3

Fue Bitsy la que tuvo la idea de celebrar la fiesta del Día de la Llegada. Así fue como lo llamó, y Brad tuvo que preguntarle:

—¿Una qué, cariño? ¿Qué has dicho?

—Una fiesta para conmemorar la fecha en que llegaron las niñas —le contestó—. Dentro de dos semanas hará un año, ¿verdad que es increíble? El sábado quince de agosto. Tendríamos que celebrarlo.

—Y ¿te ves con ánimos, tal como está tu madre?

La madre de Bitsy había sufrido una recaída: le habían encontrado otro tumor, esta vez en el hígado. Todos habían pasado un par de meses muy malos. Pero Bitsy dijo:

—Me sentará bien. ¡Nos sentará bien a todos! Así nos olvidaremos de los problemas. Y seremos sólo las dos familias, nada de amigos. Será una especie de fiesta de cumpleaños. De día, después de la siesta de las niñas, que es cuando están mejor. Y yo no haría una comida en toda regla, sino sólo unos postres.

—¡Postres coreanos! —propuso Brad.

—Ah, bueno.

—¿No te gusta la idea?

—He visto algunos postres coreanos en internet. Galletas de espinacas, bolas de arroz fritas…

Brad puso cara de preocupación.

—Había pensado en un pastel rectangular con un baño de la bandera americana —dijo Bitsy.

—¡Me parece una idea genial!

—¡Con velas! O con una sola vela, que representaría un año. Pero nada de regalos, recuérdame que se lo diga a los Yazdan. Siempre traen regalos. Y podríamos cantar una canción juntos. Tiene que haber alguna canción que hable de alguien que espera la llegada de alguien.

—Está She’ll Be Coming Round the Mountain —dijo Brad.

—Bueno… Y las niñas podrían llevar trajes coreanos. Podríamos prestarle un sagusam a Susan, ¿no? Seguro que ella no tiene ninguno.

—Muy bien.

—Podríamos hacer alguna especie de ceremonia. Las niñas están en otra habitación; encendemos la vela y nos ponemos a cantar. Entonces ellas entran por la puerta cogidas de la mano, como si llegaran otra vez. ¿Qué te parece?

—¡Eh! —dijo Brad—. ¡Podríamos poner el vídeo!

—¡Perfecto! El vídeo… —dijo Bitsy.

Mac, el hermano de Bitsy, había llevado a editar las grabaciones que habían hecho en el aeropuerto, para tenerlas todas en una sola cinta. Desde entonces esa cinta estaba en un estante —ya no encontraban tiempo ni para mirar las noticias—, pero aquélla sería una buena ocasión para verla.

—Quizá al final de la fiesta, como colofón —apuntó Bitsy—. Pero… ¿no quedará un poco hortera?

—Qué va.

—¿Seguro? Si lo pensaras me lo dirías, ¿verdad?

—Tú no podrías organizar nada hortera aunque quisieras —dijo Brad.

Lo bueno era que Brad lo decía en serio. Y ella lo sabía. Brad pensaba que su mujer no podía equivocarse en nada. Siempre estaba «Bitsy dice esto» o «Bitsy dice lo otro», y «Preguntémoselo a Bitsy, ¿vale?». Le sujetó la cara con ambas manos y se inclinó hacia delante para darle un beso.

A Bitsy no le gustaba que se hablara de eso, pero Brad no era su primer marido. El primero había sido Stephen Bartholomew, el único hijo de los amigos más íntimos de sus padres. Los padres de Bitsy y los de Stephen habían salido juntos desde que entraran en Swarthmore y habían seguido en contacto desde entonces, pese a que los Bartholomew vivían en Portland, Oregón, en el otro extremo del país. Bitsy había visto a Stephen dos veces en su vida —ambas cuando ella era demasiado pequeña para recordarlo— antes de que los dos jóvenes entraran también en Swarthmore; pero todos creían que estaban predestinados a ser almas gemelas en cuanto se encontraran. La primera carta que le escribió su madre, la primera semana del primer curso universitario de Bitsy, empezaba así: «¿Has visto ya a Stephen?». Y seguro que la madre de Stephen le había preguntado lo mismo a su hijo.

Y se vieron, por supuesto, al poco de llegar, y a nadie le sorprendió que se enamoraran en seguida. Él era un chico de una belleza etérea, con el rostro alargado y sereno y los ojos grises. Ella era más normal, pero una líder natural, la estrella del campus, abierta y apasionada. Fueron novios formales durante los cuatro años de universidad, aunque tenían intereses tan diferentes (él, la química, y ella, la literatura, por no mencionar sus diversas actividades políticas) que era una verdadera lucha encontrar tiempo para estar juntos. Se prometieron en la Navidad del último curso universitario, y se casaron en junio, el día después de graduarse. Entonces se fueron a vivir a Baltimore; Stephen tenía una beca en Hopkins y Bitsy empezó a prepararse para obtener el título de maestra en College Park.

Y entonces conoció a Brad.

O no. Primero empezó a fijarse en los defectos de Stephen. Bueno, ¿qué fue primero? Ya no lo sabía. Pero recordaba que un día se dio cuenta de que la emoción más consistente de Stephen era la desaprobación. ¡Vaya, ese rostro alargado significaba algo más de lo que ella había imaginado! Stephen era un tipo capaz de sulfurarse por la expresión «demasiado simplista», por el amor de Dios; un tipo que se negaba a conmoverse con una evocadora interpretación de I Wonder As I Wander porque le ofendía la construcción gramatical de la frase «gente igual que tú e igual que yo». «No sé adónde vamos a llegar», era su expresión favorita, y cada vez parecía preguntárselo más acerca de Bitsy: censuraba su tendencia a dejar las cosas para más tarde; sus peculiares métodos para gobernar la casa; su actitud, cada vez más indolente, hacia los estudios. Opinaba que la mediocridad se estaba apoderando de la gente, y eso le hacía fruncir el entrecejo y moverse, inquieto, en el asiento; le hacía carraspear mientras adoptaba un gesto solemne y tenso que a ella la sacaba de quicio.

Bueno, la verdad era que había defectos peores que aquéllos. No era suficiente para justificar que Bitsy se divorciara de él. Pero el hecho era que cuando se casaron eran prácticamente dos desconocidos. Ella se dio cuenta de eso demasiado tarde. Se habían enamorado de la mera idea del otro —eran dos niños obedientes que se esforzaban por complacer a sus padres—, y habían pasado cuatro años cada uno en un lado del campus para no tener que reconocer que no estaban hechos el uno para el otro. (En realidad, podría decirse que su boda había sido una boda concertada, ¿no? ¿Era muy diferente de la de Maryam Yazdan? Seguramente, el matrimonio de Maryam había sido más feliz que el suyo. A Bitsy le habría encantado preguntárselo.)

En fin, que llegó el simpático, dichoso y jovial Brad con su cabello rizado, su alegre sonrisa y su absoluta convicción de que Bitsy era la persona más maravillosa del mundo. Se conocieron en un mitin de John Anderson que hubo en el campus; Bitsy era una fan incondicional de Anderson, pero Brad prefería a Carter. Bueno, no estaba seguro. Ella le hizo razonar, y luego se fue a tomar un café con él para seguir razonando. Él la escuchaba embelesado. Inventaron otras excusas para verse. (Votar a los independientes era como tirar el voto a la basura, ¿no? ¿Qué opinaba ella, sinceramente?) Bitsy nunca había conocido a nadie tan confiado. Le enternecía incluso aquello que otros habrían censurado —la ingenuidad de su discurso, su incipiente barriga de bebedor de cerveza.

