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A las ocho de la noche el aeropuerto de Baltimore estaba casi desierto. Los anchos y grises pasillos estaban vacíos, los quioscos estaban a oscuras y las cafeterías, cerradas. La mayoría de las puertas de embarque no tenía más vuelos programados; las pantallas de información estaban apagadas, y las hileras de sillas de plástico, desocupadas, ofrecían un aspecto fantasmal.

Pero se oía un lejano zumbido, un murmullo nervioso, al fondo de la sala de embarque D. Una niña, sobreexcitada, jugaba a girar sobre sí misma hasta marearse en medio del pasillo, y entonces apareció un adulto que la levantó en brazos y se la llevó —la niña no paraba de reír y retorcerse— a la zona de descanso. Y una mujer con un vestido amarillo, que al parecer llegaba tarde, corrió hacia la puerta de embarque con un ramo de rosas en los brazos.

Si te acercabas un poco más y doblabas la esquina que formaba el pasillo, te encontrabas ante lo que parecía una gigantesca fiesta con motivo del nacimiento de un niño. Toda la zona de descanso del vuelo procedente de San Francisco estaba abarrotada de gente que llevaba regalos envueltos con papel rosa y azul, o que sujetaba racimos de globos plateados con inscripciones que rezaban ¡es una niña! y de los que colgaban espirales de cinta rosa. Un hombre agarraba el asa de mimbre de un moisés con ruedas y faldones como si planeara subirlo al avión, y una mujer montaba guardia junto a una sillita de paseo con tantos adornos metálicos y tan llena de palancas que parecía capaz de participar en la carrera de Indianápolis. Al menos media docena de personas empuñaba cámaras de vídeo, y otras muchas llevaban cámaras fotográficas colgadas del cuello. Una mujer hablaba con los labios pegados a una grabadora, con tono apremiante y confidencial. El hombre que estaba a su lado cargaba con un asiento infantil de coche con tapizado de velvetón.

mamá, rezaba la chapa que llevaba la mujer en la solapa, una de esas chapas plastificadas como las que se ven en los años de elecciones. Y la del hombre rezaba papá. Era una pareja atractiva, no tan joven como sería de esperar. La mujer llevaba unos pantalones negros, holgados, y una camiseta blanca y negra, moderna, con un estampado geométrico, y tenía el cabello entrecano y corto. El hombre era un tipo corpulento, sonriente y jovial; llevaba el pelo rubio cortado a cepillo, y sus rodillas sin vello asomaban con timidez por debajo de unas enormes bermudas de color caqui.

Y no sólo estaban mamá y papá; también estaban la abuela y el abuelo, repetidos: dos juegos completos. Una de las abuelas, la que tenía más arrugas, iba vestida con aire informal, con un vestido vaquero de tirantes y una gorra de béisbol estampada; la otra era delgada e iba muy arreglada y muy bien maquillada, con un traje pantalón de lino de color crudo y zapatos de salón a juego. Los abuelos hacían juego con sus respectivas esposas: el marido de la mujer que tenía más arrugas también tenía arrugas, y llevaba el pelo, canoso y rizado, demasiado largo; mientras que el marido de la mujer que iba más arreglada vestía pantalones de lino y una especie de camisa tropical de gasa, y seguramente parte de su rubio cabello era postizo.

Es cierto que había más gente esperando, gente que evidentemente no participaba en la celebración. Una mujer de aspecto cansado, con rulos en la cabeza; una mujer mayor acompañada de otra más joven que debía de ser su hija; un padre con dos niños pequeños en pijama. Esos extraños estaban de pie y se mantenían un poco apartados de los demás, callados y como difuminados, y de vez en cuando miraban de soslayo a mamá y papá.

El avión llevaba retraso. La gente cada vez estaba más nerviosa. Un niño señaló en tono acusatorio que la pantalla de llegadas todavía anunciaba en tierra, lo cual era mentira. Varios adolescentes se escabulleron hacia la zona de descanso que había al otro lado del pasillo y que estaba a oscuras. Una niña pequeña con coletas se quedó dormida en una silla de plástico; la chapa que llevaba en la blusa verde a cuadros rezaba prima.

Entonces algo cambió. No hubo ningún anuncio —el sistema de megafonía llevaba un rato en silencio—, pero poco a poco la gente dejó de hablar y se acercó más a la puerta de la pasarela, estirando el cuello y poniéndose de puntillas. Una mujer con uniforme marcó un código y abrió la puerta, por la que salió un mozo de equipajes empujando una silla de ruedas. Volvieron los adolescentes. Mamá y papá, que hasta ese momento habían permanecido en medio del grupo, fueron empujados hacia delante con palmaditas de ánimo, y se abrió un camino que iba ensanchándose mágicamente para permitir que se acercaran a la puerta.

