Brad y Bitsy se estaban planteando adoptar otra niña. Dave opinaba que era una locura. No lo decía, por supuesto. Decía: «¿Ya lo habéis decidido?». Pero Bitsy debía de haber captado algo en su tono de voz, porque un día le contestó:
—Está bien, papá, suéltalo ya. ¿Qué problema ves?
—¡Ninguno! —replicó él—. ¿Por qué me lo preguntas?
—Crees que soy demasiado mayor, ¿verdad?
—Claro que no.
Eso era cierto. Dave no estaba muy seguro de la edad de su hija, la verdad. ¿Treinta y cinco años? ¿Cuarenta? Connie lo habría sabido. Hizo un cálculo rápido. Vale, cuarenta y tres. Pero eso no era lo que lo preocupaba. Lo que pensaba, básicamente, era que no había que desafiar a la suerte. Él había sufrido mucho con la primera adopción, y había sentido un gran alivio al ver que todo había salido bien. Jin-Ho era la más interesante de sus nietos. Y seguramente también la más inteligente, o la segunda más inteligente, después de Linwood. ¿Por qué no se plantaban? ¿Para qué arriesgarse? Además, los niños causaban muchos problemas. ¿Por qué no se contentaban Brad y Bitsy con tener sólo uno?
Le había pasado lo mismo con sus hijos. Se había embarcado en la paternidad a regañadientes, lanzando miradas de nostalgia hacia el pasado, hacia su época de recién casado, y aunque el primer bebé había resultado una gran alegría, él no había anhelado tener más. De no haber sido por la insistencia de Connie, Bitsy habría sido hija única.
Y los dos chicos habían resultado también una gran alegría, por supuesto, y Dave no los habría cambiado por nada del mundo, pero aun así recordaba muy bien estar sentado en medio de un tumulto de pataletas, pañales mojados y bloques de construcción de cantos hirientes y pensar: «Demasiados niños y muy poca Connie». Se había sentido casi pueril cuando iba a la caza de la atención de Connie, cuando le arañaba una pizca de su tiempo, cuando competía por retener su mirada.
¿Qué habría opinado Connie de los planes de Bitsy?
Bueno, seguramente habría dicho: «Adelante, cariño. Estoy segura de que todo saldrá a las mil maravillas».
Echaba de menos a Connie mucho más de lo que parecía. De hecho intentaba que no se notara. Connie había muerto en marzo de 1999, hacía más de un año. Casi un año y medio. Se daba cuenta de que la gente pensaba que para él lo peor ya debía de haber pasado. ¡Había llegado la hora de levantar el ánimo! ¡Ya iba siendo hora de olvidar! Pero lo cierto era que un año y medio después, todo le resultaba más difícil que inmediatamente después de su muerte. Entonces había agradecido que su mujer no tuviera que seguir sufriendo. Y además, él estaba agotado. Lo único que quería era que le dejaran dormir un poco.
Pero ahora estaba más solo que la una. Estaba atrozmente solo, e iba de un lado para otro por la casa con demasiado tiempo en las manos y sin suficientes cosas que hacer. Era verano. Las clases habían terminado, y en su caso no sólo hasta el curso siguiente, sino para siempre, porque en junio se había jubilado. ¿Se habría equivocado? Siempre había tenido otros intereses —sus hobbys, sus voluntariados y sus colaboraciones en proyectos comunitarios—, pero ya no le quedaban energías para nada de eso. Suspiraba mucho y hablaba solo, en voz alta, con Connie. Decía: «Ya va siendo hora de que arregle esa cerradura» o «Bueno, he dicho que iría a comprar huevos, ¿no?». En una o dos ocasiones le pareció ver a su mujer, pero en situaciones tan absurdas que ni él habría podido creer que fueran reales. (Una calurosa tarde de junio, por ejemplo, la vio de pie junto al comedero para pájaros del patio trasero, tirando con los dientes de un guante salpicado de nieve.) Más satisfactorios resultaban los recuerdos del pasado que surgían de la nada, tan vividos como las películas domésticas. Aquel día que, poco después de casarse, Connie entró en el camino de la casa con su escarabajo Volkswagen sacando humo por el asiento trasero (había pasado algo con el radiador); abrió la puerta, saltó y se lanzó a los brazos de su marido. O la vez que propuso su nombre para el premio Héroe del Día de un canal local de televisión, y él fue muy brusco y descortés cuando ella se lo dijo (su heroísmo consistía en hacer de taxi de los niños a todas horas del día y de la noche, y no implicaba ningún rescate de ningún edificio en llamas), aunque ahora se le llenaban los ojos de lágrimas al pensar en la idea que había tenido Connie.
Pensaba: «Esto es insoportable».
Pensaba: «Deberían haberme dejado practicar con alguien menos importante. No sé cómo superar esto».
No se acordaba de que ya había practicado con sus cuatro abuelos y con sus padres. Pero eso no podía compararse con la muerte de Connie, desde luego.
Dave había cuidado tanto tiempo a su esposa enferma que eso se había convertido en algo normal, y ya no podía creer que ella pudiera apañárselas sin él. ¿Se encontraría cómoda, dondequiera que estuviera? ¿Tendría todo lo que necesitaba? No soportaba pensar que pudiera sentirse abandonada.
Sin embargo, no era nada religioso, y nunca había concebido una vida en el más allá.
Guardaba la voz de Connie en el contestador automático porque borrarla le parecía un acto de violencia. Sabía que había personas que se inquietaban cuando oían su alegre saludo. «¡Has llamado a los Dickinson! ¡Deja tu mensaje!» Lo sabía por el «Hmm» inicial cuando escuchaba los mensajes que habían dejado. En cambio, Bitsy aseguraba que eso la consolaba. Una vez llamó a su padre y dijo, con voz temblorosa: «¿Puedo pedirte un favor, papá? ¿Puedes dejar que suene el teléfono y no contestar? Es que hoy tengo un mal día y me gustaría oír la voz de mamá».
Bitsy era su compañera de duelo, mucho más que sus hermanos. «¿Te acuerdas de la tarta de chocolate de tu madre?», le preguntaba, o «¿Te acuerdas de aquella canción que cantaba sobre una viuda y un bebé?», y no tenía que ofrecerle excusas por haberlo mencionado. Bitsy lo aceptaba sin condiciones. «Y también su gelatina de tomate», replicaba, y «Sí, claro, y ¿cuál era la otra canción? La del leñador».
Sin embargo, Dave racionaba esas conversaciones incluso con Bitsy. No quería que su hija se preocupara. No quería que le lanzara una de aquellas miradas inquisidoras. «¿Estás bien, papá? ¿Seguro que estás bien? ¿Quieres venir a cenar a casa esta noche? Hemos invitado a los vecinos de al lado, pero puedes venir, te lo prometo. Te sentará bien salir un poco.»