Siempre que se veían en público, ella temía que él encontrara más atractivas a otras mujeres. ¿Cómo no iba a ser así? Bitsy sabía que no era ninguna belleza. La chica que estaba detrás de la barra en su cafetería favorita, por ejemplo, era mucho más pechugona que Bitsy; pero no era sólo eso: era mucho más blanda, como más complaciente y flexible. ¡Y para colmo estaba soltera! Entonces, mientras les servía más café, la chica dijo: «Estoy completa y totalmente hecha polvo», y Bitsy se estremeció de placer, porque ésa era una frase redundante que denotaba ignorancia —«completa y totalmente», ¡por el amor de Dios!—, hasta que se dio cuenta de que Brad ni se había fijado en ello. Claro que no lo había notado, porque no tenía espíritu crítico. Pero no importaba: el caso era que sólo tenía ojos para Bitsy. Sus ojos eran del mismo tono de azul que una mantita de bebé, un azul puro y suave.

Bitsy le confesó que su matrimonio había muerto hacía meses, y que él no debía preocuparse por eso. Fue desvergonzada, despiadada, decidida; no tuvo ni pizca de mala conciencia. Se quedaba a dormir en el apartamento de soltero de Brad, que olía a calcetines sucios, y ni siquiera se molestaba en ofrecerle una coartada a Stephen. Y cuando Brad aceptó un empleo de profesor en Baltimore, ella dejó sus cursos de Magisterio sin pensárselo dos veces y no volvió a poner el pie en College Park.

Como es lógico, tanto los padres de Bitsy como los de Stephen se quedaron de piedra al conocer la noticia. Stephen, no tanto; él más bien parecía aliviado. Pero sus padres no podían creer que una unión tan perfecta no hubiera funcionado. Lo atribuyeron a los «problemas de adaptación» (un año después de la boda). La madre de Bitsy le preguntó a su hija, en privado, si se había parado a pensar en la gran importancia que tenía la compatibilidad intelectual en un matrimonio. Y los padres de Brad… Bueno, cuanto menos se hablara de ellos, mejor. Sin duda creían que su hijo se había vuelto loco. ¡Una chica tan desgarbada, tan poco elegante, por no mencionar que ya estaba casada y que era un año mayor que él, además de tener unas ideas políticas ridículas! Los Donaldson votaban al partido republicano. Vivían en Guilford. Cuando se reunían con los padres de Bitsy, abrían la boca, inspiraban y entonces no se les ocurría ni un solo tema de conversación del que pudieran hablar con aquella gente.

Bitsy suponía que tan pronto como los padres de Brad fueran abuelos, las cosas mejorarían. Pero no eran abuelos. (Otro punto en contra de Bitsy.) Pasó quince años intentando quedarse embarazada mientras, en el supermercado, otras mujeres más afortunadas que ella pasaban con aire risueño y despreocupado a su lado con el carro de la compra lleno de críos. Soportó todas las pruebas imaginables y los tratamientos médicos más duros, y en más de una ocasión estuvo a punto de preguntar a los médicos: «¿No seré yo? No me refiero sólo a mi cuerpo; me refiero a mi carácter. ¿Será que no soy lo bastante blanda, lo bastante receptiva, una mujer que dejó tirado a su primer marido sin sentir ni la más leve pizca de culpabilidad?».

Absurdo, claro. ¡Y mira lo bien que había salido todo! Tenían a su preciosa Jin-Ho, la hija más perfecta que podían imaginar. Y además era una niña necesitada, y por lo tanto, una oportunidad de hacer el bien en este mundo.

Cuando Bitsy recordaba la llegada de Jin-Ho no le parecía un primer encuentro. Tenía la sensación de que Jin-Ho había estado viajando hacia ellos desde mucho tiempo atrás y que la esterilidad de Bitsy había formado parte del plan, que estaba ordenada de antemano para que pudieran tener a su verdadera hija. «¡Ah, eres tú! ¡Bienvenida a casa!», pensó Bitsy cuando vio por primera vez esa carita rellena, y le tendió los brazos.

Pero suponía que nadie entendería que lo llamara la Fiesta del Reencuentro.

Los dos hermanos de Bitsy eran más jóvenes que ella, pero sus hijos ya estaban creciditos. (Antes, eso le dolía un poco.) Mac y Laura tenían un hijo adolescente —un auténtico genio, antisocial y freaky— y una hija de diez años, rubia y preocupantemente sexy. Abe y Jeannine tenían tres hijas, de ocho, nueve y once años, pero tan parecidas de físico y de temperamento que habrían podido ser trillizas. El pobre Brad siempre confundía sus nombres.

La tarde de la fiesta, esas dos familias llegaron antes que nadie y antes incluso de la hora acordada (aproximadamente con media hora de antelación); pararon los coches delante de la casa uno detrás de otro como si hubieran viajado juntos, aunque vivían en zonas muy alejadas. Al principio Bitsy se enojó; todavía estaba intentando ponerle el traje a Jin-Ho, y todavía no había puesto a calentar el café ni había puesto el pastel en la mesa. Entonces se preguntó si habrían tramado algo. Las mujeres parecían inusualmente interesadas por llevar a las niñas hacia la salita del televisor, y cuando los adultos estuvieron instalados en el salón, Abe (el más joven) no paraba de mirar con expectación a Mac. Por algún extraño motivo, Bitsy no sentía ninguna necesidad especial de ayudarles a salir del apuro. De hecho, tan pronto como Mac dijo: «¡Bueno! A ver… Ya que estamos todos aquí…», se apoderó de ella un irrefrenable impulso de interrumpirle. «¿Sabéis qué he hecho esta mañana?», preguntó.

Todos la miraron.

—He escuchado la cinta que grabamos aquella noche en el aeropuerto. ¡Dios mío, parece que haya pasado una eternidad! Yo hablo al micrófono y digo: «Estamos todos aquí reunidos. Todos han traído regalos. Han venido Mac y Laura, Abe y Jeannine» —aunque en realidad no se había referido a ellos por sus nombres. Sólo intentaba ponerle salsa a su relato—. ¡Estaba tan asustada que me temblaba la voz! Bueno, he de reconocer que estaba muerta de miedo. Pensaba: ¿Y si resulta que no siento ningún cariño por esta niña? ¿Y si…? Bueno, habíamos visto una fotografía suya y ya sabíamos que era guapa, pero ¿y si al natural era decepcionante o poco atractiva? ¡Ya sabéis que estas cosas pueden pasar! Aunque a nadie le gusta admitirlo. Y mirad a Susan. Es encantadora, desde luego, pero siempre me he preguntado si los Yazdan no se sentirían un poquito decepcionados cuando vieron lo fea que era. Con esa piel amarillenta y esa frente tan calva. Y si empezarían a quererla más tarde; no quiero decir que nosotros no hubiéramos querido a Jin-Ho, pero aun así… ¡Oh, qué nerviosa estaba ese día! Se me nota en la voz. Entonces digo: «¡Oh! ¡Ya está aquí! ¡Oh, es preciosa!», y se oye un ruido; debió de ser entonces cuando solté la grabadora…

—¡Mira, hoy podríamos escuchar esa cinta! —propuso Brad.

