Era un frío y lento atardecer de invierno en la Edad de Piedra; el Sol se había puesto, llameante, sobre los llanos de Thold; ni una nube en el cielo; sólo el gélido azul y la inminencia de las estrellas; la superficie de la dormida Tierra comenzaba a endurecerse con el frío de la noche. En aquel momento removiéronse en sus cubiles, se sacudieron y salieron furtivamente esos hijos de la Tierra para quienes es ley que salgan a vagar tan pronto como cae la sombra. Caminaban por la llanura pisando tácitamente, sus ojos relucían en la oscuridad y cruzábanse una y otra vez en sus carreras. De pronto manifestóse en la niebla de la llanura ese espantoso portento de la presencia del hombre: un pequeño fuego vacilante. Y los hijos de la Tierra que rondan por la noche miráronle de soslayo, gruñeron y se alejaron temerosos; todos, menos los lobos, que se acercaron, porque era invierno y los lobos estaban hambrientos, y habían venido a miles de las montañas. Somos fuertes —se decían en sus corazones.
En torno del fuego acampaba una pequeña tribu. También ellos habían venido de las montañas y de tierras aún más lejanas, pero fue en las montañas donde primero los ventearon los lobos; éstos al principio royeron los huesos que la tribu había arrojado, pero ahora rodeábanlos de cerca y por todas partes.
Era Loz quien había encendido el fuego. Había matado a un animalillo de peluda piel, tirándole su hacha de piedra, y había juntado buen número de piedras de un color rojo pardo, y habíalas colocado en larga hilera, y sobre ellas trozos del animalillo. Luego prendió fuego a cada lado, se calentaron las piedras y los pedazos empezaron a asarse. Fue entonces cuando advirtió la tribu que los lobos que les habían seguido desde tan lejos no gustaban de las sobras de los campamentos abandonados. Una línea de ojos amarillos los rodeaba, que cuando se movía era para acercarse más. Entonces, los hombres de la tribu se apresuraron a cortar ramas, y abatieron un arbolillo con sus hachas de sílex, y todo lo amontonaron sobre la hoguera que había hecho Loz; y durante algún tiempo el monte de leña ocultó la llama; y los lobos, trotando, vinieron y sentáronse de nuevo sobre sus ancas, más cerca que antes; y los fieros y valientes perros de la tribu creyeron que su fin había de llegar en la lucha, según habían profetizado mucho antes. Entonces prendió la llama el alto haz, y elevóse y corrió en derredor, y brilló altanera muy sobre su cima; y los lobos, que vieron revelarse en toda su fuerza a este aliado del hombre y nada sabían de sus frecuentes traiciones a su amo, se alejaron pausadamente, como madurando otros designios. Y todo el resto de la noche ladráronles los perros del campamento, incitándolos a que volvieran. Pero la tribu se acostó en torno al fuego, bajo espesas pieles, y durmió. Y un gran viento se levantó y sopló en el rugiente corazón del fuego, hasta que desapareció el rojo y se puso pálido con calor.
Al alba despertó la tribu.
Loz debía haber comprendido que después de tan poderosa conflagración nada podía quedar de su animalillo peludo, pero tenía hambre y poca razón cuando buscaba entre las cenizas. Lo que encontró allí le maravilló en alto grado: no había carne, ni siquiera quedaba la hilera de las piedras color rojo, sino algo más largo que la pierna de un hombre y más estrecho que su mano estaba allí tendido como un gran ofidio aplastado. Cuando Loz miró sus delgados bordes y vio que terminaba en punta, cogió piedras para partirlo y aguzarlo. Era el instinto de Loz para afilar las cosas. Cuando advirtió que no podía quebrarlo, aumentó su pasmo. Muchas horas pasaron antes de descubrir que podía afilar sus bordes frotándolos con una piedra, mas por fin la punta estuvo aguzada y todo un lado, salvo junto al extremo por el que Loz lo asía con su mano. Loz lo alzó y lo blandió, y la Edad de Piedra había pasado. Aquella tarde, cuando la tribu abandonó el pequeño campamento, pasó la Edad de Piedra, que, tal vez durante treinta o cuarenta mil años, había, poco a poco, elevado al hombre entre los animales y concediole la supremacía, sin esperanza alguna de reconquista.
