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A Sami le gustaba representar una especie de función ante sus parientes. Todos la conocían. Estaban sentados en el salón tomando té —algunos de los hermanos y las cuñadas de Ziba que vivían en Los Ángeles y habían ido de visita; o quizá un par de tías, o los primos de Texas—, y alguien comentaba, casi con picardía: «¡Estos americanos…! ¿Alguien los entiende?». Entonces esa persona contaba alguna anécdota para animar la cosa. Por ejemplo: «Nuestra anfitriona nos preguntó de dónde éramos y yo le contesté que de Irán. “¡Oh!”, dijo ella, “¡de Persia!”. “No”, dije yo, “de Irán. Persia es una invención de los ingleses. Mi país siempre se ha llamado Irán”. “Bueno, yo prefiero llamarlo Persia”, me contestó, “Persia suena mucho más bonito”».

Los demás chascaban la lengua y asentían con la cabeza —quien más, quien menos había participado alguna vez en diálogos como aquél—, y entonces miraban expectantes a Sami. Sami ponía los ojos en blanco y decía: «Ah, sí, la Pasión Persa. La conozco muy bien». A veces eso bastaba para hacerles sonreír; estaban preparados para lo que venía a continuación.

«Debiste contestarle: “¡Ah, bueno, en ese caso…! Por favor, no deje que dos mil quinientos años de historia se interpongan en su camino, señora mía”.» (Lo de «señora mía» no venía a cuento, pero en esas ocasiones Sami solía emplear un discurso trasnochado y excesivamente almidonado.) «Seguro que entonces se pone a discutir. “No, no”, insistirá, “Irán es un nombre moderno. Anunciaron el cambio en los años treinta”. “En los años treinta le devolvieron su verdadero nombre”, le dices tú, y ella te contesta: “Bueno, no importa. Yo pienso seguir llamándolo Persia”.»

O se ponía a hablar de la pasión por la lógica de los americanos. «La lógica es por lo que siempre se querellan. Creen que todo ha de tener una causa. ¡Seguro que alguien tiene la culpa!, dicen. ¿Tropiezas por la calle porque no miras por dónde vas y te rompes una pierna? ¡Denuncia al ayuntamiento! ¡Ponle una demanda a la tienda donde te compraste las gafas y al oftalmólogo que te las recetó! ¿Te caes por la escalera, te golpeas la cabeza contra un armario, resbalas en las baldosas del cuarto de baño? ¡Ponle una demanda a tu casero! ¡Y no te limites a exigir que te paguen los gastos médicos: exige una indemnización por el dolor, por el trauma emocional, por la humillación pública, por el daño causado a tu autoestima!»

—Oh, sí, la autoestima —murmuraba algún pariente, y todos reían.

—Interpretan la mala suerte como una ofensa personal —proseguía Sami—. Han tenido suerte toda la vida y no conciben que caiga sobre ellos ninguna desgracia. ¡Tiene que haber algún error!, dicen. ¡Con el cuidado que ellos han tenido siempre! Han prestado mucha atención a todas las instrucciones de seguridad: la etiqueta de PELIGRO del secador de pelo, que recomienda «Desenchufar después de cada uso»; la inscripción de la bolsa de plástico que reza «Esto no es un juguete»; el folleto de reciclaje que advierte: «Antes de pisar un cartón de leche para aplanarlo, por favor agárrese bien a un punto de apoyo firme».

O soltaba un breve discurso sobre la vana creencia de los americanos de que ellos eran importantísimos para el resto del mundo. «Imaginaos: un amigo de mi padre, un poeta famoso, llegó aquí invitado con no sé qué subvención. Lo pasearon por todos los estados de la Unión y le enseñaron cómo alimentaban a su ganado. “Mire, señor, aquí utilizamos los métodos más modernos de rotación de cultivos para asegurarnos un adecuado suministro de…” ¡Era un poeta lírico! ¡Un urbanita, nacido y criado en Teherán!»

O analizaba su presunta franqueza. «Son tan abiertos, tan “Hola, te quiero”, tan “Encantado de conocerte, deja que te hable de mis problemas conyugales”, y sin embargo, ¿alguien os ha abierto de verdad las puertas de su corazón? ¡Pensadlo bien! ¡Pensadlo!»

O su supuesta tolerancia. «Dicen que la suya es una cultura sin prohibiciones. Una cultura abierta, una cultura liberal, una cultura permisiva. Pero eso sólo significa que guardan en secreto sus prohibiciones. Esperan hasta que infringes alguna, y entonces se vuelven distantes, fríos e indescifrables, y tú no tienes ni idea de por qué. Mi primo Davood, por ejemplo, el sobrino de mi madre, vivió seis meses aquí y luego se marchó a Japón. Decía que en Japón al menos te explican las normas. Al menos ellos admiten que tienen normas. Decía que allí se sentía mucho más cómodo.»

Los otros aportaban sus propias historias: las amistades que habían terminado de forma inexplicable, el violento silencio después de una pregunta inocente. «No puedes preguntarle a nadie cuánto le costó el traje que lleva. No puedes preguntarle cuánto le costó la casa. ¡No sabes qué preguntar!»

Esas conversaciones se desarrollaban en inglés, porque Sami nunca hablaba farsi. Se había negado en redondo a seguir utilizándolo desde el día que, en la guardería, descubrió que ninguno de sus compañeros de clase lo hablaba. Y según su madre, eso era una gran paradoja. «Tú, con tu acento de Baltimore —decía—, nacido en América, criado en América, nunca has vivido en ningún otro sitio: ¿cómo puedes decir estas cosas? ¡Tú también eres americano! ¡Te estás riendo de tus compatriotas!».

—Va, mamá, si lo digo en broma —decía él.

—Pues no lo parece. Y ¿dónde estarías sin este país? ¿Te lo has preguntado alguna vez? Lo que pasa es que no sabes valorarlo. No tienes ni idea de lo que es tener que vigilar cada palabra que pronuncias, y reservarte tus opiniones, y mirar continuamente por encima del hombro por si alguien te está escuchando. ¡Nunca pensé que te oiría hablar así! Cuando eras pequeño eras más americano que los americanos.

—Mira, tú misma lo has dicho —replicó él—. Más americano que los americanos. ¿Nunca te has preguntado por qué?

—Cuando ibas al instituto sólo salías con rubias. Me había resignado a ser la suegra de Sissy Parker.

—¡Yo nunca me planteé casarme con Sissy!