—Bueno, no sé. Creo que me sentiría un poco estúpida si la oyeran otras personas.

—Vamos, cariño, no tienes por qué sentirte estúpida. Será emocionante.

—Bitsy —dijo Laura con tono solemne. (Era directora de una escuela de primaria; estaba acostumbrada a tomar las riendas de la situación)—. Tenemos que hablar de tus padres.

—¿De mis padres?

Laura miró a Mac. Éste se enderezó y dijo:

—Sí. De mamá y papá. Creo que no hace falta que te diga que mamá está empeorando.

—¡Pues claro que no hace falta que me lo digas!

En opinión de Bitsy, ni sus hermanos ni sus respectivas mujeres se habían mostrado tan atentos con su madre como habría sido de esperar. Le lanzó una mirada de resentimiento a Jeannine, que en una ocasión no había querido acompañar a Connie a una sesión de quimio porque su hija pequeña había quedado para jugar con una amiga.

—Y te habrás dado cuenta de que eso está minando a papá —prosiguió Mac—. Este verano ha sido muy duro, pero las clases empiezan en septiembre, y la verdad es que no sé cómo se las va a apañar. Está pensando en pedir la jubilación anticipada. Pero ya sabes cómo le gusta enseñar. No me gustaría que tuviera que dejarlo precisamente ahora que…, precisamente ahora que va a necesitar algo en que emplear el tiempo, ¿me explico? Creemos que deberíamos contratar a alguien para que ayude a mamá.

—Ah —dijo Bitsy, aliviada. Temía que fueran a pedirle que le hiciera ella de enfermera, o incluso que se llevara a su madre a su casa—. Pero seguro que discutirán. Papá dirá que él puede ocuparse de mamá. Y mamá dirá que no necesita a nadie que la cuide.

—¡Es tan testaruda! —intervino Laura—. ¿No se da cuenta de cómo complica las cosas? La gente que se niega a aceptar sus limitaciones… Sí, claro, es muy admirable, muy valiente y heroica, pero en la práctica ¡es insoportable! Se mete en unos aprietos de los que no puede salir, se niega a utilizar bastones o caminadores, se emperra en ir a sitios donde el lavabo está a cientos de kilómetros de distancia, o tres pisos más arriba en un edificio sin ascensor…

Bitsy sabía muy bien a qué se refería, pero oírselo decir a su cuñada —alguien que ni siquiera era de la familia, tan eficiente y profesional con sus gafas de ojos de gato y su traje pantalón recto— era como un insulto.

—Mira, Laura —dijo—, quién sabe cómo reaccionaríamos nosotras si nos encontráramos en su situación.

—Supongo que cederíamos ante las circunstancias —le espetó Laura. Su marido le lanzó una mirada de advertencia y Abe empezó a ponerse nervioso, pero ella los ignoró a ambos—. Bueno —le dijo a Bitsy—, ¿estás de acuerdo? ¿Le decimos que vamos a buscarle una asistenta?

—Cuidadora —saltó automáticamente Bitsy.

—¿Cómo dices?

—Una cuidadora, así es como se llaman hoy en día.

—Y las veinticuatro horas del día, ¿estás de acuerdo? Para que tu padre no tenga que levantarse por las noches.

—¿Cuánto va a costar eso exactamente? —preguntó Brad—. Bueno, estamos de acuerdo, por supuesto, ¿verdad, Bitsy?, pero ¿eso no va a costamos un riñón?

—Si todos participamos, no —contestó Laura.

Todos miraron a Bitsy.

—Pues claro que participaré —dijo ella—. Pero no creo que mamá lo acepte. Además, no se trata del dinero. Estoy segura de que papá gana suficiente.

—Sí, pero ofrecerse a pagar es una forma de sacar el tema a colación —explicó Laura—. Lo que tienes que hacer es decir que lo haces por ti. Le dices que esto no te deja dormir y que te sentirías mucho mejor si tus hermanos y tú pudierais pagar a una persona para que la cuidara.

—¿Yo? —preguntó Bitsy—. ¿Tengo que decírselo yo? ¿Y vosotros, qué?

—Bueno, nosotros te apoyaremos, por supuesto…

—¿Que me apoyaréis?

Pero entonces sonó el timbre y Bitsy se levantó de un brinco, encantada de que los interrumpieran. ¡Se suponía que aquello era una fiesta! ¡Una fiesta en honor de Jin-Ho! (A quien habían llevado a toda prisa a la salita del televisor tras un breve saludo, para que los adultos pudieran conspirar.)

En el porche estaban los padres de Ziba, el señor y la señora Hakimi, sonrientes y vestidos de negro. La señora Hakimi, sin decir nada, le tendió a Bitsy un regalo envuelto con un papel muy llamativo, en contra de lo acordado, mientras el señor Hakimi gritaba: «¡Felicidades, señora Donaldson!». Eran tan exóticos, tan felizmente ajenos a la tensión de la escena que se había estado desarrollando en el salón. Bitsy dijo: «¡Cuánto me alegro de veros! —y añadió—: Llamadme Bitsy, por favor». Cogió el regalo y besó en la mejilla a la señora Hakimi. La mejilla de la señora Hakimi era blanda como un viejo bolso de terciopelo. La cabeza del señor Hakimi, del color del pergamino, parecía un globo terráqueo antiguo. Entraron en la casa con aire vacilante y respetuoso, pese a que el suelo del recibidor estaba lleno de juguetes y a que los pañales del día anterior esperaban junto al paragüero a que pasaran a recogerlos.

—¡Qué gran acontecimiento! ¡Qué feliz ocasión! —exclamó el señor Hakimi desde la puerta del salón. Fue como una acotación: los hombres se levantaron de inmediato y adoptaron un gesto cordial; las cuñadas empezaron a ir de aquí para allá y los niños salieron de la salita del televisor pidiendo algo para comer.

Volvió a sonar el timbre, y otra vez, y otra: los Yaz-dan con Maryam, los padres de Brad, y por último los padres de Bitsy —su madre estaba muy animada ese día, y se mantenía en pie sin dificultad—, y aquello empezó a parecer una feliz ocasión de verdad.

¿Por qué Bitsy les tenía tanto cariño a Sami y a Ziba? Las dos parejas tenían muy pocas cosas en común, aparte de sus hijas. Y los Yazdan eran mucho más jóvenes que los Donaldson. A veces hasta parecían demasiado jóvenes. Sami tenía la costumbre, propia de la gente joven, de tomarse a sí mismo demasiado en serio; aunque eso también podía deberse a que era extranjero. (Tenía un impecable acento de Baltimore, pero había algo en su actitud, un desparpajo estudiado y superficial, que delataba que no era americano.) Y Ziba, con sus uñas perfectas, pintadas de rojo oscuro, y su pelo teñido con henna, y sus labios pintados de dos colores… ¡Ostras, hacía años que Bitsy no se preocupaba de esas cosas! Bueno, en realidad nunca se había preocupado mucho por su aspecto.

