7

Por fin la chinita estaba preparada. («Como un bollo», pensó Dave cuando lo oyó.) Brad y Bitsy metieron en una maleta ropa para bebé de tres tallas diferentes, juguetes para el orfanato, dinero en unos sobres rojos, pañales desechables, botellas de biberón, polvos de talco, ciruelas y melocotones secos, pomada de cinc, medicamentos para la sarna, Tylenol infantil, un termómetro, antibióticos para niños y para adultos, barritas de cereales, mezcla de frutos secos, tabletas de vitaminas, tabletas para purificar agua, melatonina para combatir el jet-lag, rodilleras, adaptadores para enchufes, un kit para emergencias dentales y varias cajas de mascarillas. Dave los acompañó al aeropuerto, y le costó trabajo meterlo todo en el maletero de su coche.

Dave se quedó con Jin-Ho en casa de Brad y Bitsy, y no en la suya, porque los padres de la niña pensaban que tres semanas era un periodo demasiado largo para que una niña que todavía no tenía cinco años lo pasara fuera de su casa. Dave dormía en el dormitorio principal; él lo consideraba una intrusión, pero Bitsy insistió. (Era el que estaba más cerca de la habitación de Jin-Ho.) Todas las mañanas, cuando despertaba, lo primero que veía era la fotografía de Brad y Bitsy abrazados en una playa. Después veía el colgador de pendientes de Bitsy, del que pendían unos enormes aros de cobre, madera y cerámica hechos a mano.

Era el mes de febrero, de modo que por la mañana Jin-Ho iba a la guardería todos los días. Eso ayudaba. Y casi todas las noches los invitaban a cenar Mac o Abe, o los Yazdan, o algún vecino. Pero el resto del tiempo Dave y Jin-Ho estaban solos. Dave pensaba que así tendrían ocasión de conocerse mejor el uno al otro. ¿A cuántos abuelos se les presentaba esa oportunidad? Y a él le gustaba estar con su nieta. Jin-Ho era una niña alegre y curiosa, hablaba mucho, le gustaban los juegos de mesa y enloquecía con cualquier tipo de música. Sin embargo, Dave nunca se relajaba del todo. Al fin y al cabo, en realidad no era nieta suya. ¿Y si pasaba algo? Cuando la niña salía a jugar fuera, Dave miraba por la ventana cada dos minutos. Cuando cruzaban juntos hasta la calle donde vivían los Donaldson, estrecha y con poco tráfico, él la obligaba a darle la mano pese a las objeciones de la niña. «Mi mamá me deja cruzar sin darle la mano —decía—, mientras me quede a su lado».

«Ya, pero yo no soy tu mamá. Yo soy un viejo paranoico. Sé buena y sígueme la corriente, Jin-Ho

A veces, por la noche, a Jin-Ho se le ponía la voz un poco temblorosa, y en un par de ocasiones hasta llegó a llorar. «¿Qué crees que estarán haciendo ahora?», preguntaba. O «¿Cuántos días faltan para que vuelvan?». Estaba tan acostumbrada a las rutinas de su madre que la impacientaba cómo hacía las cosas su abuelo. No le cepillaba bien el pelo, no le cortaba bien las tostadas. Sin embargo, en general sabía adaptarse a la situación. Sabía que sus padres iban a llevarle una hermanita, y eso era algo que ella deseaba mucho. Hablaba de cómo pensaba darle el biberón a Xiu-Mei, de cómo iba a pasear a Xiu-Mei en su sillita. Xiu-Mei se pronunciaba algo así como «Shao-mai». (Al principio, Dave, con su imperfecto oído, había entendido «Charmaine».) Encontraba ese sonido un poco áspero, pero Jin-Ho se mostraba más tolerante. Se pasaba el día «Xiu-Mei y yo esto», «Xiu-Mei y yo lo otro».

—Cuando Xiu-Mei aprenda a dormir toda la noche seguida, compartiremos la habitación —dijo.

—¿Y si te revuelve los juguetes? ¿No te enfadarás? —le preguntó su abuelo.

—¡Qué va! ¡Le dejaré jugar con mis juguetes siempre que quiera! Y le enseñaré el abecedario.

—Serás una hermana mayor estupenda —le aseguró Dave.

Jin-Ho sonrió, radiante, y dos arruguitas de satisfacción aparecieron junto a las comisuras de sus labios.

A Dave le sorprendía que Jin-Ho no tuviera una hora fija de acostarse; prácticamente no tenía horarios. La vida moderna era muy rara. Pensó en esas correas con que la gente paseaba a sus perros: unos carretes interminables que se extendían para dejar que los perros se alejaran cuanto quisieran de sus amos. Entonces se reprendió a sí mismo por ser tan rutinario e inflexible. Se frotó los ojos mientras jugaban una partida interminable de Candyland. «¿No tienes sueño, Jin-Ho?» La niña ni siquiera se dignó contestar, y se limitó a hacer adelantar su galleta de jengibre cuatro casillas con aire eficiente.

