6

Cuando Maryam oyó hablar por primera vez de la casa nueva de Sami y Ziba, ellos ya habían dado la entrada y habían decidido la fecha de la mudanza.

—¿Una casa nueva? —preguntó—. ¡No sabía que estuvierais buscando casa!

—Bueno, nosotros tampoco —dijo Sami, y Ziba añadió:

—No estábamos seguros de encontrar lo que queríamos, así que ¿por qué contárselo a nadie?

Pero Maryam no era «cualquiera», y le sorprendió que hubieran sido tan reservados. Debían de haber revisado listados de inmobiliarias, hecho numerosas visitas, juzgado los pros y los contras de diferentes casas. ¡Y a ella no le habían dicho ni una palabra!

Pero dijo:

—Bueno, es fantástico. Felicidades —y le dio unas palmaditas a Sami en la rodilla. Estaban sentados en el salón de Maryam; Susan estaba en el sofá a su lado, con un libro ilustrado en el regazo—. ¿Estás contenta? —le preguntó Maryam a la niña—. ¿Has visto tu nueva habitación?

—Tiene una ventana con asiento empotrado —dijo la niña.

—¡Un asiento empotrado! ¿En serio?

—El asiento se levanta y debajo hay sitio para mis juguetes. Jin-Ho y yo nos metimos dentro.

¿Jin-Ho había estado en la casa nueva?

¿Ya se lo habían dicho a los Donaldson?

Sami carraspeó y dijo:

—Les hablamos de la casa a Brad y a Bitsy porque está en su barrio.

—Ah. En Mount Washington —dijo Maryam.

—Espero que no te importe que no nos vayamos a vivir más cerca de tu casa, mamá. También pensamos en Roland Park, pero el ambiente de Mount Washington parecía más… No sé…

El ambiente de Mount Washington parecía más donaldsoniano, pensó Maryam. Pero era mejor no mencionarlo.

—Bueno, de todos modos estaremos muy cerca —dijo—. ¡A sólo cinco o diez minutos! Me alegro mucho.

Entonces Sami y Ziba se inclinaron hacia delante a la vez para coger sus tazas de té, como si de pronto se sintieran liberados de una abrumadora carga. Y Maryam cogió también su taza y les sonrió.

Entonces creyó entender por qué no se lo habían contado. Les daba apuro que los pillaran una vez más tratando de imitar a los Donaldson. ¡Oh, esos Donaldson, con su despreocupada confianza en que su manera de hacer las cosas era la mejor! Dale de comer esto a tu hija y no le des aquello; déjale mirar estos programas y no los otros; vive aquí y no allí. Qué americanos eran.

Pero Sami y Ziba pensaban que los Donaldson eran únicos, y Maryam no creía ser la persona más indicada para abrirles los ojos.

La casa nueva estaba en Pettijohn Street, a sólo tres manzanas de la de Brad y Bitsy. Tenía un gran porche delantero, unos majestuosos árboles y un gran patio trasero. Pero sólo había una habitación de invitados, así que Ziba dijo que tendrían que comprar un sofá cama para sus familiares. Invitó a Maryam a acompañarla cuando fue a hacer las compras. Como es lógico, Ziba conocía todas las tiendas de muebles, por su trabajo, y hablaba con conocimiento de estilos, telas y plazos de entrega. «¡No, por favor! ¡No quiero nada de Murfree-Mainsburgh! —le dijo a un dependiente—. Tardan una eternidad en servir». Maryam estaba impresionada, aunque en el fondo cuestionaba los gustos de Ziba. Ziba decía que su objetivo a largo plazo era decorar toda la casa de estilo colonial americano, y hablaba de camas con columnas y doseles de encaje, arcones forrados de velvetón para guardar objetos diversos, taburetes giratorios con pie Barley Twist y muebles de televisor con adornos de ganchillo, todo de una madera brillante de color cacao que no parecía del todo real. Pero ¿qué sabía Maryam?

Se mudaron un viernes de finales de abril, un día no laborable para Ziba y laborable para Maryam, así que lo único que tuvo que hacer Maryam fue bajar al vestíbulo de la guardería para recoger a su nieta cuando llegó la hora de irse a casa. Se había ofrecido para quedarse a Susan hasta la noche.

Susan estaba en la clase de los niños de tres años, pues había cumplido cuatro en enero. Normalmente Maryam resistía el impulso de entrar a ver qué hacía su nieta, y cuando los niños pasaban por delante de la pared de cristal del despacho de camino hacia el parque, intentaba no levantar la cabeza. Por eso fue un placer tener aquella excusa para entrar directamente en el aula. Los niños estaban guardando su material de dibujo, lavándose las manos en unos lavabos colocados a su altura y colgando sus batas en los ganchos marcados con sus nombres. Maryam tardó un poco en encontrar a Susan porque estaba sentada a la mesa de lectura con un libro. ¿Había terminado su dibujo antes que los demás, o no había participado en esa actividad? A Maryam le preocupaba que Susan se mostrara muy reservada comparada con sus compañeros de clase, mucho más alborotadores. Sin embargo, las maestras insistían en que iba muy bien. «Es muy… madura», había dicho una hacía poco. Eso era exactamente lo que pensaba Maryam, así que se relajó, de momento.

«Nos vamos —le dijo a Susan—. Hoy vienes a casa conmigo, ¿te acuerdas?».

Susan cerró el libro y lo puso con cuidado en el estante correspondiente, sin decir palabra, pero cuando pasó al lado de las maestras dijo:

—Hoy voy a dormir en mi nueva habitación.

—¡Sí, ya lo sé! —dijo Greta, una maestra muy briosa.

—Pero primero voy a casa de Mari-june porque mamá tiene que prepararme la cama.

—¡Qué suerte tienes! —se alegró Greta, y le lanzó una sonrisa a Maryam—. ¡Que os divirtáis!

Maryam le devolvió la sonrisa y le dio las gracias, pero Susan salió de la habitación sin despedirse. Y en el coche, no quiso explicarle nada de lo que había hecho ese día. Maryam ya podría haberse aprendido la lección, pero siempre preguntaba sin darse cuenta: «¿Cómo te ha ido hoy en el colegio? ¿Qué has hecho?», mientras Susan miraba por la ventanilla, sumida en un silencio más diplomático que grosero, como si por educación estuviera dejando pasar la metedura de pata de Maryam. Todavía iba en un asiento infantil, porque pesaba muy poco. Jin-Ho ya había pasado al asiento elevador, pero Susan aún no tenía derecho a eso, aunque seguía intentándolo.

Una semana atrás, Maryam había recogido un gato callejero al que había puesto de nombre Moosh —«ratón» en farsi— por su pelaje gris. Susan estaba enamorada del gato, y en cuanto llegaron a la casa empezó a recorrer todas las habitaciones gritando «¿Moosh? ¿Moosh? ¡Mooshi-jon! ¿Dónde estás, Mooshi-jon?».

—Deja que él te encuentre a ti —le aconsejó Maryam—. Ven a sentarte en la cocina y merienda algo. Ya verás como aparece.

Y eso fue lo que pasó. Susan apenas había empezado a tomarse la leche y las galletas cuando Moosh apareció y se enroscó en las patas de la silla de la niña.

—¡Moosh! —gritó Susan—. ¿Puedo darle algo? ¿Puedo darle un poco de leche?

—Mejor dale una galletita para gatos —dijo Maryam, y le pasó una caja.

Susan se bajó de la silla y se acuclilló junto a Moosh, con las huesudas y desnudas rodillas separadas. Entonces sonó el teléfono que había en la pared, y Maryam fue a contestar.

—¿Diga?

—Soy Dave Dickinson, Maryam. ¿Cómo estás?

—Hola, Dave. Muy bien. ¿Y tú?

—Me han dicho que esta tarde tienes a Susan.

—Sí, hasta que terminen los de las mudanzas.

—He pensado que a lo mejor te gustaría que llevara a Jin-Ho para jugar con ella.

—Ah, ¿hoy tienes a Jin-Ho? —preguntó Maryam.