Incluso en lo concerniente a su hija, los Yazdan tenían un enfoque muy diferente. ¡Cambiarle ese nombre tan bonito, Sooki, parte de su herencia cultural, y llamarla Susan! «Susan Yazdan»: ni siquiera sonaba bien. («Yaz-dán», la había corregido Ziba en una ocasión al preguntarse Bitsy en voz alta si esos dos nombres pegaban mucho. Sí, vale, pero aun así…) Por no mencionar el atuendo que llevaba Susan ese día, un vestido de fiesta comprado en una de esas tiendas de ropa cursi del D. C. El sagusam que Bitsy le había prestado estaba encima del sofá; Ziba se lo había quitado a Susan tan pronto como todo el mundo hubo tenido ocasión de admirarlo. Y su filosofía sobre la crianza de los niños, en general: la madre que trabaja, los estrictos horarios de acostarse, los sonsonetes con que hablaban con la niña —«¡Su-su-su! ¡Susie-june!»—, como si Susan perteneciera a otra especie completamente diferente, y menos inteligente.

Sin embargo, los Yazdan eran los primeros en quieres pensaba Bitsy cuando le apetecía tener compañía. «¡Vamos a llamar a los Yazdan! A ver qué hacen.» Y daba la impresión de que Brad pensaba lo mismo. Quizá tuviera algo que ver con la delicadeza de los Yazdan. Eran tan dúctiles y acomodaticios; se avenían a todo. (Bitsy no incluía en eso a Maryam. A veces Maryam adoptaba un aire muy superior.) Además… Bueno, ¿verdad que las mujeres que habían parido formaban una especie de displicente hermandad femenina, con sus conversaciones sobre ecografías, dolores de parto y lactancia materna? Bitsy no tenía a ninguna amiga que hubiera adoptado. Todas la apoyaban, y eran muy diplomáticas, pero ella se daba cuenta de que en el fondo pensaban que adoptar era conformarse con algo inferior. ¡Sí, bajo aquella fiesta del Día de la Llegada había muchas heridas abiertas! Y Sami y Ziba debían de haberlas sufrido también.

Un día Ziba le confesó que sus padres creían que las mujeres que no podían concebir hijos no debían tenerlos, porque todo obedecía a algún motivo. «¡El destino!», dijo Ziba con una risotada, pero Bitsy no rió con ella. Puso una mano sobre la de Ziba, y de pronto los ojos de Ziba se llenaron de lágrimas.

Las dos niñas estaban riendo y revolcándose por la alfombra del comedor. Últimamente habían empezado a fijarse la una en la otra. Empezaban a jugar juntas en lugar de jugar cada una por su cuenta. Y Sami le estaba preguntando a Brad si le gustaba su nuevo Honda Civic, y Ziba ayudaba a Bitsy a servir el refrigerio. Se había establecido la costumbre de que Ziba fuera la que preparara el té cuando los Yazdan iban a casa de los Donaldson. Era imposible que los Yazdan notaran el gusto del papel de una bolsita de té, pero Ziba aseguraba que sí, de modo que Bitsy guardaba una caja de hojas de té en un armario (una caja que de vez en cuando tenía que tirar porque otra cosa que los Yazdan notaban era el gusto del té viejo, en teoría), y Ziba lo preparaba mediante un complicado proceso que consistía en construir una precaria torre poniendo la tetera encima del hervidor y en olfatear periódicamente hasta detectar el aroma que indicaba una infusión perfecta. Jeannine y Laura estaban fascinadas. Se quedaron cerca de los fuegos, molestando a todo el mundo y haciendo preguntas. «¿Y no hay ningún método más sencillo? Esto parece un poco… chapucero.» «¿Por qué no echas las hojas y el agua directamente en la tetera? ¿No resultaría todo más fácil?» Ziba se limitaba a sonreír. En el fondo Bitsy se sentía orgullosa, como si se le hubiera contagiado parte del misterio de los Yazdan.

Pidieron al primo Linwood, el único chico, que encendiera la vela del pastel. Bitsy pensó que así Linwood se sentiría más incluido en la fiesta. Era una criatura de lo más torpe, con una nuez enorme y las articulaciones muy huesudas; llevaba unas gafas gruesas y sucias y el pelo demasiado corto. Pero sólo con acercarse a la mesa se puso colorado como un tomate, y cuando por fin consiguió encender una cerilla, ésta se le cayó al inclinarse bruscamente sobre el pastel. El padre de Bitsy, que era el que estaba más cerca, la apagó sin problemas con la palma de una mano y dijo: «No ha pasado nada», lo cual no era del todo cierto, porque se había quemado el mantel, aunque a Bitsy no le importaban esas cosas; pero las tres hijas de Abe se pusieron a chillar como si se estuviera incendiando la casa. «Ostras, Linwood, eres un patoso», dijo su hermana sacudiendo su rubia melena de adulta, y Laura dijo: «¡No te pases, jovencita!», y Linwood se dio media vuelta sin mirar e intentó escabullirse atravesando el corro de parientes, con la cabeza agachada. Los demás tardaron un buen rato en convencerlo para que lo intentara otra vez.

Entre tanto, Brad esperaba en la cocina con Jin-Ho y Susan, atento a la señal, pero era evidente que ninguna de las dos niñas comprendía la situación. Bitsy oyó a Susan preguntando: «¿Mamá? ¿Mamá?». «Enciende la maldita vela, Linwood», dijo Mac, y Laura exclamó: «¡Mac!», y Linwood encendió otra cerilla y prendió la vela al primer intento. Fue una suerte que sólo hubiera una vela. Bitsy ya estaba calculando que el año siguiente, cuando hubiera dos, las niñas serían lo bastante mayores para encenderlas ellas mismas, con la adecuada supervisión, desde luego.

—Muy bien, todos juntos —dijo Bitsy, y empezó a cantar—: They’ll he coming round the mountain when they come… —había estado buscando hasta el último momento otra canción más adecuada. Tenía que haber alguna pieza de gran ópera que hablara de la llegada de alguien muy esperado. O en El Mesías, suponiendo que no fuera sacrílego. Pero no se le había ocurrido nada, y al menos los niños conocían esa canción.

Todos excepto los Hakimi (que sonreían animosamente) se pusieron a cantar con ella —incluso Linwood, con un monótono murmullo— mientras Brad abría de par en par la puerta de la cocina y exclamaba: «¡Tachán! ¡Aquí están!». Las dos pequeñas —Jin-Ho, resplandeciente con su traje de raso rojo y azul, y Susan, con un vestido rosa de organdí— se aferraron a las perneras de su pantalón y miraron perplejas.

Oh, we’ll all go out to meet them when they come —cantó Bitsy—. ¡Ven, cariño! —le dijo a Jin-Ho—. ¡Ven, Susan! ¿Habéis visto vuestro pastel?

Era un pastel precioso, con una enorme bandera norteamericana.

—La dependienta de la pastelería me dijo que habíamos tardado un poco en celebrar el 4 de Julio —le explicó Brad a Sami. Ambos padres tenían a sus respectivas hijas en brazos, para que pudieran contemplar la mesa. Abe se adelantó para enfocarlas con su cámara.

—Ponte tú también, Bitsy —le dijo a su hermana—. Y tú también, Ziba, ponte con ellos. ¡Muy bien! ¡Sonreíd todos!

Todos sonrieron (bueno, todos menos las niñas, que seguían muy desconcertadas), y se disparó el flash de la cámara.

—Dejaremos que los primos apaguen la vela —dijo Bitsy—. Creo que las niñas todavía son pequeñas para eso. Tú, Jeannine, podrías servir el té, y Laura el café, y tú, Pat, podrías cortar el pastel… —por una vez, Bitsy no quiso hacerlo todo ella sola. Estaba celebrando el aniversario más importante de su vida (sí, más importante incluso que su aniversario de boda), y estaba decidida a pasarlo bien.