Todos los días, mientras su nieta estaba en la guardería, Dave iba a su casa, recogía el correo y escuchaba los mensajes del contestador automático. Echaba de menos su rutina diaria. Lo malo de estar en casa de otros era que no podía hacer pequeños trabajos ni arreglos. Aunque hacía lo que podía. Purgó todos los radiadores de Brad y Bitsy y lijó una puerta que se atascaba. Se llevó un poco de aceite de pie de buey de su casa y se pasó una noche frotando con él la arañada mochila de cuero que Bitsy utilizaba para ir al mercado.

—¿Qué es eso? —le preguntó Jin-Ho apoyándose en el brazo de su abuelo y emanando el olor a regaliz de la arcilla para modelar.

—Es aceite de pie de buey. Sirve para cuidar el cuero.

—¿Qué es un buey?

—¿No sabes qué es un buey? Ah —dijo—. Veamos. Hay dos tipos de bueyes: el buey pardo tímido y el buey pardo descarado. Este aceite… —cogió la lata y leyó la etiqueta, entrecerrando los ojos y alejándosela de la cara— es de buey marrón tímido.

Era el típico cuento que siempre les explicaba a sus nietos; era famoso por ellos. Los niños lo miraban conteniendo la risa y le pedían que continuara. Pero Jin-Ho frunció la frente y dijo:

—¿Mataron al buey pardo tímido?

—No, qué va. Sólo le estrujaron los pies. Verás, los pies de los bueyes tienen mucho aceite.

—¿Les duele cuando se los estrujan?

—No, no, no. Al contrario. Los bueyes lo agradecen, porque si no resbalarían por todas partes. Por eso no son buenos animales de compañía. Estropearían las alfombras con las patas.

La niña miró a su abuelo en silencio y con cara de preocupación. Dave se arrepintió de haber empezado aquella broma, pero no sabía cómo ponerle fin. Quizá Jin-Ho fuera demasiado pequeña para saber cuándo le estaban tomando el pelo. Quizá le faltara sentido del humor. O quizá… sí, era eso: necesitaban público. Otro adulto que resoplara y desvelara el juego. En otros tiempos, Connie había interpretado ese papel. Decía: «Dave, por favor. Eres terrible». Y luego les decía a los niños: «No os creáis ni una sola palabra».

Dejó la lata de aceite de pie de buey. Estaba deseando meterse en la cama.

Maryam llamó por teléfono para invitarlos a los dos a cenar. «Les diré a Sami y a Ziba que vengan también. Así Jin-Ho podrá jugar con Susan.» Pero Dave sabía que en realidad lo hacía porque si había más gente la situación no sería tan íntima. A él no lo engañaba.

Dave había acabado por aceptar que Maryam no tenía el más mínimo interés romántico por él. Lo consolaba un poco saber que no tenía ningún interés por nadie. Al menos no podía tomárselo como algo personal.

Últimamente, Dave había empezado a mirar alrededor y a preguntarse quién más podía haber por ahí. Había cumplido sesenta y siete años. Tenía unos buenos veinte años por delante. No tenía por qué pasar todos esos años solo, ¿no?

Pero las otras mujeres parecían mediocres comparadas con Maryam. No tenían su serena y oscura mirada, ni sus elegantes y expresivas manos. No transmitían esa sensación de calma y reserva cuando estaban solas en medio de una multitud.

Esa noche Maryam llevaba un llamativo pañuelo de seda atado alrededor del moño, y los extremos del pañuelo cayeron con un movimiento fluido cuando se dio la vuelta para precederlos al salón. Sami y Ziba ya habían llegado, y estaban sentados en el sofá con el gato acurrucado entre ellos dos. Susan estaba arriba; bajó hasta la mitad de la escalera haciendo ruido con unos zapatos de salón de tacón alto y llamó a Jin-Ho para que subiera con ella a jugar a los disfraces. «Mari-june ha puesto un montón de ropa en una caja para nosotras —dijo—. ¡Ropa de encaje! ¡De raso! ¡De terciopelo!». Llevaba una falda roja colgada de los hombros a modo de capa.

Las niñas subieron a jugar, y Dave se sentó y aceptó una copa de vino. Primero hablaron de las noticias que habían recibido de Brad y Bitsy. Brad les había enviado un correo electrónico a todos desde China. En él informaba de que ya habían recogido a Xiu-Mei, y de que la niña estaba muy bien. Se disponían a viajar con los otros padres a una ciudad donde había un consulado de Estados Unidos, y en cuanto tuvieran en orden los papeles de Xiu-Mei, regresarían a casa. Todos habían visto el correo electrónico excepto Maryam, que no tenía ordenador. (Su casa era tan sobria que a Dave lo dejaba sin habla. No había televisión por cable, ni reproductor de vídeo, ni teléfono inalámbrico, ni contestador automático, ni líos de cables eléctricos allá donde miraras.) Sami le había impreso una copia del correo electrónico; Maryam se puso unas gafas de montura de carey y lo leyó en voz alta:

—«Xiu-Mei es muy pequeñita y todavía no se sienta, pero todos los días la ponemos en nuestra cama y la ayudamos a incorporarse cogiéndola de las manos, para que se vaya entrenando. Ella piensa que es un juego. Tendríais que oírla reír.»