—Bueno, no, pero podría ir a buscarla.

—Me parece muy bien. Susan —dijo—, ¿quieres que Jin-Ho venga a jugar?

Susan dijo «¡Sí!» sin apartar la vista del gato, que estaba olfateando con cautela la galleta que le ofrecía la niña. Así que Maryam le dijo a Dave:

—Tráela, se lo pasarán bien juntas. Y gracias por pensarlo.

—Tardaremos una media hora —dijo él.

Últimamente hacía a menudo propuestas como ésa. Debía de echar de menos a Connie. Y Maryam sospechaba que también le estaba costando adaptarse a la jubilación. Se notaba por cómo prolongaba las conversaciones, y por cómo tardaba en despedirse, y porque siempre participaba en las reuniones que organizaban los Donaldson y los Yazdan.

Esa tarde se quedó en casa de Maryam cuando fue a llevar a Jin-Ho, pese a que Maryam le dijo que no le importaba vigilar a las dos niñas ella sola.

—No tengo nada mejor que hacer —repuso él, y entonces compuso una extraña sonrisa—. Bueno, quiero decir… —añadió— que me gusta estar aquí. Si no molesto, claro.

—Por supuesto que no —dijo Maryam. La verdad era que había pensado utilizar aquel rato para prepararles algo de comer a Sami y a Ziba, pero preguntó—: ¿Te apetece una taza de té? ¿O de café?

—Sí, un café. Pero… lo siento, debes de tener trabajo, ¿no? No importa, no necesito el café.

Ella sonrió por cómo Dave se había expresado. Aunque el verbo «necesitar» era, pensándolo bien, muy indicado para resumir a Dave últimamente. Observaba a la gente con gran expectación; esa tarde no dejaba de mirar a Maryam ni un instante mientras ella se movía por la cocina. Y cuando Maryam le puso el café delante, se mostró desproporcionadamente agradecido.

—Eres muy amable —dijo—. Te agradezco mucho que te tomes la molestia.

—No es ninguna molestia —replicó ella.

En tanto él siguiera sentado allí, ella podía ponerse a cocinar. Cogió un cazo del armario casi sin hacer ruido, como si no quisiera revelarle sus intenciones a Dave. Mientras llenaba el cazo de agua, él dijo algo que ella no oyó bien, y Maryam esperó hasta haber cerrado el grifo antes de preguntar:

—¿Cómo dices?

—Decía que este café está increíblemente delicioso. ¿Lo compras en alguna tienda especial?

—No, en el supermercado —dijo ella riendo.

—Bueno, a lo mejor sabe así de bien porque no lo he preparado yo. Estoy harto de comer lo que yo mismo cocino.

Moosh pasó huyendo de las niñas, que lo siguieron. Moosh no corría, sino que caminaba muy deprisa, intentando conservar la dignidad, y las niñas consiguieron acorralarlo entre la mesa y la puerta. «Mooshi-Moosh —decían—. ¡Mooshie-june!». (También Jin-Ho, acuclillada junto a Susan y ofreciéndole una galletita al gato. Llevaba unos pantalones cortos y una camiseta, igual que Susan, y unas de esas sandalias de plástico que se habían puesto de moda ese año.)

—¿Mooshi? ¿Así se llama? —preguntó Dave.

Moosh —le dijo Susan.

—¡Hola, Mooshi! —dijo Dave con entusiasmo—. ¿De dónde has salido?

Susan miró a Maryam y arrugó la frente.

—No sabía que Moosh supiera hablar —dijo.

—No sabe hablar —confirmó Maryam mientras echaba el arroz en el agua—. Tendrás que contestar por él.

—Ah —Susan volvió a mirar a Dave y dijo—: Mari-june lo encontró debajo del porche.

—¡Qué suerte tienes, Mooshi! —dijo él.

—¿Sabes qué? —dijo entonces Susan—. Esta noche voy a dormir en mi nueva habitación.

—Eso me han dicho. Tienes una casa nueva, ¿no?

—Hoy el camión de las mudanzas va a llevar mi cama.

—¿Es una casa normal, o una casa mágica? —preguntó Dave.

—¿Cómo?

—Verás, algunas mañanas, por ejemplo, cuando salgo a correr veo una casa dos calles más allá que me gusta mucho. Tiene un balancín en el porche, y una hamaca, y una cúpula en el tejado. Pero otras mañanas no la veo.

Susan se sentó sobre los talones y se quedó observándolo en silencio.

—¡No está! —dijo él.

—¿Adónde se va?

—Pues no lo sé —contestó él—. A veces está y a veces no está. Eso pasa con muchas cosas, aunque nosotros no nos demos cuenta.

—¿Es verdad? —Susan miró a Maryam—. ¿Es verdad?

—«Había uno y no había ninguno —recitó Maryam, y se sorprendió a sí misma—. No había nadie, sólo estaba Dios».

—¿Qué es eso? —preguntó Dave.

—Es lo que dicen en mi país para empezar a contar una historia. Supongo que equivale a «Erase una vez».

—Ah, ¿sí? —dijo Dave. Dejó su taza de café—. ¡Es fascinante! ¿Cómo dice? ¿Puedes repetirlo? «Había uno…»

—Bueno, es una traducción libre —dijo Maryam.

—No, en serio. ¿Cómo dice?

Maryam no sabía por qué, de repente, se sentía tan aburrida. Dejó la cuchara en el tarro del arroz. Susan, a sus pies, preguntaba:

—¿Qué es una cúpula, Mari-june? ¿Tiene cúpula mi nueva casa?

En lugar de contestar a la niña, le dijo a Dave:

—Mira, es ridículo que te quedes aquí toda la tarde perdiendo el tiempo. ¿Por qué no dejas que lleve a Jin-Ho a su casa cuando salga para llevar a Susan?

—Ah —dijo él.

Maryam sintió una punzada de remordimiento.

—No es que no me guste que vengas —aclaró—, pero no hay motivo para que pierdas todo el día.

—Yo no tengo día, Maryam.

Ella fingió que no lo había oído.

—Lo único que tienes que hacer es poner el asiento elevador de Jin-Ho en mi coche —dijo.

Entonces él no tuvo más remedio que decir:

—Sí, claro.

Dave se levantó, con los brazos junto a los costados, con aire vacío y desconsolado. Pero ella no se ablandó.

Susan y Jin-Ho pasaron la tarde construyéndole una casa a Moosh con una caja de cartón. Le pidieron una alfombrilla de baño a Maryam para poner en el suelo, y dibujaron ventanas en las paredes con un rotulador. Para la cama forraron una caja de zapatos con un pañuelo de Maryam, aunque ella les previno que seguramente a Moosh no le gustaría.

—Los gatos son demasiado testarudos para dormir donde tú les mandas —dijo.

Y Jin-Ho replicó:

—Vale, entonces la caja de zapatos puede ser su cómoda.

Pero Susan, que también era muy testaruda, dijo:

—¡No! ¡Es su cama! ¡Quiero que sea su cama!

—Bueno, supongo que no pasa nada por intentarlo —dijo Maryam.

—Y también tendrá una cúpula.

Maryam rió y siguió cocinando.

Ziba llamó hacia las seis para comunicarle que ya se habían instalado. «Al menos los muebles ya están en su sitio», dijo. Así que Maryam envolvió el cazo del arroz con un trapo, cogió a las niñas y las metió en el coche. Cuando dejó a Jin-Ho en casa de los Donaldson, Bitsy salió con una nevera de camping con comida para Sami y Ziba. «He pensado que les iría bien tener algo hecho para mañana —dijo—. Y pasado mañana los invitaré a cenar a mi casa. ¿Te apetece venir, Maryam? Podría invitar también a mi padre».

—No, gracias. Ya tengo planes —dijo Maryam. No quería que Sami y Ziba pensaran que se inmiscuía demasiado en sus vidas.