—Pues yo nunca pensé que acabarías casándote con una chica iraní.

—No sé por qué —dijo él.

Eso no era del todo cierto, porque en el fondo él siempre había pensado que se casaría con una americana. De niño, soñaba con una familia como la de la serie La tribu de los Brady: un padre tranquilo con camisa a cuadros, muy campechano, y una madre deportista y nada exótica. Creía que sus compañeros de clase se pasaban la vida haciendo barbacoas, jugando al fútbol americano en el patio de atrás y participando en fiestas donde había que pescar manzanas con la boca, y confiaba en que su esposa americana lo arrastrara a él a ese tipo de vida. Pero en el último curso universitario conoció a Ziba.

A diferencia de las hijas de los viejos amigos de sus padres, Ziba tenía un estilo natural y desenfadado. Era una chica sincera y segura de sí misma. Se le acercó después de la primera clase en la que coincidieron («La Revolución Industrial», en el trimestre de primavera) y le dijo: «Eres iraní, ¿verdad?». «Sí», contestó él, y se preparó para el típico interrogatorio: de qué región eres, en qué año emigraste, a quién conoces, y todo expresado con esa combinación de insinuación y empalagosa deferencia que empleaban las chicas iraníes cuando hablaban con el sexo opuesto. Pero Ziba dijo: «Yo también. Me llamo Ziba Hakimi». Le dijo adiós con la mano con un gesto alegre y se marchó con sus amigos (un grupo de chicos y chicas, americanos). Llevaba unos vaqueros y una camiseta de Tears for Fears, y en esa época llevaba el pelo lo bastante corto para poder peinárselo con gomina a lo punk.

Sin embargo, cuando empezó a conocerla mejor (sus conversaciones eran cada vez más largas, y adoptaron la costumbre de salir juntos del aula), Sami se fijó en que se entendían muy bien el uno al otro sin necesidad de grandes explicaciones. El bagaje común los rodeaba como una capa invisible. A mediados de marzo, ella le preguntó si pensaba ir a su casa el siguiente fin de semana, y no tuvo que explicarle que se refería a la fiesta de Año Nuevo. Sami pasó a su lado en la escalera de la biblioteca, donde ella estaba comiéndose un tentempié con una amiga, y el tentempié de Ziba no eran patatas fritas ni galletas ni Ring Dings, sino una pera, que cortaba con una pequeña navaja de plata como las que ponía en la mesa su madre con la bandeja de la fruta cuando llevaba los postres.

Aquel verano, después de la graduación, Sami iba a menudo a Washington para llevar a Ziba a cenar o al cine, y conoció a su numerosa familia. Para él, los Hakimi eran cercanos y extraños al mismo tiempo. Reconocía el idioma que hablaban, los platos que comían, la música que escuchaban, pero se sentía incómodo en sus espléndidas fiestas y con su pasión de coleccionista por los artículos de las marcas más caras y más ostentosas: Rolex, Prada y Ferragamo. Todavía se habría sentido más incómodo con sus ideas políticas, sin duda, si no hubiera tenido la precaución de evitar hablar de ese tema. (Los padres de Ziba casi se arrodillaban cada vez que alguien mencionaba al Sha.)

¿Qué pensaría su madre de aquella familia? Sami sabía qué pensaría. Un día llevó a Ziba a su casa para presentársela, pero dejó a los padres de Ziba al margen. Y su madre, aunque recibió a Ziba con gentileza, nunca propuso que las dos familias se reunieran. Aunque quizá tampoco lo hubiera hecho en otras circunstancias. Si quería, podía ser muy reservada.

Sami y Ziba volvieron a la universidad en otoño; Sami tenía que hacer un postgrado de Historia de Europa, y Ziba iba a empezar su último curso universitario. En esa época ya estaban profundamente enamorados. Sami tenía un apartamento cochambroso fuera del campus, y Ziba pasaba todas las noches allí con él, aunque seguía manteniendo la ropa en su habitación de la residencia para que su familia no sospechara nada. Su familia iba a visitarla muy a menudo. Se presentaban allí todos los fines de semana con bandejas de berenjenas tapadas con papel de aluminio y tarros de yogur casero. Abrazaban a Sami, lo besaban en ambas mejillas y le preguntaban cómo le iban los estudios. El señor Hakimi opinaba que la Historia de Europa no era una buena elección. «¿Para qué te va a servir eso? Para enseñar —decía—. Serás profesor y enseñarás a alumnos que también serán profesores y enseñarán a otros alumnos que también serán profesores. Me recuerda a esos insectos que sólo viven unos días, con el único objetivo de perpetuar la especie. ¿Es eso práctico? ¡Yo creo que no!».

Sami no se molestaba en discutir con él. Chascaba la lengua y decía: «Bueno, cada loco con su tema». Pero curiosamente —¿cómo fue?—, cuando Ziba y Sami se casaron, a finales de junio de ese año, él aceptó un empleo en la empresa constructora del tío de Ziba. Peacock Homes construía y vendía casas en las zonas más privilegiadas —el norte de Virginia y Montgomery County—, y se estaba expandiendo hacia el condado de Baltimore. Al principio, el empleo de Sami era temporal. «Pruébalo —le decían todos—, y si no te gusta, vuelve a la universidad en otoño». Pero sí le gustó. Acabó gustándole poder satisfacer los deseos de los demás —las parejas le confiaban sus más preciados sueños, de una precisión enternecedora. («Tiene que haber un horno empotrado. Tiene que haber un rincón con una mesa junto a la nevera para que mi mujer pueda organizar los menús de toda la semana.») Se preparó para el examen de agente de la propiedad inmobiliaria y lo aprobó. Sami y Ziba se instalaron en una casa del último proyecto de la empresa, y Ziba encontró trabajo con su primo Siroos en Serious Design, decorando las casas que vendía Peacock Homes.

Quizá a Maryam le disgustara que Sami dejara los estudios, pero nunca lo dijo. Bueno, claro que le disgustó. Pero le dijo que era él quien tenía que decidirlo. Se mostraba cordial con los Hakimi y cariñosa con Ziba; Sami sabía que a su madre le caía bien Ziba, y no creía que eso se debiera únicamente a que Ziba era iraní. Cuando se comprometieron, les regaló un anillo que Sami nunca había visto, un anillo antiguo con un diamante que satisfizo incluso a los Hakimi. O quizá no, porque no era inmenso. Pero al menos los Hakimi fingieron estar satisfechos. Sí, todos se comportaron estupendamente, por ambas partes.

