A veces, cuando Maryam Yazdan miraba a su nueva nietecita, tenía una sensación estremecedora, sobrecogedora, como si hubiera entrado en una especie de universo alternativo. La niña era absolutamente perfecta. Tenía una piel impecable, de color marfil, y un pelo tan suave que Maryam casi no lo notaba cuando se lo acariciaba con las yemas de los dedos. Sus ojos tenían forma de semillas de sandía, eran muy negros y estaban perfectamente situados en su pequeña y solemne cara. Pesaba tan poco que muchas veces Maryam la levantaba demasiado alto sin darse cuenta cuando la cogía en brazos. ¡Y qué manos! Diminutas, con unos deditos que se ensortijaban. Las arrugas de sus nudillos eran del color de la pasta de sésamo y miel (¡qué gracioso era que una niña tan pequeña tuviera arrugas!), y sus uñas no eran más grandes que dos puntitos.
La llamaban Susan. Eligieron un nombre que se parecía a su nombre real, Sooki, y que además tenía un sonido que a los iraníes no les costaba pronunciar.
—¡Su-san! —cantaba Maryam cuando entraba a buscarla después de la siesta—. ¡Su-su-su! —Susan miraba desde detrás de los barrotes de la cuna, sentada con la espalda muy recta y con una mano sobre cada rodilla, en una postura serena y digna.
Maryam se ocupaba de ella los martes y los jueves, los días que su nuera trabajaba y ella no. Llegaba a la casa hacia las ocho y media (un poco más tarde si había mucho tráfico, porque Sami y Ziba vivían en Hunt Valley, a treinta minutos de la ciudad en hora punta) y encontraba a Susan desayunando en su trona. Cuando Maryam entraba en la cocina, a la niña se le iluminaba la cara, y emitía un sonido de bienvenida. «¡Oh!», solía decir, lo cual no se parecía nada a «Mari-june», que era como sus padres habían decidido que tenía que llamar a Maryam. «¡Oh!», decía, y componía su peculiar sonrisa, con los labios fruncidos con recato, y ladeaba la cabeza ofreciendo la mejilla para recibir un beso.
Bueno, las primeras semanas no, claro. Aquellas primeras semanas habían sido una agonía; los padres hacían cuanto podían, canturreaban «¡Susie-june!», agitaban juguetes delante de su cara y bailaban con ella en brazos. Lo único que hacía la niña era mirarlos con fijeza, o peor aún, mirar con fijeza en otra dirección mientras se retorcía para liberarse, clavando la mirada con terquedad en cualquier otro sitio. Sólo bebía uno o dos sorbitos de su biberón, y cuando se despertaba llorando por la noche, lo que hacía cada pocas horas, los intentos de sus padres para consolarla sólo conseguían hacerla llorar aún más fuerte. Maryam les aseguraba que eso era natural. En realidad no tenía ni idea, pero les decía:
—¡Tened en cuenta que vivía en un orfanato! ¿Qué esperabais? No está acostumbrada a recibir tanta atención.
—Jin-Ho también vivía en un orfanato. Y ella no se comporta así —argumentaba Ziba.
Sabían cómo se comportaba Jin-Ho porque su madre les había llamado por teléfono dos semanas después de la llegada de las niñas. «Espero que no os moleste que os haya buscado —había dicho—. Sois los únicos Yazdan de la guía telefónica y no he podido resistirme a llamaros para saber cómo iba todo». Por lo visto, Jin-Ho estaba de maravilla. Dormía toda la noche seguida, reía a carcajadas cuando ponían This is the Way the Lady Rides, y ya había aprendido a dejar de pedir a gritos su biberón en cuanto oía funcionar el microondas. ¡Y Jin-Ho era más pequeña que Susan! Susan tenía siete meses y Jin-Ho, cinco, aunque Susan era más menuda. ¿Estarían haciendo algo mal los Yazdan?
—Que no —insistía Maryam. Alterando ligeramente su teoría, decía—: Es mejor que Susan esté triste. Eso significa que su familia de acogida la cuidaba bien y que ahora los echa de menos. ¿Acaso preferiríais tener una niña inconsciente y sin corazón? Está demostrando que es una niña muy tierna.
Maryam confiaba en que eso fuera cierto.
Y no tardaron en comprobar que lo era, gracias a Dios. Una mañana Ziba entró en el cuarto de la niña y Susan le sonrió. Ziba se emocionó tanto que corrió a llamar por teléfono a Maryam, pese a que era martes y Maryam estaba a punto de ir a la casa; y también llamó a su madre, que vivía en Washington, y más tarde a sus cuñadas, que vivían en Los Ángeles. Al parecer, algo había cambiado en la cabecita de Susan, porque también sonrió a Maryam cuando ésta llegó, y su sonrisa ya era esa conmovedora, fruncida «V» que hacía que uno tuviera la sensación de estar compartiendo un secreto preciosísimo con ella. Y pasada una semana ya reía a carcajadas ante las payasadas de Sami, y dormía toda la noche sin interrupciones, y se había aficionado a los Cheerios, que perseguía con determinación por la bandeja de su trona haciendo pinza con sus delicados deditos.
—¿No os lo decía yo? —recordaba Maryam.
Maryam era una persona optimista. O mejor dicho, era pesimista, pero su vida había sido lo bastante difícil para que se enfrentara a cualquier posible desastre de un modo más filosófico que la mayoría de la gente. Había tenido que abandonar a su familia antes de cumplir veinte años; había enviudado antes de los cuarenta; había criado a su hijo ella sola en un país donde nunca dejaría de sentirse extranjera. Sin embargo, básicamente se consideraba una persona feliz. Estaba convencida de que saldría adelante aunque surgieran obstáculos.
Maryam veía eso mismo en Susan. Quizá fuera un exceso de imaginación, pero había sentido una profunda afinidad con su nieta en cuanto se vieron en el aeropuerto. A veces hasta imaginaba que Susan se parecía a ella físicamente, pero entonces se reía de sí misma. Sin embargo, tenía algo en los ojos, en la forma de mirar las cosas; una mirada curiosa: eso era lo que compartían. Ninguna de las dos se sentía del todo a gusto allí.
Su hijo sí se sentía a gusto. Su hijo ni siquiera tenía acento; había dejado de hablar farsi cuando tenía cuatro años, aunque lo entendía. Su nuera tenía un acento muy marcado, pues había salido de su país con toda su familia cuando ya iba al instituto; pero se había adaptado tan deprisa y con tanto entusiasmo —escuchaba la emisora 98 Rock a todas horas, se paseaba por el centro comercial, vestía su menudo y huesudo cuerpo, nada americano, con vaqueros y holgadas camisetas con letras estampadas— que casi parecía que hubiera nacido en América.
Ziba se marchaba a trabajar a la hora que quería; era decoradora y tenía libertad para organizarse los horarios. Muchas veces se quedaba en la casa hasta una hora después de que hubiera llegado Maryam. Ya estaba vestida para ir al despacho, aunque no se notara (seguía llevando vaqueros, aunque había pasado a las americanas y a los zapatos de tacón), pero daba la impresión de que le costaba separarse de Susan. «¿Tú qué crees? —le preguntaba a Maryam—. ¿Le está saliendo otro diente o no? Tiene una rayita blanca en la encía, ¿la ves?». O cogía su bolso, desconectaba el teléfono móvil del cargador, y entonces: «¡Oh! ¡Maryam! ¡Casi se me olvida! ¡Mira cómo ha aprendido a jugar a cucú trastrás!».
En el fondo, eso irritaba a Maryam, que estaba deseando tener a la niña para ella sola. «¡Vete ya!», le habría gustado decir. Pero sonreía y no decía nada.
Entonces Ziba se marchaba por fin, y Maryam podía coger en brazos a Susan y llevársela al cuarto de jugar.
«¡Toda mía!», exclamaba, y Susan reía como si la entendiera. Cuando la dejaban al mando, Maryam se sentía más segura de sí misma. El cuidado de los niños había cambiado tanto desde su época —había interminables listas de alimentos prohibidos (¿desde cuándo los cacahuetes eran una sustancia tóxica?), estrictas normas para llevar a los niños en el coche, prohibiciones que afectaban a los polvos de talco, al aceite para niños, a las almohadas y a las chichoneras—, que muchas veces Maryam se sentía incompetente en presencia de Ziba. Cuando estaba Ziba, Maryam caminaba de puntillas, y se dio cuenta de que su madre también había caminado de puntillas la única vez que fue a visitar a su hija y a su nieto. Su madre había llegado con una medalla bendecida para Sami, una medallita de oro del tamaño de una moneda de diez centavos que su hijo de dos años se habría tragado en un periquete si Maryam no se hubiera empeñado en guardarla para más adelante; y su madre no había parado de ofrecerle a Sami pegajosos caramelos de agua de rosas que le habrían estropeado los dientes y se le habrían pegado en la garganta si Maryam no hubiera cerrado firmemente la caja y no se la hubiera llevado a la despensa. Hacia el final de la visita, su madre se había sentado frente al televisor, aunque no entendía ni una sola palabra de lo que oía. Maryam recordó con una punzada de dolor la estoica postura de su madre, con las manos cogidas sobre el regazo y los ojos fijos en un anuncio de cigarrillos Kent. Apartó esa imagen de su mente y dijo: «¡Susie-june, conejito! ¡Mira!», y le mostró a su nieta un animalito de peluche que sonaba al agitarlo.
Susan también llevaba vaqueros (¿cómo se les ocurriría hacer unos vaqueros tan pequeños?), con una camiseta a rayas rojas y blancas, de manga larga, que parecía de niño, y unos calcetinitos rojos con suelas antideslizantes. Los calcetines eran una nueva adquisición —hasta que empezó a hacer frío, la niña había ido descalza—, y a Susan no le gustaban. No paraba de quitárselos con un chillido triunfante, y entonces Maryam la sentaba sobre sus rodillas y volvía a ponérselos. «¡Qué pilla!», la reprendía. Susan reía. Tan pronto como su abuela volvía a dejarla en la alfombra, se lanzaba sobre su juguete favorito, un xilófono que golpeaba enérgicamente con cualquier objeto que encontrara. Todavía no gateaba —iba un poco retrasada en habilidades motrices, lo que Maryam atribuía a sus primeros meses en el orfanato—, pero era evidente que estaba progresando.
Si hubiera dependido de ella, Maryam habría vestido de otra forma a la niña. Habría elegido ropa más femenina: leotardos blancos, jerséis acampanados y blusas con volantes. ¿Acaso no era ésa una de las gracias de tener una niña? (¡Oh, cómo había deseado ella tener una niña después de nacer Sami!) Ella se vestía con muchísimo cuidado aunque sólo fuera para ir a cuidar a su nieta. Llevaba pantalones, sí, pero rectos, tipo sastre, con jerséis ceñidos de colores vistosos y zapatos elegantes. Se teñía las canas con regularidad, aunque prefería que eso no se supiera, y se aseguraba el moño con peinetas de carey o con pañuelos de estampados llamativos. Creía que era importante guardar las apariencias. ¡Que los americanos se pasearan por ahí con sus conjuntos de chándal, si querían! Ella no era americana.