De camino a la casa nueva, intentó orientar a Susan. «Mira, cuando seas lo bastante mayor para volver sola desde la casa de Jin-Ho, pasarás por delante de esta gran casa con el enrejado, y entonces cruzarás la calle —primero tendrás que vigilar que no venga ningún coche, no lo olvides—, y luego, en esta otra calle, torcerás a la derecha después del patio con el comedero de pájaros…»

Susan escuchaba en silencio, fijándose en cada señal como si quisiera grabárselas en la memoria. Estaba sentada en una postura preciosa, serena como una reina en miniatura.

Ziba las recibió en la puerta con una camisa vieja de Sami. Tenía la cara cubierta de sudor y una mancha en un pómulo. «¡Pasad! —les dijo—. ¡Bienvenida a tu nueva casa, Susie-june!». Cogió a Susan en brazos y le enseñó el salón. «¿Ves qué bonito ha quedado? ¿Te gusta? ¿Has visto dónde hemos puesto tu caballito de balancín?» Maryam, con el cazo de arroz en las manos, torció a la derecha en lugar de a la izquierda y fue hacia la cocina. Pensaba pedirle a Sami que fuera al coche a buscar la nevera que le había dado Bitsy, pero no lo vio por ningún sitio, y Ziba estaba subiendo la escalera con Susan y diciéndole, en un tono que denotaba cierto nerviosismo, lo bonito que era su nuevo dormitorio; así que Maryam fue a buscar la nevera ella misma. Cuando la abrió, vio que Bitsy no sólo había puesto dentro un guiso y una ensalada, sino también un postre: una tarta casera. Dejó la tarta encima de la mesa, junto a su cazo de arroz. Era el plato preferido de Sami: arroz con pescado y verduras, una comida muy completa; pero entonces lamentó no haberse esmerado un poco más.

Ziba entró en la cocina con Susan cogida de la mano y dijo:

—¿Te quedas a comer algo con nosotros?

Maryam ya tenía pensado quedarse, pero de pronto el hecho de que su nuera se lo preguntara la hizo dudar, así que dijo:

—Bueno, debes de tener mucho trabajo.

—Ya sabes que siempre eres bien recibida —dijo Ziba, sin negar que tuviera trabajo.

Así que Maryam volvió a rechazar la invitación y se marchó.

Mientras se metía en el coche y les decía adiós con la mano a Ziba y a Susan, que estaban de pie en el porche, se preguntó si se habría equivocado. ¿Debería haberse quedado a ayudar, poner la comida en la mesa y compartirla con ellos y recogerlo todo después? ¿O se alegraba Ziba de que se marchara? Era difícil saberlo. A veces entendía por qué Sami perdía la paciencia con aquellos cumplidos anticuados que ocultaban los verdaderos sentimientos de la gente.

Les lanzó una última mirada a las dos y arrancó. Se sentía nerviosa y descontenta.

La casa nueva les cambió la vida, y sólo para mejor. Susan podía jugar fuera con los otros niños del barrio; ya no había que concertar complicadas citas. Estaba a diez minutos en coche de la guardería, y más cerca aún de la tienda de comestibles, y a sólo unos pasos de la casa de los Donaldson. Cuando terminó el curso escolar y Maryam volvió a hacer de niñera los martes y los jueves, se sentaba en el porche de Sami y Ziba, feliz, limpiando fresas mientras Susan paseaba en triciclo, o trabajaba con Susan y Jin-Ho en el pequeño huerto que habían plantado en el patio trasero. En junio recogieron las primeras zanahorias, muy delgadas, y las dos niñas estaban locas de alegría. Se las comieron crudas a mediodía con una salsa de yogur y eneldo. Hasta Susan, que normalmente rechazaba las verduras, se zampó tres.

En verano, Maryam sólo trabajaba un día por semana en Julia Jessup. Pagaba las facturas, abría el correo, hacía un par de llamadas para encargar material o supervisaba los trabajos de mantenimiento. Muchas veces se quedaba sola en el edificio con el conserje, que no tenía otra cosa que hacer que pasar su enorme escoba por los relucientes pasillos. La directora de la escuela, la señora Barber, pasaba los veranos en Maine, pero llamaba por teléfono de vez en cuando y preguntaba cómo iba todo. «Muy bien —respondía Maryam—. Han venido a arreglar el pavimento de debajo de la estructura de barras, ¿te acuerdas? Y al padre de los gemelos Windham lo han destinado a Atlanta, así que he escrito a las dos familias siguientes de la lista de espera». Sabía que parecía que estuviera más ocupada de lo que estaba en realidad, como si intentara justificar su sueldo.

Su trabajo era muy tranquilo incluso durante el curso escolar, y lo desempeñaba sin agobios rodeada de gente que conocía desde hacía muchos años. Trabajaba en una especie de trance, sentada ante una mesa inmaculada en medio de lo que llamaban «la pecera», que compartía con la señora Barber y la señora Simms, la subdirectora. La tranquilizaba, en cierto modo, realizar las tareas más insignificantes a la perfección. Todos los días, antes de marcharse, vaciaba la papelera de reciclaje de su ordenador, y una vez al mes, sin falta, defragmentaba el disco duro.

En julio fue a Vermont a visitar a su prima hermana por partida doble, la hija de un tío suyo por parte de padre y de una tía suya por parte de madre. Farah era más joven que Maryam, y muy diferente a ella en casi todos los aspectos. Vivía en una zona donde no había más extranjeros, estaba casada con un exhippy al que había conocido cuando estudiaba en París y había decidido volverse exageradamente iraní. Recibió a Maryam en el aeropuerto con un atuendo tan exótico que incluso en Teherán la gente se habría quedado boquiabierta mirándola: una túnica de raso de color granate, unas mallas blancas, unas zapatillas puntiagudas cubiertas de lentejuelas que parecían sacadas de una miniatura persa y un montón de cadenas de oro que prácticamente le cubrían el orondo y mullido busto.

«¡Maryam-jon! ¡Maryam-jon!», gritó, dando saltitos. El resto de personas que esperaban a los otros pasajeros —pálidos y sosos en comparación— se volvió para mirarla. «¡Salaam, Mari-june!», chilló ella. Por un instante Maryam estuvo a punto de fingir que no conocía a aquella mujer, pero entonces, cuando se encontró frente a ella, vio los ojos Karimzadeh de Farah, largos y estrechos, con las comisuras puntiagudas, y la nariz Karimzadeh, completamente recta. A diferencia de Maryam, Farah no se teñía las canas, y éstas destacaban, crespas y rizadas, entre el resto de cabellos negros, como las de su abuela.

En el trayecto del aeropuerto a la casa (en un polvoriento Chevrolet beige con el asiento trasero lleno de piezas de máquinas), Farah hablaba farsi tan atropelladamente que parecía que llevara años sin practicar ese idioma. Le contó todas las noticias de su país, reproduciendo conversaciones telefónicas no sólo palabra a palabra, sino imitando las voces —los agudos gemidos de su prima Sholeh, el bramido optimista de su prima segunda Kaveh—. Farah tenía más contacto que Maryam con su familia. «Siempre hay alguien que tiene que contarme sus penas, y pagando yo, además», protestó. Lo cual significaba que era ella la que llamaba; ¿por qué lo hacía, si tanto la aburrían? Quizá tuviera sentimiento de culpa. «Se quejan de las dificultades de la situación actual: de que los espectáculos están limitados, de que casi todas las películas están prohibidas, de que casi no pueden escuchar música, de que no encuentran más licores que los que los contrabandistas venden en botellas de lejía por la noche. Piensan que mi vida es un lecho de rosas. ¡No tienen ni idea de lo dura que es la vida aquí!»

Viéndola envuelta en raso y entre destellos de oro, sus parientes se habrían reído, pero Maryam la entendía. La vida era verdaderamente dura, más dura de lo que en su país de origen podían imaginar, y a veces se preguntaba cómo habían durado tanto las dos en un país donde todo pasaba tan deprisa y donde los demás conocían las reglas sin necesidad de preguntarlas.