Maryam bajó la hoja y miró a los demás por encima de la montura de las gafas.

—¡Once meses y todavía no se sienta! —dijo.

—En el orfanato las tienen todo el día tumbadas en la cuna —explicó Dave.

—Pero sentarse es un instinto natural, ¿no? ¿Los bebés no se esfuerzan siempre por adoptar una postura vertical?

—Tarde o temprano acaban haciéndolo. Pero tardan más si nadie les presta atención.

Maryam soltó una serie de breves suspiros y se quitó las gafas.

Para sorpresa de Dave, la cena era completamente americana: pollo asado, patatas asadas con hierbas y espinacas salteadas. Lo desanimó un poco que todo estuviera tan bueno. ¿Acaso Maryam tenía que hacerlo todo bien? Le alegró descubrir que las patatas estaban excesivamente crujientes por debajo. O quizá fuera deliberado; esos iraníes, con su arroz tostado y qué sé yo…

Quizá se había equivocado al pensar que no se tomaba el desinterés de ella como algo personal.

Jin-Ho bajó a cenar con una blusa de seda negra y unos botines de tacón de aguja. Susan llevaba una camiseta que le llegaba por las rodillas, con la palabra EXTRANJERO estampada.

—¿Extranjero? —se extrañó Dave. Dedujo que esa camiseta había sido de Sami—. ¿Eras fan de Extranjero? —le preguntó.

—Ah, no. Esa camiseta es de mi madre —contestó Sami.

—¿Tú eras fan de Extranjero? —le preguntó entonces a Maryam.

Ella rió.

—No tiene nada que ver con el grupo musical —aclaró—. Sami me regaló esa camiseta. Hizo estampar esa palabra para burlarse de mí cuando me concedieron la ciudadanía. Porque me entristeció mucho convertirme en americana.

—¿Te entristeció?

—Para mí fue duro dejar de ser ciudadana de Irán. Es más, estuve aplazándolo mucho tiempo. No conseguí los papeles definitivos hasta poco después de la Revolución.

—Vaya, yo creía que eso debía de haber sido una alegría para ti —dijo Dave.

—¡Sí, claro! Estaba muy contenta. Pero… No sé, también estaba triste. Iba de una cosa a la otra. Ya sabes, el típico Tango del Inmigrante.

—Lo siento —dijo Dave. Se sentía estúpido. Ni siquiera sabía que eso fuera lo típico—. Claro, debió de ser muy duro —añadió—. Perdona que haya hablado como un chovinista.

—No pasa nada, hombre —dijo Maryam, y luego miró a Ziba y le ofreció más espinacas.

A Dave siempre le pasaba lo mismo con Maryam: hacía algún comentario desafortunado, o se le caía algo, o derramaba algo. Cuando estaba con ella, era como si sus manos fueran demasiado grandes y como si sus zapatos hicieran demasiado ruido.

El tema de la ciudadanía llevó a Sami a hablar de su primo Mahmad.

—Es ciudadano de Canadá —le explicó a Dave—. Es el hijo del hermano de mi madre, Parviz. Ahora vive en Vancouver con su hermana gemela. Y el mes pasado lo invitaron a presentar una ponencia en un congreso de Medicina de Chicago. Por lo visto es un experto en regeneración hepática. Pero justo antes de embarcar en el avión, lo paró la policía. Por lo del 11 de Septiembre, claro. Desde el 11 de Septiembre, cualquier persona con aspecto medio oriental es sospechosa. Se lo llevaron, lo registraron, le hicieron un millón de preguntas… Y nada, que perdió el avión. «Lo sentimos mucho, señor», le dijeron. «Si terminamos a tiempo, podrá coger el próximo vuelo.» De repente, Mahmad se echó a reír. «¿Qué pasa?», le preguntaron. Él seguía riendo. «¿De qué se ríe?», insistieron. «Acabo de caer», respondió él. «¡No tengo por qué ir a Estados Unidos! Fueron ellos los que me invitaron. No tengo por qué ir, y pensándolo bien, no quiero ir. Me voy a mi casa. Adiós.»

Maryam volvió a soltar una serie de suspiros, aunque ya debía de haber oído esa historia otras veces.

—Es una pena —dijo Dave. No tenía por qué hacerlo, pero sentía la necesidad de ofrecer una disculpa.

—Y cuando Brad y Bitsy aterricen en Baltimore —prosiguió Sami—, ¿habéis pensado dónde los recibirán sus amigos? Y todo por culpa del 11 de Septiembre. Cuando llegaron las niñas, estábamos todos en la puerta de embarque, pero esta vez tendremos que… no sé, quedarnos pululando fuera de la terminal, rodeados de policías que nos mirarán mal.

—¿Policías? —saltó Jin-Ho—. ¿Los policías nos mirarán mal?

—No, claro que no —dijo Ziba—. Sami, por favor, hablemos de otra cosa.

Y Maryam preguntó si alguien quería postre.

