La aparición de un libro de Roland Topor es siempre un acontecimiento. El Quimérico Inquilino es uno de sus relatos más desconcertantes. Como el resto de sus trabajos, está marcado por la búsqueda de la emoción inmediata que suscita el humor, y por el arrebato que engendra su originalidad, su manera única de estar en el mundo y en el arte. Pero, cualquiera que sea el arrebato que provoque su obra, lo que parece bastante evidente es que el verdadero fermento de su producción es la voluntad de existir por encima de toda norma. Topor no se encuentra cómodo en el seno de ningún grupo (aunque fue surrealista). Su arte demuestra cuán mezquinas y fuera de lugar resultan las consideraciones estéticas de las que tanto se abusa.
Topor crea sin temor, sin contención, es el artista de lo universal: el humor es el puente que se tiende entre la realidad cotidiana y el sueño maravilloso, el horror y la risa, y es el lugar, totalmente libre, en el que las cosas adquieren la forma de nuestros deseos. Este puente es de la misma naturaleza que el que se establece, en el juego del ajedrez, entre estrategia y táctica. El método artístico de Topor le mueve hacia la ciencia y el ajedrez, pues busca la lógica que se esconde tras ellos. Su arte nunca ha dejado de estar vivo, ya que posee la facultad de proyectar luz en medio de la oscuridad. No invita al espectador o al lector a sumirse en el delirio; al contrario: le hace someterse al principio de su arte delirante, fiel al razonable desenfreno de los sentidos. El deseo y el instinto (la voluntad y su arte) inventan y descubren un mundo nuevo, diferente, que nos sorprende por lo próximo (y sin embargo secreto).
Topor desconcierta e inquieta porque nos revela que el misterio más concreto es el hombre. Topor triunfa, su obra es expuesta, interpretada o traducida en todo el mundo, pero nosotros, que le valoramos como se merece, sabemos que su gloria está todavía por llegar.
FERNANDO ARRABAL