unas tijeras.

—¿Cómo vamos a estropear un casco nuevo? Pasa y espera a que llegue Sami.

Maryam siguió a Ziba hasta el salón, pero a regañadientes.

—¿De quién es la bicicleta? ¿De Danielle? —preguntó Susan, que había seguido a Maryam.

Ziba soltó por fin una carcajada al imaginarse a Danielle LeFaivre, la más estirada de las amigas de Maryam, pedaleando obstinadamente con su traje de Carolina Herrera y sus zapatos de cuatrocientos dólares. Maryam suspiró y se sentó en el sofá.

—No —dijo—, no es de Danielle —entonces cambió de tema—: ¿Qué estabas regando? —le preguntó a Susan—. ¿Ya te ha brotado algo?

—No, sólo estaba jugando.

—Ayer fui al vivero y compré unas nébedas para Moosh —le dijo Maryam—. Pensé que tú y yo podríamos plantarlas en ese arriate que hay debajo de la ventana de la cocina la próxima vez que vengas a verme.

—¿Es de Dave la bicicleta? —preguntó de pronto Ziba.

Y entonces se arrepintió, porque Maryam tardó un momento en contestar:

—Era de Connie.

—Ah.

—Dave quería llevarme a dar un paseo por el campo este fin de semana. Todavía tiene la bicicleta de Connie en el garaje, pero no le pareció seguro que utilizara su viejo casco.

—¡Tiene mucha razón! —dijo Ziba—. Creo que pasa como con los asientos infantiles de coche. No hay que revenderlos, porque con el tiempo se deterioran.

Cuando Sami abrió la puerta de la calle, fue como si las dos mujeres se sintieran salvadas, porque giraron rápidamente la cabeza hacia la puerta.

Sami no se sorprendió tanto como Ziba creía. Cuando entró en el salón, lo único que dijo fue:

—Hola, mamá. ¿Qué haces con un casco puesto?

—A ver si puedes ayudarme a quitármelo —repuso ella.

—Claro, mujer —dijo. Se le acercó, manipuló la hebilla, que hizo un chasquido, y le quitó el casco de la cabeza.

—Gracias —dijo Maryam—. Y a ti también por intentarlo, Ziba —se levantó, se puso el casco debajo del brazo y recogió su bolso del sofá.

—Que vaya bien el paseo —le dijo Ziba.

—Gracias —repuso Maryam desde el recibidor.

Sami dijo:

—Pero, mamá, ¿ya sabrás volvértelo a quitar?

—Ya me espabilaré. Adiós.

Por lo visto tenía mucha prisa por salir de allí.

En el mes de julio, Maryam fue a Vermont, como todos los años. Dejó a Moosh en casa de Sami y Ziba, y Ziba acordó con ella pasar a regarle las plantas a mediados de semana.

Ziba fue a casa de Maryam un miércoles por la mañana, después de dejar a las niñas en el campamento. Cuando entró, se sintió como una ladrona; en el pequeño salón en penumbra reinaba una atmósfera muy íntima y privada. Dejó la puerta principal abierta, como si quisiera demostrar que no tenía nada que esconder, y fue derecha a la cocina. En el fregadero sólo había una taza y un platillo aclarados. Llenó la regadera que Maryam había dejado en la encimera, y luego recorrió la casa, deteniéndose en cada planta y palpando la tierra de las macetas. La mayoría de las plantas estaban bien; había sido una semana húmeda y no demasiado calurosa.

En el piso de arriba, fue primero a la habitación de invitados, donde tantas veces había acostado a Susan para que se echara la siesta cuando iban de visita. Estaba muy familiarizada con la cama doble con su colcha de ganchillo blanca, la cómoda con su pañuelo de estampado de cachemira y el cuenco de cerámica con helechos (ésos sí necesitaban agua). Y la antigua habitación de Sami —convertida en una especie de comodín, una combinación de cuarto de costura y despacho— la habían ordenado justo antes de la partida de Maryam. No había nada sobre la mesa, y la cama individual con su manta a cuadros, tan juvenil, ya no tenía encima la ropa para planchar y arreglar que Maryam solía dejar allí.

En cambio, la habitación de Maryam no le resultaba tan familiar, y cuando entró, Ziba no pudo evitar echar un vistazo a los objetos que había encima de la cómoda. Pero eran los mismos que había visto allí el año anterior: un plumier de madera pintada, con forma de puro; una miniatura persa sobre un caballete, y una caja de mosaico. No había ninguna foto, ni actuales ni antiguas; debían de estar archivadas en el álbum de la estantería del salón. Daba la impresión de que Maryam había decidido mucho tiempo atrás cómo debía ordenar su mundo, y que no veía ningún motivo para cambiarlo en el futuro.

Mientras Ziba regaba la enredadera que colgaba de la ventana, miró hacia abajo y vio a Dave Dickinson subiendo por el caminito del jardín. ¿Qué hacía él allí? Vació la regadera y se apresuró a bajar. Cuando llegó a la puerta, Dave estaba mirando a través de la puerta mosquitera, haciendo visera con una mano.

—¿Hola? —dijo Dave—. ¡Ah, Ziba!

—He venido a regar las plantas.

—Claro, debí imaginármelo —se apartó un poco de la puerta, y ella salió al porche. (No creía que debiera invitarlo a pasar sin saberlo Maryam.) Dave llevaba una camisa de lino chambray y unos pantalones caqui muy arrugados, y la rizada y canosa cabeza, despeinada y húmeda—. Pasaba por aquí y he visto que la puerta estaba abierta —dijo—. Quería asegurarme de que no pasaba nada raro.