Como era de esperar, Linwood se abstuvo de soplar la vela, pero las cuatro primas lo hicieron con verdadero entusiasmo, empujándose unas a otras y riendo a carcajadas hasta que, casi por casualidad, se apagó la llama. Entonces la madre de Brad cortó el pastel en cuadrados perfectos y el padre de Bitsy los repartió. Empezó por la madre de Bitsy (se notaba que se desvivía por ella), pero ella no comía mucho últimamente y rechazó el plato con un ademán. Estaba sentada en una silla del comedor. Los otros seguían de pie, en grupitos de personas afines, pero Maryam apartó la silla que Connie tenía al lado y también se sentó. «Supongo que ahora te apetecerá un poco de té», le oyó decir Bitsy, y Connie contestó: «Sí, quizá sí». Maryam dejó su taza delante de Connie y se volvió hacia Jeannine para que le diera otra, y Bitsy le dirigió una sonrisa de agradecimiento, aunque Maryam no se fijó en ella. Maryam llevaba uno de esos modernos y elegantes trajes que tanto le gustaban —pantalones pitillo blancos y un jersey negro de cuello redondo que dejaba al descubierto sus bronceados brazos—, pero de pronto parecía mucho más simpática de lo habitual.

Las primas competían por llevar a las dos pequeñas a cuestas de aquí para allá, y se tambaleaban por el salón como si Jin-Ho y Susan fueran dos muñecas gigantescas. Linwood estaba acurrucado en un rincón, engullendo con tristeza su pastel. Los hombres hablaban de béisbol, y Pat y las dos cuñadas se esmeraban más de lo necesario en servir al resto de invitados. Sólo Ziba y sus padres, que se habían quedado de pie un tanto apartados, parecían desconectados. Bitsy se les acercó. «¿Tenéis té?», preguntó a los Hakimi, pese a que ambos sujetaban un platillo y una taza. «¿No coméis pastel?»

La señora Hakimi sonrió aún más abiertamente, y el señor Hakimi dijo:

—Es usted muy amable, señora Donaldson…

—Llámame Bitsy, por favor —dijo ella por enésima vez. Además, ella conservaba su apellido de soltera, pero no tenía sentido explicárselo.

—La señora Hakimi y yo estamos guardando la línea —dijo él. Se dio unas palmaditas en la barriga, que desde luego más valía que vigilara; aunque no parecía que su esposa, bajita y delgada, tuviera motivos para controlar la ingesta de calorías.

—Pero tiene una pinta deliciosa —dijo Ziba—. ¿Lo has hecho tú, Bitsy?

—¡Qué va! Nunca se me ha dado bien la pastelería.

—A mí tampoco —confesó Ziba—. La experta en pastelería es mi madre. Hace un baklava delicioso.

—¿En serio? —Bitsy se volvió hacia la señora Hakimi. Sabía que no la entendería mejor aunque subiera el tono de voz, pero no podía controlarse—. ¡Qué maravilla! ¡Baklava! —dijo con un entusiasmo que no empleaba desde que estudiaba en el instituto.

La señora Hakimi dijo:

—Ni siquiera compro el… —y entonces miró, desvalida, a Ziba y soltó una parrafada en farsi.

—No compra el hojaldre. Lo hace todo ella misma —explicó Ziba—. Lo extiende hasta que consigue una masa tan delgada que se transparenta.

—¡Qué maravilla! —repitió Bitsy.

—Mi esposa es una mujer de gran talento —proclamó el señor Hakimi.

La señora Hakimi chascó la lengua y se quedó contemplando su taza de té.

—Bueno, luego vamos a poner una cinta de vídeo —explicó Bitsy. Le pareció oportuno mirar a los Hakimi mientras hablaba, aunque en realidad sus palabras iban dirigidas a Ziba—. Mis hermanos y un tío de Brad, y… bueno, mucha gente, también algunos amigos nuestros, llevaron cámaras de vídeo al aeropuerto el día que fuimos a recibir a Jin-Ho. Vamos a poner la cinta, pero antes quiero disculparme por el hecho de que sólo salga Jin-Ho. ¡Entonces no sabíamos que Susan iba a estar allí! Si no, también la habríamos grabado a ella.

—No pasa nada —dijo Ziba—. Tengo el recuerdo guardado en la memoria.

—Ah, ¿sí? —dijo Bitsy—. Es curioso, yo sólo guardo unas vagas imágenes de aquella noche. Recuerdo cuando vi por primera vez la cara de Jin-Ho, y que la cogí en brazos. Pero ¿qué más? ¿Cómo reaccionó ella? Ahora todo aquello parece un sueño.

La señora Hakimi le dio un golpecito en el brazo a Ziba.

—Dile lo de Susan —le ordenó.

—¿Lo de Susan? ¿Qué, mamá?

—Lo de cuando la vimos por primera vez.

—Ah —dijo Ziba, y se volvió hacia Bitsy—. Mis padres no fueron al aeropuerto, ¿te acuerdas? Tenían un compromiso —bajó un momento los párpados. (Un compromiso. Ya)—. Pero vinieron a vernos esa misma semana, y cuando entraron en mi casa, Susan, que estaba sentada en su trona, arqueó las cejas y dijo: «¿Ho?». Sólo balbuceaba, ya me entiendes. No quería decir nada con eso. Pero sonó como una palabra farsi, khob, que significa «bien». Fue como si dijera: «¿Bien? ¿Paso la inspección, o no?».

La señora Hakimi dijo: «¿khob?», y rió a carcajadas, tapándose la boca con una mano. Su marido rió también, y miró a su nieta, que estaba en el otro extremo de la habitación. «Una niña de mucho temple», dijo. «Los Hakimi somos famosos por nuestro temple. Tenemos… ¿cómo lo dicen ustedes? Tenemos fibra.»

Bitsy sonrió y miró hacia donde miraba él. Era cierto que generalmente Susan mostraba cierta intrepidez, pese a ser una niña enclenque. En ese momento había decidido, al parecer, que ya la habían paseado bastante de aquí para allá; se había instalado en la mecedora en miniatura de Jin-Ho y se había aferrado a sus brazos con tanta obstinación que cuando una de las primas intentó levantarla, se llevó también la mecedora.

La señora Hakimi seguía diciendo «¿khob?» y riendo, tapándose la boca con la palma ahuecada de la mano, y Ziba la miraba, enternecida.

—Ahora la adoran —le dijo a Bitsy—. Es su nieta favorita.

La señora Hakimi dijo:

—No, no, no. Nada de favoritismos —y agitó un grueso dedo índice, como si reprobara la afirmación de su hija; pero se notaba que no lo decía muy en serio.

—Bueno, ¿por qué no vamos a ver el vídeo? —propuso Bitsy—. ¡Escuchadme todos! —les gritó a los demás, y dio unas palmadas—. ¿Pasamos a la salita del televisor para ver el vídeo?

Se abrió paso entre los invitados, y por el camino fue reuniendo a los que seguían con sus conversaciones.

—¿Vienes, Brad? ¿Laura? ¿Jeannine? Que alguien traiga a las niñas; ellas tampoco han visto esto.

Por la mañana había ordenado la salita del televisor, pero los niños ya lo habían revuelto todo. Había varios cojines tirados por el suelo, y un ejemplar de la revista Teen People en el asiento de la butaca. (Seguro que era de Stefanie, la niña de diez años que aparentaba veinte.) Bitsy la cogió con el pulgar y el índice y la dejó en el alféizar de la ventana.