Sami no eximía a los Donaldson de sus diatribas contra los americanos. Es más, con ellos era aún más duro. Al fin y al cabo, los Donaldson eran un blanco fácil, sobre todo Bitsy, con sus vestidos de arpillera y su aire ultra ecológico y esa forma tan moderna que tenía de expresarlo todo.

—Llamó «celebración» al funeral de su madre —explicó a sus parientes—. Dijo: «Espero que vengáis a la celebración por mi madre».

—Quizá se equivocó. Ten en cuenta que estaba muy afectada —apuntó el padre de Ziba.

—No, porque lo repitió. Dijo: «Y por favor, decidle a Maryam que venga a la celebración».

En esa ocasión fue Ziba quien protestó.

—¿Y qué pasa? —le preguntó a Sami—. Mucha gente dice que va a reunirse para «celebrar una nueva vida». Es una expresión muy común.

—Precisamente por eso —replicó él—. Es una expresión rebuscada, moderna y cursi.

—No seas así, Sami. ¡Los Donaldson son nuestros mejores amigos! ¡Se han portado muy bien con nosotros!

Eso era verdad: se habían portado muy bien. Eran tan buenos, tan cariñosos, tan hospitalarios. Pero ¿sus mejores amigos? Eso Sami ya no lo tenía tan claro. No es que tuviera amigos más íntimos, pero a veces Bitsy lo ponía muy nervioso. Y no podía evitar burlarse de ella. ¡Bitsy lo inspiraba! «Mirad —les dijo a las cuñadas de Ziba—. Hace unas semanas, Bitsy decide que ya va siendo hora de enseñar a su hija a usar el orinal. Piensa conseguirlo mediante el “refuerzo positivo”. Bitsy es muy partidaria del refuerzo positivo. Y ¿cómo lo hace? Organiza una fiesta del Orinal. Le pone a Jin-Ho unas braguitas Wonder Woman y envía invitaciones a otras cuatro niñas de la misma edad, entre ellas Susan. Me parece que indicó que las invitadas también tenían que llevar braguitas ese día, pero no insistió, por suerte, porque Susan todavía no tiene ni idea. Nosotros llevamos a Susan con pañal. Pero Jin-Ho llevaba braguitas —no paraba de levantarse el vestido para enseñárnoslas—, y las otras dos niñas también. Y alguien —y no voy a dar nombres— debió de sufrir algún pequeño accidente, porque poco a poco los padres empezaron a poner unas caras muy extrañas y a olfatear el aire y a mirarse unos a otros de soslayo, hasta que alguien dijo: “Hmm, ¿no os parece que…?”. Pero entonces ya era demasiado tarde. Tardísimo, porque evidentemente ese accidente había ocurrido en el patio trasero, donde estaban jugando las niñas, y debieron de pisarlo un montón de veces antes de entrar en la casa a comer algo y pisotear las alfombras y trepar a las sillas del comedor…». Reía a carcajadas, y tuvo que hacer una pausa para respirar; los parientes sacudían la cabeza e intentaban contener la risa. «¡Imaginaos! —dijo—. ¡Eso sí es una fiesta temática!».

—Sami, por favor, no seas cruel —dijo Ziba.

—Y ya que hablamos de fiestas —prosiguió él—, ¿no os parece esencialmente americano que los Donaldson piensen que el día que su hija llegó a este país es más importante que el día de su nacimiento? Por su cumpleaños le hicieron un par de regalos, y en cambio celebran el día que llegó a América con una fiesta del Día de la Llegada por todo lo alto, un gran espectáculo multimedia en el que participan las dos familias. ¡Mira! ¡Has llegado a la Tierra Prometida! ¡El pináculo de la gloria!

—No le hagáis caso —les dijo Ziba a sus parientes.

Sus parientes, al fin y al cabo, también se sintieron muy felices cuando llegaron a América; pero aun así, no podían evitar sonreír. Sami les dijo: «Vosotros me entendéis. Y eso no es todo: ahora nos toca a nosotros organizar la fiesta».

—No tenemos que organizaría, fui yo la que me ofrecí —le corrigió Ziba—. Nos toca a nosotros —aclaró a sus parientes—. Ellos organizaron la fiesta el año pasado, pero sólo sirvieron pastel y bebidas, y yo siempre he pensado que es mejor ofrecer a los invitados una comida completa.

—¡Claro! Una comida iraní —dijo una de sus cuñadas.

—Con kebabs —añadió otra—, morgh polo, sabzi polo y quizá un buen shirin polo

—¡Me tienen harto! —dijo Sami, pero su voz quedó ahogada por la de tía Azra, que dijo:

—Acaban de pasarme una receta secreta para preparar auténtico helado de agua de rosas —se inclinó hacia delante y, haciendo bocina con una mano, como si temiera que hubiera espías, susurró—: Coges un cuarto de Cool Whip…

—¡No me habéis entendido! —se quejó Sami.

Pero comprendió que su público ya no estaba por él.

Resultó que el Día de la Llegada había siete parientes de visita: dos hermanos de Ziba y sus esposas, dos sobrinas y tía Azra. Y los padres de Ziba, por supuesto, tuvieron que ir desde Washington para compartir la emoción; de modo que había nueve personas paseándose por la casa y preparándose para la fiesta. Les llevó una semana. Es decir, a las mujeres les llevó una semana. Los hombres se mantenían al margen de todo. Se sentaban en la salita contigua a la cocina, fuera del territorio más resbaladizo pero separados sólo por un mostrador y, por lo tanto, lo bastante cerca para escuchar a hurtadillas las conversaciones de las mujeres. Se bebían sus vasitos de té, pasaban las gruesas cuentas de ámbar de su tasbih y emitían pequeños gruñidos cuando oían algo que encontraban divertido.