No explicó por qué «pasaba por allí» (por una calle de un barrio residencial que no conducía a ninguna parte). Y luego preguntó:

—¿Sabes algo de ella? —sin molestarse en decir a quién se refería.

—No, pero eso es lo normal —contestó Ziba—. Sólo va a estar fuera una semana.

—Pues yo sí hablé con ella cuando llegó —dijo Dave.

—Ah, ¿sí?

—Sí. Sólo quería saber si había llegado bien.

Se dio la vuelta y miró hacia la calle. Con un tono un poco brusco, añadió:

—Supongo que tú no conociste a su marido.

—¿Yo? —se extrañó Ziba. La pregunta la pilló tan desprevenida que se preguntó si la habría interpretado mal—. No, claro que no —dijo—. Cuando él murió, yo ni siquiera vivía en este país.

—Ya, claro… —se quedó mirando cómo pasaba un camión de una empresa de jardinería. Entonces miró de nuevo a Ziba. El desordenado cabello le daba un aire preocupado, como si fuera a él a quien estaba sorprendiendo esa conversación—. Me parece que todavía lo tiene muy presente —dijo—. Estoy seguro de que era un hombre maravilloso.

Ziba no sabía si decirle que Kiyan había sido un hombre temperamental y difícil. Se lo pensó mejor y decidió no hacerlo.

—En fin, seguro que ya has notado que me gusta —dijo Dave.

—La verdad es que sí.

—O que la quiero, incluso.

Sin saber por qué, Ziba se ruborizó.

—Y ¿Maryam también te quiere a ti? —preguntó.

—No lo sé.

A Ziba le pareció interesante que Dave pensara que al menos esa posibilidad existía. Añadió:

—Pero algo debes de intuir.

—Pues no —respondió él—. ¡No sé qué pensar!

Pronunció esas últimas palabras como si se las hubieran arrancado. Se quedó callado un momento, como impresionado. Entonces dijo, con tono más calmado:

—No sé qué espera de mí. No sé cómo comportarme. La invito a salir y vamos a algún sitio, a cenar, o a ver una película; creo que le gusta mi compañía, pero… es como si hubiera un cristal entre nosotros. No sé qué siente. Me pregunto si todavía siente…, ¿cómo decirlo?, fidelidad a la memoria de su marido. O quizá se trate de un vínculo, de alguna tradición iraní.

—No —dijo Ziba—. No hay ninguna tradición así.

—Entonces algo parecido. Quizá espere que le pida permiso a Sami para cortejarla, ¿no?

A Ziba se le escapó una risita, y entonces fue Dave el que se ruborizó.

—Lo siento, pero es que no sé nada —dijo.

—No, si yo tampoco —replicó ella—. Maryam es de otra generación. Pero te aseguro que no está esperando que le pidas permiso a su hijo.

—Entonces no tengo ni chapa —confesó Dave.

Ziba nunca había oído esa expresión, pero admiró la exactitud con que Dave expresaba lo que sentía.

—Mira —le dijo—, no puede ser tan difícil. Te gusta, y a ella le gustas tú. Seguro que le gustas, porque créeme, Maryam no te aguantaría si no le gustaras. ¿Dónde está el problema? Estoy convencida de que tarde o temprano todo se aclarará.

—Ya —dijo él.

Ziba se dio cuenta de que en cierto modo lo había decepcionado, porque Dave la miró con ternura y dijo:

—Gracias por dejar que me desahogue un poco contigo —le dio unas palmaditas en el hombro, se volvió y bajó los escalones del porche.

—¡Pobre papá! —se lamentó Bitsy.

Porque, como es lógico, Ziba se lo contó todo, sin esperar siquiera a ir a buscar a las niñas al campamento y devolver a Jin-Ho a su casa. Fue derecha de casa de Maryam a la de los Donaldson, llamó a la puerta e irrumpió diciendo: «¡A que no sabes una cosa!».

—Sólo espero que no salga mal parado —dijo Bitsy. Le estaba cambiando el pañal a Xiu-Mei en la alfombra del salón, pero se había interrumpido al oír la noticia de Ziba y ni siquiera se dio cuenta de que Xiu-Mei cogía la caja de toallitas húmedas.

—¿Por qué iba a salir mal parado? —preguntó Ziba.

—Bueno, es tan ingenuo, el pobre. Tiene muy poca experiencia.

—Tampoco es que Maryam tenga mucho mundo —observó Ziba.

—No, pero…

—Que nosotros sepamos, el único hombre con el que ha salido era su marido.

—Ya, pero… Bueno, sí, tienes razón —admitió Bitsy. Sin embargo, daba la impresión de que algo seguía inquietándola.

—Pensaba que te alegrarías —dijo Ziba.

—¡Claro que me alegro! —Bitsy recuperó la caja de toallitas húmedas y le quitó un puñado de toallitas a Xiu-Mei de la mano—. Pero me alegraría mucho más saber que ella lo está persiguiendo como una loca, llamándolo a todas horas y colgándose de su cuello.

—Maryam es una mujer muy decorosa —dijo Ziba con aspereza—. Es una dama. En nuestro país, las mujeres honradas no se comportan de ese modo.

Probablemente era la primera vez que Ziba utilizaba la frase «en nuestro país». Hasta entonces siempre había afirmado con decisión que Estados Unidos era su país, y no estaba segura de por qué ahora tenía que ser diferente. Bitsy debió de reparar en ello, porque en seguida dijo:

—Sí, claro, es una mujer encantadora, y me alegro muchísimo de que les vayan bien las cosas.