—Siéntate aquí —le dijo a su madre—. ¿Estarás cómoda? Que alguien me pase un cojín para mamá.

Brad, entre tanto, buscaba entre las cintas de vídeo que estaban amontonadas encima del televisor.

—Niños, habéis sacado mi cinta del reproductor —protestó—. ¡La tenía preparada! A ver, ¿dónde…? Ah, ya la tengo.

Los Hakimi y los padres de Brad se apretujaron en el sofá. Dave se sentó en un brazo de la butaca de Connie y todos los demás se sentaron en el suelo —hasta Maryam, que adoptó la postura del loto, con la espalda muy recta—. Abe se ofreció para llevarle una silla del comedor, pero ella dijo: «Prefiero sentarme en el suelo, gracias»; sentó a Susan en su regazo y la rodeó con los brazos.

No hacía mucho tiempo, Sami y Ziba se habían marchado un fin de semana y habían dejado a Susan con Maryam. Bitsy se quedó pasmada cuando se enteró. Ella, durante sus breves ausencias —que nunca se prolongaban más de un par de horas, y que sólo eran por motivos inevitables como citas con el médico—, contrataba a una niñera de la agencia Sitters Central, una mujer cualificada con título de reanimación cardiopulmonar infantil. Además, su madre estaba demasiado delicada para hacer de niñera, y sus suegros habían dejado muy claro que tenían sus propias obligaciones. Pero bajo ninguna circunstancia se habría planteado dejar a Jin-Ho con nadie toda la noche. ¡Se habría muerto de ansiedad! Los críos eran muy frágiles. Ahora se daba cuenta de eso. Cuando pensabas en todos los peligros que los acechaban —los enchufes eléctricos, los cordones de las persianas venecianas, el pollo con salmonella, los abrillantadores de muebles, los alimentos que podían provocar asfixia, los tarros de medicamentos sin tapón, los dos centímetros de agua letales de la bañera—, parecía un milagro que los niños alcanzaran la edad adulta.

Cogió a Jin-Ho y se la acercó, aunque eso implicó acercar también a la prima Polly.

—¡Ya está! —anunció Brad, y se apartó del televisor.

Sobre un fondo de anticuado moaré de color azul claro, unas letras inglesas rezaban la llegada de jin-ho.

—Muy elegante —murmuró alguien, y Mac dijo:

—Es una empresa que encontré en las páginas amarillas. El precio era muy…

—¡Chsss! —dijeron todos, porque empezó a oírse una voz por los altavoces del televisor (era la voz de Mac, pero más solemne de lo habitual: «Hola, amigos. Estamos en el aeropuerto de Baltimore/Washington. Hoy es viernes quince de agosto. Son las siete y media de la tarde. Hace un día caluroso y húmedo. El avión aterrizará dentro de… Veamos…»).

Brad corrió las cortinas, con lo que el fondo de moaré se oscureció un poco, y luego se sentó en el suelo al lado de Bitsy. «Mira, cariño», le dijo a Jin-Ho. La niña se estaba chupando el pulgar y tenía los ojos entrecerrados. (Ese día no había dormido la siesta, quizá porque había percibido el nerviosismo de los adultos.)

Apareció un grupo de gente: los Dickinson y los Donaldson, entremezclados, ataviados con ropa veraniega. Se notaba que hacía calor porque la gente estaba sudorosa y cansada; ni siquiera los más atractivos ofrecían su mejor aspecto. Bueno, excepto Pat y Lou, frescos e impecables como dos figurillas de porcelana. (Aunque se oyó decir a Pat, desde el sofá: «¡Dios mío! ¡Qué mayor soy!».) Una de las primas pasó correteando por la pantalla, con los faldones de la camisa verde a cuadros revoloteando. «¡Esa soy yo! ¡Esa camisa era mía!», gritó la pequeña Deirdre, y Jeannine dijo: «¡Chsss!».

—¡Esa camisa me encantaba!

«Ahí delante están los orgullosos padres, Brad y Bitsy —dijo la voz de Mac—. Están muy contentos. Bitsy se ha levantado a las cinco de la mañana. Hoy es un gran día para ella».

A Bitsy se le pusieron los ojos un poco llorosos sólo de oírle pronunciar esas palabras. Sin embargo, ella, más que feliz, se veía aterrorizada. ¡Y tan inmadura! Tímida y vacilante, como si le faltara la maternidad para convertirse en adulta. Agarraba con fuerza su grabadora y hablaba por el micrófono en voz baja, con la barbilla metida hacia dentro, lo cual no le favorecía nada. A su lado estaba Brad, que sujetaba con ambas manos un asiento infantil de coche, como si esperara que su hija cayera del cielo y aterrizara en él.

Entonces la escena se detuvo y, tras unos momentos de confusión, apareció Mac, grabado por otra persona. Estaba escudriñando su cámara de vídeo, y detrás de él, tío Oswald escudriñaba la suya. Bitsy recordó que, unas Navidades, sus padres les habían regalado una máquina Kodak a cada uno de sus hijos. En todas las fotografías que tomaron aquel día no aparecían caras, sino otras cámaras que enfocaban a la persona que estaba tomando la fotografía.

La voz de la grabación —que en ese momento era la de Abe— dijo: «He empezado a contar a la gente que ha venido y me he perdido cuando iba por el número treinta y cuatro. Jin-Ho, cariño, si estás viendo esto desde el futuro, te habrás dado cuenta de lo ansiosa que estaba tu nueva familia por conocerte».

Todos miraron a Jin-Ho, pero la niña estaba profundamente dormida.

Apareció Connie, que tenía un aspecto más saludable que en los últimos meses, y Dave a su lado, y luego Linwood, apoyado contra una pared y pulsando con mucha concentración los mandos de una Game Boy. Abe iba presentando a la gente a medida que la grababa. «Ésta es tu tía Jeannine. Ésta es Bridget, tu prima, y la otra es tu prima Polly.» La cámara enfocó brevemente a dos desconocidos, se detuvo un momento en Laura, y luego volvió a enfocar a Linwood. Viendo aquello uno se mareaba. Bitsy cerró los ojos un momento, y cuando volvió a abrirlos comprendió que al que había unido las cintas debía de haberle pasado lo mismo, porque ya no salía Abe hablando, sino otra vez Mac. «Hola a todos. Ha pasado un buen rato. Ha habido un pequeño retraso. Pero el avión ya ha aterrizado y estamos viendo cómo los primeros pasajeros salen de la pasarela. ¡Qué gran momento!»

Bitsy vio a un joven muy alto y se dio cuenta de que lo había visto antes. Luego vio a dos ejecutivos, a un chico con una mochila, a una mujer que dejaba su maletín en el suelo para abrazar a dos niños que iban en pijama. Qué raro: aquellas personas le resultaban familiares, y sin embargo no había vuelto a pensar en ellas desde aquella noche, y no era consciente de que hubieran estado almacenadas en su cerebro. Era como releer un libro y llegar a un párrafo del que recuerdas cada palabra un instante antes de verlas, pese a que habrías sido incapaz de evocarlas por ti mismo.