Tía Azra, por ejemplo, iba a dejar a su marido. Había viajado sola desde Teherán para visitar a sus hijos, que vivían en Texas, y había decidido quedarse para siempre. Había decidido que no le interesaba el sexo. (Los hombres arquearon las cejas y se miraron.) Era un engorro que requería mucho esfuerzo, dijo, y tapó con ímpetu el cazo donde hervía el arroz. Las mujeres le preguntaron cómo había reaccionado su marido cuando se lo había dicho. «Bueno —dijo ella—, lo llamé por teléfono un viernes por la mañana, temprano. Ese día era el mejor momento porque en casa sería por la tarde, y yo sabía que después mi marido iría a casa de su hermano a jugar al póquer. Allí encontraría a gente que lo consolaría. Sobre todo la mujer de su hermano, Ashraf. ¿Os acordáis de Ashraf? Una mujer con un cutis verdoso muy desagradable, pero muy amable, muy tierna. Cuando tuve el aborto vino a mi casa y me dijo: “Voy a prepararte un poco de halvah. Eso te fortalecerá, Azi-june”. Yo le dije: “No, no tengo hambre”, pero ella insistió: “Confía en mí”. Fue a la cocina, echó de allí a Akbar, porque en esa época la gente todavía tenía empleados; ¿os acordáis de Akbar? Su hermano gemelo y él llegaron desde no sé qué pueblo; eran tan pequeños que apenas sabían hablar, e iban vestidos con andrajos. El hermano era cojo, pero muy fuerte, y cuidaba nuestro jardín y cultivaba unas rosas preciosas. Nunca habíamos tenido unas rosas tan bonitas. De hecho, mi vecina, la señora Massoud, dijo una vez (me refiero a la señora Massoud, cuyo hijo se enamoró de una hija de los Baha’i)…».

—Pero ¿y tu marido? —bramó el padre de Ziba desde la salita—. ¿Qué pasa con tu marido?

Las mujeres se miraron; Azra se acercó más a ellas y bajó la voz.

—Sólo falta que después de aguantar todo este rollo, nos enteremos de que su marido se suicidó —les dijo el señor Hakimi a los otros hombres.

Hablaba en farsi. Todos hablaban en farsi, salvo para dirigirse a Sami o a Susan. Cada vez que Sami entraba en una de esas reuniones (él, al menos, tenía que ir a trabajar todos los días), los demás lo saludaban en inglés, y su suegro le preguntaba, también en inglés: «¿Cuántas casas has vendido hoy?». Pero antes de que Sami pudiera contestar, el señor Hakimi volvía al farsi para decirles a sus hijos: «Mamal dice que el mercado inmobiliario va muy bien desde hace unos meses». Y volvía a abandonar el inglés. A Sami no le importaba. Así se libraba de participar en la conversación. Sentaba a Susan en su regazo y se ponía a escuchar tranquilamente.

Igual que los hombres cuando escuchaban los cotilleos de las mujeres —dependían de sus cotilleos, que los mantenían conectados—, Sami se dejaba llevar por la suave corriente de la lengua materna de sus parientes; entendía el noventa por ciento de lo que decían y dejaba que el otro diez por ciento fluyera sin rozarlo. Los hombres hablaban de la propuesta de inversión de un primo; las mujeres debatían si había que añadir un pellizco más de azafrán; las sobrinas se peleaban por un walkman. Si Sami permanecía callado el tiempo suficiente, los demás se olvidaban por completo de él y decían cosas que él no habría debido oír —mencionaban el nuevo truco para evadir impuestos de tío Ahmad, o se les escapaba algún comentario mordaz acerca de Maryam. («Bueno, Khanom diría que poner patatas en el fondo del cazo del arroz es hacer trampa.» Enfatizaban el «Khanom» con un tono ácido y satírico.) La actitud que tenían hacia su madre no lo ofendía tanto como habría debido, porque él creía que Maryam se lo merecía. Después de tanto tiempo, por ejemplo, seguía llamando «señora Hakimi» a la madre de Ziba, en lugar de llamarla «Gita-june». Sami sabía muy bien que eso no era un simple descuido.

«¿Dónde está la canela? ¿Quién la ha cogido?», preguntó Ziba. Su farsi era más gangoso que el de su madre; tenía el grado justo de peculiaridad para darle aún un poco más de atractivo. «Le pregunté cuándo pensaba irse —le estaba diciendo una cuñada a la otra—, y me contestó que no estaba seguro; o antes de la boda, o después. “Bueno, ¿qué día es la boda?”, le pregunté, y me dijo que no lo sabía porque todavía no había encontrado a nadie con quien casarse». La madre de Ziba, envuelta en un delantal de color amarillo chillón con la leyenda ¡peligro! ¡hombre en la barbacoa!, dejó una gran cazuela en la encimera dando un bufido. Sami sabía que las mujeres iraníes eran muy trabajadoras. Preparaban unos platos muy complicados —cientos de hojas de parra rellenas, enrolladas a mano; docenas de hojas de hojaldre recubiertas con mantequilla que aplicaban con un pincel—, y en la misma comida había muchos diferentes. Tía Azra estaba amasando varias libras de carne picada de cordero y formando con ellas una sola y enorme bola, dándole palmaditas por todas partes con gran eficiencia. Los hombres se levantaron de sus asientos y salieron a fumar al patio. El señor Hakimi fumaba unos puros gruesos y negros que olían a neumáticos quemados, y los dos hermanos de Ziba (de mediana edad, e igual de calvos que su padre) tenían los dedos manchados de nicotina de los dos paquetes de cigarrillos que se fumaban al día. Consideraban una tontería no poder fumar dentro de la casa. «¡Fumadores pasivos! —se burló uno de ellos. (Dijo esa frase en inglés antes de volver al farsi.)—. ¡Yo siempre he fumado delante de mis hijas, y miradlas! Están mucho más sanas que Susan».

Todos pensaban que Susan era demasiado menuda para su edad, y que estaba demasiado pálida. También pensaban que parecía demasiado china, pero tras varios enfrentamientos con Ziba, habían aprendido a no volver a mencionar ese detalle.

«¿Cómo encajará tu familia que tu hija sea asiática?», le había preguntado Sami a Ziba cuando se plantearon adoptar. La respuesta inmediata de Ziba fue: «No me importa lo que piense mi familia; lo que me importa es tener un bebé». Y como era por culpa de Sami por lo que no podían tener hijos, él se vio obligado a secundar el plan de su mujer. Les había ocultado sus dudas a todos excepto a su madre; a ella se las había confesado sin reparos. Pasaba por su casa varias veces por semana —a escondidas, como si fuera a ver a su amante— y se sentaba en su cocina, dejando que se le enfriara la taza de té, con las manos pegadas entre las rodillas y hablando sin parar mientras Maryam escuchaba sin comprometerse. «Sé que Ziba cree que así vamos a rescatar a alguien —le explicó—. A un niño que nunca tuvo ninguna oportunidad, a un huérfano desfavorecido. Pero ¡cambiar una vida para mejor no es tan sencillo como ella cree! Yo creo que en este mundo en que vivimos es muy fácil hacer daño, pero muy difícil ayudar. Es fácil bombardear un edificio y convertirlo en ruinas, pero es muy difícil construir uno; es fácil hacerle daño a un niño, pero muy difícil ayudar a uno que tiene problemas. Me parece que Ziba no lo ha pensado bien. Me parece que ella sólo imagina que cogerá en brazos a un bebé afortunado y que le ofrecerá una vida perfecta».