Entonces cambiaron de tema. ¿Verdad que Xiu-Mei había engordado un poquitín?, preguntó Ziba, y Bitsy dijo que era verdad, ahora que Ziba lo mencionaba, y que quizá deberían pesarla. Así que fueron al cuarto de baño del piso de arriba, y Bitsy se subió a la balanza con Xiu-Mei en brazos y luego bajó y le pasó a la niña a Ziba para volver a pesarse, y entonces hicieron el cálculo. Estaban muy animadas y parlanchinas.

En la pared, encima del retrete, había colgada una fotografía en blanco y negro en la que aparecían Dave y Connie, mucho más jóvenes, con Bitsy y con su hermano Abe, todos vestidos con pelucas desgreñadas y una ropa rústica y espantosa. Dave llevaba puestos un bigote y unas gafas de Groucho Marx; Connie y Bitsy tenían puestos unos enormes dientes artificiales de conejo, y Abe se había pintado de negro cuatro dientes. Ziba sabía que esa fotografía la habían tomado el verano que Mac se prometió. Connie les había enviado una copia a los padres de Laura con una nota en la que decía que la futura familia política quería presentarse. Sólo era una broma, por supuesto, pero Ziba no la encontró muy graciosa cuando se la explicaron. ¿Cómo podía la gente tomarse a sí misma tan a la ligera?

Y ¿a quién se le ocurría colgar una fotografía familiar encima del retrete?

Había cosas de los americanos respecto a las que nunca… tendría ni chapa.

Quizá el estar lejos una semana contribuyera a que Maryam valorara lo que Dave significaba para ella. En cualquier caso, cuando volvió de Vermont, empezaron a verlos juntos más a menudo, y verdaderamente parecía que tenían una relación. Intervenían cuando el otro contaba alguna historia, se recordaban el uno al otro experiencias compartidas, y se sentaban juntos en el sofá, y bastante cerca. Cuando Maryam hablaba, Dave sonreía y miraba a los demás como invitándolos a participar de su admiración. Cuando era Dave quien hablaba, Maryam también sonreía, pero dirigía su mirada discretamente hacia su regazo. Sami le comentó a Ziba que se comportaban como adolescentes. Y también dijo que se alegraba de ver tan feliz a su madre, pero que le hacía sentirse un poco raro.

Bitsy dijo que le hacía sentirse vieja. Aseguró que estaba muy contenta, pero «Madre mía, ¿cuánto tiempo hace que no te iluminas así cuando cierta persona entra en la habitación? Di la verdad, Ziba».

Eso fue en la fiesta del Día de la Llegada, que al final se celebró en la casa de los Yazdan ese año y no en la de los Donaldson. La semana anterior, Xiu-Mei había pasado tres días ingresada en el hospital —había tenido una pequeña oclusión intestinal, pero el problema ya estaba solucionado—, y en el último momento Bitsy había cedido. Llevó la comida que ya había preparado (un guiso y pan hecho en casa), y Ziba y Maryam se pusieron manos a la obra y prepararon el resto en treinta y seis horas.

Resultó que ese año la lista de invitados era más larga que otras veces. Hasta había algún representante de la familia de Maryam: la mujer de su hermano, Roya, que estaba en Estados Unidos con su amiga Zuzu visitando al hijo de ésta, que vivía en Delaware. Decían que Zuzu no había querido viajar sola porque tenía miedo. Por lo visto tampoco podían dejarla sola en la casa de su hijo, o bien a Roya también le daba miedo viajar sola, porque Roya se llevó a Zuzu con ella a Baltimore, y las dos se quedaron en la casa de Maryam. Por una parte, eso había resultado cómodo: ambas ayudaron de buen grado con los preparativos de emergencia de la comida, y Zuzu, que era originaria de una ciudad del mar Caspio, preparó un impresionante pescado relleno que fue el plato estrella de la mesa. Por otra parte, eran las típicas mujeres iraníes, sutiles y perspicaces, y en seguida empezaron a observar muy atentamente a Dave Dickinson. Se fijaban en todos sus movimientos y, sin cortarse lo más mínimo, se susurraban cosas al oído cada vez que él hacía algún comentario totalmente intrascendente. Claro que también podía ser que estuvieran cotejando sus traducciones (ninguna de las dos hablaba muy bien inglés), pero Ziba sospechaba que lo que hacían era cotillear. Le interesó comprobar que al parecer no sabían nada de él; habían pasado tres días alojadas en casa de Maryam, pero tuvieron que presentárselo cuando llegó a la fiesta, y a juzgar por su primera reacción, desdeñosa, quedó claro que no sabían que Dave tuviera ninguna importancia especial. Entonces Dave dijo: «¡Hombre! ¡Salade olivieh!», y se frotó las manos. Fue rodeando la mesa para examinar los platos, que ya estaban dispuestos formando dos largas hileras. «¡Fesenjun!», exclamó poniendo una «u» en la última sílaba, lo cual sonaba más íntimo y menos formal que fesenjan. «¿Lo has hecho tú?», le preguntó a Maryam, y ella asintió y le sonrió sin despegar los labios, de forma muy cariñosa, y fue entonces cuando las dos mujeres se pusieron muy, pero que muy en alerta.