«Mi hermana me lee listas de cosas que quiere que le mande —continuó Farah—. Zapatillas de deporte, cosméticos y tarros de vitaminas. Pero ¡si en Irán también hay vitaminas! Y son tan buenas como las de aquí, pero ella cree que las vitaminas que venden en América son mejores. Le envié un tarro de Vigor-Vytes y después de tomarse la primera pastilla, me dijo: “¡Ya me siento mucho más joven! ¡Tengo mucha más energía!”».

Al pronunciar la palabra «Vigor-Vytes», Farah se pasó al inglés, seguramente sin darse cuenta. Era un fenómeno que Maryam había observado a menudo entre los iraníes. Estaban hablando en farsi y, de pronto, alguna palabra prestada del inglés, generalmente técnica, como «televisión» u «ordenador», accionaba un interruptor en sus cerebros y continuaban hablando en inglés hasta que una palabra farsi les hacía volver a cambiar de idioma.

—Supongo que a ti no te pasa tanto porque tus hermanos pueden pedirles a sus hijos que les envíen cosas —iba diciendo Farah—. Al menos Parviz sí puede, porque sus dos hijos viven aquí, en Vancouver, donde hay unas tiendas estupendas —para pronunciar esta última frase utilizó los dos idiomas; el interruptor se accionó primero con «Parviz» y luego con «Vancouver»—. Además, tú eres mucho más fuerte. Seguro que tú les dirías que no puedes. Yo debería ser más fuerte. Siempre me dejo…, ¿cómo se dice?, apisonar.

—Pisotear —la corrigió Maryam.

—Eso, me dejo pisotear. Soy demasiado blanda.

Maryam se mordió la lengua.

Habían estado circulando por una carretera rural de Nueva Inglaterra a una velocidad que sin duda era ilegal; había pequeñas y pulcras granjas que podrían haber adornado el paisaje de un tren de juguete. Entraron en un camino de grava, y las piezas metálicas del asiento trasero sonaron estrepitosamente. Unos minutos más tarde aparcaron en el patio de la casa de madera gris de los Jeffrey.

—¡Qué bien! —dijo Farah—. William está en casa.

William, un tipo enjuto con unos vaqueros desteñidos, estaba sentado en los escalones del porche. Al ver el coche se levantó y fue hacia él, sonriente.

Salaam aleikum —saludó a Maryam, y luego añadió en inglés—: Me alegro de verte.

—Yo también —replicó ella, y lo besó en la mejilla.

Maryam opinaba que William era de esos hombres que nunca superan la adolescencia. Había remendado sus vaqueros con pedazos de bandera americana, y llevaba una fina perilla y una larga trenza que, ahora que tenía la coronilla calva, hacía que pareciera que el pelo se le había resbalado varios centímetros hacia abajo. Maryam también encontraba propio de la adolescencia su entusiasmo por todo lo iraní.

—¿Sabes qué? —le dijo William—. He hecho fesenjan para cenar, en tu honor.

—Es exactamente lo que me apetece —dijo ella.

William era el encargado de la cocina y de las tareas domésticas. También era el único sostén de la familia; enseñaba escritura creativa en la universidad local. Maryam no entendía qué hacía Farah con su tiempo. No tenían hijos —era evidente que no habían querido tenerlos—, y ella nunca había durado en ningún empleo. Cuando acompañó a Maryam al piso de arriba, donde estaba la habitación de invitados, Farah dijo: «A ver, me parece que la cama está hecha… Ah, sí, perfecto». Las flores silvestres que había encima del escritorio, torpemente colocadas en una vinagrera, seguramente también eran obra de William.

Después de que Maryam deshiciera la maleta, se tomaron unos cócteles en el salón, que conservaba el estilo austero de las granjas de Nueva Inglaterra pese a estar decorado con alfombras persas, vajillas esmaltadas Isfahani y preciosas telas con estampado de cachemira. William se puso a hablar de su último invento: estaba trabajando en un «juguete para ejecutivos» y tenía el convencimiento de que se iba a hacer millonario con él.

—Es parecido a una lámpara de lava —explicó—. Te acuerdas de esas lámparas, ¿no? Sólo que esto es mucho más elegante —fue a buscarlo para enseñárselo a Maryam: un artilugio de plástico transparente, con forma de reloj de arena, lleno de un líquido viscoso. Lo invirtió y dijo—: ¿Lo ves? El líquido baja culebreando; primero forma espirales en el sentido de las agujas del reloj, y luego en el sentido opuesto; se acumula en la superficie formando una pirámide y de repente se aplasta… ¿Verdad que te atrapa?

Maryam asintió con la cabeza. Era verdad que se había quedado un poco hipnotizada.

—Se me ocurrió porque se estaba terminando una botella de champú McGleam; puse la botella boca abajo sobre otra nueva, ya sabes. La apoyé así para que cayeran las últimas gotas de champú. Y estaba mirando cómo caían y de repente pensé: «¡Ostras! Con esto podría hacer un artilugio zen. ¡Podríamos comercializarlo para bajarle la presión arterial a la gente!». Y me puse a trabajar en este diseño; le busqué la forma más atractiva… Lo que pasa es que todavía no sé qué líquido emplear. Tiene que tener la consistencia idónea. Tiene que ser espeso como el McGleam, pero no demasiado espeso, claro; y transparente como el McGleam, porque creo que los líquidos transparentes tranquilizan más…

—¿Por qué no usas McGleam? —preguntó Maryam.

—¿McGleam?

—¿No crees que podría ser la solución ideal?

—Pero… ¿champú? Además, McGleam es la marca más cara que hay en la farmacia —miró con cariño a Farah y añadió—: Sólo compro lo mejor para Farah-june.

Farah hizo un lánguido ademán y le dijo a Maryam:

—¿Qué quieres que haga? Tengo el pelo enmarañado de los Karimzadeh.

Esa noche, durante la cena (una comida iraní en toda regla; todo auténtico), Farah se puso a recordar su infancia común. Ella tenía una visión más alegre del pasado que Maryam. Todos sus recuerdos incluían fiestas divertidísimas, o viajes en carro en la casa de veraneo que la familia tenía en Meigun, o meriendas campestres interminables con todos los familiares de ambas partes. ¿Dónde estaban las peleas y las escisiones, el tío que tomaba opio y el que malversaba, las interminables y amargas competiciones de las tías por la escasa atención de su padre? ¿No se acordaba Farah de la prima que se suicidó cuando le prohibieron estudiar Medicina, ni de la prima a la que no dieron permiso para casarse con el chico al que amaba? «Qué tiempos tan felices», dijo Farah, suspirando, y William suspiró también y sacudió la cabeza como si él también hubiera vivido todo aquello. Le encantaba oír hablar de Irán. Si Farah se olvidaba algún detalle, saltaba: «¿Y las monedas? ¿Te acuerdas? Esas monedas nuevas de oro que os regalaban a los niños por Año Nuevo». Maryam lo encontraba impertinente, aunque sabía que habría debido halagarla que se interesara tanto por su cultura.

Debió de ser la conversación que mantuvieron durante la cena lo que esa noche le hizo soñar con su madre. Veía a su madre tal como era cuando Maryam era pequeña: el cabello negro, sin una sola cana; el cutis sin arrugas; el contorno del labio superior destacado con un perfilador marrón. Le estaba contando a Maryam la historia de la tribu nómada a la que espiaba de niña. Habían llegado misteriosamente una noche y se habían instalado en una urbanización que había al otro lado de la calle. Las mujeres iban cargadas de oro hasta aquí (se señaló un codo). Los hombres montaban unos relucientes caballos. Una mañana se despertó y habían desaparecido todos. En el sueño, como en la vida real, su madre contaba esa historia con una voz lenta y acariciadora, con expresión nostálgica, y Maryam despertó preguntándose por primera vez si a su madre también le habría gustado desaparecer. Nunca le había hecho ni una sola pregunta personal a su madre, al menos no que ella recordara; y entonces ya era demasiado tarde. Ese pensamiento le produjo una suave melancolía, casi placentera. Todavía echaba de menos a su madre, pero se había ido a vivir muy lejos de ella y había adoptado una vida muy diferente. Ya no parecía que fueran madre e hija.