No, no le sentaba bien salir. De eso estaba convencido. Cuando estaba con más gente, lo único que podía pensar era: «¿Qué sentido tiene esto?». La cháchara sobre el tiempo, sobre política, sobre los impuestos, sobre la propiedad inmobiliaria, sobre los hijos… era todo inútil. Y los vecinos que pasaban por su casa para llevarle guisos y galletas. «¡A que no sabes qué! —le dijo Tillie Brown desde detrás de una bandeja cubierta con film transparente—. ¡Vuelvo a ser abuela!».
—¿Cómo dices?
—¡Mi hija acaba de tener su cuarto hijo!
—Caramba —dijo él, y desvió la vista hacia la bandeja. Pastel de salmón, o algo parecido. Esos detalles lo conmovían, pero también lo desconcertaban. ¿Qué creía la gente que podía hacer con ellos? ¿No se daban cuenta de que vivía solo? Además, últimamente la comida le sabía a serrín.
Un par de mujeres solteras que conocía le habían dicho que les gustaría mucho salir a cenar con él algún día (pero no tantas como te hacía creer el folclore). Dave siempre les daba alguna excusa. Aunque le hubieran interesado, que no era el caso, el esfuerzo de adaptarse a otra persona lo superaba. Ya le había costado bastante la primera vez. Decía: «Ah, bueno, eres muy amable», pero nunca concretaba. Y ellas tampoco insistían. Dave sospechaba que en realidad se alegraban de no tener que tomarse la molestia de salir a cenar con él. A juzgar por lo que él había observado, cada vez más gente parecía limitarse a ir tirando como podía.
Bitsy decía que esperaba poder adoptar a su segunda hija en China. Decía que en China había muchos más niños necesitados. Pero los trámites de adopción eran más complicados que en Corea, y también resultaría más complicado recoger a la niña. Tendrían que ir a buscarla a China. Y tenía que ser una niña, decía. Miraba a Jin-Ho, que estaba jugando en el cajón de arena, un poco más allá del patio donde ellos estaban sentados. «Dos niñitas —le dijo a su padre—. Qué felicidad, ¿no? Por suerte, Brad no es de esos hombres que no están contentos hasta que tienen un hijo varón».
—¿Te llevarás a Jin-Ho a China? —le preguntó Dave.
—¡Claro que no! ¡Con la cantidad de microbios desconocidos que hay allí! Además, el viaje será muy duro. No es sólo el vuelo; tendremos que quedarnos varias semanas allí hasta que se resuelva todo el papeleo —dejó el vaso de té helado con un movimiento brusco y decidido y miró a su padre a los ojos—. Por cierto, quería preguntarte una cosa —dijo—. ¿Crees que Jin-Ho podría quedarse contigo?
—¿Conmigo?
—Ahora que estás jubilado…
—Pero…
—Ya sabes que te adora.
—Pero, cariño, hace mucho tiempo que no cuido a un niño de tres años.
—Desgraciadamente, tendrá cuatro o cinco —aclaró Bitsy—. Quizá incluso vaya al parvulario. Nos han dicho que todo este proceso podría alargarse un par de años.
—Ah —dijo Dave—. Bueno, en ese caso…
Se le ocurrió pensar que pasados un par de años quizá estuviera muerto. Y le sorprendió que esa idea lo animara.
Les tocaba a los Donaldson organizar la fiesta del Día de la Llegada. Bitsy ya estaba intentando decidir qué día era el más indicado.
—Este año, el quince cae en martes —le dijo a Dave—, y Ziba me ha propuesto que celebremos la fiesta el domingo antes. Pero… no lo sé. Estoy de acuerdo en que el domingo es más cómodo, pero yo prefiero celebrar la fiesta en la fecha de verdad, ¿tú no?
—Bueno, a mí no me importa —dijo Dave.
—¡Me refiero a la fecha real en que las niñas entraron en nuestras vidas!
—Sí —se apresuró a decir su padre—. Sí, claro. El día quince.
Dave se sintió acorralado. Eso solía pasarle con Bitsy. Sí, esa hija suya siempre se las había ingeniado para hacer la vida más difícil de lo necesario, para sí misma y para cuantos la rodeaban. Desde su más tierna infancia había mantenido sus opiniones con fiereza e inflexibilidad, y aunque muchas veces tenía razón, Dave se daba cuenta de que otras a la gente le habría gustado no estar de acuerdo con ella. ¡A lo mejor el calentamiento del planeta no era tan perjudicial, al fin y al cabo!, le parecía oírles pensar. ¡A lo mejor la paz mundial era menos deseable de lo que ellos imaginaban!
Connie solía decir que el problema de Bitsy era que dudaba de sí misma. En el fondo era muy insegura; le preocupaba no valer suficiente. A veces a Dave le ayudaba recordar eso. (Y ¿qué iba a hacer sin el indulgente enfoque de Connie para guiarlo en el futuro?)
Después de decidir la fecha —un martes, qué barbaridad—, estaba el tema del menú. Por lo visto, Bitsy tenía la impresión de que el año anterior los Yazdan habían «cambiado las reglas», como dijo ella, al servir una comida.
—Acuérdate de lo que hicimos nosotros el primer año —le dijo a Dave por teléfono—. Sólo ofrecimos un sencillo refrigerio: té, café y pastel. Pero ¡el año pasado! El año pasado había comida suficiente para alimentar durante un mes a un refugio para gente sin hogar. A Jin-Ho le dio dolor de barriga y se durmió mientras nosotros veíamos la película. No vio ni un trocito.
—¿Y qué? —dijo Dave—. Este año, vuelves a hacerlo a tu manera.
—Pero los Yazdan podrían pensar que somos poco hospitalarios. Ya sabes la importancia que le dan a la comida. Y aunque sirviera una comida completa, no podría preparar tantos platos. ¡No tengo suficientes cacharros! No tengo cacharros lo bastante grandes.
—Haz esa tarta de limón con trocitos de piel de limón que te queda tan buena —propuso Dave con su tono más persuasivo—. Y compra un pastel en la pastelería.
Pero Bitsy no le estaba escuchando. Dijo:
—¿Qué te parece la lasaña de verduras? ¿O mi plato paquistaní? No, espera, nada de arroz. ¡Para eso sí necesitaría un cazo enorme! ¿Te acuerdas de la vez que hice habichuelas negras? ¡El primer Yazdan que se sirvió arroz dejó la bandeja casi vacía!