«¡Doogh! Me encanta el doogh», dijo Dave a continuación, y con cierto orgullo, consciente de que a la mayoría de los americanos les producía asco sólo pensar en una bebida gaseosa de yogur. Se esforzó mucho para pronunciar el sonido «gh» con la garganta, casi como si hiciera gárgaras; y las dos mujeres lo encontraron gracioso, porque soltaron una risita ahogada, se taparon la boca con una mano y se miraron. Él también rió. Debió de pensar que estaba conectando muy bien con ellas. Y Maryam debió de pensar lo mismo, porque siguió sonriendo desde el otro lado de la mesa. Ziba decidió intervenir; se le acercó y lo cogió por el codo. «Espera a ver el baklava —dijo—. Mi madre lo ha traído esta mañana».

Pero con eso sólo consiguió que las dos mujeres volvieran a mirarse. («¿Has visto con qué familiaridad lo trata la nuera de Maryam?») Dave dijo: «¿Tu madre ha hecho un baklava? ¡Me encanta el baklava de tu madre! —y explicó a las mujeres—: Hace el hojaldre ella misma. No podéis imaginar lo bueno que está».

Ellas fruncieron los labios y miraron a Maryam tratando de llegar a alguna conclusión.

De hecho, el baklava era el postre especial de ese día. Ziba le había clavado un sinfín de banderitas americanas y lo había dejado encima del aparador. No puso velas, y tampoco se molestó en pedir a las niñas que salieran de la habitación. Se puso a cantar She’ll Be Corning Round the Mountain sin más preámbulos, y los demás se unieron a ella, incluidas las niñas. Es posible que Bitsy se molestara, pero no lo demostró. Quizá estaba tan cansada que no le importaba. Xiu-Mei se había quedado dormida sobre su hombro, con la cabeza caída y el chupete medio salido de sus labios abiertos, y la mecía al ritmo de la canción. «¡Toot, toot!», gritaban las niñas. «¡Hi, babel!» Cantaban más alto que nadie, como si hubieran esperado todos esos años a que por fin se presentara la oportunidad.

Y después pusieron la cinta de vídeo, pero nadie le prestó mucha atención, porque la mayoría ya se la sabían de memoria. Jin-Ho se puso a jugar a cartas con dos de sus primas en un rincón. Linwood y su novia, muy melindrosos, no paraban de susurrarse cosas al oído. Algunas mujeres empezaron a recoger los platos mientras los otros invitados formaban pequeños grupos, mirando de vez en cuando hacia la pantalla y comentando lo pequeñas que eran entonces las niñas, o cuánto pelo tenía Brad, y luego volvían a retomar sus conversaciones. Cuando Ziba pasó por delante del televisor con un montón de platos, sólo tuvo que pedir disculpas a Susan y a Bitsy. Susan miraba el vídeo sentada en la alfombra. Bitsy, sentada en la mecedora con Xiu-Mei, parecía a punto de dormirse. Pero de repente Bitsy preguntó:

—¿Recuerdas que decíamos que no volveríamos a vivir aquel día por nada del mundo?

—Sí, me acuerdo —contestó Ziba.

—En cambio ahora creo que, en cierto modo, sí me gustaría revivirlo. Entonces todavía no había cometido ningún error. Aún era la madre perfecta y Jin-Ho, la hija perfecta. Bueno, no quiero decir que… No estoy insinuando…

—Ya sé qué quieres decir —la cortó Ziba, y si no hubiera tenido las manos ocupadas con los platos de postre, habría abrazado a su amiga.

—¿Cómo crees que eran sus vidas antes de que nos las dieran? —preguntó Bitsy. No era la primera vez que lo preguntaba—. Vivieron muchas experiencias de las que nosotras no sabemos nada. Estoy segura de que las trataron bien, pero no soporto pensar que yo no estaba allí para abrazar a Jin-Ho la primera vez que abrió los ojos, el día que nació.

El día que nació Susan, Ziba estaba en el otro extremo del mundo preguntándose si sería capaz de amar a una niña que era una perfecta desconocida. Y varias semanas después de la llegada de Susan, se pasó una noche llorando sin saber por qué, hasta que de pronto pensó: «¿Qué ha sido de mi bebé?».

Eran dos cosas que jamás le confesaría a nadie. Ni siquiera a Bitsy, ni a Sami.

—Bueno, mírala —dijo entonces Ziba—. Al final todo salió bien, ¿no? —Jin-Ho reía alegremente mientras Deirdre, tras leer la carta que acababa de coger, representaba mediante mímica la palabra «desesperación».

En la cocina, Ziba encontró a su madre fregando bandejas. Roya y Zuzu ponían los restos de comida en recipientes, y Maryam ataba la cinta de una bolsa de basura. Dave dijo: «¡Oh, Maryam-june! ¡Déjame a mí!», y fue hacia ella para quitarle la bolsa de las manos. Maryam se enderezó y se apartó un mechón de cabello de la cara. Roya dejó un cuenco de ensalada y le lanzó una elocuente mirada a Zuzu.

En septiembre, Susan empezó a ir al parvulario. La habían admitido en un colegio privado de Baltimore County. Sami la llevaba en coche todas las mañanas, porque trabajaba en aquella zona, y los lunes, miércoles y viernes la recogía Ziba. Pero las clases terminaban a mediodía, de modo que los martes y los jueves Maryam tenía que recoger a la niña. Se llevaba a Susan a su casa, le daba la comida y se la quedaba hasta que llegaba Ziba, unas horas más tarde. Ziba le dijo a Maryam que no quería que se sintiera obligada a hacerlo, ahora que Maryam llevaba una vida social tan activa, pero Maryam dijo: «¿Una vida social tan activa? ¿A qué te refieres?». Ziba no contestó.