La habitación de invitados estaba empezando a iluminarse, y por la ventana que había encima de la cama se veía un rectángulo de cielo de un gris pálido y una línea irregular de negros abetos. La imagen era tan misteriosa como un paisaje lunar.

En los días siguientes, se adaptó a la pausada rutina por la que se regían las mujeres cuando ella era niña. Farah y ella se sentaban bebiendo té mientras hojeaban revistas ilustradas. William pasaba la mayor parte del tiempo haciendo arreglos en su taller o curioseando en ferreterías y depósitos de chatarra; por la tarde se ponía a cocinar, y todas las noches servía otra cena iraní. Se enorgullecía mucho de saber los nombres de los platos en farsi. «Coge un poco de khoresh», decía, y enfatizaba tanto el fonema kh que parecía una tos. A medida que transcurría la semana, Maryam cada vez encontraba más ridículo su comportamiento. Aunque en realidad ¿qué tenía de malo? Sabía que era poco razonable.

La noche antes de marcharse, William le preguntó:

—¿Te sirvo un poco más de polo?

Y ella contestó:

—¿Por qué no lo llamas arroz?

—¿Cómo? —preguntó él, y Farah levantó la vista del plato.

—Sí, gracias —rectificó Maryam—. Ponme un poco más de polo.

—¿Lo he pronunciado mal? —preguntó William.

—No, no, es que… —de pronto se odió a sí misma. Se estaba convirtiendo en una vieja maniática—. Lo siento —les dijo a los dos—. Supongo que es la combinación de los dos idiomas. Me confunde.

Pero eso no era lo que le había fastidiado.

Una vez, un par de años después de la muerte de Kiyan, un colega de su marido la había invitado a ir a un concierto. Era un hombre simpático, americano, divorciado. A Maryam no se le ocurrió ninguna excusa para rechazar la invitación. En el coche, ella había comentado que Sami estaba contemplando apuntarse a un campamento de tenis —había empleado la palabra exacta, «contemplando»—, y el hombre había dicho: «Tienes un vocabulario excelente, Maryam». Y unos minutos más tarde le había dicho que le encantaría verla con su «traje típico». Ni que decir tiene que Maryam no había vuelto a salir con él.

Y en otra ocasión, mientras esperaba en la consulta de su médico, una enfermera había preguntado «¿Hay alguna Zahedi?», y la recepcionista había contestado: «No, pero tenemos una Yazdan». Como si ambas fueran intercambiables; como si una paciente extranjera sirviera igual que otra. Y cómo lo había pronunciado: Yaz-dan, con acento en la primera «a». Pero aunque lo hubiera pronunciado correctamente, Yazdan era una americanización, más breve que la forma que utilizaban cuando Kiyan llegó a ese país. Además, en realidad Maryam no era una Yazdan. Era una Karimzadeh, y en su país habría seguido siendo una Karimzadeh incluso después de casarse. De modo que la persona a la que se estaban refiriendo ni siquiera existía. Era una invención de los americanos.

Bueno. Basta. Se enderezó en el asiento y sonrió a William.

—Creo que éste es el mejor ghormeh sabzi que he probado en mi vida —afirmó.

—¡Caramba! Merci, Maryam —dijo él.

Cuando volvió a Baltimore, encontró muy cambiada a Susan, aunque sólo había pasado una semana. Tenía unas pecas diminutas que parecían canela en polvo en la nariz, y había aprendido a caminar con chanclas. Se paseaba ufana por la casa produciendo ese ruido tan particular cada vez que las suelas de goma le golpeaban los talones. Además, Ziba le explicó que había descubierto la muerte.

—Es como si se le hubiera ocurrido de repente. No sé de dónde lo ha sacado. Ahora se despierta dos o tres veces todas las noches y pregunta si va a morirse. Yo le digo que no se morirá hasta que sea muy vieja, aunque ya sé que no debería prometérselo. Pero le digo que los niños no se mueren.

—Exacto —dijo Maryam con firmeza.

—Ya, pero…

—Los niños no se mueren.

—Es que Bitsy le dijo que no se preocupara de eso porque después volvería a nacer convertida en otra persona.

Maryam arqueó las cejas.

—Pero Susan dijo: «¡Yo no quiero ser otra persona! ¡Quiero ser yo!».

—Pues claro —dijo Maryam—. Dile que Bitsy está loca.

—¡Mari-june!

—Qué manía tiene la gente de meterles ideas peregrinas en la cabeza a los hijos de los demás.

—Lo dijo con buena intención —argumentó Ziba.

Maryam dio un bufido de desdén, aunque sabía que Ziba tenía razón. Bitsy sólo había intentado tranquilizar a la niña. Y se había portado muy bien durante las vacaciones de Maryam en Vermont: se había quedado con Susan no sólo el martes y el jueves, sino también todo el sábado porque la madre de Ziba tuvo que someterse a una apendicectomía de urgencia. Por eso el primer martes después de su regreso Maryam invitó a Jin-Ho a pasar el día en casa de Susan. Brad se encargó de llevarla, con un traje de baño enrollado en una toalla, y las niñas pasaron toda la mañana chapoteando en la piscina hinchable. Después de comer, mientras «echaban la siesta» juntas (en realidad estuvieron riendo y susurrando en el cuarto de invitados), Maryam preparó dos cazos de pollo con berenjenas, y cuando llegó la hora de acompañar a Jin-Ho a su casa, se llevó uno de los cazos para dárselo a los Donaldson.

—¿Es lo que me imagino? —preguntó Bitsy nada más abrir la puerta—. ¿Eso que huelo es lo que me imagino? ¡Me has hecho mi plato favorito!

—Es un detallito para darte las gracias —repuso Maryam—. Por ocuparte de Susan durante mi ausencia.

—Ha sido un placer. ¿No vas a entrar?

—Tendríamos que volver —dijo Maryam.

—Acabo de preparar una jarra de té helado.

—Gracias, pero…

—Ah, claro, se me olvidaba que estoy hablando con una purista en asuntos de té —dijo Bitsy—. Debe de horrorizarte que los demás le pongamos hielo.

—En absoluto —dijo Maryam, aunque era verdad que nunca había entendido esa costumbre.

Por algún extraño motivo, Bitsy debió de interpretar que Maryam estaba aceptando su invitación, porque se dio la vuelta y entró en la casa. Las niñas se colaron detrás de ella y Maryam la siguió a regañadientes, preguntándose cómo había acabado entrando.

—No le he dejado ninguna nota a Ziba —dijo mientras dejaba el cazo encima de la mesa de la cocina—. Se preguntará dónde nos hemos metido —pero mientras hablaba se estaba sentando en una silla.

—¿Sabes qué deberías hacer? —dijo Bitsy. Abrió la nevera y sacó un jarro azul—. Esta noche, cuando hayas terminado de vigilar a Susan, deberías venir y ayudarnos a comernos el plato que nos has preparado.

—Lo siento, no puedo —dijo Maryam.

—¡Va a venir mi padre!

—Voy a cenar con una persona.

Bitsy fue a buscar un par de vasos. Jin-Ho dijo:

—Mamá, ¿nos dejas hacer palomitas de maíz? —pero Bitsy no le contestó y dijo:

—Qué pena. ¿Es un hombre o una mujer?

—¿Cómo? Ah, una mujer. Mi amiga Kari.

—Mamá. Mamá. Mami. ¿Nos dejas…?

—Estoy hablando, Jin-Ho. Dime, Maryam, ¿nunca vas a cenar con amigos?

Maryam se quedó de piedra.

—¿Te refieres a… amigos varones? ¿Me estás preguntando si salgo con algún hombre? Dios mío, no.

—No sé por qué no —dijo Bitsy—. Eres una mujer muy atractiva.

—Ya no estoy para esas cosas —replicó Maryam—. Dan demasiado trabajo.

—Pero seguro que no piensas que mi padre te daría trabajo —dijo Bitsy.

—¿Tu padre?

—Mamá, ¿podemos hacer palomitas?