Dave soltó una risotada. Se lo pasaba bien con los Yazdan. A primera vista, parecían muy primarios, inocentes e impresionables, pero en ocasiones él había atisbado una complejidad mayor detrás de esa fachada. El señor Hakimi, por ejemplo. Él no era tan simple como parecía, desde luego.
—¿Vendrán los Hakimi? —le preguntó, esperanzado, a Bitsy.
—Sí, y también uno de los hermanos de Ziba, pero no me acuerdo de cuál. Siempre hay tantos parientes suyos aquí que han venido de visita; no me explico que no los echen de menos en el trabajo. Mientras que en nuestra familia… Estoy muy disgustada con Mac y Laura. Sabían que íbamos a celebrar el Día de la Llegada; habrían podido llevar a Linwood a visitar las universidades cualquier otro día del verano, o incluso del año. Pero no, de ninguna manera. Y los padres de Brad… Bueno, típico, supongo. Estoy harta de sus cruceros; ¡es como si no les importara nada! No sé si harían lo mismo si Jin-Ho fuera su nieta biológica.
Si Jin-Ho hubiera sido su nieta biológica, ella no se habría inventado todo ese rollo absurdo de la fiesta del Día de la Llegada, pensó Dave. Pero lo que dijo fue:
—Ah, bueno. Lo que pasa es que temen no tener con qué ocupar el tiempo; por eso hacen tantas cosas.
Madre mía, hablaba igual que Connie. Quizá Bitsy pensara lo mismo, porque en lugar de discutir, cambió de tema. Dijo:
—¿Te acuerdas de Guys and Dolls?
—¿Qué? ¿Guys and Dolls?
—¿Te acuerdas de una canción que cantaban, I’ll Know When My Love Comes Along?
—Ah, una canción.
—Siempre he pensado que She’ll Be Coming Round the Mountain no era suficientemente seria —dijo Bitsy.
Dave comprobó que si estiraba el hilo del teléfono al máximo, llegaba al mando a distancia del televisor. Puso las noticias de la noche y pulsó el botón que quitaba el sonido para que Bitsy no sospechara nada.
El Día de la Llegada amaneció húmedo y cargado; hacia el oeste se estaban formando unas nubes que prometían una refrescante tormenta. Pero no hubo tormenta, y por la noche Dave temía la idea de ponerse ropa decente y aventurarse a salir al calor. Se había acostumbrado a moverse por la casa en bañador. Subió con pasos pesados al piso de arriba, donde estaba su armario, y se quedó plantado acariciándose distraídamente el vello entrecano que le cubría el pecho mientras contemplaba las opciones que tenía. Al final se decidió por una camisa de cloqué y unos pantalones caqui. Habría tenido que volver a ducharse, pero no le apetecía. Fue al cuarto de baño y se echó agua en la cara.
Había aprendido una cosa de las fiestas de Bitsy: que no valía la pena ser puntual. Poco antes de que llegaran los invitados, su hija se ponía muy mandona. Seguro que lo ponía a doblar servilletas, a cambiar la disposición de las sillas o a hacer cualquier otra cosa igual de innecesaria. Así que se tomó su tiempo antes de marcharse, y cuando llegó a la casa de los Donaldson vio que ya había varios coches aparcados en la calle. Las niñas estaban en la acera: Susan pedaleaba con aplicación en el triciclo de Jin-Ho mientras ésta la observaba. (Dave se había fijado en que Susan siempre se salía con la suya para ser la primera en todo. Quizá fuera más menuda y más frágil, pero era tan decidida que daba risa.)
—Hola, niñas —las saludó—. ¿Estáis preparadas para la fiesta?
—¡Abuelito! —exclamó Jin-Ho, y fue a darle un abrazo. Susan lo miró con su habitual expresión de desconfianza. Dave le acarició la cabeza con una mano al pasar a su lado. Susan llevaba el pelo recogido en dos trenzas, a diferencia de Jin-Ho, que llevaba una melena corta, y Dave notó algo conmovedor en la perfecta redondez de su pequeño cráneo dentro de la palma de su mano.
—Estamos esperando a Polly —le dijo Jin-Ho. Polly era la mayor de las tres hijas de Abe (tenía trece años, la edad perfecta para fascinar a las más pequeñas)—. Mamá nos deja, si no nos acercamos a la calle. Mamá no sabe lo del caco.
—¿El caco? —preguntó Dave.
—Susan no lleva el caco del triciclo.
—Ah —dijo Dave. Sí, vio que el casco estaba en el último escalón del porche: un objeto negro y liso, con forma de escarabajo, con franjas de adorno en los laterales—. Bueno, supongo que no será el fin del mundo —dijo.
—¿Qué?
Le dijo adiós con la mano y siguió caminando hacia la casa. Cuando llegó al porche, se abrió la puerta mosquitera y Bitsy exclamó: «¡Por fin!». Salió y besó a su padre en la mejilla. Llevaba un vestido de tirantes hecho con una de sus telas más bonitas —franjas moradas con hilo azul entretejido—, aunque debajo del canesú, la falda se inflaba de una forma que a Dave le pareció desafortunada. A él le gustaba que los vestidos realzaran la cintura de las mujeres. (Connie decía que esa preferencia revelaba un miedo masculino al embarazo.)
—Ya han llegado todos menos Abe —le informó Bitsy—. Todos los iraníes… —y entonces se inclinó hacia él para susurrarle al oído—: Han traído a uno más.
—¿Cómo dices?
—Los Yazdan han traído a otro invitado.
—Ah.
—Y sin consultarme nada.
—Bueno, supongo que en su país…
Y entonces estuvo a punto de tropezar con Ziba, que estaba de pie al otro lado de la puerta. «Hola, Ziba», la saludó, y Ziba también lo besó en la mejilla. Como de costumbre, llevaba una camiseta ceñida, unos vaqueros aún más ceñidos y unos tacones tan altos que se tambaleó un poco cuando se separó de él. «Feliz Día de la Llegada», le dijo. Señaló a un adolescente exageradamente delgado que estaba a su lado con las manos metidas debajo de las axilas. «Te presento a Kurosh, el hijo de Siroos», dijo.
Dave no tenía ni idea de quién podía ser Siroos, pero dijo: «Ah, hola. Feliz Día de la Llegada», y el chico liberó una mano para estrecharle la suya.
—Gracias, señor —dijo, sin acento—. Y feliz cumpleaños —lo cual, bien mirado, no encajaba del todo con la ocasión.