Muchas veces, cuando Ziba llegaba a casa de Maryam, encontraba allí a Dave. Estaba sentado en la cocina mientras Maryam preparaba la cena y Susan jugaba con el gato. (Más tarde, Ziba le preguntaba a Susan: «¿Ha comido Dave con vosotras?», y la mayoría de los días, Susan contestaba: «Ajá». No especificaba si Dave había pasado mucho más rato allí. ¿Toda la mañana? ¿Toda la noche?)

Dave, tan tierno él, siempre se levantaba cuando entraba Ziba. «¡Hola, Ziba! Me alegro de verte», decía, y se pasaba una mano por la maraña de rizos entrecanos. Estaba sentado delante de la mesita, donde tenía una taza de café —bebía café sin parar— y un desordenado montón de periódicos. Le gustaba leer el periódico en voz alta y hacerle comentarios a Maryam. En cuanto Ziba se daba la vuelta para saludar a Susan, él volvía a sentarse y seguía con lo que estaba haciendo. «Escucha esto —le dijo un día a Maryam—. Han detenido a un hombre por agredir a otro que iba haciendo jogging. ¡Por el amor de Dios!». Maryam sonrió y le sirvió más café de la cafetera que tenía sólo para él. «Ah, gracias», dijo Dave. Nunca se olvidaba de dar las gracias —otro detalle conmovedor—. Aunque Ziba pensaba que esa costumbre de leer el periódico podía hacerse un poco pesada. «Los residentes de la zona se quejaron de que las bailarinas exóticas del club actuaran con el pecho nudo», leyó de otra página. «¡Nudo! ¿No te encanta?» Maryam rió mientras limpiaba su tetera Thousand Faces. ¿Dónde estaba su nuevo aparato eléctrico? Ah, sí, en una de las encimeras, medio escondido detrás de un paquete de pan árabe.

Susan les contó que un niño que se llamaba Henry la había llamado «caraculo». «Bah, no le hagas caso. Los niños son así», le dijo Maryam, y Dave anunció con cierto apremio: «Mirad, unos padres que se quejan de las tablas de multiplicar». Ziba pensó en esos niños que le tiran de la manga a su madre cuando ella habla por teléfono, pidiendo galletas, leche, zumo o quejándose de dolor de barriga, sólo para reclamar su atención. «Dicen que la memorización desalienta a los niños y merma sus ganas de aprender —prosiguió Dave—. Y tampoco entienden por qué hay que enseñarles a analizar frases. Dicen que eso está anticuado». Bajó el periódico y miró a Susan con el entrecejo fruncido por encima de la montura de las gafas. «Hay que aprender a analizar frases, jovencita. No dejes que nadie te convenza de lo contrario.»

—Sí… —dijo Susan.

—Si a un presentador de televisión que yo sé le hubieran enseñado a analizar frases, no habría dicho en las noticias que como el padre de dos niños pequeños la varicela se estaba extendiendo por el país.

—¿Qué?

Maryam encendió el fogón sobre el que había puesto el hervidor.

—¿No tenías hoy la cita con esa fan de la piel de leopardo? —le preguntó a Ziba.

—Sí, y ahora quiere poner cortinas con estampado de piel de tigre en el dormitorio principal. Le dije: «Pero ¡si el papel pintado es de estampado de cebra!». Y me contestó: «Pues claro. Es una habitación temática».

Maryam se apoyó en la encimera y se cruzó de brazos. Llevaba un largo delantal blanco sobre unos pantalones negros; estaba impecable, y casi demasiado delgada. «Anoche tuve un sueño muy inquietante —dijo—. Me has hecho recordarlo con lo del estampado de cebra. Iba conduciendo por una ciudad extraña, intentando llegar al zoo, y no encontraba aparcamiento. Al final aparcaba en una callejuela. Y entonces le decía a la mujer que vendía las entradas: “¡Oh! ¡No me acuerdo de dónde he aparcado! Espere un momento, tengo que asegurarme de que luego encontraré mi coche”. Así que me iba y recorría una calle, pero no encontraba mi coche. Todas las calles parecían iguales».

—Maryam, cariño —dijo Dave bajando el periódico—. ¿Estás angustiada por algo?

—No, ¿por qué?

—Porque creo que ese sueño revela cierta angustia. ¿Tú no, Ziba?

—Bueno… —dijo Ziba.

—Mañana por la noche tengo que ir a ver a Danielle —dijo Maryam—. Y ya sabes que vive lejos.

—Ah, debe de ser por eso —conjeturó Dave—. ¡Como no te gusta conducir por la noche! No tienes buena visión nocturna. Siempre acabas perdiéndote.

—No siempre.

—Ya te llevaré yo.

—No, no…

—¡Te llevo yo! ¡Te llevo a donde tú me digas! Te dejaré allí y pasaré a buscarte a la hora que quieras.

—No digas tonterías —dijo Maryam.

—Deja que te lleve, Mari-june —intervino Ziba.

—Sí, déjame llevarte, Mari-june. Además —insistió Dave, y le guiñó un ojo a Ziba—, así por fin conoceré a la famosa Danielle.

—¿Cómo? ¿Todavía no conoces a Danielle? —preguntó Ziba.

—No, no conozco a ninguna de sus amigas.

—Pero, ¡Maryam! Tienes que presentárselo —dijo Ziba—. Invítalo a entrar cuando pase a recogerte.

En otras circunstancias, Ziba no habría hablado con tanta franqueza, pero de pronto sentía una especie de impaciencia que rayaba en el enojo. ¿Por qué Maryam no se mostraba un poco más cariñosa? Era evidente que quería a Dave; ¿por qué seguía mostrándose tan contumaz, tan obstinada, tan frustrante?