—Te he dicho que estoy hablando, Jin-Ho —Bitsy le puso un vaso de té helado delante a Maryam. El suyo no lo había llenado, pero por lo visto no se había dado cuenta. Se sentó enfrente de Maryam—. Mi padre te encuentra maravillosa —dijo.

—Bueno, él también es muy simpático.

—¿Irías a cenar con él si te invitara?

Maryam parpadeó.

—Él no sabe que te lo estoy preguntando. ¡Si se enterara se moriría de vergüenza! Pero es que eres tan… Mira, reconócelo, Maryam: a veces eres un poco distante. Si tuviéramos que esperar a que él reuniera el valor necesario para preguntártelo…

—Pero si… —dijo Maryam.

—Hace meses que sólo piensa en ti —prosiguió Bitsy. Se inclinó hacia delante y entrelazó las manos sobre la mesa. Le brillaban los ojos—. No me dirás que no lo has notado.

—Estoy segura de que te equivocas —dijo Maryam, y al mismo tiempo se dio cuenta de que seguramente Bitsy tenía razón. Todos esos encuentros «casuales», sus continuas apariciones, esas despedidas eternas… Suspiró y se enderezó en la silla—. Hablemos de vuestro nuevo bebé. Dice Ziba que ya habéis tenido noticias de la agencia de adopciones china.

—Ah, sí, la… —dijo Bitsy, pero era evidente que estaba pensando en otra cosa. Se quedó inmóvil en aquella postura, muy seria y abstraída, con los dedos entrelazados y la mirada ausente.

—Tengo entendido que ya han elegido a un bebé para vosotros.

—Sí, una niña… —por fin se concentró en lo que le estaba diciendo Maryam—. Sí, claro, es una niña. Casi todas son niñas. Pero todavía tendremos que esperar mucho. Probablemente hasta la primavera próxima, ¿te imaginas? ¡Nuestra hija tendrá diez o doce meses cuando la veamos por primera vez, y todo ese tiempo lo pasará sola en ese gran orfanato!

A continuación se puso a hablar de normas, leyes y engorrosos requisitos. Maryam dio un sorbo de té helado. Las niñas estaban en el porche trasero jugando con un juguete que emitía una musiquilla metálica, una versión de Old Mac Donald. El sol de la tarde iluminaba los azulejos formando un haz de luz en el que danzaban motas de polvo, y la cocina volvía a parecer un lugar seguro y tranquilo.

Esa noche, durante la cena, Maryam le preguntó a su amiga Kari:

—¿Alguna vez te has sentido desprotegida por no tener pareja?

—¿Desprotegida? —preguntó Kari.

—Bueno, no quiero decir amenazada, sino… vulnerable. Indefensa. Cualquiera puede abordarte y, así, por las buenas… ¡invitarte a cenar!

—Ya lo creo. Un montón de veces —contestó Kari, y rió. Pero volvió a ponerse seria en seguida, y Maryam dedujo que su amiga la había entendido. Seguro que sí: era una mujer atractiva, esbelta y con unos ojos asombrosos. Seguro que los hombres la invitaban a cenar continuamente, aunque ella nunca lo hubiera mencionado—. Yo les digo que mi cultura me lo prohíbe.

—¡No! —dijo Maryam, porque siempre había pensado que Kari era una mujer liberada.

—Les digo: «¿Cómo dices? ¿Salir? ¿Con un hombre? ¡Dios mío! Ya veo que no sabes que soy viuda». Y ellos empiezan: «Ah. Oh…», porque claro que lo saben, pero entonces se preguntan si habrá algún tabú primitivo turco que no conocían.

—Tendré que probarlo —dijo Maryam, medio en broma.

Sin embargo, seguramente era demasiado tarde. ¿Por qué se había esforzado tanto, en los últimos años, para parecer tan integrada, tan moderna y progresista?

—Y si no, ponte velo —sugirió Kari.

Pero volvía a reír, y Maryam rió también y siguieron leyendo la carta.

Les tocaba a Sami y a Ziba celebrar la fiesta del Día de la Llegada. Resultó que Ziba tenía grandes planes.

—He pensado que podríamos asar un cordero entero —le dijo a Maryam un día cuando llegó del trabajo—. ¿Verdad que sería impresionante? ¿Te acuerdas de Nick y Sofía, nuestros amigos griegos? Ellos lo hicieron para celebrar la Pascua. Nick cavó un agujero en el patio trasero de su casa y el mecánico de coches les construyó el asador. Dicen que nos lo prestan. ¿Qué te parece?

—Me parece que sería mucho trabajo —respondió Maryam.

—¡No me importa el trabajo!

—Y también mucha comida. ¿Cuánta gente va a venir?

—¡Huy! Muchísima, ya lo sabes. Bueno, este año sólo vienen dos de mis hermanos, pero también vienen sus esposas, y tres de sus hijos, y mis padres. Y todos los Dickinson y los Donaldson, o al menos Mac y Abe, y el padre de Bitsy…

—Ya, pero un cordero entero… —objetó Maryam.

Pero Ziba parecía estar pensando en otra cosa. Miraba a Maryam con expresión especulativa, y dijo:

—De hecho, me parece que su padre vendría aunque fueras tú la única invitada —se le hizo un hoyuelo en la mejilla—. O mejor dicho, que vendría sobre todo si tú fueras la única invitada.

—Me da la impresión de que has estado hablando con Bitsy —dijo Maryam con aspereza.

—¡Bitsy no tiene nada que ver con esto! No hace falta ser muy inteligente para darse cuenta de que siente algo por ti.

—Mira, esta conversación no me interesa —dijo Maryam, y cogió su bolso del sofá.

—No seas así, Mari-june —insistió Ziba—. Es un hombre encantador, y siempre anda como perdido. Además, piensa en lo cómodo que sería para nuestras dos familias. ¿Por qué no vas a cenar con él?

Maryam dejó de buscar sus llaves en el bolso y dijo:

—¡Por el amor de Dios, Ziba! ¿Por qué me propones una cosa así?

—¿Por qué no puedo proponértelo? Tú estás sola, él está solo…

—Yo soy iraní, él es americano…

—¿Qué tiene eso que ver?

—Deberías haber estado en casa de Farah conmigo —dijo Maryam—. Entonces no me lo preguntarías. ¡Su marido siempre le está recordando que es extranjera!

Es como si no fuera simplemente Farah, sino Madame Irán.

—Dave jamás haría eso.

—Ah, ¿no? «Dime» —dijo Maryam, adoptando una voz muy seria—, «¿cómo son los cuentos populares de tu país, Maryam? ¿Cómo son las tradiciones de tu pueblo? Cuéntame alguna superstición pintoresca».

—Él nunca ha dicho eso.

—No, pero casi —repuso Maryam. Ya tenía las llaves en la mano—. En fin, me marcho —dijo—. ¿Susie-june? ¡Susan! ¡Me voy!

Susan no contestó. Estaba cantando una canción de Barrio Sésamo mientras se mecía en su caballito de balancín.

—Hasta el jueves —le dijo Maryam a su nuera.

Pero Ziba era muy testaruda. Siguió a Maryam hasta el recibidor y dijo:

—No te estoy pidiendo que te cases con él.

—¡Ziba! ¡Basta!

—Ni siquiera que tengas una relación amorosa con él. ¡En este país es normal que dos personas salgan a cenar! Eso no tiene por qué conducir a nada. Pero tú no lo entiendes, porque la tuya fue una boda concertada y no sabes lo que es ir al cine o a comer hamburguesas con un amigo.

Maryam habría podido decir muchas cosas para defenderse, pero se limitó a agitar una mano y salió por la puerta. Normalmente, las dos mujeres se habrían besado, pero ese día no lo hicieron. Maryam se alejó taconeando por el caminito. Sabía que Ziba la estaba mirando desde la puerta, pero no se dio la vuelta.

Lo que habría podido decirle a Ziba era que aunque su boda hubiera sido concertada, no tenía nada que ver con lo que la gente imaginaba.