Se marcharon todos inmediatamente después de la cena, porque Susan tenía que acostarse. (Ah, así que no todas las familias modernas habían abandonado los horarios.) Dave no se ofreció para quedarse y ayudar a recoger. Sabía que Maryam le diría que no, y además no le apetecía quedarse. La velada lo había dejado un poco desconcertado. Estaba deseando llegar a su casa.

En la puerta, cuando Dave le dio las gracias a Maryam, ella dijo:

—Si necesitáis algo, no dudes en llamarme.

—Sí, claro —repuso él.

Pero sabía que no lo haría. Bajo la intensa luz de la lámpara del porche, Maryam parecía dura y severa. Tenía los brazos cruzados en una postura que Dave encontró mezquina, aunque sabía que Maryam sólo intentaba protegerse del frío. Recordó la expresión burlona que solía poner cuando estaba con Bitsy, y aquella vez que se había quejado de que los americanos sólo leían literatura americana, y otra ocasión en que había sentenciado que en ese país la gente no sabía qué era el yogur. Se alegraba de no verla más a menudo.

Mientras sentaba a Jin-Ho en el coche, oyó hablar a Sami y a Ziba, que tenían el coche aparcado delante del suyo. «¿Dónde está el osito de Susan?», preguntó Ziba. «¿Has cogido el osito?» Y Sami contestó: «Tiene que estar en el asiento de atrás. Me parece que no lo ha cogido para entrar en la casa». La fluida cordialidad de ese diálogo —la complicidad propia del matrimonio— hizo que Dave se pusiera nostálgico.

La noche de la llegada de Xiu-Mei, Dave fue al aeropuerto con el coche de Bitsy, en el que había instalado un segundo asiento infantil (el que se le había quedado pequeño a Jin-Ho, especial para bebés). Jin-Ho iba sentada en su asiento elevador, con una chapa que rezaba hermana mayor y con una gigantesca caja rectangular envuelta con papel de lunares rosas. Dentro de la caja había una rana de peluche verde casi tan grande como la niña. Dave había apostado por algo más pequeño, pero Jin-Ho se mantuvo firme. «¡Xiu-Mei tiene que verla!», dijo, y Dave tuvo que ceder.

El coche de Bitsy estaba lleno de pañuelos de papel arrugados, migas de galleta y piezas de plástico de juguetes. Además, se inclinaba un poco hacia la izquierda; Dave pensó que debía recordar mencionárselo a su hija. Conducía más despacio de lo acostumbrado, cediendo el paso cada vez que otro coche intentaba ponerse delante de él. Hacía una noche neblinosa y lluviosa, no muy fría pero húmeda. Dave tuvo que dejar el antivaho en marcha.

Jin-Ho quería saber si Xiu-Mei extrañaría su país.

—¿Y si llega aquí y decide que esto no es tan bonito como China? —preguntó.

—No lo creo. Mirará alrededor y dirá: «¡Esto es fabuloso! ¡Me encanta!».

Xiu-Mei todavía no sabe hablar, abuelo.

—Tienes razón. Qué tonto soy.

Jin-Ho se quedó callada un momento, golpeando rítmicamente con el pie el respaldo del asiento del pasajero de una forma que habría irritado a cualquiera que hubiera ido sentado allí. Entonces dijo:

—¿Te acuerdas de cuando Susan y yo intentamos cavar un agujero hasta China?

—Sí, me acuerdo muy bien —contestó Dave—. Tu padre se hizo un esguince en el tobillo cuando salió al jardín por la noche y metió el pie dentro.

—¿Crees que en China los niños cavan agujeros para llegar a América?

—Nunca lo había pensado, pero supongo que sí. Sí, claro. ¿Por qué no?

—¿Verdad que sería guay?

—Sí, muy guay.

—Un día asomarían la cabeza por el suelo cuando mis amigas y yo estuviéramos jugando y dirían: «¡Hola! ¿Dónde estamos?». Y yo les diría: «En Baltimore, Maryland».

—Muy guay, desde luego —dijo Dave.

Habría podido señalar algunos problemas de logística, pero ¿para qué molestarse? Además, le gustaba esa sencilla versión del mundo, de cuaderno de colorear, en la que unos niños con chaquetas Mao y otros con vaqueros Levi’s se entendían a la perfección.

En el aparcamiento del aeropuerto, pasó al lado del Volvo de Abe, que estaba aparcando. Y luego, en el paso elevado de peatones, Jin-Ho gritó: «¡Mira, Susan! ¡Allí está Susan!». Susan iba caminando delante de sus padres, balanceando una bolsa. Los tres se volvieron y esperaron a que Jin-Ho y Dave los alcanzaran.

—¡Le he traído una rana a Xiu-Mei! —dijo Jin-Ho. Tenía que estirar el cuello por detrás de su enorme caja para ver dónde pisaba, pero no quiso que Dave la ayudara a llevarla.

—Pues yo le he traído una toalla de baño con una capucha para la cabeza y una manopla y un pato amarillo y una botella de champú especial —dijo Susan.

—Me alegro de que hayáis venido —les dijo Dave a los Yazdan.

—No nos lo habríamos perdido por nada del mundo —repuso Ziba—. Jin-Ho, déjame ver tu chapa. ¡Ah, ahora eres la hermana mayor!