Esperó a que su madre lo contradijera (quería que lo contradijera), pero ella no lo hizo. Maryam dio un sorbo de su té y dejó la taza en la mesa. Sami añadió:

—Además, los niños no vienen con garantía. Si no salen bien, no puedes devolverlos.

—Tampoco puedes devolver a un niño aunque lo hayas parido —argumentó su madre.

—Pero es menos probable que quieras hacerlo. Un niño que has parido lleva tu sangre; reconoces en él ciertos rasgos y por eso los toleras mejor.

—Claro —dijo su madre—. Rasgos de ti mismo que siempre te han desagradado. Eso también pasa, a veces.

¿Pasaba? Sami decidió no profundizar en ello. Se levantó y se paseó por la cocina, con los puños en los bolsillos, y cuando estaba de espaldas a su madre dijo:

—Además… temo que ese niño se sienta fuera de lugar. Para los demás siempre será un extranjero. Un chino, un coreano. ¿Me explico?

Se dio la vuelta y vio que su madre lo observaba con expresión divertida, pero Maryam no dijo nada.

—Ya sé que eso suena muy superficial —dijo Sami.

Ella le quitó importancia con un ademán y dio otro sorbo de té.

—Y otra cosa, por cierto —añadió—. Sería evidente que nosotros no somos los padres biológicos. No habría siquiera la menor posibilidad de un parecido físico.

Su madre dijo:

—Mejor. Cuando tus hijos se parecen a ti, tiendes a olvidar que ellos no son tú. Es mucho mejor que te recuerden que no lo son cada vez que los miras.

—Creo que yo no necesitaría que me lo recordaran —objetó él.

—Recuerdo que una vez, cuando ibas al instituto, te oí hablar por teléfono con una chica y dijiste: «Hola, soy Sami Yaz-dan». Fue como una conmoción: mi hijo, tan americano él. En parte me alegré y en parte me entristecí.

—¡Yo quería integrarme! —dijo él—. ¡No era tan americano! Al menos, no para ellos. No para los chicos de mi escuela.

Maryam volvió a agitar una mano y dijo:

—Lo que pasa es que temes no amar a ese hijo. Pero lo amarás. Te lo prometo.

Sami no sabía cuál de las dos cosas era más presuntuosa: que Maryam supiera lo que estaba pensando o que pudiera predecir cuáles iban a ser sus sentimientos.

Pero Maryam tenía razón, por supuesto, en ambas cosas. Las últimas semanas antes de que llegara Susan, Sami soñaba casi todas las noches que su bebé era una especie de monstruo (en una ocasión, una criatura parecida a un lagarto, y en otra, un humano normal pero con unas siniestras pupilas verticales); y que Ziba no sospechaba nada y se enfurecía cada vez que él intentaba prevenirla. Y en cuanto vio el frágil cabello de Susan y su demacrada y ansiosa cara, nada hermosa pese a todo lo que creía Ziba, sintió como si algo se derrumbara en su interior y lo invadió una oleada de instinto protector, y si eso no era amor, pronto se convirtió en amor. Susan era lo mejor que le había pasado en la vida. Era encantadora, graciosa y fascinante, y sí, cada vez más guapa, y en cierto modo él lo lamentaba porque su fealdad le había robado el corazón. Susan tenía las mejillas más rellenas, pero su boca conservaba esa forma fruncida, como si siempre estuviera deliberando en silencio, y el pelo le creció lo suficiente para que pudieran recogérselo en dos coletas, una sobre cada oreja. Cuando Sami se sentaba con ella entre sus parientes, ella se acurrucaba junto a él, confiada, y de vez en cuando le daba unas palmaditas en la muñeca o giraba la cabeza para mirarlo, y su aliento tenía el olor dulzón de ese asqueroso zumo de uva que tanto le gustaba.

Las mujeres se habían puesto a hablar de los planes de inmigración de tía Azra —¿conseguiría el permiso de residencia y trabajo?—, y Sami tuvo que adivinar algunos términos de la jerga burocrática. «Ali me dijo que necesitaría un…» ¿Un qué? Entonces los hombres volvieron del patio, envueltos en un velo casi visible de tabaco y ceniza, y las mujeres interrumpieron su conversación para anunciar que no había suficiente salsa de tomate. Los hombres se pusieron muy contentos. «¡Voy yo! ¡Voy yo!», dijeron los tres. Les encantaban los supermercados americanos. «¿Vienes, Sami?» (Esto lo dijeron en inglés.) Sami sabía que debía ir, aunque le habría gustado seguir escuchando la conversación de las mujeres, que para cuando encontraron las llaves del coche estaban abordando la convicción de Ziba de que Bitsy prefería la casa de Maryam a la suya. Atusa, la mayor de sus cuñadas, le dijo que eso eran imaginaciones suyas. «¿Cómo va a preferir la modesta casita de Khanom a esta casa grande, elegante, bonita y moderna? Lo que pasa es que estás nerviosa, Ziba-june. Estás nerviosa por la fiesta.»

De mala gana, Sami dejó a Susan con sus primas y fue a reunirse con los hombres.

«¡Feliz Día de la Llegada a todos! —canturreó Bitsy—. ¿Verdad que hace un tiempo perfecto? Hemos traído la cinta de vídeo. Y un encendedor para las velas; es mucho más seguro para las niñas que las cerillas. También hemos traído las fotografías del año pasado; podemos montar una exposición».

Le pellizcó la mejilla a Sami y fue a abrazar a Ziba; detrás de ella iban Brad, que llevaba una bolsa de la compra llena a rebosar, y Jin-Ho. La niña subía lentamente por el caminito admirando sus sandalias, que eran demasiado grandes y tenían esa exagerada rigidez de los zapatos nuevos. (Ese año no tocaba traje coreano.) A Sami siempre le fastidiaba un poco que Jin-Ho fuera más alta y pesara más que Susan. Cada vez que la veía se despertaba su instinto competitivo.