No pasaron muchos días sin que algún otro hombre intentase hacer por sí mismo una espada de hierro, asando la misma especie de animalillo peludo que Loz había tratado de asar. No pasaron muchos años sin que alguno pensara en poner la carne entre las piedras, como había hecho Loz; y cuando lo hicieron otros, que no estaban ya en las llanuras de Thold, emplearon pedernales o caliza. No pasaron muchas generaciones sin que otro pedazo de mineral de hierro fuese fundido, y el secreto poco a poco adivinado. Sin embargo, uno de los muchos velos de la Tierra fue rasgado por Loz para darnos al fin la espada de acero y el arado, las máquinas y las factorías. No reprochemos a Loz si pensamos que hizo mal, porque lo hizo todo con ignorancia.
La tribu prosiguió hasta que llegó al agua, allí acampó al pie de un monte y edificó sus chozas. Muy pronto hubieron de combatir con otra tribu, una tribu más fuerte que la suya; mas la espada de Loz era terrible, y su tribu mató a sus enemigos. Podríais golpear a Loz, pero entonces vendría una embestida de aquella espada de hierro, a la que no había medio de sobrevivir. Nadie podía luchar con Loz. Llegó a ser el regidor de la tribu en lugar de Iz, que hasta entonces la había regido con su afilada hacha, como hiciera su padre antes que él.
Loz engendró a Lo, y ya en su ancianidad le dió su espada, y Lo rigió a la tribu con ella. Y Lo dió a la espada el nombre de Muerte, por lo rápida y terrible que era.
Iz engendró a Ird, que no tuvo autoridad. Ird odiaba a Lo, porque no tenía autoridad por razón de la espada de hierro de Lo.
Una noche Ird se deslizó con paso tácito hacia la choza de Lo llevando su afilada hacha; pero Avisador, el perro de Lo, sintióle llegar, y gruño suavemente en la puerta de su amo.
Cuando Ird llegó a la choza oyó a Lo, que hablaba cariñosamente a su espada. Y Lo decía: “Descansa, tranquila, Muerte. Reposa, reposa, vieja espada.” Y luego: “¿Qué hay, Muerte? Quieta, estáte quieta.”
Y luego dijo: “Qué, Muerte, ¿tienes hambre? ¿O sed, pobre espada vieja? Pronto, Muerte, pronto. Espera un poco.”
Pero Ird huyó, porque no le gustaba el suave tono de Lo cuando hablaba a su espada.
Lo engendró a Lod. Y cuando murió Lo, tomó Lod la espada de hierro y rigió a la tribu.
E Ird engendró a Ith, que, como su padre, no tuvo autoridad.
Y cuando Lod había matado a un hombre o a un feroz animal, alejábase Ith por la selva para no oír las alabanzas que se dedicaban a Lod.
Estaba Ith una vez sentado en el bosque, esperando que pasara el día, cuando de repente creyó ver que el tronco de un árbol le miraba como si tuviese cara. Espantóse Ith, porque los árboles no deben mirar a los hombres. Mas pronto vio Ith que era un árbol y no un hombre, aunque parecía un hombre. Ith acostumbraba a hablar a este árbol y contarle cosas de Lod, porque no osaba hablar de él con nadie más. E Ith se consolaba charlando de Lod.
Un día fue Ith con su hacha de piedra al bosque y allí permaneció muchos días.
Una noche volvió, y cuando a la mañana siguiente despertó la tribu, vió algo que era como un hombre y que, sin embargo, no era un hombre. Estaba sentado en el monte con los codos hacia fuera e inmóvil. Ith postrábase y apresuradamente depositaba delante de él frutos y carne, y en seguida se apartaba de un salto con muestras de gran terror. En aquel momento salió a verlo toda la tribu, pero no osaban acercarse por el espanto que veían en el rostro de Ith. Ith fuese a su choza, y volvió de nuevo con una punta de lanza y valiosos cuchillos de piedra; llegó al sitio y los colocó delante de la cosa que era como un hombre, y en seguida retrocedió saltando.
Y algunos de la tribu le preguntaron acerca de aquella cosa inmóvil que era como un hombre. Es Dios —les dijo Ith.