El primero en salir fue un joven muy alto con vaqueros, con esa cara de aturdimiento de los viajeros que llevan demasiadas horas volando. Vio a las dos mujeres, se acercó a ellas y se inclinó para besar a la hija, pero sólo llegó a rozarle la mejilla con los labios, porque ella estaba distraída mirando más allá de él y le devolvió descuidadamente el beso mientras seguía observando a los recién llegados.

Dos ejecutivos con maletines que caminaron con decisión hacia la terminal. Un adolescente con una mochila tan enorme que parecía una hormiga cargada con una miga de pan descomunal. Otro ejecutivo. Otro adolescente, al que recibió la mujer de los rulos. Una sonriente y lozana pelirroja sobre la que inmediatamente se abalanzaron los dos niños que iban en pijama.

Una pausa. Una especie de momento de concentración.

Una mujer asiática elegantemente vestida salió por la puerta con un bebé en brazos. El bebé debía de tener cinco o seis meses, y ya podía mantener la espalda erguida. Tenía las mejillas regordetas y una asombrosa mata de pelo negro y liso, cortado muy recto a la altura de las orejas y con flequillo, y llevaba un pelele rosa. «¡Oh!», exclamaron todos, incluso los extraños, incluso la mujer mayor y su hija. (Aunque el joven que le había dado un beso a la hija todavía parecía aturdido.) La futura mamá extendió ambos brazos y dejó que la grabadora colgara del extremo de su correa. Pero la mujer asiática se paró en seco con un aire autoritario que la protegía de cualquier aproximación. Se irguió y preguntó:

—¿Donaldson?

—Sí, Donaldson. Somos nosotros —contestó el futuro papá con voz temblorosa. Había conseguido librarse del asiento de coche (se lo había pasado a alguien sin mirar a quién), pero seguía detrás de su mujer y tenía una mano posada en su hombro, como si necesitara apoyo.

—Felicidades —dijo la asiática—. Ésta es Jin-Ho.

La mujer pasó al bebé a los brazos de la madre, y entonces se descolgó una bolsa rosa de pañales del hombro y se la entregó al padre. La madre hundió la cara en el cuello de la niña. La niña permanecía erguida, contemplando con calma a la multitud. «¡Oh!», seguía exclamando la gente, y «¡Qué monada!» y «Pero ¡si parece una muñequita!».

Destellos de flashes, insistentes cámaras de vídeo, todo el mundo acercándose demasiado. El padre tenía los ojos llorosos, y no era el único; por toda la zona de descanso se oía a la gente sorbiéndose los mocos y sonándose la nariz. Y cuando la madre, por fin, levantó la cara, las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—Toma —le dijo al padre—. Cógela tú.

—No, no, me da miedo… Hazlo tú, cariño. Prefiero mirar.

La mujer asiática empezó a hojear un montón de papeles. Los pasajeros que seguían desembarcando tenían que rodearlos a ella, a la pequeña familia, a sus acompañantes y al enredo de material para bebés. Afortunadamente, el avión no iba lleno. Los pasajeros llegaban por rachas: hombre con bastón, pausa; pareja de jubilados, pausa…

Y entonces apareció otra mujer asiática, más joven y más sencilla que la primera, y se quedó mirando alrededor con timidez, como si quisiera disculparse por algo. Llevaba un portabebés cogido por el asa, y parecía obvio que el bebé que iba dentro no pesaba mucho. Ese bebé también era una niña, a juzgar por la camiseta rosa, pero era más pequeña que la primera y tenía mala cara. Unos frágiles mechones de pelo negro le adornaban la frente. Al igual que la joven que la transportaba, observaba a la multitud con una mezcla de interés y angustia. Sus vigilantes y negros ojos pasaban con excesiva rapidez de una cara a otra.

La joven dijo algo que sonó como «¿Yaz-dan?».

«Yaz-dán», la corrigió una mujer desde la parte de atrás. La multitud volvió a separarse, sin saber hacia dónde debía moverse, pero con intención de ayudar; y tres personas en las que nadie se había fijado hasta entonces se acercaron en fila india: una pareja joven, con aspecto de extranjeros, atractivos y de piel aceitunada, seguidos de una mujer mayor, delgada, con un moño de cabello lacio y negro en la nuca. Debía de ser ella la que había pronunciado su apellido, porque volvió a repetirlo con la misma voz, clara y resuelta. «Somos nosotros. Los Yazdan.» Sólo tenía una pizca de acento que se notó cuando pronunció la erre.

La joven se volvió hacia ellos sujetando el portabebés con cierta torpeza.

—Felicidades. Ésta es Sooki —dijo, pero con voz tan baja y entrecortada que los que estaban allí tuvieron que preguntarse unos a otros: «¿Qué?», «¿Cómo ha dicho?», «Creo que ha dicho Sooki», «¡Sooki! ¡Qué nombre tan bonito!».