—He estado pensando un poco más en la canción —le estaba diciendo Bitsy a Ziba—. En realidad, She’ll Be Coming Round the Mountain nunca me convenció.

Entre tanto, se abrió la puerta trasera del coche de los Donaldson y el padre de Bitsy se bajó del coche lentamente, dándose impulso hacia delante, como si estuviera cansadísimo. Seguro que habían tenido que convencerlo para que fuera a la fiesta. Desde la muerte de Connie, Bitsy lo había arrastrado a todas las celebraciones posibles, pero él ya no tenía mucho que decir, y había adoptado la costumbre de caminar con la enorme y gris cabeza agachada.

—¡Hola, Dave! —gritó Sami. Dave levantó un brazo y lo dejó caer, y entonces echó a andar obstinadamente por el caminito.

—¿Conoces Waiting for a Girl Like You? —preguntó Bitsy—. Ésa no estaría mal. A menos que sea demasiado difícil cantarla. ¿Qué opinas? También está I Saw Her Standing There, de los Beatles; ¿te acuerdas de ésa? He pensado que si la ensayamos con los niños… ¡Hola, señora Hakimi! ¡Feliz Día de la Llegada!

La señora Hakimi llevaba un vestido de seda negro floreado, y su marido iba con traje, pero los parientes que asomaron detrás de ellos iban vestidos de forma más informal, sobre todo tía Azra (parecía que fuera a una clase de aeróbic, con su camiseta sin mangas y sus ceñidos pantalones capri de punto, que no ayudaban a disimular sus michelines). «Hola, ¿qué tal?», murmuraron. Se agolparon todos en los escalones de la entrada, de modo que cuando llegó el momento de pasar adentro, tuvieron ciertos problemas para cruzar el umbral. Cuando todavía no lo habían conseguido todos, llegó otro coche: eran Abe y Jeannine con sus tres hijas. Detrás iba Maryam, y mientras descargaba la gigantesca caja del pastel del asiento trasero, otro coche se paró detrás del suyo y el flanco del neumático hizo un desagradable ruido al rozar el bordillo. «¡Cuidado!», oyeron decir a Mac, que iba en el asiento del pasajero. Linwood iba al volante. Por lo visto, el chico ya tenía el carnet de conducir provisional. Laura iba sentada detrás; se apeó del coche y echó a andar por el camino sin mirar hacia atrás mientras Mac le soltaba una larga arenga a su hijo sobre el precio de los neumáticos nuevos.

—¿Dónde está Stefanie? —preguntó Bitsy.

Laura hizo una mueca de disgusto y dijo:

—En un campamento de majorettes.

Sami sentía curiosidad por ver cómo reaccionaría Bitsy. La semana anterior, se había puesto furiosa por teléfono porque los padres de Brad se habían ido a un crucero pese a saber perfectamente que iban a perderse la fiesta del Día de la Llegada. «¡Un crucero! ¿Te imaginas? —le había dicho a Ziba—. ¡Cuando su única nieta va a celebrar su segundo año en este país!». Pero ese día se limitó a decir: «Oh, qué pena». La última vez que se habían reunido todos, Stefanie les había pintado las uñas de los pies a las niñas de un azul eléctrico macabro.

Las tres hijas de Abe se fueron derechitas hacia Jin-Ho y Susan, y eso dio ocasión a que las sobrinas de Ziba se despegaran de los adultos y se fueran con ellas. Salieron todas al patio, donde Sami había montado un parque infantil. Los hermanos de Bitsy ya se habían fijado en el coche nuevo de Sami, que estaba aparcado en el camino de la casa. «¡Caramba! —exclamó Abe—. ¡Un Honda Civic!». Los hombres fueron en grupo a inspeccionarlo, incluidos los Hakimi, aunque evidentemente ellos ya lo habían visto. Hasta Dave demostró cierto interés; al poco rato estaba comentando con Linwood las últimas informaciones de que los airbags producían más daños que beneficios. Mientras tanto, las mujeres entraron en la casa, y para cuando los hombres se les hubieron unido otra vez, Maryam estaba en el salón ofreciéndoles pistachos a Bitsy y a sus dos cuñadas. Todas las mujeres de la familia Hakimi estaban en la cocina, donde permanecieron, haciendo ruido con las tapas de los cazos y con los platos, hasta que llegó la hora de llamar a la gente a la mesa.

Habían discutido mucho sobre la forma más conveniente de servir la comida. Sami apostaba por el bufet.

—No podemos hacerlo de otra manera —le había dicho a Ziba—. ¡Habrá más de veinte personas! En nuestra mesa no cabe tanta gente.

—Pero un bufet no es tan íntimo —replicó Ziba—. Yo quiero que sea una comida íntima.

—A ver, Zee, ¿cómo quieres que sea una comida íntima si habrá más de veinte personas?

—Sentaré a los niños aparte; los mayores pueden ocuparse de los más pequeños. Déjame ver, son… dos, cuatro, siete… Y si pongo un par de mesitas auxiliares en cada uno de los extremos de la mesa de los adultos…

Al final Ziba se salió con la suya. Los niños se sentaron a la mesa de los desayunos de la cocina, y en el comedor, los adultos se instalaron alrededor de una sola mesa inmensa, cubierta con un mantel con estampado de cachemira, que iba casi de pared a pared. Había que fijarse mucho para ver dónde empezaban las mesitas auxiliares. Los platos principales estaban alineados encima del aparador —vasijas enormes, bandejas y cuencos—, y los platos más pequeños llenaban un cuarteto de bandejas con patas, en un rincón. Los parientes de Bitsy no daban crédito a lo que veían. «¡Nunca había visto tanta comida junta! —aseguró Jeannine—. ¡Esto es un banquete!». Pero Ziba dijo: «Bah, si no es nada».

«Hay más kebabs —anunció Sami—. Acabaos todo esto». Se dirigió hacia la cocina y pasó al lado de Bitsy, que intentaba ensayar la canción. Sami no distinguió qué canción estaban ensayando, porque al parecer había estallado un motín. Algunos de los niños ahogaban la voz de Bitsy cantando She’ll Be Coming Round the Mountain. They’ll be wearing red pajamas when they come, cantaba Bridget, y los otros, incluidas las dos sobrinas de Ziba, gritaban: «¡Scratch! ¡Scratch!» y golpeaban la mesa con los cubiertos. Bitsy dijo: «¡Por favor, niños!». Sami sonrió y cogió una bandeja de brochetas de carne de la encimera. Cuando salió por la puerta de atrás, el silencio fue casi como un golpe. Le zumbaban ligeramente los oídos, y se tomó su tiempo para poner la carne en la parrilla, sólo para darse un respiro.