—¿Cómo que no eres americana? Mira tu pasaporte —le decía siempre Sami.
—Ya sabes a qué me refiero —replicaba ella.
Ella era una huésped, a eso se refería. Todavía lo era y siempre lo seria, y se portaba lo mejor que podía.
Si hubiera vivido en Irán quizá habría sido más informal. No, no habría dejado de cuidarse, no habría tenido un estilo muy extremado, pero quizá se hubiera puesto una bata para estar por casa como hacían su madre y sus tías. ¿O no? Ni siquiera podía imaginar cómo habría sido su vida si no se hubiera ido a vivir a Baltimore.
Susan estaba a punto de abandonar su siesta matutina. Cuando la dejaban sola, a veces se dormía y a veces no; así que mientras Maryam esperaba a ver qué iba a pasar, leía el periódico u hojeaba una revista, algo que no requiriera una atención muy prolongada. Si pasaba media hora y Susan seguía gorjeando, Maryam volvía a levantarla de la cuna. Y entonces repetían la escena del recibimiento —los «¡Oh!» de Susan y los «¡Su-su-su!» de Maryam—. Le cambiaba el pañal a la niña, le ponía un jersey y la llevaba a dar una vuelta en la sillita de paseo.
Allí no había aceras. Maryam lo encontraba increíble. ¿Cómo podían haber construido todo un barrio —largas y sinuosas calles con gigantescas y novísimas casas con altas ventanas en forma de arco, puertas principales de doble hoja y garajes para tres coches— y no haberse dado cuenta de que la gente quizá quisiera pasear por él? Tampoco había árboles, a menos que contaras los arbolitos jóvenes y enclenques que había plantados en todos los jardines delanteros. (Unos jardines diminutos. Las casas habían devorado casi todo el espacio disponible.) Unas semanas atrás, cuando todavía hacía calor, Maryam se había quedado muchas veces con Susan en la casa, porque sabía que no encontrarían ni una sola pizca de sombra en ningún sitio y que las calzadas irradiarían calor. Pero ahora que había llegado el otoño, se agradecía el sol. Alargaba su paseo hasta la hora de comer y recorría cada una de las lisas, vacías, asombrosamente vacías calles de Foxfoot Acres haciendo comentarios al pasar: «¡Coche, Susan! ¿Ves el coche? ¡Buzón! ¿Ves el buzón?».
En su barrio había ardillas, y perros que sus dueños llevaban con correas, y otros niños, y cochecitos, y sillitas de paseo. Allí habría tenido muchas más cosas que señalar.
La comida consistía en papillas espesas para Susan y una ensalada para Maryam. Luego Susan jugaba un rato en el parque, en la salita contigua a la cocina, mientras Maryam lavaba los platos, y después se tomaba un biberón y dormía otra siesta lo suficientemente larga para que Maryam pudiera dejarles preparado algo para cenar a Sami y Ziba. No es que ellos lo esperaran, pero a Maryam siempre le había gustado cocinar, y resultó que a Ziba no. Cuando se las apañaban solos, siempre recurrían a los platos precocinados de Lean Cuisines.
Mientras se cocía el arroz, Maryam ordenó la casa. Puso los juguetes de Susan en el baúl de los juguetes y llevó una bolsa llena de pañales sucios al cubo de basura. Recogió varios libros y revistas, pero no tiró ni un solo pedacito de papel, ni un boleto de suscripción de un folleto de pizzas, por temor a sobrepasarse.
Volvió a asaltarla una imagen de su madre, esta vez agachándose trabajosamente para recoger un envoltorio de chicle del suelo y colocarlo en silencio, casi con reverencia, en un cenicero de la mesita del salón.
La casa era igual de grande que las otras casas del vecindario, con una habitación para cada cosa. No sólo tenía una salita, sino también un gimnasio y una sala de ordenador, todas con moqueta de color hueso. No había ni una sola alfombra persa, aunque podías adivinar que los ocupantes eran iraníes por los regalos de boda que había en la vitrina del comedor: los juegos de café Isfahani y las tazas de té con asa de plata. Habían llenado de juguetes el cuarto de jugar tan pronto como la agencia envió la primera fotografía de Susan. Y la habitación de la niña ya estaba lista mucho antes de eso: habían comprado la cuna, la cómoda y el cambiador cuando Ziba aún estaba intentando quedarse embarazada. (La madre de Maryam habría razonado que prepararse con tanta antelación era lo que les había traído mala suerte. «Yo ya os lo avisé», habría dicho cada mes cuando Ziba hubiera informado de un nuevo fracaso.)
Maryam aconsejaba a Ziba que confiara en el poder del tiempo. «¡Tendrás tu bebé! Tendrás una casa llena de bebés», le aseguraba. Y le confesó el tiempo que ella había tenido que esperar. «Estuvimos intentándolo cinco años, antes de que naciera Sami. Yo estaba desesperada.» Eso era una gran concesión por su parte. Hablar abiertamente de eso de «intentarlo» era muy indiscreto. (Se había quedado perpleja la primera vez que Ziba habló del tema. No le resultaba nada cómodo pensar que su hijo tenía vida sexual, aunque Maryam suponía que la tenía, desde luego.) Además, siempre les había dicho a sus parientes que esa espera de cinco años había sido deliberada. Cuando fue a visitar a su familia, tres años después de la boda, había eludido sus indirectas alardeando de su independencia y de lo contenta que estaba de no tener hijos todavía. «Estudio en la universidad, colaboro con un grupo de mujeres en el hospital…» Cuando en realidad ella quería quedarse embarazada desde el principio, porque necesitaba algo que la anclara a su nuevo país.
Recordaba muy bien aquel primer viaje a Irán. Eligió cuidadosamente su atuendo para parecer occidental: unos modernos vestidos tubo con llamativos estampados de color fucsia, lima y morado; el pelo, peinado con laca, recogido en un moño alargado con forma de colmena; los pies aprisionados en unos zapatos de salón muy puntiagudos y con tacón de aguja. Hizo una mueca de dolor.
También hizo una mueca de dolor al recordar su automática deducción de que el fracaso de Ziba para quedarse embarazada era exactamente eso: el fracaso de Ziba. Cuando descubrieron que en realidad el problema lo tenía Sami, Maryam se quedó horrorizada. Las paperas, quizá, dijeron los médicos. ¿Las paperas? Pero ¡si Sami nunca había tenido paperas! ¿O sí las había tenido? ¿Podía ser que ella no se hubiera enterado? ¿Las tendría mientras estaba en la universidad, y le habría dado vergüenza contárselo a su madre?
Sami tenía catorce años cuando murió su padre. Acababa de entrar en la adolescencia, tenía pelusilla encima del labio superior y le estaba cambiando la voz. Maryam no sabía si sería capaz de dirigirlo ella sola por esa etapa de su vida. Sabía muy poco acerca del sexo opuesto; había perdido a su padre cuando era niña y nunca había tenido una relación muy estrecha con sus hermanos, que ya eran mayores cuando nació ella. ¡Qué lástima que Kiyan no viviera cuatro o cinco años más, hasta que Sami se hubiera hecho hombre!
Aunque ya no estaba tan segura de que Kiyan hubiera sabido gran cosa acerca del proceso de convertirse en un americano adulto.
También era una lástima que Kiyan no hubiera conocido a su nieta; eso entristecía mucho a Maryam. Imaginaba cómo habría sido la vida si los dos hubieran cuidado juntos de la niña. Se habrían sonreído por encima de la cabeza de Susan, admirando sus morritos, su ceño, sus finísimas cejas y la minuciosidad con que examinaba un poquito de pelusa de la moqueta. Kiyan ya se habría jubilado. (Era nueve años mayor que Maryam.) Habrían tenido todo el tiempo del mundo para disfrutar de esa etapa de sus vidas.
Fue a la cocina, apartó el arroz del fuego y lo puso con decisión en un colador.
Cuando Ziba volvía de trabajar, Susan estaba otra vez despierta, bebiéndose su zumo de manzana de después de la siesta con un vaso con pitorro, o sacando del baúl de los juguetes todo lo que Maryam había guardado en él hacía poco. Su madre la cogía en brazos antes incluso de quitarse la americana. «¿Te has divertido con tu Mari-june, Su-Su? ¿Has echado de menos a tu mamaíta?» Se rozaban delicadamente la nariz —el perfil de Ziba, ganchudo y afilado: el de Susan, plano como una galleta—. «¿Creías que tu mamaíta no iba a volver?» Siempre le hablaba en inglés a Susan; decía que no quería confundirla. Maryam suponía que de vez en cuando debía de pasarse al farsi, pero Ziba se peleaba heroicamente con las palabras y con los sonidos más difíciles. (Curiosamente, a Maryam le costaba menos entender los ritmos cortados de Ziba que el ininterrumpido torrente de palabras de Sami.)
Maryam cogía su bolso y se ponía la chaqueta de ante. «¡No te vayas! —decía Ziba—. ¿Qué prisa tienes? Déjame preparar té». La mayoría de los días, Maryam rechazaba la invitación. Tras hacer algunos comentarios de despedida —instrucciones para calentar la cena, un mensaje del consultorio del dentista—, le lanzaba un beso a Susan y salía por la puerta. Intentaba ser la suegra perfecta. No quería que Ziba la considerara una pesada.
Muchas veces, cuando llegaba a su casa, se quedaba un rato vegetando, repantigada en su butaca favorita, libre al fin para relajarse y ser ella misma.
La madre de Jin-Ho llamó por teléfono en octubre para invitarlos a cenar. Lo hizo un día que Maryam estaba cuidando a Susan, de modo que fue ella quien contestó. «Ven tú también —le dijo Bitsy—. Seremos sólo nosotros, las dos familias, porque creo que las niñas deberían conocerse, ¿no crees? Eso las ayudará a conservar su herencia cultural. Hace tiempo que quería proponéroslo, pero entre una cosa y otra… He pensado que podríamos cenar pronto, el domingo por la tarde. Antes de cenar rastrillaremos hojas».
—¿Rastrillaremos…? —dijo Maryam.
Se preguntó si sería un modismo relacionado con las relaciones sociales. Romper el hielo, limar asperezas, darle a la sin hueso, rastrillar hojas… Pero Bitsy iba diciendo:
—Todavía tenemos olmos, aunque no lo creas, y siempre son los primeros árboles en perder las hojas. Hemos pensado que podríamos organizar una gran fiesta de las hojas y dejar que las niñas se revuelquen en ellas.
—Ah. Muy bien. Eres muy amable —dijo Maryam.
Le gustaba que Bitsy las llamara «las niñas». Eso le hacía imaginar a Susan en el futuro, con calcetines largos y una falda plisada, cogida del brazo de su mejor amiga.