Dave no veía a Maryam. No estaba seguro de si le habían dicho a qué hora llegaba el avión.

Cuando entraron en la terminal, Dave se despidió de los Yazdan y guió a Jin-Ho hacia la sala D. El plan era que ellos dos esperaran justo detrás de Seguridad para ser los primeros en recibir al resto de la familia. Luego bajarían a la zona de recogida de equipajes, donde se habrían reunido los demás.

Jin-Ho estaba muy seria, como dándose importancia. Estaba de pie junto a Dave, abrazada a su regalo, sin apartar la vista de los pasajeros que se acercaban, pese a que el vuelo procedente de Los Ángeles todavía no había aterrizado. Al principio Dave intentaba distraerla señalando cosas que le llamaban la atención («¿Te has fijado en la cantidad de gente que viaja con su propia almohada?»), pero al final las circunspectas y distraídas respuestas de Jin-Ho lo hicieron callarse. Dave empezó a mecerse sobre las plantas de los pies mientras escudriñaba el rostro de la gente; había individuos de todas las razas y edades, pero todos tenían la misma expresión de aturdimiento.

Hasta que por fin llegaron: Brad delante, abriendo el camino, cargado de bolsas y equipaje de mano; y Bitsy detrás, con un fardo envuelto con una manta rosa sobre el hombro izquierdo. Bitsy parecía agotada, pero al ver a Dave y a Jin-Ho se le iluminó la cara y fue hacia ellos. Brad la siguió; había estado a punto de seguir en la dirección equivocada.

—¡Jin-Ho! —exclamó Bitsy—. ¡Te hemos echado mucho de menos! —se arrodilló y abrazó a su hija. Y sin levantarse, le dio la vuelta al fardo que llevaba en brazos.

Xiu-Mei tenía un flequillo negro de punta y unos ojos muy rasgados que le daban un aire travieso. Era imposible verle la boca porque llevaba puesto un chupete.

Xiu-Mei, te presento a tu hermana mayor —dijo Bitsy—. Di «¡Hola, Jin-Ho!».

Xiu-Mei le dio una fuerte chupada al chupete, haciendo que éste se sacudiera. Jin-Ho la miraba fijamente en silencio. Dave se dio cuenta demasiado tarde de que no había llevado la cámara. Abajo habría varias, pero ésa era la escena que todos lamentarían no haber registrado. Aunque en realidad no había mucho que ver. Como la mayoría de los momentos decisivos de la vida, aquél decepcionaba un poco por su escaso dramatismo.

—El vuelo ha sido horrible —le estaba diciendo Brad a su suegro—. Ha habido turbulencias desde Misisipi hasta aquí, y durante el despegue y el aterrizaje Xiu-Mei ha tenido dolor de oídos. Todo el mundo decía que el chupete la aliviaría, pero qué va, chillaba como una desesperada.

Dave se fijó en que Xiu-Mei todavía tenía una lágrima en la mejilla.

—Le he traído un regalo —dijo Jin-Ho.

—¡Qué simpática! —dijo Bitsy—. ¡Qué buena hermana! —le lanzó una mirada de agradecimiento a su padre, se levantó y volvió a apoyar a Xiu-Mei sobre su hombro—. ¿Bajamos a ver a los demás?

—Primero tiene que abrir su regalo —dijo Jin-Ho.

—Ahora no, tesoro. Después, ¿vale?

Dave supuso que su nieta insistiría, pero ella siguió dócilmente a su madre. Dave le cogió el paquete para que pudiera seguir a los demás. A Brad también le cogió un par de bolsas, y luego los siguió hacia la escalera mecánica. De repente Jin-Ho parecía tan mayor que Dave sintió lástima por ella. Recordaba haber sentido lo mismo con Bitsy cuando llevaron a su hermanito recién nacido a casa. Las manos de Bitsy parecían patas gigantescas y sus rodillas, muy huesudas.

Abajo estalló una ovación. El comité de bienvenida estaba al pie de la escalera mecánica, formado por amigos y parientes envueltos en su ropa de abrigo, con regalos, globos y pancartas. Tan pronto como Brad llegó a la planta baja, soltó sus bolsas, cogió en brazos al bebé, con manta y todo, y lo levantó por encima de su cabeza. «¡Aquí está, amigos! —anunció—. ¡La señorita Xiu-Mei Dickinson-Donaldson!». Las cámaras dispararon los flashes y las de vídeo siguieron a Xiu-Mei, que pasó a los brazos de la madre de Brad. «¡Qué preciosa es! —exclamó la abuela abrazando a la niña—. ¡Qué cosita tan mona! Soy tu abuelita Pat, corazón».

Xiu-Mei, que había soltado el chupete, la miraba de hito en hito.