Cuando se estaban pasando los segundos platos, Ziba mencionó la guardería. «¿No te lo había dicho? —le preguntó a Bitsy—. En otoño Susan entrará en Julia Jessup».

Bitsy se estaba sirviendo un tomate asado. Se quedó quieta y miró a Ziba.

—¿Qué es Julia Jessup? —preguntó.

—Es la guardería a la que iba Sami. Donde ahora trabaja Maryam.

—¿La vas a llevar allí este otoño? —preguntó Bitsy.

Ziba asintió, radiante.

—Pero ¡si sólo tiene dos años! —dijo Bitsy.

—Dos y medio —le recordó Ziba—. Julia Jessup los acepta a partir de los dos años.

—Sí, puede ser —dijo Bitsy. Estaba muy tiesa en la silla, indignada, casi con la espalda arqueada, con el tomate asado suspendido en la cuchara de servir—. Pero que los acepten a esa edad no significa que tu hija deba ir.

—Ah, ¿no? —preguntó Ziba.

—¡Es demasiado pequeña! ¡Todavía es un bebé!

Ziba separó los labios y miró hacia la cocina, aunque no podía ver a Susan desde donde estaba sentada.

—Mira —dijo Bitsy con tono de eficiencia, y plantificó el tomate en su plato—. He intentado comprender que trabajes fuera de casa…

—¡Sólo trabajo un par de días por semana! —la interrumpió Ziba. (Ése era un tema delicado entre ellas dos; Sami lo sabía porque ya las había oído discutir otras veces)—. Y no el día entero.

—Pero a veces trabajas los sábados —señaló Bitsy.

—Pero ¡los sábados Sami se queda con ella! Y Maryam está con ella entre semana. O mis padres, cuando vienen de visita.

—Sí, por eso te digo que eso puedo entenderlo —prosiguió Bitsy con un tono tolerante—. Pero enviar a una niña tan pequeña al jardín de infancia, una niña que todavía lleva pañales… —vaciló un momento y preguntó—. Porque todavía lleva pañales, ¿verdad? Todavía no se los has quitado, ¿no?

Ziba negó con la cabeza. Bitsy se animó.

—Y además, una niña que tuvo unos principios muy difíciles —agregó—. Si piensas en el proceso de adaptación que ha tenido que hacer hasta ahora…

—¡Qué interesante! —saltó Ali, el hermano de Ziba. Se inclinó hacia Maryam, que estaba sentada enfrente de él—. No sabía que trabajabas en una guardería, Khanom. Nadie me lo había dicho. ¿Das clase a niños pequeños?

Sami no pudo por menos de admirar a Ali. Era evidente que la vida en una gran familia había desarrollado sus habilidades conciliadoras. Y Maryam demostró ser tan experta como él. Le dedicó una radiante y resuelta sonrisa, como si la estuvieran entrevistando, y dijo:

—Oh, no, sólo trabajo unas horas en las oficinas. Cuando Sami iba a la guardería, yo colaboraba como voluntaria. Ordenaba los archivos, pasaba cartas a máquina, hacía llamadas… —miró a los demás, sonriente, y añadió—: Cuando murió mi marido experimenté cierto periodo de pánico económico, por así decirlo. Tengo entendido que eso les pasa a muchas viudas. Aunque tengan una pensión adecuada o un seguro de vida o lo que sea, por primera vez dependen de ellas mismas, y les entra pánico.

—Ah, ¿sí? —dijo el padre de Bitsy—. ¿Y a los viudos también les pasa?

Sami no tenía muy claro si Dave había formulado en serio esa pregunta o si sencillamente se estaba apuntando a la operación de rescate. Quizá Maryam tuviera también sus dudas, porque le lanzó una mirada escrutadora.

—Bueno —dijo al final—, creo que en el caso de los viudos el pánico está más relacionado con los asuntos domésticos. Les preocupa no tener a una mujer que se encargue de ellos. A veces se desesperan mucho. Y cometen errores lamentables.

Dave soltó una risita y dijo:

—Lo tendré en cuenta.

Sami pensó que su madre protestaría —que le aseguraría que no había sido un comentario personal—, pero Maryam se limitó a asentir con la cabeza. Y entonces Linwood apareció en la puerta de la cocina, con varios granos de arroz enganchados en una de las lentes de sus gafas; carraspeó y anunció que Jin-Ho tenía dolor de estómago. «Oh —dijo Bitsy—. Debe de ser la emoción». Se levantó, dejó la servilleta en la mesa y fue a la cocina.

Ziba ya no se lo estaba pasando bien, y Sami era el único que lo había notado. No apartaba la vista de su plato mientras paseaba la comida de un lado a otro con el tenedor, pero sin probar bocado. Sami estaba demasiado lejos de ella para estirar un brazo y acariciarle la mano. Intentó atraer su mirada, pero ella no levantaba la cabeza. En cambio, por accidente, su mirada se cruzó con la de la señora Hakimi. Por lo visto la señora Hakimi llevaba rato esperando que su yerno la mirara, porque en cuanto lo hizo, compuso una radiante sonrisa. Sami no sabía hasta qué punto su suegra había entendido la conversación. Le devolvió la sonrisa y miró hacia otro lado.

¿Por qué Ziba se dejaba afectar tanto por Bitsy? ¿Por qué era tan susceptible a sus críticas? Quizá deberían buscarse algunos amigos iraníes. ¡Basta de esta lucha por integrarse, por estar a la altura!

Sami oyó cómo Brad, en el otro extremo de la mesa, le decía a tía Azra que sentía envidia de ella. «Envidia», dijo tía Azra separando las sílabas. Sami sabía que había repetido esa palabra porque no estaba segura de su significado, pero Brad debió de pensar que lo estaba cuestionando, porque dijo: «¡Lo digo en serio! De verdad. Algún día no muy lejano, los inmigrantes serán la nueva élite de este país. Porque ellos no arrastran ninguna carga de culpabilidad. Sus antepasados no les robaron las tierras a los indios americanos, ni tuvieron esclavos. Tienen la conciencia completamente limpia».

Tía Azra lo miraba fijamente con expresión de absoluta perplejidad. Sami estaba convencido de que era la palabra «conciencia» la que la había colapsado.