Lo lógico habría sido que hubieran ido en dos coches a la fiesta. Los Donaldson vivían en Mount Washington y Maryam, un poco más al sur, en Roland Park. (En la «parte mala» de Roland Park, como la llamaban, aunque incluso la parte mala era muy bonita, sólo que las casas eran un poco más pequeñas y estaban un poco más juntas.) Sami y Ziba, que vivían más al norte, tendrían que pasar por el barrio de los Donaldson para recoger a Maryam; pero aun así, insistieron en pasar a buscarla. Maryam sospechaba que lo hacían porque Ziba necesitaba apoyo moral. De vez en cuando Ziba sufría ataques de inseguridad. Y en efecto, cuando llegaron a la casa de Maryam —Maryam ya estaba fuera, para no hacerlos esperar—, Ziba se asomó por la ventanilla del coche y anunció que iban a entrar un momento porque no quería llegar demasiado pronto a la cita. Maryam dijo: «¿Demasiado pronto?». Miró su reloj. Eran las 15.55. Habían quedado a las cuatro en punto, y tardarían unos cinco minutos en llegar. «Pero ¡si es la hora!», dijo. Pero Ziba ya estaba desatando a Susan de su asiento. Sami se bajó del coche y dijo:
—Ziba dice que en Baltimore las cuatro en punto significa las cuatro y diez.
—Eso es cuando hay más invitados —objetó Maryam. (Ella también se había preocupado de aprender esas costumbres.) Pero Ziba tenía a Susan en brazos y se dirigía hacia la casa.
Llevaba un atuendo informal, apropiado para rastrillar hojas —unos vaqueros y un grueso suéter rosa de cuello vuelto—, pero era evidente que se había tomado su tiempo para peinarse y maquillarse. Se había hecho una cola de caballo enorme, tan rizada que desafiaba la gravedad, y llevaba los labios pintados de dos colores diferentes: rosa brillante perfilado con un rojo muy oscuro, casi negro. «Estás muy guapa», le dijo Maryam. Y lo decía de corazón. Ziba era una mujer asombrosamente bella. ¡Y Sami era tan guapo! Tenía unos labios de rasgos bien dibujados y las cejas pobladas, como su padre. Las gafas sin montura, de anciano, le hacían parecer más joven, y llevaba el cuello de la camisa a cuadros de franela levantado por la parte de atrás, lo cual le daba un aire muy juvenil. «¿Qué más da que lleguemos diez minutos pronto o diez minutos tarde? —le preguntó a su madre y la besó en ambas mejillas—. ¿Has visto la ropa de trabajo de Susan?».
Susan llevaba un peto vaquero, con las rodilleras convincentemente gastadas, y una camisa de lino cambray. La chaqueta, que también era vaquera, tenía un tractor bordado en un bolsillo.
—¿Preparada para ayudarnos a rastrillar? —le preguntó Maryam a su nieta, y la cogió de los brazos de Ziba.
—Hemos comprado una botella de vino —dijo Ziba—. ¿Qué te parece? ¿Crees que es acertado? Ya sé que todavía es de día, pero como vamos a quedarnos a cenar…
—Me parece muy bien —contestó Maryam mientras hacía saltar a Susan sobre su cadera—. Creo que es muy acertado que llevemos una botella de vino. ¿Verdad que sí, Susie-june?
Susan compuso una sonrisa cómplice.
—¿Por qué no entramos y nos sentamos? —propuso Ziba.
—¿Para qué? Tendremos que levantarnos en seguida —objetó Sami—. No sé por qué se pone tan nerviosa —le dijo a su madre, y luego le dijo a Ziba—: Visitamos a gente continuamente. ¿Qué tiene esto de diferente?
—Que esta gente es mayor que el resto de nuestros amigos —respondió Ziba—. Bitsy tiene cuarenta años —le explicó a Maryam—. Me lo dijo por teléfono. Es tejedora, antes enseñaba yoga, escribe poesía y… Ay, ¿de qué vamos a hablar? —concluyó con tono lastimero.
—¿De bebés? —sugirió Maryam.
—Ah —dijo Ziba, más animada—. De bebés.
—¿Acaso hablamos de otra cosa últimamente? —preguntó Sami mirando al cielo.
—La hija de los Donaldson va a conservar su nombre coreano —le dijo Ziba a Maryam.
—Jin-Ho Donaldson —dijo Maryam en voz alta. Sonaba un poco raro. «Donaldson» era inequívocamente americano; o lo parecía porque le recordaba a las hamburgueserías McDonald’s.
—Bueno, en realidad se llama Jin-Ho Dickinson-Donaldson —puntualizó Ziba.
Maryam abrió la boca. Sami rió y dijo:
—Bueno, chicas, son las cuatro en punto. Tenemos que irnos.
Ziba se dio la vuelta y siguió a su marido hacia el coche, pero Maryam se dio cuenta de que todavía intentaba retrasar el momento de partir.
Las dos mujeres tuvieron su discusión ritual sobre quién debía sentarse dónde, como siempre. «Por favor», insistió Ziba señalando el asiento delantero, pero Maryam argumentó: «Me gusta sentarme detrás. Así puedo estar al lado de Susan». Le pasó la niña a Ziba, que era más hábil abrochándole el cinturón del asiento, y rodeó el coche por la parte de atrás para entrar por el otro lado. El asiento de Sami estaba muy retirado y el respaldo le tocaba las rodillas a Maryam, pero eso no le molestaba. Era verdad que prefería sentarse detrás. ¡Qué incómodo habría sido ocupar el asiento de honor, como recordaba que hacía su suegra! Aunque tenía la extraña sensación de volver a ser una niña, la hermanita de Susan, cuando ambas se inclinaban hacia un lado cada vez que Sami doblaba una esquina.
La casa de los Donaldson era de tablas de madera blanca y gastada, de estilo colonial, y estaba en una de las calles más estrechas de Mount Washington. El extenso y frondoso jardín estaba cubierto de hojas amarillas que crepitaban bajo los pies de los Yazdan cuando éstos iban hacia la puerta principal, y el porche estaba lleno de bicicletas, botas y herramientas de jardinería. Fue Brad quien les abrió la puerta; llevaba unos pantalones de pana y una camisa de lana, tensa sobre la abultada barriga.
—¡Hola, amigos! —exclamó—. ¡Bienvenidos! ¡Me alegro mucho de veros! —y le acarició la barbilla a Susan—. Esta niña ha engordado un poco. En el aeropuerto estaba más paliducha.
—Seis kilos y ochocientos gramos según la última revisión —le informó Ziba.
—¿Seis kilos? —Brad frunció el entrecejo.
—Y ochocientos gramos.
—Ya se ve que va a ser una chica menudita —dijo él.
Jin-Ho iba a ser una amazona, pensó Maryam cuando la vio con las piernas enroscadas alrededor de la cintura de Bitsy. Estaba fuerte y tenía un aspecto muy saludable, con las mejillas rellenas y unos ojos brillantes y risueños. Todavía llevaba aquel peinado recto con que había llegado, todo de una pieza, y aunque ella también llevaba unos pantalones de pana, la camisa era multicolor, hecha de retales, con las mangas a rayas y un fajín de seda negra, parecida a las que Maryam había visto cuando Sami y Ziba buscaban información sobre Corea.
—¿Verdad que ha crecido mucho? —preguntó Bitsy cambiando de postura a Jin-Ho para que todos pudieran examinarla bien—. ¡Estos pantalones son para niños de dieciocho meses! Tuvimos que pasarla a una cuna grande cuando sólo llevaba dos semanas aquí.
Bitsy llevaba un jersey a rayas blancas y negras, pantalones negros y zapatillas de deporte fluorescentes. Maryam pensó que su sencillez —la deliberada falta de maquillaje, el cabello corto y ese cuerpo anguloso y huesudo— delataba cierta agresividad. Era como si estuviera haciendo una declaración de principios. A su lado, Ziba parecía muy sofisticada, pero también un poco exagerada.
Primero se sentaron unos minutos en el salón, esperando a que llegaran los abuelos de Jin-Ho. Bitsy dijo que iban a venir las dos parejas, pero que nada de tías, tíos ni primos porque si había demasiada gente las niñas podían agobiarse. De hecho, las niñas parecían muy tranquilas. Se sentaron en una alfombra trenzada y cada una se puso a hacer sus cosas: Jin-Ho apilaba bloques de letras en un volquete, mientras Susan intentaba sacar un cascabel de un sonajero de madera. Susan estaba tan dulce y tan concentrada, y sus dedos trabajaban con tanta habilidad, que Maryam se preguntó si los Donaldson no sentirían un poco de envidia.
Bitsy y Ziba estaban hablando de la intolerancia a la lactosa. Bitsy la atribuía a un choque de culturas. Al fin y al cabo, en Asia no tenían la costumbre de ingerir litros de leche. ¡No le extrañaba que Jin-Ho hubiera tenido problemas intestinales! ¿Los tenía Susan? O… De pronto Bitsy se ruborizó inexplicablemente.
—¿O en tu país tampoco se bebe leche? —preguntó.
—Bueno, Susan toma leche —contestó Ziba—, pero de momento está bien.
—Podrías darle leche de soja. La soja es mucho más apropiada culturalmente.
—Ah, pues quizá lo haga —dijo Ziba, complaciente.
Aunque Maryam, en su lugar, le habría preguntado por qué. ¿No acababa de decir Ziba que Susan estaba bien?
El salón de los Donaldson era bonito, pero nada ostentoso. El sol entraba a raudales por las ventanas sin cortinas, y los muebles eran viejos, pero de calidad, quizá heredados de generaciones anteriores. Brad estaba repantigado en una butaca de piel que crujía cada vez que él se movía. Sami estaba sentado en una mecedora antigua, unos quince centímetros más baja. Asentía con la cabeza mientras Brad describía los placeres de la paternidad. «Los domingos por la mañana, Jin-Ho y yo vamos a comprar cruasanes y el New York Times —le explicó Brad—. Es mi momento favorito de la semana. ¡Me encanta! Vamos mi hijita y yo solos. ¿Tú no haces nada parecido con Susan? ¿Nunca os vais solos a dar una vuelta?».
Maryam sabía que de momento a Sami le faltaba seguridad para hacer esas cosas. Pero él no lo reconocía. Mirando a Brad desde su posición, más baja, lo cual le hacía parecer conmovedoramente modesto, dijo:
—Bueno, estaba pensando en comprarme una de esas sillitas de jogging.
—¡Una sillita de jogging! Qué gran invento. Mi vecino tiene una. Ya le preguntaré de qué marca es. También le iría bien a tu mujer, a Ziba. Así tendría una excusa para salir de casa.
Dijo «Si-bah», y la miró de soslayo. Los varones americanos siempre encontraban cautivadora a Ziba. A Maryam le pareció gracioso que Brad —pese a haber elegido a una esposa tan sencilla— no fuera una excepción.
Las dos parejas de abuelos llegaron casi al mismo tiempo, primero los padres de Bitsy, y al poco rato los de Brad. Los padres de Bitsy eran altos, canosos y simpáticos; Dave llevaba un mono de trabajo, como un jardinero cualquiera, y Connie unos pantalones de chándal y la misma gorra de béisbol estampada del día del aeropuerto. Los padres de Brad, con su reluciente y rubio cabello y sus trajes de chándal de velvetón a juego, parecían un poco más formales. Se llamaban Pat y Lou. El hombre era Pat y la mujer era Lou, ¿o era al revés? Maryam supo en seguida que iba a tener problemas para recordarlo.