—¿Quién es Dios? —preguntaron ellos.
—Dios nos envía las cosechas y la lluvia, el sol y la luna son Dios —dijo Ith.
Entonces la tribu se retiró a las chozas; pero más tarde volvió alguno y dijo a Ith: —Dios es uno como nosotros, puesto que tiene manos y pies. Y señaló Ith a la mano derecha del dios, que no era igual que la izquierda, sino que figuraba la garra de un animal, y dijo:
—Por esto podéis conocer que no es como un hombre.
—Es verdaderamente Dios —dijeron ellos.
—No habla, no prueba comida —dijo Lod.
—El trueno es su voz y su comida el hombre —respondió Ith.
Después de esto, la tribu imitó a Ith y trajo pequeñas dádivas de carne al dios; y las asó Ith allí mismo para que el dios pudiera oler el asado.
Un día una gran tormenta vino retumbando de lejos y rugió entre los montes, y todos los de la tribu se escondieron en sus chozas. E Ith apareció entre las chozas sin mostrar temor alguno. Y aunque Ith apenas dijo nada, pensó la tribu que él había esperado la terrible tormenta porque la carne que había puesto delante del dios era dura y no de las mejores partes de la res que habían matado.
Y Dios cobró más prestigio en la tribu que Lod. Y Lod fue menospreciado.
Una noche levantóse Lod cuando todos dormían, y acallando a su perro tomó su espada de hierro y salió al monte. Y llegó hasta el dios que estaba sentado inmóvil a la luz de las estrellas, con sus codos hacia fuera y su garra de fiera, y en el suelo la señal del fuego en que se había guisado su alimento.
Y Lod permaneció allí un rato lleno de pavor, esperando realizar sus propósitos. De pronto avanzó hacia el dios y enarboló su espada de hierro, y el dios ni le hirió ni se encogió.
Entonces un pensamiento asaltó a Lod: “Dios no hiere. ¿Qué hace Dios, entonces?”
Abatió Lod su espada y no le acometió, y su imaginación empezó a trabajar sobre esto: “¿Qué hace Dios, entonces?”
Y cuanto más pensaba Lod, mayor era su miedo al dios.
Y Lod echó a correr y se alejó de él.
Aún mandaba Lod a la tribu en la batalla y en la caza, pero los mejores despojos del combate eran llevados al dios, y los animales que mataban eran para el dios. Y las cosas concernientes a la guerra o a la paz, y las cosas de leyes y querellas, eran siempre llevadas al dios, y daba las respuestas Ith después de hablar al dios por la noche.
Por fin dijo Ith, al día siguiente de un eclipse, que los presentes que se ofrecían al dios no eran bastantes, que se requería un sacrificio mucho más grande, que el dios estaba muy encolerizado aún y que no podía aplacársele con un sacrificio ordinario.
Y dijo Ith que para salvar a la tribu de la cólera del dios, él le hablaría aquella noche y le preguntaría qué nuevo sacrificio exigía.
Estremecióse profundamente el corazón de Lod, porque decíale su instinto que lo que el dios apetecía era el hijo único de Lod, que debía tener la espada de hierro cuando Lod muriera.
Nadie osaba tocar a Lod por miedo a su espada de hierro; pero su instinto decíale en su torpe espíritu una y otra vez: “Dios ama a Ith. Ith lo ha dicho. Ith aborrece a los que tienen espada.”
“Ith aborrece a los que tienen espada. Dios ama a Ith.”
Cayó la tarde y llegó la noche en que Ith debía hablar a Dios, y Lod cada vez estaba más cierto de la condena de su raza.
Tendióse, mas no pudo dormir.
No había pasado medianoche, cuando Lod se levantó, y con su espada de hierro salió de nuevo al monte.
Y allí estaba sentado el dios. ¿Había estado ya Ith, Ith a quien Dios amaba, el que aborrecía a los que tenían espada?
Y por largo tiempo contempló Lod la vieja espada de hierro que le había venido de su abuelo en las llanuras de Thold.
¡Adiós, vieja espada! Y Lod depositóla sobre las rodillas del dios, y se alejó.
Ycuando tornó Lod, poco antes del alba, el sacrificio había sido aceptado por el dios.