El bureau d’Échange de Maux

A menudo pienso en el bureau d’Échange de Maux y en el malvado viejo que había sentado en su interior. Estaba en un callejón que hay en París, con su portal formado por tres vigas de madera marrón, la de arriba apoyada sobre las otras como la letra griega «pi», y todo el resto pintado de verde; una casa muchísimo más baja y angosta que sus vecinas, e infinitamente más extraña; algo capaz de gustar a cualquiera. Y sobre el dintel, pintada con descoloridas letras amarillas en la viga vieja y oscura, se leía esta leyenda: Bureau Universel d’Échange de Maux.

Entré sin más y abordé al hombre indolente que ocupaba un taburete junto a su mostrador. Le pregunté el porqué de su casa prodigiosa, qué malvadas mercancías cambiaba, con muchas otras cosas que deseaba saber, llevado de mi curiosidad; de no ser por eso, desde luego, habría salido de allí inmediatamente, porque había un aire tan malévolo en aquel hombre seboso, en la manera de colgarle sus fláccidas mejillas y en sus ojos perversos, que uno diría que había tenido tratos con el infierno y había salido ganando por pura maldad.

Tal era mi anfitrión; pero sobre todo, su malignidad residía en sus ojos, los cuales tenía tan quietos, tan apáticos, que uno habría jurado que estaba drogado o muerto; como las lagartijas que permanecen inmóviles en un muro y salen disparadas de repente; y toda su astucia se inflamaba y se revelaba en lo que un momento antes sólo parecía un anciano soñoliento y de una maldad corriente. Y éste era el objeto y comercio del singular establecimiento llamado Bureau d’Échange de Maux: pagabas veinte francos —que el viejo procedió a sacarme— por entrar en la oficina, y a continuación tenías derecho a cambiar un mal o una desdicha con cualquiera que cerrase el trato en el cuartucho del fondo de la oficina donde los clientes hacen firme la transacción. Al parecer, el hombre que había enajenado su cordura abandonaba la tienda de puntillas, con una expresión feliz y bobalicona en el semblante; en cambio el otro se iba meditabundo, con la mirada turbada y enormemente inquieta. Casi siempre parecía que trocaban males contrapuestos.

Pero lo que más perplejo me dejó en todas mis charlas con aquel hombre voluminoso, lo que aún me tiene perplejo, es que ninguno de los que hacían un trato en aquella oficina volvían por allí; un hombre podía ir día tras día durante semanas; pero una vez cerrado el trato, no volvía a aparecer; eso me contó el viejo, pero cuando le pregunté por qué, se limitó a murmurar que no lo sabía.

Fue descubrir el porqué de este extraño fenómeno, y no otra cosa, lo que en definitiva me decidió a efectuar una transacción en el cuartucho del fondo de aquella misteriosa oficina.

Decidí cambiar un mal insignificante por otro igualmente leve, intentar conseguir para mí una ventaja tan pequeña que apenas representase un desafío al Destino; pues desconfiaba profundamente de estos negocios, sabedor de que el hombre jamás ha sacado provecho de lo maravilloso y de que cuanto más milagrosa parece su ganancia, más segura y firmemente lo atrapan los dioses o las brujas.

Unos días después iba a regresar a Inglaterra, y empezaba a temer que me marearía; decidí cambiar este temor al mareo —no el mal propiamente dicho, sino sólo el miedo a sufrirlo— por un pequeño mal adecuado. No sabía con quién haría el trato, quién era en realidad el jefe de la empresa (uno jamás se entera de eso cuando compra), pero concluí que ninguno sacaría demasiado de tan pequeña transacción.

Le hablé al viejo de mi proyecto, y se burló de la insignificancia de mi mercancía, tratando de animarme a efectuar alguna operación más tenebrosa; pero no consiguió hacerme cambiar de idea. Y entonces me contó historias, con aire algo jactancioso, sobre los grandes negocios, los tremendos tratos que habían pasado por sus manos. Una vez había acudido allí un hombre para intentar cambiar su muerte: se había tragado un veneno por accidente, y sólo le quedaban doce horas de vida.

Aquel viejo siniestro logró complacerle. Tenía un cliente que deseaba cambiar ese género.

—Pero ¿qué dio a cambio de la muerte? —pregunté.

—La vida —dijo el viejo siniestro con una risita furtiva.

—Debió de ser una vida horrible —dije.

—Eso no era asunto mío —dijo el propietario, haciendo sonar perezosamente en su bolsillo, mientras hablaba, un puñado de monedas de veinte francos.

Extraños negocios observé en aquella oficina durante los días subsiguientes, el intercambio de singulares mercancías, y oí extraños murmullos en los rincones entre parejas que luego se levantaban y se dirigían al cuarto del fondo, seguidos del viejo para ratificar la transacción.

Dos veces al día, durante una semana, estuve pagando mis veinte francos, observando la vida con sus grandes necesidades y sus pequeñas necesidades, mañana y tarde desplegada ante mí en toda su prodigiosa variedad.

Y un día me entrevisté con un hombre agradable con sólo una pequeña necesidad, que parecía tener exactamente el mal que a mí me interesaba. Le daba siempre miedo que fuese a romperse el ascensor. Yo tenía sobrados conocimientos de hidráulica para temer que sucediera una cosa tan tonta como ésa, pero no era asunto mío curarle de tan ridículo temor. Bastaron muy pocas palabras para convencerle de que el mío era el mal que le convenía, ya que jamás cruzaba el mar, y yo, por mi parte, podía subir siempre las escaleras andando; y también me sentí convencido en ese momento, como debe ocurrirles a muchos en dicha oficina, de que jamás llegaría a turbarme tan absurdo miedo. Sin embargo, a veces es casi la maldición de mi vida. Después de firmar los dos el pergamino en el cuarto telarañoso del fondo, y de rubricarlo y ratificarlo el viejo (para lo que tuvimos que pagarle cincuenta francos cada uno), regresé a mi hotel; y allí, en la planta baja, vi el mortal artefacto. Me preguntaron si quería subir en ascensor; llevado por la fuerza de la costumbre me arriesgué, y contuve el aliento durante todo el trayecto, fuertemente agarrado con ambas manos. Nada me inducirá a intentar semejante viaje otra vez. Antes subiría a mi habitación en globo. ¿Y por qué? Pues porque si un globo se estropea, aún tienes una posibilidad: puedes abrir un paracaídas si revienta; pero si el ascensor se desprende, se acabó. En cuanto al mareo, jamás volveré a marearme; no sé decir por qué, pero sé que es así.

Y en cuanto a la oficina en la que hice este extraordinario negocio, la oficina a la que nadie vuelve después de efectuado un trato, bueno, decidí visitarla al día siguiente. Con los ojos vendados podía encontrar el camino hasta el anticuado barrio del que parte una calle sórdida, al final de la cual tomas la calleja de la que sale el callejón sin salida donde se encontraba el extraño establecimiento. Pegada a él hay una tienda con columnas estriadas pintadas de rojo; su otra vecina es una modesta joyería que exhibe pequeños broches de plata en el escaparate.

En tan incongruente compañía se hallaba la oficina, con sus vigas, y sus paredes pintadas de verde.

Media hora después me encontraba en el callejón que había visitado dos veces al día durante la última semana. Encontré la tienda de las feas columnas y la joyería que vendía broches; pero la casa verde de las tres vigas había desaparecido.

La derribaron, diréis, aunque en una sola noche. Esa no puede ser la solución del misterio, porque la casa de las columnas pintadas sobre yeso, y la humilde joyería de los broches de plata (todos los cuales podría identificar, uno por uno), eran paredañas una con otra.