Durante unos minutos, los cuatro representaron su danza de los abuelos alrededor de las niñas. Admiraron la camisa de retales de Jin-Ho, que Connie llamó con un nombre extranjero, y le hicieron muchas carantoñas a Susan. «Pero ¡si es como una miniatura!», canturreó la madre de Brad, y Dave la cogió en brazos. Afortunadamente, Susan se lo tomó con calma. Estiró una mano hacia una de sus rizadas y grises patillas y le dio un fuerte tirón, y cuando él se rió, frunció la frente.
—Mirad qué morena parece Jin-Ho al lado de Susan —observó Ziba—. No nos extrañaría que el padre biológico de Susan fuera blanco.
—Sí, eres un poco blanquita —le dijo Dave a Susan, pero Bitsy intervino diciendo:
—¡Ah! ¡Bueno! Pero en realidad ¡eso a nosotros no nos importa!
Se produjo un silencio. Ziba giró la cabeza y miró a Maryam —¿por qué iba a importarles?—, y ésta se encogió levemente de hombros. Entonces Brad dijo:
—Bueno, bueno. ¿Estáis todos preparados para emprenderla con las hojas?
A juzgar por el número de rastrillos que había en el porche, apoyados contra la pared, Maryam dedujo que no era la primera vez que los Donaldson organizaban una reunión como aquélla. Ella jamás lo habría hecho (recogía ella solita las hojas de su jardín desde el día que empezaban a caer), pero los americanos eran así. Y resultó todo un acontecimiento social. Para empezar, todos se pusieron a trabajar en la misma zona del jardín, porque así podían hablar. Y no había ninguna presión. La madre de Brad ni siquiera fingía rastrillar, sino que se adjudicó el papel de vigilante de las niñas y se quedó al lado de Jin-Ho y de Susan, que estaban sentadas entre las hojas. La madre de Bitsy se sentó inmediatamente en una tumbona de lona que su esposo bajó del porche, dirigió la cara hacia el sol y cerró los ojos. De pronto Maryam entendió por qué llevaba esa gorra: estaba enferma, y debía de habérsele caído el cabello. Aunque Dave rastrillaba con los demás, se paraba a menudo, se acercaba a su esposa y le preguntaba si se encontraba bien. «Sí, muy bien», respondía Connie cada vez, y sonreía y le daba unas palmaditas en la mano. Parecía evidente que era de ella de quien Bitsy había heredado aquel aspecto de persona seria y sensata, aunque Connie parecía más blanda que Bitsy y más retraída.
Maryam también trabajaba con diligencia. Se situó entre Bitsy y Lou (sí, Lou era el hombre de la pareja; le parecía haberlo entendido) y rastrillaba con movimientos largos y firmes hacia el montón que había empezado a formarse junto al camino de la casa. Bitsy y ella se movían casi al mismo ritmo, como un coro. Lou hablaba tanto que no podía seguirles el ritmo. Primero habló con Sami, que estaba a su otro lado; se enfrascaron en una aburrida conversación sobre las profesiones de cada uno, y luego, cuando se enteró de que Sami era agente inmobiliario, hablaron del elevado precio de la vivienda. A continuación le tocó el turno a Maryam: ¿cuánto tiempo llevaba en el país?, y ¿le gustaba vivir allí?
Maryam detestaba que le hicieran ese tipo de preguntas, en parte porque ya las había contestado muchas veces, pero también porque prefería imaginar (aunque fuera absurdo) que quizá no siempre se le notaba tanto que era extranjera. «¿De dónde es usted?», le preguntaba alguien justo cuando ella empezaba a enorgullecerse de haber sabido formular una frase particularmente complicada e ilógica. Le habría gustado decir: «De Baltimore, ¿por qué?», pero no tenía valor para hacerlo. En ese momento estaba hablando con tanta cortesía que era imposible que Lou sospechara lo que ella sentía. «Llevo treinta y nueve años aquí —contestó, y añadió—: Sí, claro. Me encanta este país».
Lou asintió con la cabeza, satisfecho, y siguió rastrillando. Entonces Bitsy golpeó ligeramente a Maryam con el codo. «Lou piensa que el universo acaba al este de Ocean City», dijo, y puso los ojos en blanco. Maryam rió. Decidió que Bitsy le caía bien. Y el variopinto grupo de trabajadores que peinaba el jardín, produciendo un intenso crepitar de hojas y levantando el polvoriento olor a otoño, le hizo sentirse feliz y aceptada. Aunque sabía muy bien que ella nunca podría llevar ese tipo de vida, le gustaba atisbarla de vez en cuando.
Jin-Ho se lanzó hacia delante para abrazar un montón de hojas y enterró en ellas la cara. Una hoja revoloteó y aterrizó en la chaqueta de Susan, que la cogió con gesto de fastidio y la sostuvo para examinarla.
En poco más de una hora terminaron con el jardín delantero, una hermosa y limpia extensión de hierba, y a continuación los hombres fueron al jardín de atrás. Pero para entonces las dos niñas habían empezado a ponerse nerviosas, así que las mujeres se las llevaron adentro. En la cocina de los Donaldson, grande y anticuada, Bitsy sentó a Jin-Ho en su trona y le cortó un plátano mientras Ziba le daba un biberón a Susan. A Maryam le encantaban los ruiditos que hacía Susan cuando tragaba. «Um, um», decía con los ojos fijos en la cara de Ziba al tiempo que, con una mano, apretaba y soltaba rítmicamente la manga del jersey de su madre. La madre de Brad y Maryam se sentaron a la mesa de la cocina con sendas copas de vino blanco, pero Connie subió al piso de arriba a echarse un rato. Tan pronto como hubo salido de la cocina, la madre de Brad preguntó:
—¿Cómo está?
Bitsy tardaba tanto en contestar que su suegra insistió:
—¿Bitsy? —pero entonces todas vieron que Bitsy tenía lágrimas en los ojos. Bitsy se acercó más a la trona de Jin-Ho y, minuciosamente, puso en fila varias rodajas de plátano antes de contestar con voz tensa:
—No muy bien, creo.
—Madre mía —dijo Pat—. Bueno, puedes dar gracias a Dios de que haya vivido para conocer a tu hija. Sé que eso significa mucho para ella.
Bitsy asintió en silencio, y Maryam, con la intención de rescatarla, se volvió hacia Pat y le preguntó:
—¿Tardaron mucho en conseguir a la niña?
—¡Ya lo creo! ¡Una eternidad! Y para colmo, el año pasado hubo aquel problema, ¿os acordáis? Las autoridades coreanas decían que iban a dejar salir a menos niños del país.
—¡Sí, fue terrible! —terció Ziba—. ¡Sami y yo estábamos preocupadísimos! Creímos que tendríamos que empezar desde el principio y adoptar en China.
—Nosotros pensamos lo mismo —dijo Bitsy en un tono de voz completamente normal, y no se volvió a mencionar a su madre.
Un gran cazo hervía, tapado, a fuego lento, y cuando Jin-Ho hubo terminado de comer, Bitsy empezó a remover, probar, sazonar y subir la llama de un renegrido fogón sobre el que había otro cazo. Le dio dos aguacates a Maryam para que los pelara y envió a su suegra al comedor con varios montones de platos.
—Espero que a nadie le importe que no haya carne —dijo—. No somos vegetarianos estrictos, pero procuramos no comer carnes rojas.
—A mí no me importa. La comida vegetariana es muy sana —dijo Ziba. Había dejado a Susan en el suelo, donde Jin-Ho golpeaba dos tapas de cazuela, y las estaba observando.
—A nosotros nos encanta vuestra gastronomía —comentó Bitsy, y empezó a hablarle a Ziba de algo que había comido en un restaurante, un plato cuyo nombre no recordaba, pero que había encontrado delicioso, mientras Maryam cortaba un aguacate que ya había pelado y lo ponía en un cuenco. Entonces Pat preguntó si los Yazdan habían sufrido mucho durante la crisis de los rehenes iraníes, y Ziba contestó: «Verás, entonces yo acababa de llegar aquí, no me enteré mucho. Pero creo que Maryam sí tuvo algún problema…», y todas miraron con expectación a Maryam, que dijo: «Bueno, algún pequeño problema», y empezó a cortar el segundo aguacate. A Pat y a Bitsy les habría encantado que se explicara mejor, pero ella permaneció callada. Estaba harta de ese tema, la verdad.
Brad asomó la cabeza por la puerta de atrás y preguntó:
—¿Cómo va todo por aquí? ¿Nos da tiempo a recoger las hojas antes de cenar?
—No —respondió Bitsy—. Estoy a punto de servir.
—Vale, voy a llamar a los otros —y volvió a cerrar la puerta.
El plato principal era un mejunje de frijoles servido sobre una base de arroz. A Maryam no le disgustaba el arroz americano; sólo tenía que pensar que no era arroz, sino otra cosa completamente diferente. Ayudó a Bitsy a poner la comida en la mesa mientras Pat llenaba los vasos de agua. Por toda la mesa había cuencos con cebollas tiernas y tomates cortados, queso rallado, aguacates troceados y unas cuantas cosas más que Bitsy dijo que había que echar por encima. Les enseñó a Ziba y a Maryam dónde tenían que sentarse y luego se acercó a la escalera.
—¿Mamá? ¿Te apetece bajar?
—Voy a buscarla —anunció su padre. Al cruzar el comedor, dejó un rastro de olor a hojas secas; tenía la cara grande y de cutis áspero, curtida por el frío. Y Sami estaba sudando. Se secó la frente con la manga y se dejó caer en una silla al lado de Ziba.
—Lo hemos rastrillado todo salvo un trocito al lado del garaje —le dijo a su mujer, y acarició a Susan, que estaba sentada en el regazo de su madre—. ¿Me has echado de menos, Susie-june?
—¡Vaya! Comida hippy —dijo el padre de Brad examinando los frijoles.
Su mujer le dio una palmada en la muñeca y dijo:
—Siéntate.
—Y cereales de avena gratinados.
—Aquí no hay ni una pizca de avena, así que siéntate.
Se sentó. Bitsy le lanzó una mirada de resignación a Brad y a continuación levantó a Jin-Ho del suelo y se sentó con ella en la cabecera de la mesa.
—Bueno, a comer —dijo—. No esperéis a mis padres.
Brad ofrecía vino tinto o cerveza a los comensales, lo que prefirieran.
—Últimamente ya no hay tiempo para el cóctel —dijo mientras descorchaba la botella de vino—. Antes de que se haya puesto el sol, ya estamos cenando. Son los inconvenientes del horario infantil, ya se sabe. Bitsy se va a la cama poco después de acostar a Jin-Ho.
—Es que acabo agotada —le dijo Bitsy a Ziba—. ¿Tú no? ¡Antes era tan noctámbula! Ahora sueño con irme a dormir pronto.
—Sí, yo también —coincidió Ziba—. Y Susan se levanta muy temprano. A las siete.
—¡A las siete! Qué suerte tienes. Jin-Ho se despierta a las cinco y media o las seis. Lo que tienes que hacer es echarte la siesta, Ziba. Tienes que echarte la siesta cuando lo hace tu hija.
—¿Echarme la siesta?
—Yo pongo música clásica, me tumbo en el sofá, y me quedo dormida al instante hasta que ella se despierta.