Brad se le acercó, sudoroso y sonriente. «Hace un tiempo muy parecido al del primer Día de la Llegada, ¿verdad?», observó. Precedió a Dave hasta el salón, donde el señor y la señora Hakimi estaban sentados junto a uno de los hermanos de Ziba (el mayor, que casi parecía su padre con esa calva y esa cara curtida) y con su esposa, una mujer muy maternal. Los cuatro formaban una decorosa hilera que ocupaba todo el sofá; los hombres iban con traje y las mujeres con elegantes vestidos negros, y seguramente fue su aire de rigidez lo que animó a Brad a añadir a Dave al grupo. «Os acordáis del padre de Bitsy, ¿verdad?», les dijo. Los Hakimi sonrieron abiertamente e hicieron ademán de levantarse, incluso las mujeres, pero no llegaron a hacerlo, un gesto que Dave ya había visto en otras ocasiones.
Sami, que al parecer era el encargado de las bebidas, estaba junto al ancho alféizar que hacía las veces de barra. «¡Hola, Dave! —dijo—. ¿Te apetece un whisky? Le estaba preparando uno a Ali».
—Bueno… ¿por qué no? —dijo Dave. Se alegró de que le recordaran el nombre del hermano de Ziba, aunque seguía sin recordar el de su mujer.
—¿Ha visto las fotografías? —le preguntó el señor Hakimi con su resonante voz—. ¡Mírelas! ¡Son muy bonitas!
Las fotografías estaban alineadas sobre la repisa de la chimenea y encima de la estantería empotrada que había al lado. Había imágenes de las fiestas del Día de la Llegada número Uno y Dos, la mayoría sin enmarcar y un poco combadas. Dave las miró por encima, pero el señor Hakimi dijo: «¡Mire la de la derecha! ¡Está usted con Jin-Ho!», así que Dave tuvo que acercarse allí y sacar las gafas del bolsillo de su camisa para demostrar su interés. En la última fotografía de la derecha aparecía él sujetando a Jin-Ho por la cintura para encender una vela con un encendedor de cocina. Debía de ser el esfuerzo que tenía que hacer para levantar a la niña lo que hacía que su cara pareciera tan tensa y fibrosa, pero lo único que se le ocurrió pensar fue: «¡Estoy horrible! ¡Parezco un vejestorio!». Desde que alcanzara la edad adulta siempre le habían sobrado algunos kilos, y tenía un aire flojo y desgarbado, pero en la fotografía tenía un aspecto demacrado y se le marcaban los tendones del cuello. Cuando le tomaron esa fotografía, hacía cinco meses que había muerto Connie. Dave se dio cuenta en ese momento de que, sin enterarse, debía de haber mejorado un poco desde aquella época, porque se sintió profundamente agradecido de no estar todavía allí. Y estaba prácticamente seguro de que había recuperado los kilos que le faltaban entonces.
«¡Mirad al abuelo con la nieta! —dijo el señor Hakimi—. ¡Brindemos por el abuelo y por su nieta! ¡A su salud, señor!». Y Sami le puso un vaso helado en la mano a Dave.
Que Bitsy hubiera preparado cócteles indicaba que había decidido ofrecer una comida completa. Dave suponía que su hija no había tenido alternativa, ya que había organizado la fiesta un día entre semana, por la noche. Así que se resignó a acostarse tarde, y a no ver mucho a Bitsy porque ella estaría ocupada con la comida. Se instaló en una mecedora y se puso a escuchar, esforzándose por adoptar una expresión de interés, mientras Sami y Brad hablaban de los Orioles. Él ya no seguía a los Orioles. Una vez que te desconectabas de un equipo de béisbol —de los chismes con interés humano, de los pequeños dramas de conmovedores fracasos personales y milagrosos retornos—, era difícil sentir mucho entusiasmo. Y los Hakimi aún estaban más desconectados, a juzgar por sus forzadas sonrisas. No cobraron vida hasta que Maryam salió de la cocina, donde debía de haber estado ayudando. Llevaba una bandeja en las manos, y cuando se acercó a la hilera de invitados que estaban sentados en el sofá, ellos se inclinaron hacia delante con avidez y hubo un murmullo de frases extranjeras, un rápido intercambio y unas débiles risas que hicieron que Dave se diera cuenta de la cantidad de cosas que pasaban por la cabeza de aquella gente que él nunca habría adivinado oyéndolos hablar en su raquítico y primitivo inglés.
Abandonar el idioma materno debía de ser un trauma permanente, pensó.
Maryam llevaba una camiseta con cuello en pico muy pronunciado que dejaba al descubierto sus elegantes clavículas. Cuando se le acercó con la bandeja, dijo:
—Me alegro de verte, Dave. ¿Te apetece un canapé?
—Gracias —dijo él, y cogió uno de una especie de paté de pescado.
—¿Estás contento con la idea de tener otra nieta?
—¿Otra…? Ah. Sí, claro. Muy contento —contestó, porque suponía que eso era lo que se esperaba que dijera.
—No sé si eso significa que ahora habrá dos fiestas del Día de la Llegada —comentó Maryam.
—¡Dios nos libre! —dijo él antes de pensarlo. Maryam rió.
Cuando aparecieron Abe y Jeannine con sus hijas, todos los demás ya se habían hinchado con el aperitivo. Al ver el enorme banquete que los esperaba en el comedor, muchos invitados gruñeron. «Pero ¿qué has hecho, Bitsy?», preguntó Jeannine. Había bandejas de pollo frío, salmón frío y gambas, además de media docena de platos de verdura y casi el mismo número de ensaladas. Si eso era una competición, Dave no quería ni imaginar qué podía pasar al año siguiente.
De postre había un pastel rectangular con la bandera americana, como de costumbre, y la canción también fue la de siempre, pese a los esfuerzos de Bitsy. I’ll know, empezó a cantar, esperanzada, con una voz dulce y aguda, pero las tres bulliciosas hijas de Abe ahogaron su voz. They’ll be coming round the mountain when they come, entonó Bridget, y Brad abrió la puerta de la cocina de par en par para que todos pudieran ver a Jin-Ho y a Susan, que se quedaron plantadas, con aire de desconcierto, como siempre, en lugar de avanzar como les habían indicado que tenían que hacer. «¡Toot! ¡Toot!», chillaron las hijas de Abe. Era evidente que les gustaban más los efectos sonoros que la canción en sí. «¡Scratch! ¡Scratch! ¡Whoa, back! ¡Hi, babe!» Primero Abe y luego Jeannine cantaron con ellas, y luego se les unieron Sami y Ziba, y por último Dave, aunque detestaba parecer desleal. Hasta los Hakimi se pusieron a cantar lo mejor que pudieron, riendo con timidez cada vez que llegaban a los toots y lanzándose unos a otros miradas tímidas.