Pero Maryam perseveró:

—Iré yo solita, gracias —y se volvió hacia el hervidor.

Entonces Susan se quejó de que Moosh le había enganchado el pelo con las uñas, y Ziba dijo que qué esperaba si no paraba de agitar las trenzas delante de su cara, y Dave dijo: «¡Mirad esto! Ahora en las iglesias van a proyectar la letra de los himnos en pantallas, como en los karaokes. Dicen que la gente no sabe leer las estrofas de los cantorales. ¡Por el amor de Dios!».

Maryam chascó la lengua. Ziba le dijo a Susan que recogiera sus cosas porque tenían que marcharse.

En octubre, Maryam fue a la fiesta de las hojas de los Donaldson. Había ido a la primera, pero no a las posteriores. («Yo ya rastrillo mis hojas», decía siempre, aunque lo que ella tenía en el jardín eran robles, y por esa época apenas empezaban a amarillear.) Pero esta vez salió por el lado del pasajero del coche de Dave saludando con la mano. Entró en la casa y dejó su bolso y una botella de vino, y luego se reunió con Dave, que ya había empezado a rastrillar un trozo del jardín delantero. Ese año las niñas también ayudaban; cada una tenía un rastrillo más pequeño que los de los adultos, y competían para ver cuál de las dos conseguía formar un montón de hojas más grande. Xiu-Mei estaba sentada encima de una lona impermeable que Brad había extendido cerca, jugando con las relucientes arandelas metálicas. Se notaba que no tenía mucha práctica manipulando objetos, porque movía las manos con vacilación y de manera imprevisible, como esas pinzas de las máquinas de regalos de las ferias.

Hacía un día perfecto. Era sábado, el cielo estaba despejado y soplaba una ligera brisa, y la temperatura era lo bastante suave para que la gente, poco a poco, fuera quitándose los jerséis. La madre de Brad, que se había quedado por ahí sin hacer nada, como de costumbre, recogió los jerséis y los amontonó al lado de Xiu-Mei. Bitsy dejó de trabajar un momento y entró en la casa para ver cómo estaba la cena. El padre de Brad entabló una aburrida conversación con Sami sobre el negocio inmobiliario, y Dave dejó el rastrillo y fue a charlar un rato con las niñas. Ziba no oía lo que les estaba diciendo. Lo único que oyó fue que Sami le decía a Lou que las compañías de seguros se lo estaban poniendo muy difícil a la gente que quería comprarse una casa.

Bitsy volvió con una jarra y unos cuantos vasos. «¿Quién quiere limonada?», preguntó, y las niñas gritaron: «¡Yo! ¡Yo!». Ziba dejó su rastrillo y fue a ayudarla, pero los hombres siguieron trabajando. Maryam también siguió rastrillando, hasta que Dave le dijo: «Maryam, ¿no quieres parar un rato y tomarte una limonada?».

«Ahora no —dijo ella—, quizá más tarde». Estaba rastrillando junto al camino de los coches con movimientos lánguidos y pausados. Ziba sabía que no le gustaban las bebidas dulces, aunque prefiriera no decirlo, por educación.

Dave se acercó a Bitsy y aceptó un vaso de limonada. Luego se agachó y les susurró algo a las niñas. «Oh», dijo Jin-Ho, y le devolvió su vaso a Bitsy. Susan dijo: «Toma, mamá», y le dio su vaso a Ziba. Entonces las dos siguieron a Dave por la extensión de césped hacia donde estaba Maryam. Bitsy miró a Ziba arqueando las cejas, pero Ziba no entendía nada.

—Maryam —dijo Dave—, ¿por qué no te sientas? Te he traído un vaso de limonada.

—Ah, gracias, pero…

—¡Siéntate, Mari-june! ¡Siéntate! —dijo Susan, y Jin-Ho dijo:

—Por favor, siéntate, por favor —le tiraban de los brazos y reían. Maryam estaba desconcertada, y no era de extrañar; el único sitio donde podía sentarse era el suelo. Pero al final dejó que la arrastraran hasta que se encontró sentada con las piernas cruzadas sobre un trozo de hierba húmeda de donde ya habían retirado las hojas. Entonces Dave le puso el vaso de limonada en la mano.

A lo lejos, Sami le decía a Lou:

—Es como si las compañías de seguros hubieran olvidado por completo que el juego es la esencia de su trabajo. No quieren asegurar una casa si alguna vez ha tenido goteras; no importa que las goteras las hayan arreglado hace…

—¡Sami! —gritó Dave.

Sami se interrumpió y miró a Dave.

—¡Niñas! —dijo entonces Dave.

Sin parar de reír, las niñas se sacaron algo de los bolsillos. Se acercaron más a Maryam y se pusieron a hacer extraños movimientos con las manos por encima de su cabeza.

—Pero ¿qué…? —Maryam intentó apartar las manos de las niñas, pero ellas no se dejaban, y seguían haciendo rápidos movimientos con las manitas.

—¡Es azúcar! —gritó Susan—. ¡Te estamos tirando azúcar!

—Pero ¿qué…?

—Maryam —dijo Dave—, ¿quieres casarte conmigo?

Maryam dejó de tocarse el pelo y lo miró fijamente. Las niñas seguían con lo suyo, pero Dave dijo:

—Ya está, niñas —y ellas se apartaron a regañadientes.

—¿Qué? —preguntó Maryam.

—Esto es una proposición formal —dijo, y se arrodilló a su lado—. ¿Quieres ser mi esposa?