Maryam era una joven de lo más occidentalizada, librepensadora y progresista. Estudiaba en la Universidad de Teherán, pero apenas tenía tiempo para asistir a las clases debido a sus actividades políticas. En aquella época, el Sha todavía ostentaba el poder. El Sha y su temida policía secreta. Circulaban historias estremecedoras. Maryam asistía a mítines clandestinos y llevaba mensajes de un escondite a otro. Se estaba planteando entrar en el Partido Comunista. Entonces la detuvieron, junto con dos jóvenes más, mientras los tres repartían panfletos por el campus universitario. A sus dos compañeros los tuvieron varios días detenidos, pero un tío de Maryam, Hassan, consiguió que a ella la pusieran en libertad al cabo de una hora. Maryam no estaba segura de cómo lo había conseguido. Seguro que tuvo que estrechar unas cuantas manos y chasquear mucho la lengua y ofrecer muchos cigarrillos de su pitillera de plata. Probablemente también debió de pagar algún dinero. O quizá no; la familia de Maryam tenía influencias.

Pero de nada iban a servirles esas influencias, le dijeron; no si seguía comportándose de ese modo, poniéndose ella y al resto de la familia en peligro. Su madre se la llevó a su cuarto mientras sus tíos vociferaban, furiosos. Hablaron de obligarla a dejar la universidad. Hablaron de enviarla a París, donde su primo segundo, Kaveh, estudiaba ciencias. Podía casarse con él. Tenían que casarla con alguien.

Entonces su vecina, la señora Hamidi, les habló del hijo de una amiga suya. Era médico y vivía en América; tenía un empleo bien remunerado y sin guardias, y casualmente estaba en ese momento en Irán visitando a su familia. Su madre pensaba que ya iba siendo hora de que se casara. Le había presentado a varias jóvenes, aunque él decía que ninguna le interesaba.

La señora Hamidi fue a casa de los padres de Maryam a tomar el té con su amiga y con el hijo de su amiga, Kiyan. Era alto, serio e iba un poco encorvado, y llevaba un traje de color gris oscuro; Maryam recordaba que ese día le pareció muy mayor. (Tenía veintiocho años.) Pero le gustó su cara. Tenía las cejas pobladas y una nariz grande y elegante, y las comisuras de sus labios delataban sus pensamientos; la mayoría de las veces se torcían hacia abajo ante las insinuaciones de las mujeres mayores, pero en un par de ocasiones en que Maryam dio una respuesta mordaz se torcieron hacia arriba. Maryam era consciente de que la madre de Kiyan la encontraba impertinente, pero no le importaba lo más mínimo. Estaba decidida a casarse por amor, quizá cuando tuviera treinta años.

Las mujeres hablaban del tiempo; ese año el calor se estaba adelantando. La madre de Maryam anunció que sus rosales habían empezado a brotar. Todos miraron a Maryam y a Kiyan, a los que habían sentado en sendas sillas, una al lado de otra. «Maryam-jon —dijo su madre con voz dulzona—, ¿por qué no le enseñas las rosas al señor doctor?».

Maryam soltó un suspiro y se levantó. Kiyan emitió un leve gruñido, pero se levantó también.

Como en todos los salones que Maryam había visto hasta entonces, había un montón de sillas de madera alineadas junto a las paredes que delimitaban un gigantesco espacio rectangular, y Kiyan y ella tuvieron que cruzar ese espacio para marcharse. Cuando llegaron al centro, algún demonio debió de apoderarse de Maryam, porque se paró en seco, se dio la vuelta hacia las mujeres, que no le quitaban los ojos de encima, e hizo unos pasos de charlestón, cruzando las manos con picardía encima de las rodillas. Nadie se movió. Maryam se dio la vuelta y continuó andando, y Kiyan la siguió.

En el patio, Maryam señaló los pelados rosales y dijo:

—Mira, las rosas.

Maryam vio que las comisuras de los labios de Kiyan volvían a torcerse hacia arriba.

—Y la fuente, el jazmín, la luna llena y el ruiseñor —añadió.

No había luna, por supuesto, ni ruiseñor, pero Maryam describió un amplio movimiento con el brazo, como si los hubiera.

—Siento mucho todo esto —dijo Kiyan.

Ella se volvió para mirarlo con más detenimiento.

—No ha sido idea mía —añadió él.

Tenía una forma de hablar ligeramente diferente. No era que tuviera acento, y mucho menos afectación. (A diferencia de su primo Amin, que había vuelto de América fingiendo un desconocimiento tal del farsi que en una ocasión llamó a un gallo «el marido de la gallina».) Pero se notaba que Kiyan no practicaba su idioma materno. Eso le hacía parecer menos autoritario, y más joven de lo que al principio ella había pensado. De pronto Maryam lo encontraba más simpático.

—Ni mía —dijo.

—Sí, ya me lo ha parecido —repuso él, y esa vez sus labios dibujaron una sonrisa.

Se sentaron en un banco de piedra y se pusieron a hablar de lo que había pasado en el país durante la ausencia de Kiyan.

—Me han dicho que ha habido manifestaciones contra nuestro poderoso Sha —dijo él—. Oh, qué gente tan mala y tan grosera —y ambos rieron procurando no hacer ruido.

Hablaron de sus opiniones políticas, de derechos humanos y de la situación de las mujeres. Estaban de acuerdo en todo. Se interrumpían el uno al otro para aportar sus opiniones. Al cabo de cerca de media hora, Kiyan giró la cabeza hacia la casa, y Maryam miró también hacia allí y vio a tres de sus tías apiñadas tras el cristal de una ventana. Cuando las tías se dieron cuenta de que las habían visto, se apartaron apresuradamente de la ventana. Kiyan sonrió a Maryam y dijo:

—Las hemos hecho felices.

—Pobrecillas —dijo Maryam.

—¿Por qué no vamos al cine mañana? Se pondrán locas de felicidad.

Ella rió y dijo:

—¿Por qué no?

Al día siguiente fueron a ver una película, y al otro fueron a comer kebabs —era fiesta en la universidad—, y por la noche fueron a una fiesta en casa de un amigo de Kiyan. En esa época, las mujeres tenían más libertad que en cualquier otro momento anterior o posterior (pese a que Maryam la considerara insuficiente), y a la familia de ella no le importaba que saliera sin carabina. Además, se daba por hecho que Kiyan tenía intenciones honradas. Era casi seguro que Maryam y él acabarían casándose.

Pero ellos no tenían ningún interés en casarse. Estaban de acuerdo en que el matrimonio limitaba a las personas, y lo concebían como algo que hacía la gente cuando quería tener hijos.

Por la noche, ella empezó a notar su presencia en sus sueños. Kiyan nunca aparecía físicamente, pero ella percibía su olor a nuez moscada; lo notaba a su lado mientras caminaba; era consciente de esa mirada suya tan particular, grave y risueña al mismo tiempo.

Por desgracia, cuando se conocieron él ya llevaba cinco días de los veintiuno planeados en el país. Iba acercándose el día de su partida. Las mujeres de la familia de Maryam cada vez estaban más nerviosas, y sus preguntas eran cada vez más mordaces. Un par de tíos optimistas empezaron a aparecer cada vez que Kiyan iba de visita.

Maryam hacía como si no hubiera notado nada. Se mostraba simpática y despreocupada.

Un día, después de la clase de inglés, bajaba por una escalera con dos amigas cuando vio a Kiyan esperándola al pie. El avance de la primavera se había frenado un poco, y Kiyan llevaba una chaqueta de pana informal con el cuello levantado. De pronto, su atuendo le hacía parecer muy americano, muy distinto. Estaba mirando hacia un grupo de gente que subía a un autobús. Al ver su recio y pronunciado perfil, Maryam sintió una punzada de deseo.

Entonces Kiyan giró la cabeza y vio a Maryam, y se quedó mirándola sin sonreír mientras ella se acercaba. Cuando estuvieron cara a cara, él dijo:

—Quizá deberíamos complacerlos.

Y ella dijo:

—Vale.

—¿Vendrás conmigo a Estados Unidos?