Después del pastel llegó el momento de ver el vídeo. El título era nuevo —La llegada de Jin-Ho y Susan— y no estaba escrito en letra inglesa, sino en cursiva. Algunos invitados prestaban atención, y otros, no tanta. Los Hakimi, por ejemplo, estuvieron muy erguidos en sus asientos, con los ojos clavados en la pantalla y con expresión respetuosa durante toda la película. En el otro extremo, Jin-Ho jugaba con una muñeca que reía cuando le hacía cosquillas. Dave, que estaba de pie en el fondo de la habitación, observaba con más atención de la que parecía, porque sabía que iba a ver a Connie. No quería que los demás supieran cuánto le importaba eso. Se preocuparían, intentarían distraerlo. Dirían que su actitud era morbosa.
Sí, allí estaba, con una sonrisa preciosa y con las manos cogidas delante del pecho, como si rezara. ABUELA, se leía en su chapa. Era verdad que llevaba una gorra de béisbol —ya estaba enferma—, pero ¡qué cara tan llena y sonrosada tenía! ¡Qué sólida parecía, de pie a su lado, pero sin apoyarse en él! Dave siempre olvidaba que ése siempre había sido su aspecto. Cuando se la imaginaba, la veía con la piel blanca y apergaminada y con la exagerada delgadez de una moribunda.
Y entonces desapareció. Maldita sea. Dave se preguntó, como había hecho el año anterior, si podría birlar esa cinta y llevársela a su casa para mirarla a solas. Sólo pondría las partes en que salía Connie, una y otra vez. Se detendría en la adorable curva de su cuello y en el anillo de boda, suavemente incrustado en el dedo.
La pequeña Jin-Ho llegó en brazos de la mensajera, y los demás la rodearon y la envolvieron. Varios Dickinson y Donaldson se comportaban como perfectos idiotas. Entonces pasó Susan —vista y no vista—, pero Dave apenas se fijó en ese trozo. Sabía que Connie ya no volvía a aparecer.
—Te habrá resultado difícil ver a Connie, ¿no? —observó Maryam.
Estaba de pie cerca de Dave, a su izquierda. La entonación extranjera de aquel «¿no?» le fastidió. Dave se sentía tan distante de aquel variopinto grupo de gente; le molestaba que hubieran vuelto a arrastrarlo a una de aquellas reuniones. Mantuvo la mirada obstinadamente fija en la pantalla del televisor (por la que desfilaban los créditos en la letra inglesa original) y dijo:
—No, en absoluto. Me ha gustado verla tan sana.
—Ah —replicó Maryam—. Sí, ya te entiendo —y entonces dijo—: Yo pensaba que si un buen día alguien me hubiera dicho: «Tu marido acaba de morir» cuando él gozaba de perfecta salud, me habría resultado más fácil. Lo más duro fue ver cómo iba consumiéndose poco a poco.
Dave la miró. Siempre le sorprendía la delgadez de Maryam —pensaba que alguien tan elegante habría debido ser escultural—, y en ese momento tuvo que bajar la vista unos centímetros para enfocar su perfil; ella miraba a los otros invitados y sujetaba delicadamente el asa de su taza de té.
—Pensaba: «¡Ojalá pudiera llorar al hombre del que me enamoré!» —dijo ella—. Pero lo que veía eran las versiones más recientes, la del hombre enfermo, y luego la del hombre aún más enfermo, y luego la del que estaba siempre enfadado y me odiaba porque no paraba de molestarlo con pastillas, alimentos y fluidos, y por último el hombre distante y adormilado que de hecho ya no estaba allí. Pensaba: «Ojalá me hubiera dado cuenta del día que murió de verdad, del día que murió su verdadero yo». Ése fue el día que debí entristecerme más profundamente.
—No me acordaba de que tu marido también murió de cáncer —admitió Dave.
Maryam guardó silencio. Observaba a los demás, que en ese momento salían de la salita; los niños iban hacia el patio trasero, y los adultos, hacia el salón.
—Connie, en sus últimas versiones, era… muy exigente —dijo Dave. Había estado a punto de decir algo más, pero se lo pensó mejor. Y entonces se lanzó y lo soltó—: En cierto modo, era casi cruel.
Maryam asintió con la cabeza, sin expresar sorpresa, y dio un sorbo de té.
—Supongo que era inevitable —añadió Dave—. Cuando están enfermas, las personas empiezan a sentir que se les debe algo. Se vuelven un poco imperiosas. En la vida real, Connie era todo lo contrario. ¡Y yo lo sabía! Debí ser más indulgente con ella, pero no lo fui. A veces hasta le contestaba mal. Muchas veces perdía la paciencia.
—Claro —dijo Maryam, y dejó la taza en el platillo haciendo ruido—. Era miedo —dijo.
—¿Miedo?
—Recuerdo que cuando era pequeña, si mi madre mostraba alguna señal de debilidad, cuando se acostaba porque tenía dolor de cabeza, por ejemplo, yo me enfadaba mucho con ella. Porque tenía miedo.
Dave reflexionó sobre aquello. Suponía que Maryam tenía parte de razón. Desde luego, a él le había asustado mucho el deterioro de Connie. Pero en cierto modo se sentía insatisfecho con aquella conversación, como si hubiera algo más que requiriera una explicación. Se hizo a un lado para dejar pasar al hijo de Siroos, y entonces dijo:
—Pero no son sólo sus últimos días lo que lamento.
Maryam arqueó un poco las cejas.
—Es toda su vida. Toda nuestra vida en común. Cada palabra desconsiderada que le dije, cada momento de negligencia. ¿A ti te pasa lo mismo? ¿También recuerdas esas cosas? Yo siempre me he concentrado mucho en las cosas; es decir, tiendo a concentrarme en algún proyecto y me olvido de todo lo demás. Recuerdo que una vez estaba instalando unos cables en nuestra casa para montar un equipo de música. No paré para comer, no llevé a Connie a ver una película que ella quería ver… Ahora me arrepiento. Pienso, ¡ahora daría cualquier cosa por poder comer con ella, o por ir al cine con ella!
—¿Venís? —preguntó Brad—. Hay más pastel en el comedor.
—Gracias —dijo Dave, pero Maryam no contestó. Dio otro sorbo de té y luego se quedó mirando el interior de la taza.
—Ah, bueno —dijo entonces—. Pero si hubiéramos sido diferentes, ¿nos habrían querido?
—¿Cómo dices?
—Si tú no hubieras sido un hombre con muchos intereses, si no te hubieras entusiasmado con tus proyectos; si no hubieras tenido otro interés que Connie y la hubieras seguido siempre como un perrito a todas partes, ¿se habría casado contigo?