Entonces Bitsy pudo volverse por fin hacia Jin-Ho, gracias a Dios, y darle la mano. Todo el mundo se dirigió hacia la cinta del equipaje, donde empezaban a llegar maletas y mochilas. «Tendrías que haber visto lo que nos daban para desayunar todos los días —le decía Bitsy a Jin-Ho—. ¡Había tantas cosas que nunca habíamos probado! Te habría encantado». Jin-Ho se mostraba dubitativa. Laura la enfocó con su cámara y disparó el flash. Polly —que ya tenía quince años y se aburría tremendamente con los eventos familiares— se colocó bien los auriculares del CD y se puso a observar a un chico que llevaba una camiseta de fútbol americano. La gente llevaba una extraña colección de ropa. Algunos, que evidentemente acababan de llegar del trópico, llevaban camisas hawaianas y chanclas; y otros, voluminosas botas de après-ski y anoraks de plumón. Pasó una joven pareja con forfaits de esquí colgando de las cremalleras de sus anoraks y con unas bolsas de lona del tamaño y la forma de tablas de planchar; la mujer se apartó el cabello con mechas de la cara y el hombre, que tenía acento irlandés, describió una aparatosa caída. Y detrás de ellos iba… vaya, Maryam, paseando sin prisas con las manos metidas en los bolsillos del abrigo. Se acercó a Jin-Ho, que se había quedado un poco apartada del grupo mientras Bitsy vigilaba la cinta del equipaje.

—¿Dónde está tu hermana? —le preguntó Maryam. Y Jin-Ho contestó:

—La tiene la abuela Pat.

Maryam buscó con la mirada a la madre de Brad, que estaba rodeada de varias mujeres que le hacían carantoñas a Xiu-Mei.

—Es muy mona —dijo sin acercarse más a ella.

—Bueno, suponemos que es mona —dijo Dave—, pero no lo veremos hasta que se quite ese chupete de la boca.

—¿No te recuerda a la otra vez? —le preguntó Maryam—. Al día que llegó Jin-Ho.

—Sí. Dios mío, sí.

Pero lo dijo sólo por Jin-Ho, para que la niña se sintiera parte de todo aquello. De hecho, esa noche no se parecía en nada a la noche de cuatro años y medio atrás. Sí, claro, todos se esforzaban. Lou se paseaba entre la gente con un micrófono, grabando las felicitaciones. Bridget y Deirdre cantaban juntas She’ll Be Coming Round the Mountain, y una de las amigas del club de lectura de Bitsy llevaba un letrero que rezaba bienvenida, xiu-mei. Pero la atmósfera era diferente porque no les habían dejado reunirse en la puerta de embarque. No se veía que hubiera unidad en el grupo, y el entusiasmo parecía forzado.

Maryam le estaba hablando a Jin-Ho del día de su llegada.

—Tu avión llegó con retraso y tuvimos que esperar horas de pie. Habíamos venido pronto, por supuesto, porque estábamos impacientes por conocerte. ¡Parecía que no fueras a llegar nunca! Y nadie nos daba ninguna explicación sobre el retraso.

Al oírla, cualquiera habría pensado que aquel día ella había ido al aeropuerto a esperar a Jin-Ho. Dave casi olvidó que entonces Maryam ni siquiera los conocía.

—¿Nuestro avión llegó con retraso? —preguntó Susan. Se metió entre Jin-Ho y Maryam—. ¡No sabía que nuestro avión había llegado con retraso! ¿Y tú? —le preguntó a Jin-Ho.

Jin-Ho se encogió de hombros y miró hacia otro lado. (A veces Dave tenía la impresión de que su nieta habría preferido que no le recordaran el Día de la Llegada a cada momento.)

Entre tanto, Brad y algunos más estaban formando una montaña de maletas junto a la cinta del equipaje (iban más cargados que en el viaje de ida). Al final Brad se retiró un poco y empezó a leer una lista en voz alta: «Bolsa de lana: sí. Portatrajes: sí. Maleta roja, maleta azul, maleta azul pequeña…». Bitsy había recuperado a Xiu-Mei y se paseaba entre la gente invitando a todos a ir con ellos a su casa. «Sólo Dios sabe cómo la encontraremos. No olvidéis que hace tres semanas que no la piso», dijo (ofendiendo ligeramente a su padre, que había limpiado la casa de arriba abajo esa misma mañana). «Pero nos encantará que vengáis, todos, y Jeannine va a traer algo para picar.» Se le había puesto el cuello colorado —lo cual, en Bitsy, era una señal de nerviosismo—, y estaba atolondrada y fervorosa. Dave sintió una mezcla de amor y lástima, aunque no habría sabido explicar por qué.

—Estoy chiflado —dijo Lou con tono alegre—. Le he acercado el micrófono a alguien que no conocemos de nada. Lo he confundido con un vecino o algo así. Pero ha sido muy amable. Ha dicho: «Lamentablemente, no tengo el placer de conocer a esta gente, pero les deseo lo mejor y creo que son muy afortunados por tener un bebé tan mono». Siempre puedo borrarlo, claro, pero creo que lo dejaré tal como está.

—¡Déjalo, déjalo! —dijo Bitsy—. ¿Todavía está por aquí? ¡Hay que invitarlo a casa! —se colocó bien a Xiu-Mei sobre el hombro y se volvió hacia Dave—. ¿Vienes con nosotros, papá? ¿Cabrás entre los dos asientos de las niñas?