En lugar de contestar, Maryam miró a las niñas, y entonces vio que tenían las manos llenas de terrones de azúcar —esos rectángulos uniformes y blancos de las cajas amarillas de Domino.

El azúcar debería haber tenido forma de cono. Eso era lo que utilizaban en Irán: unos grandes conos de azúcar blanco. Y las que los desmenuzaran deberían haber sido mujeres adultas felizmente casadas, y deberían haberlo hecho sobre un velo para que los cristales no le espolvorearan el pelo a Maryam y no pareciera que tenía caspa. Y nunca se hacía el día de la proposición, sino el día de la boda.

O Dave se había informado muy mal, o había decidido rediseñar aquella tradición. Cambiarla y embellecerla. Americanizarla, por decirlo así.

Maryam miró más allá de las niñas, al resto de invitados. Bitsy sonreía mientras sujetaba la jarra de limonada; Pat tenía las manos juntas, como si rezara; Sami y Lou estaban boquiabiertos; y Ziba… ¿qué? Seguramente estaba tensa y con las mandíbulas apretadas, porque sería tan triste que Maryam le dijera que no a ese pobre y tierno iluso.

Maryam miró otra vez a Dave y dijo:

—Sí.

Todos se pusieron a aplaudir.

El domingo Ziba despertó con dolor de cabeza provocado por el exceso de champán. Había sido una celebración tumultuosa que se prolongó hasta tan tarde que al final la propia Maryam tuvo que ponerle fin. Para entonces, las dos niñas estaban profundamente dormidas en el sofá, algo en lo que Ziba se habría fijado antes si no hubiera estado tan achispada. Sami tuvo que llevar a Susan en brazos hasta el coche. (Y prácticamente también a Ziba.) Él había bebido muy poco porque tenía que conducir, y por la mañana estaba tan campante poniéndose los calcetines —incluso con aire de suficiencia— mientras Ziba decía: «Oh, mi cabeza» y miraba el despertador con los ojos entornados. Las nueve y cuarto. «Dios mío —dijo Ziba—. ¿Dónde está Susan?».

—Abajo, mirando la televisión.

—Es como si tuviera un bolo en la cabeza. La giro hacia este lado, y… ¡bang! La giro hacia el otro y… ¡bang!

—¿Quieres una aspirina?

—Me parece que voy a vomitar.

—Ya te avisé —dijo él.

—No empieces, Sami, ¿de acuerdo?

Sami se levantó y fue descalzo hasta el cuarto de baño. Ziba oyó cómo abría la puerta del armario de las medicinas.

—¿Una o dos? —preguntó Sami.

—Cuatro —contestó ella.

Entonces Ziba oyó correr el agua.

—Espero que Maryam no esté así de mal —dijo Ziba.

—Yo no vi que bebiera tanto.

—Sí, hombre. Ahora resultará que soy la única que bebió.

—Bueno, Brad no se quedó corto, y creo que Pat y Lou tampoco…

Sonó el timbre en el piso de abajo.

Sami salió del cuarto de baño y le lanzó una mirada de interrogación a Ziba.

—No abras —dijo Ziba.

Pero entonces oyeron decir a Susan:

—¿Mamá? Ha venido Mari-june.

—Dios mío —dijo Ziba, y se dejó caer sobre la almohada.

—Ya voy —Sami dejó dos aspirinas en la mesilla de noche, junto con un vaso de plástico lleno de agua, y salió de la habitación. Tras una pausa, Ziba oyó su alegre «¡Hola, mamá!» y un murmullo de voces matutinas, que hizo que se sintiera aún peor.

Bueno, no había otro remedio que dar la cara. Se incorporó para tragarse las aspirinas. Luego se levantó de la cama y fue al armario a buscar una bata.

Cuando llegó abajo, Maryam estaba sentada a la mesa de la cocina mirando cómo Sami llenaba el hervidor. Tanto si Maryam había bebido mucho champán como si no, tenía ese aspecto demacrado y enfermizo que tiene la gente cuando ha dormido poco. La americana negra que llevaba hacía que su piel pareciera casi amarilla, y no llevaba pintalabios.

—¡Buenos días, Mari-june! —la saludó Ziba. Intentó sonar airosa y enérgica.

—Buenos días, Ziba —le contestó Maryam—. Le estaba explicando a Sami que me siento fatal.

—Ah, ¿sí? Yo también. No sé cómo pude…

—Éste es el error más grave de mi vida.

—¿Cómo dices? —preguntó Ziba.

Miró a su marido, que estaba de pie junto a los fogones esperando a que hirviera el agua.

—Mamá no quería decir que sí —dijo Sami.

—¿Cómo que no quería…?

—Sólo pretendía ser… —dijo Maryam. Soltó una débil risita, aunque su expresión seguía siendo sombría—. Pretendía ser educada —dijo.

—¿Educada? —repitió Ziba.

—¿Qué habrías hecho tú en mi lugar si alguien te hubiera puesto en semejante compromiso delante de todos? —dijo Maryam—. Es curioso. Siempre me habían extrañado esas proposiciones tan públicas. Esos hombres que te proponen matrimonio en una valla publicitaria o que alquilan una avioneta para pasear una pancarta por el cielo. ¿Y si las mujeres no quieren casarse? Pero allí están, atrapadas. A la vista de todos, y entonces ¿cómo van a decir que no?

Ziba estaba sin habla. Tras unos momentos de silencio, Sami carraspeó y dijo:

—Ya, pero yo siempre había pensado que esas parejas se ponían de acuerdo de antemano, de modo que los hombres estaban seguros de lo que les iban a contestar. ¿Insinúas que Dave y tú nunca habíais hablado del asunto?