Pero al parecer no esperaba ninguna respuesta, porque mientras él todavía estaba considerando sus palabras, dijo:
—¡Jeannine! ¡Cómo ha crecido Polly este verano!
—¡Y que lo digas! Ya es una adolescente —dijo Jeannine—. Que Dios nos asista.
Maryam rió y salió con Jeannine de la habitación. Dave las siguió; quizá comiera un poco más de pastel. De pronto tenía un hambre voraz.
Llegó septiembre con su olor a hojas secas, que se confundía fácilmente con el olor de los lápices recién afilados, y los niños del barrio volvieron al colegio con sus gigantescas mochilas y los estudiantes universitarios se marcharon en sus coches cargados hasta los topes, y la realidad de la jubilación volvió a golpear a Dave. Las cariñosas despedidas del pasado mes de junio no lo ayudaban. Ni la dedicatoria del anuario (A nuestro querido señor Dickinson, que hizo que la física cobrara vida para tres generaciones de chicas de Woodbury), ni la plétora de fiestas de despedida con sus regalos (relojes, la mayoría, lo cual resultaba irónico teniendo en cuenta que Dave ya no iba a necesitar saber qué hora era). Había llegado el momento de la verdad: el otoño, cuando el resto del mundo empezaba de nuevo mientras que él seguía tirando, igual que en verano. Creía que sentiría un gran alivio cuando se librara de todo aquello. ¡Aquellas niñas de Woodbury lo habían dejado exhausto! Pero de pronto echaba de menos sus afectadas voces, que terminaban todas las frases con un signo de interrogación, y sus catastróficas crisis emocionales, que estallaban a cada momento, e incluso sus misteriosos ataques de risa, aunque muchas veces Dave sospechaba que era de él de quien se reían. Seguro que ya no se acordaban de él. No quería engañarse. Seguro que ya estaban flipando con su sucesor, un joven bien plantado, recién salido de Princeton. Era como avanzar por una alfombra roja, darse la vuelta y ver cómo los empleados iban enrollándola detrás de ti. Había desaparecido, y darse cuenta de lo mucho que le importaba sacudió todo su concepto de sí mismo.
Siempre había sido muy manitas —un técnico y un carpintero competente, y un gran improvisador de apaños—, y por eso había supuesto que la jubilación no sería nada traumática. Pero un día estaba en el sótano cambiando el ladrón de un enchufe y de repente sintió que no soportaba ni un minuto más de aquella atmósfera lúgubre y viciada que olía a tierra. La sucia ventanita que tenía encima le recordó a los cristales pintados de las fábricas abandonadas, y su banco de trabajo, con las herramientas pulcramente colgadas, cada una sobre su silueta blanca y ordenadas según la función y el tamaño, ocupaba un frío cubo de luz fluorescente con la oscuridad presionando alrededor incluso en aquella tarde soleada. Tuvo la impresión de que no podía respirar. Se preguntó cuánto rato permanecería allí tumbado si tuviera un derrame cerebral.
Subió a la cocina (bien ventilada y casi demasiado iluminada) y se bebió un gran vaso de agua mientras examinaba el nuevo enchufe, que sin darse cuenta se había llevado del sótano. Entonces fue cuando se le ocurrió pensar que podía trasladar el banco de trabajo arriba. Bueno, quizá no el banco de trabajo, ni las herramientas más grandes, pero sí las más pequeñas. Podía ocupar la habitacioncita que llamaban «estudio», contigua a la cocina, que servía como una especie de comodín donde se acumulaban los artículos de costura, las facturas por pagar y las revistas antiguas. Al fin y al cabo, nadie podía oponerse. Sintió resurgir su antiguo entusiasmo. ¡Por fin tenía algo que hacer! Dejó el vaso en la encimera y fue al estudio a investigar.
Vivía en una vieja casona llena de recovecos en Mount Washington que habían comprado casi cuarenta años atrás, cuando los niños eran pequeños, y por pura inercia habían dejado que se acumularan los trastos. Además, Connie era desorganizada por naturaleza. ¿Cuántas veces había protestado Dave porque ella había dejado las tijeras encima de una silla o porque sus mejores alicates no estaban en su sitio? Había toda una rinconera llena de telas, y él no necesitó mirar para saber que muchas de ellas estaban cortadas pero todavía por coser, y que los patrones de papel de seda aún tenían los alfileres puestos; y otras las había comprado Connie sin pensarlo diez o quince años atrás, pero nunca las había utilizado, y los bordes doblados estaban desteñidos por el polvo y la luz. Sintió un placer perverso al pensar que por fin podría poner un poco de orden en todo aquello.
Esa tarde, y todo el día siguiente, se dedicó a meter objetos en bolsas de basura con la intención de llevarlas a una tienda de beneficencia. Las telas y los artículos de costura, un fajo de patrones de vestidos Butterick, un costurero de mimbre, una manta de punto sin acabar que Connie debía de haber empezado cuando sus primeros nietos eran bebés. Una caja plana de acuarelas, cuyas tabletas se habían secado y agrietado. Un bloc de dibujo, en blanco, cuyas hojas amarilleaban por los bordes. Un sacabocados que había estado buscando desde la Navidad pasada. Un libro de alfombras de punto de cruz para casitas de muñecas que habrían tenido que devolver a la biblioteca de Roland Park el 16 de mayo de 1989. El manual de instrucciones de una máquina de escribir eléctrica que ya no tenían. Una caja de tarjetas de agradecimiento sin usar. Veinte años de declaraciones de la renta.
Pensándolo bien, guardó las declaraciones de la renta. Cuando las estaba recuperando, se fijó por casualidad en el costurero y también lo recuperó, porque después de todo, quizá necesitara coser algún botón de vez en cuando. Entonces pensó en otras cosas, como la caja de plástico verde de agujas de ganchillo que había tirado al principio. Las agujas de ganchillo eran unas herramientas muy útiles para hacer pequeñas reparaciones. ¿En qué bolsa las había metido?
Al final del segundo día, la habitación estaba muchísimo peor que cuando empezó a arreglarla. Apenas había sitio para moverse. Las declaraciones de la renta llenaban la única butaca y en el sofá se amontonaban los álbumes de fotografías y unos gruesos sobres de papel manila llenos también de fotografías que pensaba clasificar más adelante. Ni siquiera podía sentarse. Se sintió vencido.
Abrió el último cajón del escritorio, donde esperaba poder guardar las declaraciones de la renta, y encontró un alijo de artículos de botiquín. Dedujo que se remontaban a los primeros días de la enfermedad de Connie. En la última etapa, todo ese material —como su enfermedad— se había derramado y había inundado sus vidas. Había una cama de hospital en el salón y una silla de ruedas en el recibidor. Pero los artículos que había en el cajón del escritorio eran mínimos y discretos: una caja de algodones, un termómetro digital y unas fotocopias con información sobre los efectos secundarios de la quimio.