La mujer de la agencia, por ejemplo. La coreana con el traje azul marino que parecía el uniforme de una compañía aérea, con sus anchos pómulos y su aire serio y oficial. Bitsy la había eliminado mentalmente tan pronto como ella y Brad se apoderaron de su hija —podríamos decir que la había exorcizado—, y sin embargo en ese momento las dos finas arrugas bajo los ojos de la mujer le resultaban tan familiares que se preguntó si no habría soñado con ella todas las noches en el último año. ¡Y la bolsa de pañales! Qué horror. Una bolsa de plástico de color rosa, barata y mal hecha, cuya cinta estaba empezando a pelarse por los bordes. La habían desechado de inmediato y la habían sustituido por una que Bitsy había hecho ella misma con una tela tejida a mano, también por ella; pero allí estaba otra vez, como el féretro de un hombre de estado que reaparece en las noticias de la noche después de que te hayas pasado todo el día viendo cómo lo entierran.

Y Jin-Ho. La cámara enfocó su cara y se quedó quieta. ¡Qué pequeña era! ¡Y sus facciones estaban mucho más juntas! «¡Mira, eres tú, Jin-Ho!», murmuró Brad, pero a Bitsy; la niña, que dormía en el regazo de Polly, no parecía tener ninguna relación con el bebé que aparecía en la pantalla. Bitsy sintió una mezcla de dolor y pena, como si aquella otra Jin-Ho, la primera, en cierto modo hubiera dejado de existir.

La empleada de la agencia de adopciones estaba entregándole la niña a Bitsy. Bitsy abrazaba fuertemente a su hija y sus parientes sonreían y se enjugaban las lágrimas con pañuelos de papel. Todo el mundo, tanto en la pantalla como fuera de ella, emitía arrullos parecidos a los de las palomas.

Pero ¡si adoptar era mejor que parir! Era más dramático, más intenso. Bitsy sintió lástima por todas esas pobres mujeres que habían parido a sus hijos.

Era evidente que ahora era otra persona la que grababa, porque se veía a Mac haciéndole carantoñas a la pequeña Jin-Ho. Quizá fuera tío Oswald quien recorría con la cámara al grupo de gente por última vez y luego volvía a enfocar la puerta de la pasarela y a los últimos pasajeros que salían por ella: el hombre con el bastón, la pareja de ancianos canosos y… ¡Oh! Allí estaba Susan.

—¡Sí la grabamos! ¡Mira! —exclamó Bitsy—. ¡Allí está, en su portabebés!

Y también estaban Sami y Ziba. Maryam iba detrás de ellos con su porte impecable y su imperioso y clarísimo: «Somos nosotros. Los Yazdan». Los tres llamaban la atención porque no llevaban ningún accesorio. Ni cámaras fotográficas, ni cámaras de vídeo, ni grabadoras. Esa gente viajaba ligera de equipaje. («Tengo el recuerdo grabado en la memoria»; ¿no lo había expresado Ziba así? De repente Bitsy sintió envidia.) El fotógrafo siguió su avance hacia la pasarela y luego volvió a enfocar a Susan, o lo poco que podía verse de ella, que básicamente era una camiseta de color rosa y un escaso mechón de cabello negro. Bitsy se inclinó para buscar a Ziba entre los espectadores. La encontró sentada en el suelo al lado de Sami, cerca de la estantería.

—¿Verdad que es como si volvieras a estar allí? —le preguntó, y Ziba, sin desviar la mirada de la pantalla, respondió:

—¡Qué pequeñita! ¡No parece ella!

—Es verdad.

—Me entristece.

—¡Ya! —gritó Bitsy, y si hubiera estado más cerca de Ziba la habría abrazado, y también habría abrazado a Sami, cuyas graciosas gafitas, iluminadas por el televisor, destellaban como lágrimas.

Entonces volvió a mirar la pantalla y vio que la cinta había terminado. Los créditos se deslizaban por el fondo de moaré: «Especial agradecimiento a la agencia de adopciones Loving Hearts». Brad pulsó el mando a distancia y se levantó para descorrer las cortinas, y la luz inundó la habitación. La gente parpadeaba y se desperezaba. Jin-Ho seguía durmiendo, con la cabeza apoyada en el pecho de Polly, pero no pasaba nada; tendría muchas más ocasiones de ver esa película en los años venideros. Bitsy le dio unas palmaditas a su hija en la pierna, forrada de raso, y luego se levantó y se dirigió hacia Sami y Ziba. Sami tenía en brazos a Susan, que estaba completamente despierta y no paraba de moverse, y escuchaba a Mac, que le estaba dando consejos sobre las mejores marcas de cámaras de vídeo; pero Ziba miró a Bitsy y la abrazó.

—¿Por qué me he puesto tan triste? —le preguntó a Bitsy—. Es una tontería, ¿no? —se recompuso y se enjugó las lágrimas. Le había dejado una manchita de humedad en el hombro a Bitsy—. Pero ¡si fue el día más feliz de mi vida! Es un día que nunca olvidaré.

—Yo tampoco, pero ¿te gustaría volver a vivirlo? —le preguntó Bitsy.

—¡No, qué va!

Ambas rieron.

—Ven, ayúdame a preparar más té —le dijo Bitsy.

Se abrieron paso entre los invitados, lo cual no resultó fácil. Muchos tenían los ojos llorosos; muchos querían abrazarlas. La madre de Bitsy dijo:

—Me ha partido el alma ver a nuestra Jin-Ho llegando tan sola —y el padre de Bitsy repuso:

—¿Tan sola? Pero si iba con aquella empleada coreana tan simpática.

—Sí, pero ya sabes a qué me refiero.

—Quizá sea por eso por lo que estamos tristes —le dijo Bitsy a Ziba cuando entraron en la cocina—. Ahora estamos tan acostumbradas a tener a las niñas que no nos acordamos de que no siempre han estado con nosotras. Las vemos bajar del avión y decimos: «¡Cómo! Pero ¡si ese largo viaje lo hicimos con ellas! ¿Dónde estamos nosotras?».

—Y vivieron los primeros meses de su vida lejos de aquí —agregó Ziba—. ¡Completamente solas! ¡Arreglándoselas por su cuenta!

Volvieron a abrazarse, llorando y riendo a la vez.

—Ay, Ziba, nadie podría entender lo que siento tan bien como tú —dijo Bitsy mientras se apoyaba en el fregadero y buscaba un pañuelo en su bolsillo—. Ojalá vivieras más cerca. No soporto tener que coger el coche para ir a verte. Me encantaría que fuéramos vecinas. Podríamos llamarnos por encima de la valla, y las niñas podrían jugar juntas cuando quisieran sin necesidad de que quedáramos.

Se lo imaginaba: las entradas y salidas improvisadas, el portazo de la puerta mosquitera cuando las niñas salieran corriendo a encontrarse después de desayunar. Quizá los Sansom, los vecinos del 2410, pudieran venderles su casa a los Yazdan. Al fin y al cabo, tenían pensado irse a vivir a otro sitio, y su casa de Cape Cod era muchísimo más bonita que cualquiera de las casas McMansion de Hunt Valley. Se sonó la nariz y dijo:

—Podríamos turnarnos para cuidar a las niñas, y al poco tiempo ellas ya no nos echarían de menos cuando no estuviéramos.

—Cuando fueran un poco mayores podrían pasar la noche juntas —aportó Ziba.

Maryam había entrado en la cocina y estaba apartando delicadamente a Bitsy hacia un lado para poder llenar la tetera.