—No hace falta —le contestó él—. Iré con…

Se volvió buscando a Abe o a Mac y se encontró cara a cara con Maryam, que dijo: «Sí, claro. Ya te llevo yo».

Antes de que Dave pudiera explicarse, Bitsy dijo:

—¡Estupendo! Gracias, Maryam. Y gracias por venir a recibir a Xiu-Mei.

—No quería perdérmelo —repuso Maryam, pero con ese tono perezoso y flotante que siempre hacía que Dave se preguntara si algo le había hecho gracia.

Se dirigieron todos hacia el aparcamiento, cargados de maletas; Dave iba delante para enseñarles dónde había dejado el coche. Jin-Ho protestó cuando su abuelo intentó meter su regalo en el maletero del coche.

—¡Tengo que dárselo a Xiu-Mei! —dijo—. Puede abrirlo por el camino.

—Muy bien, cariño —dijo él—. Nos vemos luego.

Le dio las llaves a Brad y se fue con Maryam hacia donde ella tenía aparcado su coche, un piso más arriba. En el aparcamiento hacía más frío que fuera, un frío tremendo, y ambos caminaban deprisa, y sus pasos hacían un ruido metálico sobre el suelo de cemento.

—Parece mentira —comentó Maryam—. De repente, una perfecta desconocida pasa a formar parte de la familia para siempre. Ya sé que ocurre lo mismo con los hijos biológicos, pero… No sé, esto parece más asombroso.

—Para mí, ambas cosas son asombrosas —replicó Dave—. Recuerdo que antes de que naciera Bitsy, me preocupaba pensar que quizá no fuera compatible con nosotros dos. Le decía a Connie: «Piensa en el tiempo que tardamos en decidir con quién nos casaríamos. En cambio, este bebé se presenta aquí por las buenas, sin haber superado siquiera un test de personalidad, sin ningún dato acerca de sus orígenes. ¿Y si resulta que no tenemos nada en común?».

Maryam rió y se ciñó más el abrigo.

No volvieron a decirse nada hasta que, después de meterse en el coche y salir del aparcamiento, entraron en la autopista. Entonces Dave dijo:

—¿Crees que Sami y Ziba adoptarán otro niño?

—Me parece que piensan que con uno ya hay suficiente —le contestó Maryam—. Con lo que cuestan los colegios privados hoy en día…

—¿No son partidarios de la escuela pública?

Maryam lo miró de soslayo, pero no dijo nada y siguió conduciendo en silencio varios minutos. Su perfil, destacado contra la luz plateada de los faros de los otros vehículos, parecía gélido y austero, y la larga pendiente de su nariz, increíblemente recta.

—Aunque supongo que ésa es una decisión muy personal —dijo él al final.

—Sí —dijo ella.

Dave sintió un arrebato de rebeldía. ¿Qué derecho tenía esa mujer a mostrarse tan superior? Dijo:

—¿Sabes qué? No pasaría nada si alguna vez discutieras un poco.

Ella lo miró brevemente y luego volvió a mirar al frente.

—Podrías decirme, por ejemplo, que las escuelas públicas de Baltimore son desastrosas. Entonces yo diría: sí, pero si los padres se implicaran, quizá podríamos cambiar las cosas. Y tú podrías decir que no quieres sacrificar el futuro de tu nieta por una simple esperanza. ¡No pasaría nada! ¡No me moriría!

Maryam seguía sin decir nada, pero daba la impresión de que intentaba reprimir una sonrisa.

—Te comportas como si creyeras que tienes tanta razón que no vale la pena que discutas con nadie —añadió Dave.

—¿En serio? —dijo ella, y esa vez lo miró fijamente y con cara de sorpresa.

—Es como si pensaras: «Bah, estos estúpidos americanos, ¿qué sabrán ellos?».

—¡Yo no pienso nada parecido!

—Ser americano es más difícil de lo que tú imaginas —continuó Dave—. No creas que no somos conscientes de lo que el resto del mundo piensa de nosotros. Cuando viajaba al extranjero, veía esos grupos de turistas compatriotas míos y me estremecía, aunque sabía que yo me parecía mucho a ellos. Eso es lo peor, que nos meten a todos en el mismo saco. Viajamos todos en el mismo barco, por decirlo así, y a donde vaya el barco tengo que ir yo, aunque se comporten como unos… chulos de escuela primaria. ¡No puedo saltar por la borda!

—En cambio, a nosotros los iraníes —dijo Maryam con ironía— siempre nos perciben como individuos únicos e independientes.

—Bueno —dijo él. Se sentía un poco ridículo. Sabía que se había pasado de la raya.

—¿Te has fijado en cómo la gente se apartaba de Sami, de Ziba y de mí en el aeropuerto? No, seguro que no. Ni siquiera te has dado cuenta. Pero desde el 11 de Septiembre, siempre pasa lo mismo —hizo una pausa y agregó—: A veces estoy tan harta de ser extranjera que me dan ganas de tumbarme y morirme. Ser extranjero requiere mucho esfuerzo.