Dave nunca la llamaba «quimio». Se negaba a hablar con tanta familiaridad de algo tan espantoso. Utilizaba la palabra completa: quimioterapia.
Connie había jurado que no se dejaría vencer. Estaba decidida a salir airosa del tratamiento. Y una mañana Dave se preguntó por qué el agua de la ducha le cubría los tobillos y cuando miró hacia abajo vio un puñado de pelo de Connie atascando el desagüe. Ella todavía no se había dado cuenta; hasta esa noche no se fijó en el cepillo, lleno de pelo enmarañado. Y él no le dijo nada. Eso marcó el inicio de la progresiva separación de ambos. Les gustara o no, él seguía en el mundo de los sanos inconscientes y Connie había entrado en un círculo de pacientes como ella que se buscaban unos a otros en las salas de espera, comparaban síntomas, hablaban de tratamientos alternativos e intercambiaban valiosos consejos sobre diversas técnicas de superación. (Había un hombre que les tenía una fe ciega a los melocotones en almíbar.) Los sanitarios, ojerosos y con cara de cansancio, intercambiaban elocuentes miradas, pero no decían nada.
Connie iba alejándose más y más de él. La emprendía contra cada nueva dolencia que surgía aquí y allá en cuanto se despistaba, después de que el resultado de algún análisis o alguna consulta le hubiera hecho abrigar esperanzas, mientras Dave se encargaba él solo del seguro, de las facturas de los médicos y de las recetas.
A veces Dave pensaba que los efectos secundarios de la quimioterapia eran contagiosos. Perdía el apetito y constantemente tenía náuseas y debilidad, y le parecía que cuando se cortaba afeitándose la sangre tardaba más de la cuenta en coagularse. Se lo comentó a Connie, y ella le contestó: «¿Te das cuenta de lo banal que le suena eso a una persona en mi situación?». La punzada de indignación que le produjo la pregunta de su mujer fue casi placentera. Por un instante, lo liberó de su sentimiento de culpa. Pero sólo por un instante.
—He sido impaciente toda la vida —le dijo un día a Bitsy por teléfono—. Siempre he querido que llegara la siguiente etapa. Tenía prisa por hacerme mayor, por terminar los estudios, por casarme; tenía prisa porque mis hijos aprendieran a hablar y a caminar. Aceleraba las cosas siempre que podía. Y ¿para qué?, me pregunto ahora. Pero lo peor es que cuando pienso en la enfermedad de tu madre veo que llegó un momento en que también tenía prisa porque eso terminara. Me avergüenzo de mí mismo.
—Es lógico que estuvieras impaciente —le dijo Bitsy con tono tranquilizador—. Pensabas que se curaría.
—No, cariño, no me refiero a eso —repuso él, aunque por un instante se planteó fingir que sí era eso—. Lo que quiero decir es que estaba deseando que tu madre muriera.
El silencio se prolongó lo suficiente para que Dave se arrepintiera de haberlo dicho. Había cosas que era mejor callarse. Al final Bitsy dijo:
—Papá, ¿quieres que Jin-Ho y yo vayamos a verte un rato?
—¡No! —saltó él, porque no quería que su hija viera lo que había pasado en el estudio.
—¿Quieres venir tú? Podrías comer con nosotras. Sólo tengo bocadillos de mantequilla de cacahuete, pero ya sabes que siempre nos alegra tu compañía.
—Gracias, pero tengo cosas que hacer en la casa —dijo él, y se despidió.
No quería que su hija se preocupara por él. Tenía que soportar aquello él solo.
Fue a la cocina y se preparó un cuenco de cereales, pero le costaba tragar y desistió a la tercera cucharada. Se sentó, desanimado, a la mesa de la cocina y se quedó contemplando el patio de atrás de los vecinos, donde los jardineros estaban podando un enorme, viejo y retorcido arce. El día anterior habían cortado las ramas más delgadas y las habían metido en la trituradora, y Dave se imaginaba que esa noche el arce debía de haber sufrido alguna especie de conmoción botánica. Pero en realidad sólo habían cortado las ramas más pequeñas. Un árbol tan grande podía superarlo. Sin embargo, esa mañana los jardineros habían pasado a las ramas más grandes, y quizá también eso se pudiera superar, aunque el árbol se había quedado tan retacón y achaparrado como un cactus saguaro. Pero ahora estaban montando sus motosierras para cortar el tronco, y todas las anteriores superaciones resultaron no haber servido para nada.
Se levantó con esfuerzo y llevó el cuenco al fregadero.
Últimamente, por las noches agradecía que llegara el momento de acostarse, porque tenía unos sueños muy vívidos. El sueño era como una vida aparte; cuanto más anodinas se volvían las horas que pasaba despierto, más originales eran sus sueños. Soñaba, por ejemplo, que tenía un tigre gigante con una enmarañada y amarillenta mata de largo pelo blanco debajo de la mandíbula inferior. El tigre entraba en la habitación y, sin hacer ruido, ponía las patas delanteras sobre los pies de la cama y contemplaba a Dave mientras dormía. De pronto, como si tomara una decisión, saltaba, hundiendo el colchón, y caminaba sobre las mantas hasta acercar el morro a la cara de Dave. Dave percibía su cálido aliento, que olía a carne, y notaba el cosquilleo de sus bigotes aunque éstos no llegaran a rozarlo. Era una experiencia agradable y simpática, nada alarmante. Pero cuando Dave despertaba, el tigre se había marchado, y volvía a estar solo en su cama.
Quizá sus sueños estuvieran influenciados por el correteo de los animales en el desván, a escasa distancia de su cabeza —ardillas, mapaches o ratones—. Debería haberse librado de ellos, pero esos ruidos nocturnos le daban una sensación de cordial intimidad, y por eso lo iba aplazando.
Si un tigre inexistente podía ir a visitarlo, ¿por qué no iba a hacerlo Connie? ¿Por qué no podía estar vigilándolo, tan cercana como aquellas criaturas del desván?