—¡Ojalá yo pudiera hacer eso! —se lamentó Ziba mientras se servía arroz—. Pero dos días por semana estoy trabajando, y los otros días intento ponerme al día con la ropa sucia, la limpieza y esas cosas.
—¿Trabajas? —le preguntó Bitsy.
—Sí, soy decoradora.
—¡Yo no podría trabajar! ¿No te da pena separarte de tu hija?
Ziba dejó de servirse arroz y le lanzó a Maryam una mirada de incertidumbre.
Lou se encargó de romper el silencio.
—Bueno, Pat dejó a su hija desde que tenía seis meses, y mira lo bien que ha salido, ¿no?
Brad agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza y siguió sirviendo vino.
—Pero es la etapa más formativa de sus vidas —insistió Bitsy—. Nunca podrás recuperar esos años.
—Para mí es una gran suerte que Ziba trabaje —intervino Maryam—. Así tengo a Susan para mí sola los martes y los jueves. Eso nos brinda la oportunidad de… —buscó la palabra adecuada, la palabra más moderna y científica para expresar lo que quería decir—. De crear un vínculo —dijo al final—. Nos permite crear un vínculo.
—Entiendo —dijo Bitsy, aunque no parecía convencida. Abrazó más fuerte a Jin-Ho y apoyó la barbilla en la reluciente cabecita de la niña. Y Ziba seguía con su mirada de incertidumbre. Se le había borrado el pintalabios, y el contorno negruzco parecía fortuito, como si hubiera estado comiendo tierra.
La madre de Bitsy dijo desde la puerta:
—¡Qué maravilla! —entró en la habitación y se dirigió hacia su silla. Su marido la seguía dos pasos más atrás—. Las especias se olían desde arriba —dijo mientras se sentaba. Desdobló la servilleta y sonrió al resto de comensales—. ¿Cómo se llama este plato?
—Habichuelas negras —dijo Bitsy—. Es cubano.
—¡Cubano! ¡Qué emocionante!
Bitsy se enderezó, como si acabara de pensar algo.
—¿Te has fijado en que voy vestida de blanco y negro? —le dijo a Ziba.
Ziba asintió y abrió mucho los ojos.
—Es porque los bebés no distinguen los colores. Sólo distinguen el blanco y el negro. Desde el día que llegó Jin-Ho sólo me he vestido de blanco y negro.
—¿En serio? —dijo Ziba, y se miró el jersey rosa de cuello vuelto.
—Tú podrías hacer lo mismo —sugirió Bitsy.
—Sí, tienes razón.
Bitsy se relajó y volvió a apoyar la barbilla en la cabeza de Jin-Ho.
—Pero entonces, ¿cómo es que Susan puede coger los bloques? —le preguntó Maryam a Bitsy.
—¿Los bloques?
—Los bloques de color rosa y azul sobre el suelo amarillo del parque. Yo le digo «Coge los bloques, Susan», y ella los coge.
—Ah, ¿sí? —se extrañó Bitsy, y miró a Susan—. ¿Coge los bloques cuando se lo dices?
—Sí, y están sobre un fondo amarillo —confirmó Maryam. Se sirvió un poco de arroz y se volvió hacia Connie—. ¿Te sirvo? —preguntó.
—No, gracias, todavía no —contestó Connie, aunque sólo tenía una rebanada de pan en el plato.
Bitsy seguía contemplando a Susan. Por un instante pareció que no iba a ocurrírsele nada más que decir, pero entonces se volvió hacia Ziba y le preguntó:
—¿Dejas a tu hija en un parque?
Ziba volvió a adoptar aquella expresión de incertidumbre. Antes de que pudiera contestar, Maryam dijo:
—¿Y los frijoles y el arroz?
—¿Perdón? —dijo Bitsy.
—Los frijoles negros y el arroz blanco. ¿También se los dedicas a la niña?
Bitsy se quedó cortada, pero entonces su suegro rió y ella sonrió tímidamente.
Después de ese día, las dos familias se reunieron varias veces, aunque Maryam siempre buscaba alguna excusa educada para rechazar la invitación. ¿Por qué iba a compartir la vida social de una joven pareja? Ella tenía sus propios amigos, la mayoría mujeres, la mayoría de su misma edad y casi todas extranjeras, aunque no iraníes, casualmente. Comían juntas en restaurantes o en casa de alguna de ellas. Iban al cine y a conciertos. Y además tenía su trabajo, por supuesto. Tres días por semana trabajaba en el despacho de la guardería a la que había ido Sami. Nadie podía reprocharle que perdiera el tiempo.
Sin embargo, todos los días Ziba le hablaba de los Donaldson. Así se enteró de que Bitsy era partidaria de los pañales de tela, de que Brad opinaba que las vacunas eran peligrosas, de que ambos le leían cuentos tradicionales coreanos a Jin-Ho. Ziba también se pasó a los pañales de tela (aunque una semana más tarde volvió a los desechables). Llamó a su pediatra para hablar con él de las vacunas. Leía diligentemente El pastel de arroz y ajenjo mientras Susan, que todavía no tenía interés por los libros, hacía todo lo posible para arrugar las páginas. Y después de la fiesta de Navidad de los Donaldson, Ziba compró una cafetera eléctrica con capacidad para cuarenta tazas para poder preparar su propio zumo de manzana caliente. «Pones trozos de canela en rama y clavos en el compartimiento del café molido. ¿Verdad que es un buen truco?», le explicó a Maryam.
Maryam se daba cuenta de que Ziba admiraba a los Donaldson.
Maryam no volvió a verlos hasta el mes de enero, cuando los Donaldson fueron a la fiesta del primer cumpleaños de Susan. Llevaron a Jin-Ho vestida de coreana —con un brillante vestido tipo kimono, un sombrero puntiagudo con una cinta que se ataba debajo de la barbilla y unos zapatitos de tela bordados—, y se quedaron mirando alrededor, de pie, un poco perdidos en medio del mar de parientes iraníes. Maryam salió a recibirlos. Elogió el sombrero de Jin-Ho, les enseñó dónde tenían que dejar los abrigos y les explicó quién era quién.
—Ésos son los padres de Ziba; viven en Washington. Y ésos son su hermano Hassan, de Los Ángeles, su hermano Ali, también de Los Ángeles… Ziba tiene siete hermanos, ¿qué os parece? Hoy han venido cuatro.
—Y ¿quiénes son de tu familia, Maryam? —preguntó Bitsy.
—Ah, ninguno. Casi toda mi familia todavía vive en Teherán. No nos visitan a menudo.
Le sirvió a cada uno una taza de zumo de manzana caliente y luego los guió entre la concurrencia, deteniéndose aquí y allá para hacer las presentaciones. Siempre que podía, elegía a alguien que no fuera iraní —un vecino, una compañera de trabajo de Sami— porque Brad llevaba a Jin-Ho en brazos y nunca sabías qué se les ocurriría decir a los parientes de Ziba. («En Los Ángeles hay cirujanos plásticos que les arreglan los ojos a los chinos para que parezcan occidentales —había oído que le decía la mujer de Ali a Ziba esa mañana—. Si quieres puedo darte algunos teléfonos».)
La verdad era que los Hakimi parecían recién salidos del bazar. La familia de Maryam nunca se habría relacionado con ellos si no se hubieran marchado de su país.
Al final, lo que hizo que los Donaldson se relajaran fue la comida. Exclamaron, admirados, cuando vieron el bufet, con sus múltiples platos principales y su despliegue de guarniciones y ensaladas. Querían saber los nombres de todo, y cuando Bitsy se enteró de que lo había cocinado Maryam, le preguntó, casi con timidez, si le importaría pasarle alguna receta. «Claro que no —dijo Maryam—. Está todo en mi libro de cocina iraní». Ya se había dado cuenta de que los americanos creían que las recetas eran una cuestión de creatividad e invención. Podían servir una comida diferente todos los días durante un año sin repetirse nunca —un día, cocina italoamericana, otro, texmex, y el otro, asian fusión—, y les sorprendía que en otros países la gente siempre comiera lo mismo.
—Maryam, ¿se molestó la familia de Ziba cuando se enteró de que Sami y ella iban a adoptar una niña? —preguntó Bitsy.
—No, en absoluto. ¿Por qué lo preguntas? —respondió Maryam resueltamente. (Era increíble las cosas que preguntaba la gente)—. Mira, éste es un plato típico de las bodas —dijo—. Pollo con almendras y piel de naranja. No dejes de probarlo.
Bitsy estaba llenando un plato con dobles raciones, porque Brad llevaba a Jin-Ho en brazos. Se sirvió una ración del plato que acababa de recomendarle Maryam y dijo:
—Los padres de Brad eran un poco reacios. Los míos no; los míos nos apoyaron desde el principio. Pero Brad es hijo único y sus padres eran un poco más… No sé; quizá les preocupaba lo de perpetuar el linaje o algo así —se guardó un trozo de pan ácimo en el bolsillo con toda naturalidad. (Llevaba una especie de vestido de campesina tejido a mano de varios tonos de azul. Maryam se fijó en que ya no vestía de blanco y negro)—. Pero ahora adoran a Jin-Ho, por supuesto —añadió—. No podrían ser más cariñosos con ella —hizo una pausa y miró a Maryam—. Y tú estás muy unida a Susan, lo sé porque me lo ha dicho Ziba.
—Sí —se limitó a decir Maryam, pero no pudo evitar lanzarle una mirada a su nieta, que estaba en el otro extremo de la habitación. Susan llevaba un vestido con estampado de capullos de rosa que le había comprado su otra abuela en una tienda muy elegante de Georgetown, y el rosa pálido realzaba aún más su negro cabello y sus negros ojos.
Los invitados americanos se llevaban los platos al salón, mientras que los invitados iraníes se quedaban de pie alrededor del bufet. Maryam intentaba decidir quiénes eran más glotones, si los americanos por buscar en seguida un rincón privado y acurrucarse posesivamente sobre su comida, o los iraníes por quedarse comiendo cerca de la fuente, mientras los otros invitados, que todavía no se habían servido, intentaban abrirse paso para hacerlo. En cualquier caso, se las ingenió para llevarse a los Donaldson al salón. Se encargó de que se sentaran en el suelo, alrededor de la mesita, pues todas las sillas estaban ocupadas, y entonces fue a la cocina a buscar un babero para Jin-Ho. Cuando volvió, Brad y Bitsy habían entablado una conversación con la vecina de al lado, que estaba sentada en el sofá amamantando a su bebé. «Nunca es demasiado pronto para empezar —iba diciendo Bitsy—. Estamos hablando del programa de ejercicios madre-hijo —le explicó a Maryam—. Es bueno para los músculos, y además desarrolla el cerebro. Tiene que ver con la coordinación óculo-manual, creo».
Era evidente que Bitsy se sentía como en su casa. Maryam le ató el babero a Jin-Ho y fue a ver quién más necesitaba atención.