—Nunca —respondió Maryam. Entonces vaciló y añadió—: Al menos, no abiertamente.

Sami ladeó la cabeza.

—Es verdad que llevamos un tiempo… saliendo juntos —continuó Maryam—. Admito que Dave significa mucho para mí. Y ayer, mi primera reacción fue decir «sí», no lo niego. Pero dos minutos más tarde pensé, Dios mío, ¿qué he hecho?

Eso lo dijo mirando a Ziba. En lugar de responder, Ziba se sentó en una silla, enfrente de Maryam. No sabía si el vacío que notaba en el estómago era de la resaca o de consternación.

—Es tan americano —prosiguió Maryam, y se abrazó, como si tuviera frío—. Lo invade todo. Parece incapaz de dejar una habitación tal como está; siempre tiene que cambiarla, poner en marcha el ventilador, subir el termostato, poner un disco o descorrer las cortinas. Ha llenado mi vida de teléfonos móviles y contestadores automáticos, y me ha regalado una tetera muy moderna que hace que el té tenga sabor a metal.

—Pero, Mari-june —se atrevió a decir Ziba—, eso no es americano; es simplemente… masculino —le lanzó una rápida ojeada a Sami, pero él estaba demasiado concentrado en su madre para ofenderse.

—No, es americano —insistió Maryam—. No sabría explicar por qué, pero lo es. Los americanos son así, espectaculares. Piensas que si te arrimas a ellos tú también crecerás, pero luego ves que lo que hacen es que te encojas; ellos se expanden y te van desbancando. Yo ya notaba que poco a poco iba distanciándome. ¡Llevaba tiempo pensándolo! Y de pronto, antes de que tuviera ocasión de hablar con Dave, va él y monta ese numerito en público.

Ziba se fijó en que Maryam hablaba con un tono inusualmente forzado, y tal vez con un acento más marcado, quizá para demostrar que ella no tenía ni pizca de americana, que era todo lo contrario de los americanos. Y su postura, acurrucada, tan poco propia de ella, hacía que verdaderamente pareciera que se había encogido.

—Todo ese rollo de nuestras tradiciones, por ejemplo —continuó—. La comida, las canciones, las fiestas. ¡Es como si quisiera robárnoslas!

—Bueno, mamá —intervino Sami—, pero no puedes quejarte de que se interese por nuestra cultura. Eso es un tanto a su favor.

—Nos está invadiendo —dijo Maryam sin hacerle caso—. Absorbiéndonos. Me hace sentir que no soy una persona independiente. ¿Qué fue ese numerito de la ceremonia del azúcar, sino un robo? Porque lo que hizo fue cogerla y modificarla para que se adaptara a sus intenciones.

Ziba estaba de acuerdo con ella, pero dijo:

—Maryam, él sólo quería demostrar que respeta nuestra forma de hacer las cosas —se acordó de Dave arrodillado en el suelo, con esa expresión tan franca y entusiasta, y de pronto sintió lástima por él—. No puedes censurar su americanismo y luego criticarlo por intentar comportarse como un iraní. No tiene lógica.

—Quizá no tenga lógica, pero es lo que siento —replicó Maryam.

El agua ya hervía, y Sami se levantó para apartar el hervidor del fuego. Ziba no entendía cómo su marido podía tomarse todo aquello con tanta calma. Le preguntó a Maryam:

—¿No podrías pensártelo? Quizá sea sólo un caso de…, ¿cómo lo llaman?, canguelo.

—Ya me lo he pensado —dijo Maryam—. Si no, se lo habría dicho a Dave anoche. Pero anoche lo único que dije fue que era tarde y que estaba cansada; le pedí que me llevara a mi casa y le dije que nos veríamos por la mañana. Y esta mañana, antes que nada, he venido a explicaros la situación a vosotros dos, porque sé que todos os vais a enfadar conmigo. Todos vosotros, y no os lo reprocho. Esto perjudicará vuestra amistad con Brad y Bitsy.

—No te preocupes por eso —dijo Sami, aunque esa posibilidad era precisamente lo que más le preocupaba a Ziba. ¡Habían estado a punto de formar un clan, de convertirse en una gran familia feliz! ¿Qué iba a pasar? ¿Dejarían de ser amigos? Y ¿cómo se lo explicarían a las niñas?

Pero Sami dijo:

—Si no puedes casarte con él, no puedes. Eso está claro.

—Gracias, Sami-jon —dijo Maryam. Luego miró a Ziba, pero ella no dijo nada.

Entonces Maryam les dijo que tenía que marcharse —«Quiero liquidar este asunto», declaró—; rechazó una taza de té y cogió su bolso. «Adiós, Susan», dijo al pasar por el salón. Sami la siguió, pero como iba descalzo, no la acompañó hasta el coche. Se quedó en la puerta de la calle, y Ziba se quedó detrás de él, a cierta distancia. «Conduce con cuidado», le dijo a su madre. Ziba seguía callada. No lograba dominar la sensación de atropello. Nada de todo esto debería haber pasado, le habría gustado decir. Le habría gustado gritarlo. Todo eso era innecesario y cruel, y el comportamiento de Maryam no tenía perdón.

Maryam bajó los escalones y se dirigió hacia la calle con el bolso apretado contra el cuerpo. Parecía mucho más menuda de lo habitual. Con su americana negra y sus estrechos pantalones negros, daba una imagen constreñida, tiesa, menuda y completamente aislada de todo.