Hubo problemas para desabrochar los cinturones que sujetaban al bebé en su portabebés. Tuvieron que hacerlo los nuevos padres porque la mujer asiática tenía las manos ocupadas, y los padres estaban aturullados y no tenían experiencia; la madre reía con nerviosismo y se apartaba de la cara la explosiva melena de rizos teñidos con henna, mientras el padre se mordía el labio y parecía enfadado consigo mismo. Llevaba unas diminutas gafas sin montura, muy limpias, que destellaban mientras se torcía para un lado y luego para otro, peleándose con el broche de plástico. La abuela, si es que era la abuela, chascaba la lengua con gesto de solidaridad.

Pero al final consiguieron liberar al bebé. ¡Qué cosita tan pequeña! El padre levantó con cuidado a la niña, estirando los brazos al máximo, y se la entregó a la madre, que la cogió, la achuchó y apretó la mejilla contra la coronilla de la negra y suave cabeza de la niña. La pequeña arrugó la frente, pero no ofreció resistencia. Los observadores volvían a sonarse la nariz, y el padre tuvo que quitarse las gafas y limpiar los cristales, pero la madre y la abuela tenían los ojos secos, sonreían y murmuraban débilmente. No le prestaban atención al resto de la gente. Cuando alguien preguntó: «¿La suya también es coreana?», ninguna de las dos mujeres contestó, y fue el padre quien, al final, dijo: «¿Hmmm? Ah, sí. Sí, es coreana».

—¿Habéis oído eso, Bitsy y Brad? ¡Otra niña coreana!

La primera madre miró alrededor —mientras dejaba que las dos abuelas inspeccionaran a su hija desde más cerca—, y dijo:

—¿En serio?

Su marido respondió:

—¡Como lo oyes! —se acercó a los otros padres y les tendió la mano—. Me llamo Brad Donaldson. Ésa de ahí es mi esposa, Bitsy.

—Encantado —dijo el segundo padre—. Me llamo Sami Yazdan —estrechó la mano de Brad, pero su desinterés resultaba casi cómico; no podía quitarle los ojos de encima a su bebé—. Ah, mi esposa, Ziba —añadió al cabo de un momento—. Y mi madre, Maryam —tenía acento de Baltimore, aunque pronunció los nombres de las dos mujeres como no lo habría hecho ningún americano: Si-bah y Mar-yam. Su mujer ni siquiera levantó la cabeza. Estaba meciendo a la niña en brazos y haciéndole arrumacos. Brad Donaldson la saludó alegremente con la mano y volvió con su familia.

Para cuando las entregas se consideraron oficiales —las dos mujeres asiáticas demostraron ser muy detallistas y rigurosas—, los acompañantes de los Donaldson habían empezado a dispersarse. Debían de haber planeado algún tipo de reunión para más tarde, porque la gente se despedía diciendo: «¡Nos vemos luego en la casa!», al enfilar hacia la puerta de la terminal. Y entonces también los padres pudieron marcharse, y Bitsy echó a andar en cabeza mientras la mujer que llevaba la sillita de paseo la seguía como una dama de honor. (Era evidente que Bitsy no iba a soltar al bebé por nada del mundo.) Detrás iba Brad, seguido de unos pocos rezagados, y al final de la cola iban los Yazdan. Uno de los abuelos Donaldson, el que tenía más arrugas, preguntó a los Yazdan:

—¿Y ustedes? ¿Han esperado mucho hasta tener a su bebé? ¿Han tenido que hacer mucho papeleo y someterse a muchos interrogatorios?

—Sí —respondió Sami—, hemos esperado mucho. Ha sido un proceso interminable —miró a su esposa—. A veces creíamos que nunca lo conseguiríamos —añadió.

El abuelo chascó la lengua y dijo:

—¡No me hable! ¡Dios mío, lo que han tenido que soportar Bitsy y Brad!

Pasaron por el mostrador de seguridad, donde sólo había un empleado sentado en un taburete, y se dirigieron hacia la escalera mecánica. Todos menos el hombre que llevaba el moisés, que tuvo que coger el ascensor. La mujer de la sillita de paseo, sin embargo, no se dejó intimidar. Levantó con destreza las ruedas delanteras y se montó en la escalera sin vacilar.

—Oigan —les dijo Brad a los Yazdan desde el nivel inferior—. ¿Les apetece venir a nuestra casa? ¿Quieren venir a celebrarlo con nosotros?

Pero Sami estaba muy concentrado ayudando a su esposa a subir a la escalera mecánica, y como no contestó, Brad volvió a agitar una mano con gesto afable.

—Quizá otro día —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Y se dio la vuelta para alcanzar a los demás.

Las puertas de la terminal se abrieron y los Donaldson salieron en tropel. Se dirigieron hacia el aparcamiento en grupos de dos, de tres y de cuatro, y poco después salieron también los Yazdan y se quedaron un momento de pie en la acera, inmóviles, como si necesitaran tiempo para adaptarse a la calurosa y húmeda noche, débilmente iluminada y con olor a gasolina.

Viernes, 15 de agosto de 1997. La noche que llegaron las niñas.