Connie siempre había creído que sus antepasados cuidaban de ella. Era más espiritual que su marido, aunque no convencionalmente religiosa, y solía citar un dicho pagano: «La gratitud es la raíz de toda virtud», que según ella significaba que la gente debía tener presente a los que habían abandonado este mundo antes que ella. Imaginaba que sus abuelos la animaban y la guiaban por los tramos más difíciles de la vida, igual que sus bisabuelos, a los que no había conocido, y sus tatarabuelos, y así sucesivamente. Entonces, ¿por qué no podía Connie estar cuidando de Dave? Sólo más adelante se le ocurría pensar que ésa era una conclusión ilógica, porque Connie no era antepasada suya. Ni siquiera eran parientes. Pero eso siempre se le olvidaba. Pensó en una consulta médica en que, breve e hipotéticamente, un médico había mencionado un trasplante de médula. «¡Yo le doy mi médula!», había dicho Dave, y no se había dado cuenta de su error hasta reparar en la mirada de desconcierto del médico.
Cerró otra vez los ojos y la deseó con todas sus fuerzas. Evocó hasta sus más concretos detalles: los largos y esponjosos lóbulos de las orejas, las motitas que tenía en el dorso de las manos, parecidas a las de los huevos de gorrión, la ligera ronquera de su voz, que la hacía parecer asombrosamente natural y sin una pizca de vanidad. «¿Te acuerdas de lo que sentías cuando tenías una cita una noche de primavera?», preguntó un día Connie. No estaba hablando con Dave; estaba hablando por teléfono con alguien. Estaba sentada a la mesa de la cocina con un desplantador en el regazo; por lo visto, la llamada la había interrumpido cuando trabajaba en el jardín. «Todos los años, al llegar la primavera, me sorprendo pensando en eso. Los niños subían por el camino de la casa con sus camisas de manga corta, que todavía olían a la plancha de sus madres, y las niñas llevaban vestidos de flores y zapatillas de ballet, sin calcetines, y había algo tan fresco y tan… libre en esas primeras piernas desnudas de la temporada…»
Dave estaba en el salón con sus dos hijos y con alguien más. ¿Con quién? Una vecina, una amiga de Connie que había pasado a visitarlos. «Connie está hablando por teléfono —le dijo Dave—, pero no tardará». Ladeó un poco la cabeza intentando captar algo en la voz de Connie que indicara que estaba acabando, pero en ese momento ella no decía nada, y Dave se dio cuenta de que llevaba varios minutos callada. Entonces comprendió que ese silencio era definitivo, y que Connie no volvería a hablar nunca más.
En el álbum de fotografías más antiguo aparecían mujeres con vestidos rígidos y complicados peinados, hombres con unos cuellos de camisa tan altos que les tapaban la barbilla, y críos de rostro adusto asfixiados bajo sus trajes de encaje. Esas personas quizá le habrían interesado si hubiera sabido quiénes eran, pero no lo sabía. Los pies de foto escritos con pluma en el dorso eran de una ambigüedad frustrante. Domingo 10 de septiembre de 1893, antes de una deliciosa comida, rezaba uno. O Con la preciosa amarilis que Madre nos regaló por Navidad. Al parecer, a nadie se le había ocurrido pensar que llegaría un día en que esas personas serían extraños.
Los últimos álbumes estaban etiquetados con mayor claridad, pero aunque no hubiera sido así, Dave habría reconocido a sus abuelos paternos, sentados en un amplio jardín con su primogénita, que se convirtió en su tía Louise. Pobre tía Louise: la tuberculosis se había llevado al gran amor de su vida y murió senil en un hogar de ancianos a la edad de ochenta y ocho años; pero en esa fotografía caminaba con los pies muy separados, triunfante, hacia la cámara, con ambos bracitos estirados, y sus padres la observaban con una sonrisa de orgullo y felicidad en los labios.
En los años cuarenta, la gente tenía un aspecto asombrosamente sofisticado, incluso su madre con aquella bata a rayas inclinadas de estar por casa. En los años cincuenta se pasaron al color —unos rosas y azules discordantes, sobre todo—, pero vestían con poca gracia y se los veía desaliñados, y los hombres llevaban el pelo demasiado corto. Dave no podía creer que Connie hubiera consentido que la vieran con un vestido tubo de color rosa chillón que se estrechaba hasta tal punto a la altura de sus pantorrillas que no te explicabas cómo podía caminar.
Después la vida debió de volverse más ajetreada, porque las últimas fotografías no estaban pegadas en los álbumes. Dave abrió los sobres de papel manila uno a uno para mirar en el interior: Bitsy con los dientes salidos, antes de que le pusieran los aparatos; Abe con un cachorro de terrier al que habían atropellado al poco de que lo compraran; otra vez Abe, el día que se graduó en la universidad. En el fondo de todo, un sobre más delgado. Jin-Ho y Susan lanzándose pompas de jabón; pero hasta esas fotografías parecían antiguas: las niñas tenían la cara más redondita y menos definida, menos específica.
¡Ay! ¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo!
Le quitó el polvo a la rinconera (necesitó tres gamuzas) y puso los álbumes y los sobres en el estante inferior. Metió las declaraciones de la renta en el cajón del escritorio donde antes estaban los artículos de botiquín. Subió del sótano su caja de herramientas pequeñas, su caja compartimentada de clavos y tornillos, sus manuales de reparación y su lata de adhesivos, y lo puso todo en los estantes superiores de la rinconera, junto con las agujas de ganchillo y el costurero de Connie. Se llevó las bolsas de basura al callejón y metió las cajas para la tienda de beneficencia en el maletero de su coche. Limpió el escritorio y las mesitas. Puso los trapos de limpiar en el cesto de la ropa sucia. Pasó el aspirador por el suelo y por el sofá, que había quedado cubierto de trocitos de papel.
Estaba demasiado cansado para prepararse la cena, así que se bebió dos whiskys y se fue a la cama. Durmió como si estuviera drogado, envuelto en algodón; como si tuviera un paño sobre la cara. Soñó que estaba en el campo, paseando por una especie de cementerio de muebles inmenso. Había muebles agrupados por categorías: una hectárea de camas, una hectárea de escritorios, una hectárea de mesas de comedor. Bajo una morera había docenas de butacas en cuyos asientos crecían las malas hierbas, y el hecho de que estuvieran unas delante de otras, mirándose, hacía que parecieran aún más tristes. «¿Cómo pueden soportarlo?», se preguntó, y alguien, a lo lejos, un individuo con ropa descolorida, canturreó: «Oooh, ¿cómo pueden soportarlo?» con un tono de voz burlón y cruel. Dave se paró en seco, asombrado. Entonces notó que una mano se deslizaba en la suya, y al volverse vio a Maryam Yazdan examinando con calma las butacas. «Están pensando en todo lo que han vivido —le dijo—. Les gusta recordarlo». Eso lo consoló, por algún extraño motivo, así que cuando Maryam dijo: «¿Nos vamos?», él le apretó la mano y salió con ella del campo.
Despertó y se quedó largo rato con la mirada fija en la oscuridad.