Si no hubiera estado tan abatida, Ziba habría apremiado a Sami para que se ocupara de la última ronda de kebabs. Sami echó la silla hacia atrás y se levantó. «¡Haced un poco de sitio, amigos! Todavía queda una última tanda», anunció. Fue a la cocina, donde Bitsy le cerraba el paso. Estaba arrodillada al lado de Jin-Ho, junto a la mesa de los niños. «¿Quieres ir a acostarte un rato, corazón?», le estaba preguntando. Jin-Ho negó con la cabeza. Susan, sentada a su lado, se inclinó hacia delante y escrutó la cara de Jin-Ho con una cómica expresión de preocupación.

Entonces Bitsy dijo:

—Vaya.

Estaba mirando el vaso de Jin-Ho, donde sólo quedaban unos cubitos de hielo.

—Te has bebido un refresco —le dijo a su hija.

Jin-Ho hizo pucheros y esquivó la mirada de Bitsy.

—¡No me extraña que te duela el estómago! —dijo Bitsy—. ¡Claro! ¡Dios mío!

—Va, Bitsy, déjala en paz —dijo Sami.

Bitsy se dio la vuelta y lo miró.

Sami sintió una mezcla de rabia y satisfacción.

—¿No descansas nunca? —le preguntó a Bitsy.

—¿Cómo dices?

—Siempre te estás metiendo con algo: con los refrescos, con el azúcar blanco, con las madres que trabajan, con la guardería…

—No te entiendo —dijo Bitsy. Se puso en pie y se sujetó al respaldo de la silla de Jin-Ho—. ¿He dicho algo malo?

—Has dicho un montón de cosas malas, y le debes una disculpa a mi mujer.

—¿Qué le debo…? ¿A Ziba? ¡No te entiendo!

—Piensa un poco —dijo Sami; pasó por su lado y se dirigió hacia la puerta de atrás.

Susan preguntó con una débil vocecilla a sus espaldas:

—¿Papá? ¿Bitsy se ha portado mal?

—¿Eh? —dijo Sami. Se paró y miró a su hija. La niña tenía las cejas levantadas y lo miraba con cara de preocupación—. No, Susie-june —dijo—. Es que estoy un poco enfadado.

Cuando eligió esa palabra, «enfadado», fue cuando se dio cuenta de que Susan y él habían hablado en farsi. Eso lo sorprendió, pero curiosamente también le produjo satisfacción. Le lanzó una mirada triunfante a Bitsy, que todavía tenía agarrada la silla de Jin-Ho, y luego salió al patio.

Los kebabs estaban pasadísimos. Los trozos de cordero quizá pudieran salvarse, pero los de pollo parecían de cuero. Cogió los pinchos uno a uno con un agarrador y los pasó a la bandeja, y a continuación levantó la parrilla para esparcir las brasas con unas pinzas. Poco a poco, el ritmo de los latidos de su corazón iba disminuyendo. Su rabia se había reducido y se sentía más bien ridículo.

Sami oyó cerrarse la puerta mosquitera; se dio la vuelta y vio a Brad, que iba hacia él. Con su camiseta de los Orioles y sus holgados pantalones cortos, Brad parecía desaliñado e incómodo. Se detuvo al lado de Sami y ahuyentó un insecto que revoloteaba alrededor de su cabeza. Entonces dijo:

—¿Cómo va todo por aquí?

—Bien —contestó Sami; se volvió hacia la parrilla y siguió esparciendo las brasas con las pinzas.

—Creo que hemos tenido un pequeño malentendido —dijo Brad.

Sami siguió removiendo las brasas.

—Nosotros no hemos tenido ningún malentendido —dijo.

—Vale —dijo Brad—. ¿Por qué no me explicas qué ha pasado?

—Nosotros estábamos perfectamente —dijo Sami—. Y entonces aparece tu mujer y hiere los sentimientos de mi mujer.

—Ya, pero ¿cómo?

Sami se quedó mirándolo y dijo:

—¿Necesitas que te lo explique?

—Te estoy pidiendo que me lo expliques, amigo mío.

—Tú estabas sentado a la mesa; supongo que habrás oído cómo censuraba todas nuestras ideas sobre la crianza de los niños; supongo que habrás visto cómo nos ha fastidiado la fiesta…

—¿Que Bitsy os ha fastidiado…? Mira, Sami —dijo Brad—. Ya sé que a veces Bitsy puede ser exageradamente franca, pero…

—Prepotente, diría yo —le interrumpió Sami.

—Oye, espera un momento…

—Prepotente, avasalladora, dominante y… prepotente —dijo Sami.

Para demostrárselo, dio un paso hacia delante y le dio un empujón a Brad apoyando la palma de la mano en la parte delantera de su camiseta. El torso de Brad tenía un tacto mullido, casi femenino. A Sami le dieron ganas de empujarlo otra vez, más fuerte, y lo hizo. «¡Un momento!», exclamó Brad, y le devolvió el empujón, pero sin ganas. Sami soltó las pinzas, sujetó a Brad con ambas manos e intentó darle un cabezazo en el estómago, pero Brad agarró a Sami por el pelo, lo embistió y lo tiró al suelo (afortunadamente, no contra la parrilla) y se tiró encima de él, jadeando. Se quedaron un momento así, como si no supieran qué debían hacer a continuación. Sami estaba mareado y no podía respirar. Oyó unos ruidos agudos que provenían de la puerta trasera: eran los gritos de consternación de las mujeres, unos en farsi y otros en inglés, mientras todos salían en tropel por los escalones.

Brad se quitó de encima de Sami, se puso en pie, tambaleándose, y se secó la cara con la manga. Sami se incorporó y luego se levantó. Se dobló por la cintura, resollando, y sacudió la cabeza para recobrarse.

Debió avergonzarse de sí mismo. Debió horrorizarle que alguien hubiera presenciado aquella escena. Pero se sentía exultante. Cuando miró a sus invitados, que estaban paralizados y con gestos de horror, no pudo contener la risa. Los niños estaban perplejos; los hombres, boquiabiertos; y las mujeres se apretaban las mejillas con las manos. Se volvió hacia Brad y lo vio sonriendo tímidamente; entonces se abalanzaron el uno sobre el otro y se abrazaron. Mientras le daba palmadas a Brad en la ancha y sudorosa espalda, tambaleándose por el patio como si interpretaran una torpe danza, Sami imaginó que para sus respectivos parientes debían de parecer dos personajes de alguna comedia de televisión, dos americanos chiflados, dos americanos la mar de majos.