Fue un exceso de buenos modales lo que esa primavera movió a Maryam a invitar a los Donaldson a una cena con motivo del Año Nuevo iraní. De hecho, ella ya no celebraba el Año Nuevo. Sami y Ziba siempre iban a Washington, donde los padres de Ziba celebraban una fiesta espectacular a la que asistía un gran número de invitados enjoyados y perfumados, gente que había llegado a Estados Unidos mucho más tarde que Maryam y que no era su tipo. Ese año no era ninguna excepción, pero Ziba le dijo a Maryam que después del día de Año Nuevo le gustaría invitar a los Donaldson para que probaran los platos tradicionales. «Les gustó mucho todo lo que comieron en la fiesta de cumpleaños de Susan —le recordó—. He pensado que podríamos invitar también a los padres de Brad y Bitsy, y a mis padres, si pueden venir. Podríamos montar un haftseen y quizá preparar un morgh polo… Bueno, lo harías tú, pero yo te ayudaría en todo lo que pudiera. ¿Qué te parece la idea?».
Lo normal habría sido que a Maryam le hubiera parecido muy bien, pero notaba una pizca de resistencia.
¿Por qué tenían que organizar semejante exhibición étnica? ¡Si eso es lo que buscan los Donaldson, que vayan al Smithsonian!, pensaba con fastidio. ¡Que lean el National Geographic! Pero lo que le dijo a Ziba fue:
—¿No crees que te complicas un poco la vida? Piensa que acabarás de regresar de Washington.
—¿Complicarme la vida? No, qué va —replicó Ziba—. Aunque… quizá te complique la vida a ti.
—No, no es eso. ¡Yo no tengo que ir a Washington! Pero lo del haftseen, por ejemplo. Habría que prepararlo con mucho tiempo, y vosotros estaréis fuera.
No había ningún problema para preparar el haftseen con antelación. Y además, podían programar la cena para la fecha que quisieran. Seguramente Ziba se dio cuenta de que Maryam estaba buscando excusas, pero sacó la conclusión equivocada:
—¡Ah! —dijo—. ¿Prefieres celebrar la cena en tu casa?
—¿En mi casa? Bueno, pero…
—¡Claro! ¡No se me había ocurrido! Como en nuestra casa hay más espacio… Pero si prefieres que lo hagamos en tu casa…
—Bueno, es verdad que mi casa es más pequeña —dijo Maryam.
—Pero vas a cocinar tú. Es justo que decidas tú lo que prefieras.
—Pero tú harás el resto del trabajo: decorar, limpiar… Es más lógico que lo hagamos en tu casa.
—No, tranquila —resolvió Ziba—. Lo haremos en tu casa. Por mí no hay ningún problema.
Y así fue como Maryam invitó a los Donaldson a su casa.
Diez días antes de la fiesta, Sami la llevó a Rockville a comprar los ingredientes más exóticos. (Era una distancia lo bastante grande para que ella no se sintiera cómoda conduciendo sola.) En la 1-95 había mucho tráfico, y Sami murmuraba por lo bajo cada vez que la hilera de pilotos rojos se iluminaba delante de ellos. «Deberíamos alegrarnos de que ese sitio no esté más lejos —le dijo Maryam—. Cuando llegué a este país, tu abuela tenía que enviarme casi todas las especias por correo desde Irán».
Todavía recordaba aquellos paquetes, unos fardos de tela torpemente cosidos, llenos de zumaque, hojas secas de fenogreco y diminutas y ennegrecidas limas secas, con la dirección escrita a mano en el vacilante inglés de su madre en unas etiquetas de cartón que hacía ella misma. «Lo que no podían enviarnos lo falseábamos —añadió—. Las otras mujeres y yo intercambiábamos trucos. Hacíamos salsa de granada con zumo de uva concentrado Welch, y relleno de pastel con calabaza de lata. Aún me acuerdo. El requesón lo hacíamos con leche descremada y queso de cabra pasados por la batidora».
En aquella época, todos sus amigos eran iraníes, y todos estaban más o menos en la misma situación que Maryam y Kiyan. (Cuando en una de sus grandes partidas de póquer alguna esposa gritaba: «¡Señor doctor!», todos los hombres que estaban en la habitación contestaban: «¿Sí?».) ¿Qué había sido de aquella gente? Bueno, muchos habían regresado a su país, claro. Y otros se habían ido a vivir a otras ciudades de Estados Unidos. Pero Maryam sabía que algunos seguían allí, en Baltimore, sólo que ella había perdido el contacto con ellos. La política había complicado aún más el asunto, para empezar. ¿Quién apoyaba al Sha? ¿Quién no lo apoyaba? Y después de la Revolución, podías tener la seguridad de que la mayoría de los recién llegados eran partidarios del Sha, y que incluso habían tenido cargos elevados en la policía secreta, y era mejor evitarlos. Además, Kiyan ya había muerto y ella no se sentía cómoda en aquellas reuniones, rodeada de parejas.
—¡Ojalá tu padre hubiera vivido para ver al Sha derrocado! —le dijo a Sami—. Habría sido muy feliz.
—Durante unos tres minutos y medio —replicó Sami.
—Bueno, sí.
—No le gustaría nada saber lo que está pasando allí ahora.
—No, claro.
Un día, en su casa, Maryam había estado escuchando música con la vieja radio de onda corta de Kiyan mientras planchaba. Ya había habido manifestaciones públicas y rumores de disturbios, pero ni los expertos habían sabido predecir las consecuencias de todo aquello. Y de pronto la música había dejado de sonar y hubo un largo silencio, roto al final por una voz masculina que anunció con serenidad: «Ésta es la voz de la Revolución». Un escalofrío le recorrió la espalda, y se le llenaron los ojos de lágrimas; dejó la plancha y dijo en voz alta: «¡Oh, Kiyan! ¿Has oído eso?».
—Si supiera lo que está pasando allí ahora se le partiría el corazón —le dijo Maryam a Sami—. ¿Sabes qué? A veces pienso que los muertos tienen suerte.
—¡Ahí va! —exclamó Sami. Maryam miró instintivamente hacia los coches que tenían delante, creyendo que se había producido algún accidente. Pero no, por lo visto era una de esas reacciones exageradas tan propias de los jóvenes—. ¡No digas eso, mamá! ¡Eso, nunca!
—Hombre, no lo digo en sentido literal. Pero ¿qué diría tu padre, Sami? ¡Él adoraba su país! Su intención era que regresáramos todos allí algún día.
—Gracias a Dios que no volvimos —dijo Sami; puso el intermitente y pasó bruscamente al carril rápido, como si esa idea lo enfureciera.
Sami nunca había estado en Irán. La única vez que Maryam regresó allí después del nacimiento de su hijo, Sami ya se había casado y trabajaba en Peacock Homes, y dijo que no podía dejar el trabajo. El verdadero motivo era que no le interesaba el viaje. Ella lo contempló con tristeza, contempló su grande y curva nariz, tan parecida a la de Kiyan, y sus simpáticas garitas. Seguramente ya nunca iría a Irán, y menos aún con ella, porque ella había decidido no volver después de aquella última visita. Y no lo hacía tanto por las restricciones —el largo y fúnebre abrigo negro que había tenido que ponerse y el pañuelo de cabeza, poco favorecedor—, como por la ausencia de tantas personas a las que había querido. Le habían informado de sus muertes en su momento, desde luego (la de su madre, sus tías abuelas, sus tías y algunos de sus tíos; le habían notificado cada pérdida, una a una, con muchos rodeos y mucho tacto, en papel azul de aerograma o, más adelante, por teléfono). Pero por lo visto, en el fondo no se había dado cuenta del todo hasta que llegó allí, a la casa de sus padres, y echó de menos a su madre. ¿Dónde estaba el grupito de tías que iban de aquí para allá chascando la lengua y riendo como gallinas? Y en el aeropuerto, cuando ya se iba, había tenido un problema con el visado de salida, algo intrascendente que solucionó fácilmente un primo suyo que tenía contactos; pero Maryam sintió un pánico que casi la asfixió. Se sentía como un pájaro agitando las alas dentro de su jaula. ¡Déjenme salir, déjenme salir, déjenme salir! Y nunca había vuelto.
En la tienda de comestibles, donde Sami y ella tuvieron que abrirse paso entre una multitud de iraníes que habían ido a comprar ingredientes para sus fiestas de Año Nuevo, no pudo evitar preguntar: «¿Quién es esta gente?». Los niños tuteaban a sus padres, gritaban, se portaban mal y eran maleducados. Las adolescentes enseñaban el ombligo. Los clientes que estaban más cerca del mostrador se empujaban unos a otros. «¡Esto es… penoso!», le dijo a Sami, pero él la sorprendió respondiendo: «¡Venga, mamá, no seas pusilánime!».
—¿Cómo dices? —preguntó ella, pues no estaba segura de haber oído bien.
—¿Por qué iban a comportarse mejor que los americanos? —dijo Sami—. Se comportan igual que todo el mundo, mamá, así que deja de juzgarlos.
El primer impulso de Maryam fue contestar con brusquedad. ¿Tan descabellado era esperar que sus compatriotas dieran buen ejemplo? Pero contó hasta diez antes de hablar (una táctica que había aprendido en la adolescencia), y entonces decidió no decir nada. Avanzó por el pasillo en silencio, metiendo paquetes de celofán de hierbas y frutas secas en el cesto que Sami sujetaba para ella. Se paró delante de un cubo de semillas de trigo, y Sami dijo: «¿Habrá tiempo para que germinen?». Habría tiempo de sobra, como él sabía muy bien. Seguro que sólo lo había preguntado para hacer las paces. Así que Maryam contestó: «Hombre, yo creo que sí. ¿Qué opinas tú?», y con eso quedó zanjada la discusión.
Sí, Maryam era consciente de que juzgaba a la gente. Con los años se había vuelto cada vez más crítica, quizá porque había vivido mucho tiempo sola. Tendría que vigilarse. Se propuso sonreír a la siguiente persona que la empujara, una mujer con el pelo corto teñido del color de una cacerola de cobre, y cuando ésta le devolvió la sonrisa resultó que tenía una sola y profunda arruga en la comisura de cada ojo, igual que tía Minou, y Maryam sintió un profundo cariño por ella.
Habían invitado a comer a los Donaldson un domingo que caía ocho días después de la fiesta de los padres de Ziba, de modo que aún había menos motivos para que Maryam celebrara la fiesta en su casa. Pero ya se había resignado. Se pasó toda la semana anterior cocinando; preparaba uno o dos platos cada día. Montó la mesa del haftseen en el salón, con los siete objetos tradicionales —incluido un exuberante putting green de semillas de trigo germinadas— ingeniosamente repartidos sobre su mejor mantel bordado. Y el domingo por la mañana se levantó antes del amanecer para terminar los últimos preparativos. Las únicas ventanas iluminadas del vecindario eran las de las casas donde había bebés. Sólo se oían los trinos de los pájaros, un clamor de canciones nuevas que se entremezclaban señalando la llegada de la primavera. Maryam caminaba descalza por la cocina, con unos pantalones de muselina y una camisa larga que había sido de Sami. El té se enfriaba en la encimera mientras ella lavaba el arroz y lo ponía en remojo, se subía a un taburete para coger las bandejas y cortaba los tallos de los tulipanes amarillos que habían pasado la noche en cubos en el porche trasero. Empezaba a despuntar el alba, y por la ventana, abierta, oyó el chirrido de los frenos de la furgoneta del repartidor de periódicos y luego el golpe del Baltimore Sun contra el escalón de la puerta. Recogió el periódico y se lo llevó a la cocina para leerlo mientras se tomaba otra taza de té. Desde donde estaba sentada veía el comedor; en la mesa, la cubertería relucía, la cristalería destellaba y los tulipanes desfilaban por el centro en una hilera de delgados jarrones de cristal. Le encantaba ese momento antes de una fiesta cuando las servilletas todavía no se habían arrugado y reinaba el silencio.