—Si pasaran más tiempo juntas —prosiguió Bitsy—, pensarían que la adopción es algo natural. Bueno, quiero decir que se convencerían de que lo es. No tendrían dudas ni complejo de inferioridad.

—¿Este fogón se enciende con cerillas? —preguntó Maryam.

—¡Ay, perdona! No, sólo ése; los otros funcionan bien —le contestó Bitsy. Se volvió de nuevo hacia Ziba y dijo—: Cuando participaba en ese grupo de poesía, leí acerca de dos poetisas que tenían tantas cosas que querían compartir que instalaron una línea telefónica aparte y dejaban los auriculares descolgados todo el día para estar siempre en contacto. No es que yo quiera hacer nada parecido, pero entiendo muy bien esa necesidad. ¿Tú no?

—¿Dejaban el teléfono descolgado noche y día? —preguntó Ziba—. ¿Y la compañía telefónica no les enviaba una de esas señales de aviso?

—Bueno, no sé… Quizá no recuerde bien los detalles —dijo Bitsy—. Me refiero al concepto teórico. No creía que pudieran captar cada palabra. ¿Y si una hablaba mientras la otra estaba en otra habitación? Es imposible que oyeran lo que la otra decía en todas las habitaciones de la casa.

Maryam, que seguía junto a los fogones, dijo:

—Es curioso que fuera eso lo que te preocupara.

—¿Cómo dices? —preguntó Bitsy.

—¿Por qué no te preocupaba que oyeran más de la cuenta, y no menos? Hay cosas que las familias deben mantener en privado.

—Ya —dijo Bitsy—. Sí, desde luego —miró a Ziba y añadió—: Claro, eso sería… Bueno, quizá no tenían los auriculares descolgados todas las horas del día.

—Ah —dijo Maryam—. Menos mal.

—Bueno, a mí no se me ocurriría hacer nada parecido, ya lo he dicho. Es esa necesidad que tenían lo que comprendo.

Maryam no hizo ningún comentario. Bitsy se había fijado en que tenía la desconcertante costumbre de dejar las conversaciones en suspenso. Maryam siguió poniendo hojas de té en la tetera, y fue Ziba la que habló a continuación:

—Y otra cosa que me ha llamado la atención del vídeo —dijo— es que yo pensaba que podría percibir los olores. Recuerdo cómo olía Susan la primera vez que la cogí en brazos; olía a vainilla picante, y ahora ya no huele así. Huele a vainilla normal. ¿Tú también has echado de menos los olores?

—Pues… no. Pero sé lo que quieres decir —respondió Bitsy sin entusiasmo. Se había apoderado de ella una especie de embotamiento, y de pronto se sentía fuera de lugar en su propia cocina. Estaba fuera de juego. No tenía nada que hacer. En cierto modo no tenía nada que hacer con su vida, sin contar a Jin-Ho. No había terminado sus estudios, nunca había tenido un empleo fijo. Se había dedicado a muchas cosas y a nada, como enseñar yoga y asistir a seminarios de poesía y cursillos de cerámica y de tejido, pequeñas actividades que se sacaba de la manga pero que no le reportaban ingresos fijos ni prestaciones médicas. Brad decía que sus tejidos eran preciosos, pero ¿qué iba a decir? De hecho, Bitsy llevaba meses sin sentarse en su telar, y la semana anterior, cuando se puso una de sus creaciones, se vio por casualidad en el espejo de cuerpo entero del piso de arriba y de inmediato se dio cuenta de que parecía que llevara puesta una alfombra. La tela era áspera y el estampado, exageradamente llamativo, un rectángulo tieso del que salían sus brazos y sus piernas, esmirriados y fibrosos.

—Bueno —dijo—, tengo que ir a… —se dio la vuelta y salió de la cocina. Atravesó el comedor, donde Laura y su atractiva hija se susurraban cosas al oído por encima de la cafetera. Pasó al lado de Linwood, que estaba apoyado en el dintel de la puerta mordisqueándose la uña de un pulgar, y de Bridget, que llevaba a Susan hacia la pequeña mecedora. En la butaca que había en un rincón del salón vio a su madre, y entonces se dio cuenta de que era a ella a la que buscaba. Pasó al lado del señor y la señora Hakimi, quienes al parecer no tenían a nadie con quien hablar en ese momento, pero ¿qué más le daba eso a ella? Se sentó en el brazo de la butaca de su madre. «Ah, qué bien», dijo Connie al instante, y Bitsy sintió alivio al pensar que al menos había una persona en aquella habitación que se alegraba de verla. Pero entonces su madre dijo:

—Toma —y le dio un trozo de papel.

—¿Qué es esto? —preguntó Bitsy.

—Es el nombre de una mujer.

Bertha MacRae, leyó Bitsy, y un número de teléfono, anotado con caligrafía redonda y pulida.

—Es una mujer que va a las casas —añadió su madre.

—¿Que va a las casas?

Su madre la miró sin pestañear. En los últimos tiempos sus ojos habían cambiado de forma. Tenía los párpados inferiores caídos y con bolsas, y eso le daba cierta expresión de reproche, pese a que ella nunca le había reprochado nada a nadie. Entonces dijo:

—Me parece que no es exactamente una enfermera. Debe de ser una especie de asistenta, pero tiene autorización para ejercer. Tiene no sé qué título. Y tiene dos hermanas que podrían cubrir los otros turnos. Como es lógico, las veinticuatro horas están divididas en tres turnos.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó Bitsy.

—Me lo ha dado Maryam. Esa mujer cuidó al marido de Maryam cuando se estaba muriendo.

La palabra «muriendo» tenía un sonido afilado e impactante, pero a Connie no pareció afectarla. Siguió como si tal cosa:

—Dice Maryam que todavía trabaja. Y siguen en contacto. De las hermanas no está tan segura, pero si ellas no están disponibles, Maryam cree que esa mujer conocerá a alguna otra persona que sí lo esté.

Le cogió una mano a su hija. Connie tenía la piel tan seca que las yemas de sus dedos estaban como arrugadas, como si acabara de salir de la bañera.

—¿Me ayudarás con tu padre? —preguntó.

—¿Ayudarte? ¿A qué, mamá?

—Ya sabes que protestará. Me dirá que puede cuidarme él. Pero él no puede hacerlo todo, Bitsy. No puede estar pendiente de mí día y noche. Y yo quiero poder pedir las cosas. Quiero poder pedir sin temor a pedir demasiado.

—Mamá… —dijo Bitsy, y se inclinó para apoyar una mejilla en la coronilla de su madre. El escaso cabello de Connie era tan fino que Bitsy notó el calor de su cuero cabelludo—. Claro que te ayudaré —dijo.

—Gracias, cariño.

Bitsy sabía que debería estarle agradecida a Maryam, pero un muro de resentimiento surgió en su interior. Era como si le hubieran arrebatado algo que le pertenecía. O mejor dicho, como si le hubieran estropeado algún plan. Aunque en realidad ella no tenía ningún plan, y debería haber sentido un gran alivio por el hecho de que otra persona propusiera uno.

Los niños reían y alborotaban; los hombres intercambiaban detalles técnicos, y el señor Hakimi, por lo visto, estaba instruyendo sobre algo a la señora Hakimi, aunque hablaba en farsi y Bitsy no entendía lo que decía. Tenía que intentar adivinar el significado de sus palabras por el tono de voz, como si fuera una extranjera en un país extraño.