—¿Mucho esfuerzo?

—Mucho esfuerzo y mucho trabajo, y aun así nunca conseguimos integrarnos del todo. Susan me lo dijo las pasadas Navidades; volvía a casa conmigo después del colegio y dijo: «Me gustaría poder celebrar la Navidad igual que todo el mundo. No me gusta ser diferente». Cuando la oí se me partió el corazón.

—Bueno… —dijo Dave. Escogió bien sus palabras, porque no quería que Maryam volviera a lanzarle una de esas miradas—. Hmm, quizá podrías dejarle poner un arbolito de Navidad. ¿Habría algún problema?

—Ya tenía un árbol de Navidad —respondió Maryam. Estaban entrando en la ciudad y Maryam miró por el retrovisor para ver si podía cambiar de carril—. Un árbol inmenso. Eso era lo mínimo que podíamos hacer por ella.

—Pues… No sé, ¿adornos navideños? Una corona, unas luces de colores…

—Claro. Y muérdago.

—Ah. Y… ¿vulneraría vuestras creencias hacerle unos cuantos regalos?

—Le hicimos un montón de regalos. Y ella también los hizo.

—Ah, ya —dijo Dave. Se quedó callado un momento, y luego añadió—: ¿Y un calcetín? ¿Colgó un calcetín en la chimenea?

—Sí, por supuesto.

—¿Y los villancicos? Bueno, no los más religiosos, desde luego, pero quizá Jingle Bells, o…, no sé, White Christmas.

—Susan fue a cantar villancicos con los vecinos de al lado. Recorrieron la calle cantando todos los villancicos habidos y por haber, con niño Jesús incluido.

—Entiendo —dijo Dave—. En ese caso, no sé muy bien…

—Pero ese día, en el coche, me dijo: «No es lo mismo. Hay algo diferente. No es una Navidad de verdad».

Dave rompió a reír.

—Por el amor de Dios —dijo—. ¡Eso les pasa a todos los niños de este país!

Maryam frenó en un semáforo y miró a Dave, que entonces dijo:

—¿No crees que todos dicen lo mismo? Dicen: «Las otras familias la celebran mejor; en la televisión parece mucho mejor; yo me la imaginaba mejor». ¡Las Navidades son eso! ¡Funciona así! Los niños las idealizan.

Dave vio que Maryam había entendido lo que él quería decir. Ya no fruncía tanto la frente.

—Tu nieta es cien por cien americana —afirmó Dave.

Maryam sonrió y arrancó de nuevo.

Durante el resto del trayecto estuvieron callados, y Dave no intentó romper el silencio, porque ella parecía absorta en sus pensamientos. En los semáforos rojos golpeaba el volante con una uña como si marcara el ritmo de un diálogo secreto, y cuando redujo la velocidad al llegar a la casa de Brad y Bitsy, dijo:

—Tienes razón, claro.

—Ah, ¿sí?

—Soy demasiado susceptible respecto a mis orígenes.

—¡Cómo! Un momento. Yo no he dicho eso.

Pero ella asintió lentamente con la cabeza.

—Le doy demasiada importancia —dijo Maryam. Ya había parado el coche, pero no había apagado el motor, así que Dave dedujo que no pensaba entrar. Maryam se quedó con la vista al frente, mirando a través del parabrisas—. Hasta podría considerarse autocompasión —añadió—, algo que no soporto.

—¡Yo no diría eso! Tú no tienes ni pizca de autocompasión.

—Mira —continuó Maryam—, con estas cosas puedes caer en tu propia trampa. Puedes empezar a creer que tu vida está definida por tu condición de extranjero. Piensas que todo sería diferente si no lo fueras. «Ojalá estuviera en mi país», piensas, y olvidas que después de tantos años, también serías un extranjero allí. Que ya no sería tu hogar.

Dave encontró sus palabras tremendamente tristes, pero Maryam hablaba con serenidad, y su perfil permanecía impasible. Un resplandor amarillo parpadeaba en su cara a medida que los invitados pasaban entre el coche y la farola que había en la acera.

—Maryam —dijo Dave.

Ella se volvió y lo miró como si estuviera muy ausente, con expresión cordial, pero pensativa.

—Tú eres de aquí —dijo Maryam—. Eres de aquí tanto como yo o como… No sé, Bitsy, o… Es como la Navidad. Todos pensamos que los otros son más de aquí.

Por fin lo escuchaba. Ladeó la cabeza y lo miró a los ojos. De pronto Dave se sintió cohibido. No era su intención hablar con tanta solemnidad.

—Bueno —dijo él con un tono más ligero—. ¿No piensas entrar?

—Es que…

—Por favor —perseveró Dave; estiró un brazo para alcanzar la llave y apagó el motor. Ella no trató de impedírselo—. Ven —le dijo, y le dio la llave del coche. Y entonces fue como si las palabras empezaran a cobrar otro significado, y Dave dijo—: Ven, Maryam. Entra conmigo —y ella cerró los dedos alrededor no sólo de la llave sino también de los dedos de Dave, y se quedaron los dos allí sentados, cogidos de la mano y mirándose con seriedad.