A las doce y media, recién bañada y ataviada con unos pantalones negros y estrechos y una túnica de seda blanca, estaba de pie en la puerta principal para recibir a Sami y a Ziba. Llegaron pronto para ayudarla con los preparativos de última hora, aunque, como señaló Sami, Maryam ya lo había hecho todo. «No importa, así puedo estar un rato con Susan», dijo ella. Susan ya caminaba muy bien, y tan pronto como Sami la dejó en el suelo, la niña fue derecha hacia el cesto donde Maryam guardaba sus juguetes. Le había crecido mucho el pelo, que ya le tapaba los ojos si no se lo recogían en una coleta que parecía un plumero, en lo alto de la cabeza; unos mechones rebeldes rodeaban sus orejitas, con forma de concha, y adornaban su nuca, delgada como el tallo de una flor.
—¡Susie-june! —le dijo Ziba—, di «¡Hola, Mari-june!», di «¡Hola, Mari-june!».
—Mari-june —obedeció la niña, aunque no lo pronunció del todo bien. Le dedicó una de sus sonrisas de complicidad a Maryam, como si fuera muy consciente de lo inteligente que era.
Ziba quería revisarlo y tocarlo todo —«¿Podemos hacer algo? ¿Quieres que Sami abra el vino? ¿Qué mantel has puesto?»—, pero Maryam le aseguró que ya estaba todo listo. «Siéntate —le dijo—. Dime qué quieres beber».
Ziba no contestó porque estaba aporreando los cojines, e incluso apartó a Sami para coger uno en el que él estaba apoyado. Maryam supuso que su nuera debía de estar nerviosa. Se había arreglado demasiado para ser de día —llevaba el mismo vestido de color azul turquesa, brillante, que se había puesto para la fiesta de sus padres, y los dos círculos de colorete de sus mejillas hacían que pareciera que tenía fiebre—. Seguramente estaba comparando la casa de Maryam y la suya —el salón de Maryam, tradicional y demasiado pequeño; los muebles sin estilo, cubiertos con pañuelos de cachemira; los adornos iraníes—, y la encontraba pobre. «¡Deja eso, Susan! —saltó cuando Susan sacó un perro de peluche—. ¡No puedes esparcir tus juguetes por toda la casa cuando están a punto de llegar los invitados!».
—¿Por qué no? Jin-Ho también querrá jugar —intervino Maryam, y Sami, toqueteando distraídamente una ristra de cuentas de cerámica que había cogido de la mesita, dijo:
—Relájate, Zee. No te pongas nerviosa.
Ziba soltó un bufido y se sentó en una butaca.
No ayudó mucho que los siguientes en aparecer fueran los padres de Ziba. Llegaban un poco pronto, porque no habían calculado bien lo que tardarían en trasladarse desde Washington, y cuando la señora Hakimi le pidió disculpas a Maryam en farsi («Lo siento mucho, le ruego que me perdone; ya le he dicho a Mustafá que debíamos dar una vuelta con el coche, pero me ha dicho…»), Ziba gritó: «¡Por favor, mamá, me prometiste que hoy sólo hablarías en inglés!».
La señora Hakimi le lanzó una mirada compungida a Maryam. Era una mujer de aspecto agradable, con la cara llenita y cansada, y Maryam se había fijado en que permitía que su familia la pisoteara, sobre todo su marido, que mantenía la rígida postura de un militar aunque había hecho su dinero en los negocios. Se dedicaba a la importación. (Maryam no estaba segura de qué era lo que importaba.) Él tenía la cabeza calva y amarilla y una barriga enorme que tensaba el chaleco de su traje gris de piel de tiburón. «¡Susie-june!», bramó el señor Hakimi, y se abalanzó sobre Susan, que sonrió tímidamente pero se enroscó como una gamba; y no era de extrañar, porque al señor Hakimi le encantaba pellizcarle las mejillas con sus grandes dedos amarillos mientras Susan se retorcía y buscaba con la mirada a Ziba.
—Tengo entendido que su fiesta de la semana pasada fue todo un éxito —le dijo Maryam a la señora Hakimi.
—Qué va, no es para tanto. Fue una reunión muy sencilla —contestó la señora Hakimi, y de pronto volvió a pasar al farsi—: Estoy segura de que la comida de hoy será mucho más elegante, porque la ha preparado usted y no conozco a nadie que haga tan deliciosos… —las palabras salieron en tropel, como si la mujer se hubiera propuesto decir cuánto pudiera antes de que la pillaran; pero Ziba la reprendió:
—¡Mamá! —y la señora Hakimi se interrumpió y miró a Maryam con gesto de impotencia.
Maryam había comprobado que solían ser las esposas quienes se adaptaban más deprisa. Casi de la noche a la mañana habían descifrado las costumbres de los lugareños, dominaban los pormenores de los supermercados y de los turnos de coches para ir al trabajo, y adquirían confianza y seguridad mientras que sus maridos, agobiados de trabajo, reservaban el inglés a los términos médicos o al vocabulario de las salas de reuniones. En esa época, los hombres dependían de las mujeres para manejarse en el mundo práctico; pero en el caso de los Hakimi, la situación parecía haberse invertido. Cuando llegaron los padres de Brad con sus primaverales atuendos, de todos los colores del arco iris, anunciando sus nombres con vivacidad antes de que Maryam pudiera presentarlos, la señora Hakimi se limitó a mirarse el regazo y sonreír, hundiéndose aún más en la butaca. Fue el señor Hakimi quien tomó las riendas de la conversación.
—¡Así que vosotros sois los abuelos paternos! ¡Cuánto nos alegramos de conoceros! Dime, Lou, ¿a qué te dedicas?
—Pues soy abogado, pero estoy jubilado —contestó Lou casi con la misma efusividad que el señor Hakimi—. Ahora mi mujer y yo llevamos una vida de ocio. Hacemos muchos cruceros, jugamos al golf… Seguro que conoces el Elderhostel…
Maryam se disculpó y fue a ver cómo andaba la cena. Bajó un fuego, subió otro, y luego se quedó un momento, embelesada, mirando por la ventana de la cocina, hasta que el sonido del timbre la hizo volver en sí. Cuando regresó al salón, vio entrar a Brad y a Bitsy; Brad llevaba a Jin-Ho en brazos, y los padres de Bitsy lo seguían a cierta distancia. Connie tenía problemas con los escalones. Dave le puso una mano debajo del codo mientras ella se esforzaba para levantar un pie y colocarlo en el escalón donde tenía el otro. «¡Lo siento!», dijo Maryam, y cruzó el porche para ir a saludarla. «Debí decirte que entraras por la parte de atrás.»
Pero Connie replicó:
—No te preocupes. Me conviene hacer ejercicio —y le estrechó ambas manos a Maryam—. No sabes cuántas ganas tenía de veros —añadió.
Por fin se había quitado la gorra de béisbol. Tenía la cabeza cubierta de un pelo canoso y escaso, de un centímetro de largo, muy fino y suave, y llevaba un vestido de algodón azul marino que le iba grande. Cuando llegó a la puerta, se paró y respiró hondo, como para darse ánimo. Entonces irrumpió en el salón.
—¡Vosotros debéis de ser los padres de Ziba! —gritó—. ¡Hola! ¡Soy Connie Dickinson, y éste es mi marido, Dave! ¡Hola, Pat! ¡Hola, Lou!
Hubo una oleada de saludos y cumplidos (el nuevo color de pelo de Pat, los pantalones fruncidos con un cordón de Bitsy), y entonces Dave preguntó qué era la mesa del haftseen, lo cual dio ocasión al señor Hakimi para soltar un sermón.
—Haftseen significa «siete eses» —explicó con un tono de voz declamatorio—. Aquí hay siete objetos que empiezan con la letra ese —Dave y Connie asintieron con la cabeza solemnemente, mientras Bitsy impedía que Jin-Ho se agarrara al mantel bordado de la mesa.
—¡Un momento! —dijo Lou—. ¡Esos jacintos no empiezan con ese!
—Papá… —dijo Brad.
—¡Ni el plato de hierba!
—Empiezan con ese en nuestro idioma —aclaró el señor Hakimi.
—Ah. Ya. Muy interesante.
—Tienes una casa preciosa, Maryam —intervino Bitsy—. Me encanta la mezcla de telas. Yo soy tejedora, ya lo sabes, por eso me fijo en estas cosas —cogió a su hija en brazos y añadió—: ¿Trajiste todas esas alfombras de tu país cuando viniste aquí?
—No, qué va —contestó Maryam, y rió—. Cuando vine aquí, sólo traje un maletín hecho de tejido de alfombra.
—Pero seguro que era de alfombra persa, con un dibujo fascinante.
—Bueno, sí…
Maryam se había desprendido de aquel maletín un mes después de su llegada, avergonzada de que no fuera Samsonite. En aquella época no se habría traído alfombras de su país aunque hubiera tenido sitio para ponerlas. Entonces le gustaban las cosas modernas y elegantes, sin estampados, a ser posible de color beige —muy americanas, como decía Kiyan—. A ambos les había gustado mucho el estilo de decoración occidental. No se dieron cuenta hasta más tarde de que habían abrazado lo peor de ese estilo: los platos de plástico baratos de color beige, el páramo de insulsa moqueta beige, las sillas tapizadas con material sintético beige, sujeto con grapas plateadas.
A continuación fue Dave quien se puso a hablar de la profesión de cada uno. Acababa de informar al señor Hakimi de que era profesor de física, y mientras Maryam se paseaba por la habitación repartiendo refrescos, vino y (para el señor Hakimi) whisky con hielo, se enteró de que Connie enseñaba inglés en un instituto, y de que Brad enseñaba biología. De modo que quizá fuera lógico que esa familia se sintiera autorizada para decirles a los demás cómo debían hacer las cosas. ¿Determinaban los genes las ocupaciones de las personas?, se preguntó mientras volvía a la cocina.