—Sí, iré —contestó ella.

Echaron a andar juntos; Maryam llevaba los libros apretados contra el pecho y Kiyan mantenía las manos en los bolsillos de la chaqueta.

Resultó que no había forma de que Maryam se marchara con él en la fecha prevista, para la que sólo faltaban cuatro días. Celebraron una boda por poderes en el mes de junio (Kiyan estaba al teléfono en Baltimore, y Maryam en Teherán, con su vestido de boda largo, occidental, y rodeada de invitados de las dos familias). Al día siguiente, por la noche, se marchó a América. Su madre sostuvo un Corán sobre su cabeza cuando Maryam salió por la puerta de la calle de la casa familiar, y las mujeres lloraban como Magdalenas. Viéndolas, nadie habría sospechado que habían estado rezando para que llegara ese momento desde el día que la policía había detenido a Maryam.

Ella no era de esos iraníes que veían América como la Tierra Prometida. Para ella y para sus amigos de la universidad, Estados Unidos era la gran decepción, la democracia que, para su perplejidad, había contribuido a apuntalar la monarquía cuando el Sha tuvo problemas. Así que emprendió el viaje hacia su nuevo país con una mezcla de emoción y repulsa. (Pero en el fondo, y aunque no lo reconociera, se alegraba de no tener que volver a asistir a más mítines políticos.) Lo más importante era que iba a reunirse con Kiyan. Ni siquiera sus amigas más íntimas sabían que Kiyan impregnaba todos sus pensamientos. Cuando llegó al aeropuerto de Baltimore y lo vio allí esperando, con una camisa de manga corta que dejaba al descubierto sus delgados brazos (era la primera vez que ella los veía), Maryam sufrió una pequeña conmoción. ¿De verdad era la misma persona con la que ella llevaba semanas soñando despierta?

Maryam tenía diecinueve años y jamás había cocinado un plato, ni fregado un suelo, ni conducido un automóvil. Pero era evidente que Kiyan daba por hecho que Maryam saldría adelante. O bien no tenía ni pizca de empatía, o sentía un gratificante respeto por las habilidades de su esposa. A veces ella pensaba que se trataba de lo primero, y a veces, de lo segundo, según el día. Maryam tenía días buenos y días malos (al principio, más días malos). En dos ocasiones hizo las maletas, decidida a volver a su país. Una vez lo llamó egoísta y vació todo un cuenco de yogur en su plato. ¿No se daba cuenta de lo sola que se sentía, de lo indefensa que estaba?

En aquellos tiempos no se estilaba llamar por teléfono a Irán, así que Maryam le escribía cartas a su madre. «Me estoy adaptando muy bien», decía; «Ya tengo varias amigas», y «Me siento muy cómoda aquí»; y con el tiempo, todo eso acabó siendo verdad. Se apuntó a clases de conducir y consiguió el carnet; se apuntó a cursillos nocturnos en Towson State; organizó la primera cena en su casa. Empezó a darse cuenta de que Kiyan no estaba tan adaptado a la vida en América como ella suponía. Vestía con más formalidad que sus colegas y no siempre entendía sus chistes, y su conocimiento del inglés coloquial era asombrosamente escaso. En lugar de desencantarla, eso hizo que Maryam se encariñara aún más con él. Por la noche dormían acurrucados como dos anacardos. A ella le encantaba pegar la nariz contra los gruesos y húmedos rizos de la nuca de Kiyan.

Esa parte, ni las tías más poderosas del mundo habrían podido amañarla.

Sami tenía sus dudas acerca de la conveniencia de asar un cordero en un asador. Le preocupaba molestar a los vecinos. Así que Ziba añadió más platos al menú, y su madre fue a su casa durante una semana para ayudar a prepararlos. Por las tardes, Maryam iba también. Pelaban berenjenas, trituraban garbanzos y cortaban cebollas hasta que las lágrimas resbalaban por sus mejillas. A Susan le asignaron la tarea de limpiar el arroz. A Maryam le conmovía ver a su nieta, tan diminuta, subida a una silla junto al fregadero, con un delantal que le llegaba por los tobillos y muy concentrada en remover el arroz en su baño de agua fría. Mientras trabajaba, practicaba la canción que Bitsy les estaba enseñando a las niñas. Era evidente que Bitsy había desistido de disuadir a los invitados de cantar su «maldito Coming Round the Mountain», como ella la llamaba, y se había concentrado en las homenajeadas. Había encargado un CD de canciones infantiles coreanas, pero comprobó con gran consternación que no había ni una sola palabra en inglés ni en la caja ni en la etiqueta. «Lo único que sabemos es que son cantos fúnebres», le había explicado, apesadumbrada, a Ziba. Pero la canción que había elegido no parecía un canto fúnebre, pues tenía una melodía alegre y desenfadada, y un coro de «O-la-la-las». A Maryam le encantaba, aunque Susan dijo que Jin-Ho y ella preferían otra. Sólo cantó un verso de la otra —que decía algo así como «ca, ca, ca»— antes de ponerse a reír a carcajadas. Maryam le sonrió y sacudió la cabeza. Estaba asombrada de la facilidad con que Susan había captado la melodía, como si sus raíces coreanas fueran más profundas de lo que la gente imaginaba. Y sin embargo allí estaba, sacudiendo el colador de arroz con esos diestros movimientos que empleaban todas las amas de casa iraníes.

Aprovechando la íntima atmósfera de la cocina, la señora Hakimi se atrevió a tutear a Maryam. «Maryam, no sé, ¿crees que esto tiene suficiente menta?», le preguntó en farsi. Desgraciadamente, Maryam no pudo pensar lo bastante rápido para recordar el nombre de pila de la señora Hakimi, pero lo compensó tuteándola a su vez: «Oh, seguro que tú lo sabes mejor que yo». No sabía muy bien por qué todavía eran tan formales la una con la otra. A esas alturas, deberían haberse tratado como hermanas. Sospechaba que los Hakimi la consideraban demasiado independiente. O demasiado antisocial. O algo así.

Ziba estaba hablando de la lista de invitados.

—Me gustaría que hubiera más invitados de nuestra familia —dijo—. Es una lástima que Sami no tenga hermanos ni hermanas. ¡Siempre hay tantos Donaldson! ¿No podrías invitar a Farah?

—Pues… —dijo Maryam—. No sé… —y dejó la frase en el aire.

El caso era que seguramente Farah aceptaría la invitación. Y William iría con ella, a menos que Mercurio estuviera retrógrado o que hubiera cualquier otra prohibición New Age. Se quedarían los dos en casa de Maryam una semana o más, y ella tendría que participar en sus numerosas actividades de grupo. Farah se llevaba estupendamente con los Hakimi. La última vez que estuvo en Baltimore, Maryam había tenido que llevarla tres veces a Washington porque la habían invitado a sendas cenas, además de ofrecer también ella otra cena para devolver las invitaciones.

La verdad era que Maryam no era nada sociable.

Esa tarde se alegró de volver sola a su casa, y agradeció la tranquilidad y el orden de su vida. Para cenar se tomó un vaso de vino tinto y un trozo de queso cheddar. Vio un programa de televisión sobre las costumbres de los osos pardos.

A mitad del programa Dave Dickinson llamó por teléfono.

—Estaba pensando en este fin de semana. ¿Quieres que pase a buscarte para ir a la fiesta?

—Gracias, pero…

—No tiene sentido que vayamos en dos coches.

—Es que tendré que ir pronto —dijo ella—, para ayudar con los preparativos.

—¿No podría ayudar yo también?

—No, me parece que no —respondió Maryam—. Además, tú vives allí mismo. No tiene sentido que vengas hasta aquí para recogerme.

—Verás, es que pensaba que sería agradable ir contigo —dijo él.

—Gracias, pero no —dijo ella.

Hubo un silencio.

—¡Hasta luego! —dijo Maryam, y colgó el auricular.

El oso que deambulaba por el bosque tenía un pelaje áspero y enmarañado que la deprimió, así que apagó el televisor con el mando a distancia.