El arroz estaba empezando a emanar un olor a mantequilla dorada y a palomitas de maíz. Maryam llevó el cazo al fregadero y apagó el fuego. Oyó cómo el señor Hakimi, en el salón, introducía el siguiente tema de conversación: la política, y para ser más exactos la política iraní, la larga y noble historia de Irán y su amargo final con la Revolución. Suerte que no podían verla; ella siempre evitaba hablar de esos temas con los parientes de Ziba. Abrió el grifo, dejó correr el agua fría y esperó a que el cazo dejara de humear, aunque no tenía por qué vigilarlo. Al oír unos pasitos inseguros a su espalda, se llevó una alegría. «¡Susie-june!», exclamó dándose la vuelta, y Susan sonrió, extendió ambos brazos y dijo: «¡Aúpa!». Lo pronunció con mucho cuidado, como si fuera consciente de que estaba trabajando para aprender un nuevo idioma. Maryam la levantó y pegó la cara contra la suave mejilla de su nieta. Entonces Jin-Ho entró con paso inseguro, abrazada a un camión de juguete, y dijo: «¿Tita? ¿Tita?», y Maryam dedujo lo que quería y abrió el armario donde guardaba las galletas Triscuits. «Galletita», dijo, y le dio una a cada niña. «¡Gracias, Mari-june!», añadió, y dejó a Susan en el suelo. Susan y Jin-Ho empezaron a hacer rodar el camión, pasándoselo la una a la otra, cada una sujetando firmemente su galleta Triscuit, y acuclilladas con esa flexibilidad de la que sólo los niños son capaces, con los pies completamente apoyados en el suelo y muy separados, y el trasero a un centímetro del suelo. Daba gusto verlas. Maryam habría podido pasarse toda la tarde allí de pie, contemplando aquella escena.
Resultó que ése fue el momento culminante de la fiesta. Cuando los invitados se hubieron sentado a la mesa, a las dos niñas ya se les había pasado la hora de la siesta. Llevaron a Susan, gimiendo, a la cuna que Maryam tenía para ella en el piso de arriba, mientras que Jin-Ho tuvo que quedarse en el regazo de su madre, cada vez más malhumorada y nerviosa, rechazando con ímpetu los bocados de comida que le ofrecía Bitsy.
Y no eran sólo las niñas las que estaban quisquillosas. Primero a Pat se le ocurrió sugerirle a Connie que podía intentar envolverse la cabeza con un bonito pañuelo de seda (¿hasta los suegros se sentían autorizados para darse consejos unos a otros en esa familia?), y Connie se ruborizó y adoptó un gesto triste, y Dave dijo: «Gracias, Pat, pero creo que Connie está muy guapa así», y Pat dijo: «¡Pues claro! ¡Por supuesto! No estaba insinuando que…». Entonces Bitsy, por lo visto con la esperanza de desviar la conversación, dijo: «Ya que hablamos de modas, Ziba, ese moñito de Susan es muy mono», y Ziba replicó: «Sí, intento apartarle el pelo de los ojos», y Bitsy dijo: «Ah, bueno, nosotros no tenemos ese problema con Jin-Ho porque le hemos conservado el peinado que llevaba cuando llegó. Supongo que es porque nosotros no creemos que debamos americanizarla».
—¿Americanizarla? —dijo Ziba—. ¡Nosotros no la americanizamos! (Como si hubiera algo que pudiera americanizar a una persona, pensó Maryam, que había visto a muchos extranjeros intentar parecer cómodos con vaqueros.) Debía de ser que Ziba todavía se sentía insegura con los Donaldson, porque en otras circunstancias no se habría irritado de esa manera.
Y entonces el señor Hakimi hizo su aportación a la paz, pero sólo consiguió empeorar las cosas. «¡Estamos descuidando a nuestra anfitriona! —bramó—. La comida está deliciosa, señora, y ha sido usted muy amable librando a Ziba de la carga de organizado todo y atender a los invitados».
—Pero ¡si no era ninguna carga! —saltó Ziba—. ¿Qué dices? ¡Podríamos haber celebrado la cena en nuestra casa! ¡A mí me habría encantado celebrarla en nuestra casa!
—Ah, ¿sí? —dijo Maryam.
—¡En nuestra casa había más sitio! ¡Ya te lo dije! ¡No habríamos tenido que apretujarnos alrededor de la mesa ni sentarnos en sillas de escritorio, sillas de porche y sillas de cocina!
—Pues yo creía que tú… —dijo Maryam.
Pero Maryam ya no recordaba qué había dicho cada una. Le costaba reconstruir toda la conversación. Lo único que sabía era que, una vez más, ambas debían de haber sido demasiado educadas, demasiado «por favor, insisto» y demasiado «como tú prefieras».
—Bueno —acabó diciendo—. Ojalá lo hubiera sabido.
Connie dejó el tenedor en el plato y se inclinó para poner una mano sobre la de Maryam.
—Sea como sea, es una fiesta preciosa —dijo.
—Gracias —respondió Maryam.
—Además —terció Bitsy—, así hemos podido ver tu casa. Dime, Maryam, me muero de curiosidad: ¿qué llevabas en ese maletín que te trajiste? ¿Qué decide llevarse alguien que se marcha para siempre de su país?
Agradecida, Maryam se concentró en aquel maletín de tejido de alfombra. Un conjunto de lencería de seda, recordó. Y dos juegos de lencería de encaje cosidos a mano por la costurera de tía Eshi… Sonrió y negó con la cabeza.
—Nada de lo que te imaginas —le dijo a Bitsy—. Acababa de casarme. No pensaba en mi casa, sino en mi aspecto.
—¡Recién casada! ¿Viniste de recién casada?
—Llevaba casada un día cuando me subí al avión —especificó Maryam.
—¡Entonces, el viaje a Estados Unidos fue tu luna de miel! ¡Qué romántico!
Desde la cabecera de la mesa, Sami dijo:
—Va, mamá. Cuéntales toda la historia.
—¡Sí, por favor! ¡Cuéntanosla! —dijo Bitsy, y Lou golpeó la copa de agua con el cuchillo. Jin-Ho, que estaba quedándose dormida, se sobresaltó un poco, pero en seguida volvió a apoyar la cabeza en el hombro de su madre.
—No hay nada que contar —dijo Maryam.
—Claro que sí —la contradijo Sami, y miró a los demás—. Esa supuesta luna de miel la hizo sola —dijo—. Mi padre ya estaba aquí. Se casaron por poderes y luego mi madre hizo el viaje sola.
—¿De verdad? —preguntó Pat—. ¿Te casaste sin el novio? ¿Cómo funciona eso?
—Enséñales la fotografía —le dijo Sami a Maryam.
—Sami, seguro que no quieren ver esa fotografía —dijo ella, e ignoró las protestas de los demás («¡Sí, claro que queremos verla, Maryam!»). Se levantó para coger la fuente de hojas de parra rellenas y preguntó—: ¿Quién quiere empezar con los segundos?
—Es una fotografía de mi madre con su traje de novia —explicó Sami—. Está de pie, sola, detrás de una larga mesa, pero casi no se la ve porque hay una montaña de regalos. Parece que se esté casando con los regalos.
—Bueno, yo no diría… —dijo Maryam. Había algo en el tono de voz de su hijo que había herido sus sentimientos. Un tono de burla. Y quizá el señor Hakimi lo notara también, porque carraspeó y dijo:
—De hecho, en aquella época muchas jóvenes se casaban así. Los jóvenes se iban a Estados Unidos, a Alemania, a Francia… Y como es lógico, necesitaban esposas. Era una solución razonable.
—Pero ¿cómo era el noviazgo con tanta distancia? —le preguntó Pat a Maryam.
—¿Qué noviazgo? —dijo Sami riendo—. No había noviazgo. La boda estaba concertada.
Maryam percibió una nueva oleada de asombro alrededor de la mesa, pero no levantó la vista de la fuente que sujetaba con ambas manos. Nadie había probado los segundos. Quizá no les habían gustado las hojas de parra. Quizá no les había gustado nada.
—O sea —le dijo Sami a Bitsy—, que no era tan romántico como tú crees.
—Sami, por favor —dijo Maryam en voz baja, para disimular su indignación—. Te crees que lo sabes todo, ¿no? —añadió. Y entonces se dio la vuelta, con toda la dignidad de que fue capaz, se llevó las hojas de parra de la habitación y cerró la puerta de vaivén.
En la cocina, llenó el hervidor de agua para el té. Evidentemente, tenía que recoger la mesa antes de servir las pastas y la fruta, pero todavía no se sentía preparada para volver allí y enfrentarse a los demás. Puso a calentar el hervidor y se quedó de pie con los brazos cruzados y los ojos llenos de lágrimas.
Que Kiyan le dijera, por ejemplo, que su pelo olía a iglesia armenia. ¿Cómo podía entender Sami eso?
La puerta de vaivén se abrió lentamente y entró Connie con dos platos. Maryam dijo: «No hace falta que me ayudes, de verdad», y le quitó los platos de las manos. «No quiero que te canses», añadió.
—No te preocupes —dijo Connie—, necesitaba estirar un poco las piernas —en lugar de volver al comedor, se sentó en el taburete y miró cómo Maryam tiraba los restos de comida de los platos—. ¿Verdad que las reuniones familiares son agotadoras? —comentó—. Todo el mundo te conoce tan bien que se cree con derecho a decir cualquier cosa.
—Es verdad —coincidió Maryam. Se puso a trajinar los montones de cacharros sucios que abarrotaban la pequeña encimera. Mientras esquivaba la mirada de Connie, se dio unos apresurados golpecitos en la punta de la nariz—. Y en realidad no te conocen tan bien como creen.
—Tienes razón, no saben de la misa la mitad —dijo Connie. Se volvió hacia la puerta de vaivén, donde su marido acababa de aparecer con dos platos más—. Nos estamos lamentando de las reuniones familiares —le informó.
—Ah, sí, son un tostón —concedió Dave, y fue derecho al cubo de basura, con toda naturalidad, y empezó a tirar los restos de los platos. Maryam todavía no se había acostumbrado a ver a los hombres ayudando en la cocina. ¿Dónde estaba Ziba? ¿No era Ziba la que debería estar haciendo eso?—. Las familias, en general, están sobrevaloradas.
Connie chascó la lengua y le dio un manotazo cariñoso a su marido.
—Y lo de organizar esta cena en mi casa… —continuó Maryam; al pensar en Ziba se había acordado de ese detalle—. ¡Yo no se lo pedí! Bueno… Perdonadme, estoy encantada de que hayáis venido, pero…
—Te entendemos —dijo Dave. Seguramente no lo entendía, pero tuvo la gentileza de asentir con su lanosa cabeza con gesto comprensivo, y Connie asintió también y dijo:
—Es curioso cómo nos dejamos enredar en estas cosas.
—Ziba y yo somos demasiado cuidadosas la una con la otra —dijo Maryam. Se volvió hacia los fogones y destapó el hervidor para ver si el agua estaba a punto—. En mi familia no se nos da muy bien decir lo que queremos. Sospecho que a veces acabamos haciendo lo que no quiere nadie, sólo porque pensamos que así complacemos a los demás.
—Sé maleducada, como nosotros —sugirió Dave. Le rodeó los hombros a Connie con un brazo y le guiñó un ojo a Maryam, que no pudo contener la risa.
Entonces Connie y Dave fueron a buscar más platos al comedor, y Maryam puso unas hojas de té en su mejor tetera de porcelana. Ya se sentía un poco mejor. Aquella pareja era un consuelo. Vertió agua hirviendo en la tetera y la tapó, y luego la puso encima del hervidor.
Quizá fuera el silbido del agua hirviendo lo que le hizo recordar, de pronto, una escena de los primeros tiempos de su matrimonio. Cuando estaba triste, ponía un vaso de soda en la mesilla de noche. Se acostaba escuchando las burbujas al golpear el cristal con un susurro débil, persistente y apaciguador que le recordaba la fuente que había en el patio de la casa de sus padres.