Hacía un día espléndido cuando el cuerpo de Trelkovsky volteó por encima del antepecho de su ventana. Golpeó la recién instalada marquesina de cristal, que se rompió en mil pedazos, y fue a estrellarse contra el suelo en una postura grotesca.
Estaba completamente disfrazado de mujer. La falda había quedado levantada y dejaba al descubierto los enganches de las medias. Tenía el rostro maquillado, y la peluca, descolocada por la caída, le cubría la frente y un ojo.
Los vecinos acudieron en seguida. A la cabeza, la portera y el señor Zy se lamentaban, gesticulando con desesperación.
—Ha tenido verdadera mala suerte —dijo el señor Zy—. Ayer un accidente de coche y hoy…
—¡El shock de ayer es el culpable!
—Hay que avisar a la policía del servicio de urgencias.
Al cabo de un rato, un coche de policía y una ambulancia se detuvieron ante el inmueble.
—Usted está abonado a los suicidios —dijo el chófer del coche, mientras le daba la mano al propietario, al que conocía bastante.
—¡Qué le voy a hacer! ¡Precisamente acababan de repararme la marquesina!
Los dos enfermeros corrían con la camilla. Les acompañaba un médico. Se acercaron al cuerpo inmóvil y el médico movió la cabeza con un gesto de repugnancia.
—Tss… Tss… ¡Qué bufonada! ¡Se ha disfrazado para suicidarse!
De pronto, bajo los estupefactos ojos de los enfermeros, del médico, de los policías y de los vecinos, el cuerpo se movió. Abrió la boca y de ella brotó un poco de sangre. Entonces la boca articuló:
—Esto no es un suicidio… Yo no quiero morir… Esto es un asesinato…
El señor Zy sonrió tristemente.
—¡Pobre hombre! Delira.
El médico sacudió la cabeza, cada vez más asqueado.
—¡Buen momento para apreciar la vida! Si uno quiere vivir, no se tira por la ventana.
La boca de Trelkovsky afirmó con más énfasis:
—Le digo que es un asesinato… me han empujado… no me he tirado por la ventana…
—Claro, claro —dijo el doctor—. Es un asesinato.
Los policías se rieron sarcásticamente.
—¡Se ha tirado porque estaba embarazado!
Al médico no le hizo gracia esta broma y con un gesto indicó a los enfermeros que pusieran el cuerpo de Trelkovsky en la camilla.
Trelkovsky los rechazó con una fuerza sorprendente, y gritó con voz histérica:
—Les prohíbo que me toquen. ¡Yo no soy Simone Choule!
Entonces se levantó vacilante, tropezó y recuperó el equilibrio. Los espectadores, estupefactos, no se atrevían a intervenir.
—Se imaginan que todo va a salir a pedir de boca. Que mi muerte será limpia. Están equivocados. ¡Será sucia y repugnante! Yo no me he suicidado. Yo no soy Simone Choule. Esto es un asesinato. Un horrible asesinato. Miren: ¡aquí está la sangre!
Escupió.
—Esto es sangre, y mancho vuestro corazón con ella. Todavía no estoy muerto. ¡Mi vida es resistente!
Trelkovsky se puso a lloriquear como un niño. El médico y los enfermeros se acercaron torpemente.
—Bueno, se acabaron las historias, venga, hay que ingresarle. Llévenle a la ambulancia.
—No me toquen. Sé lo que hay detrás de sus batas blancas y de su limpieza. Me producen horror. Su coche blanco también me horroriza, jamás lograréis limpiar todo lo que voy a ensuciar. ¡Banda de asesinos! ¡Verdugos!
Dicho esto, se dirigió tambaleante hacia la portería. La chusma de vecinos le abrió paso, aterrorizada, como si se tratara de un fantasma. Trelkovsky se sonrió burlón en medio de las lágrimas, y sacudió el brazo izquierdo, herido, salpicándoles de sangre.
—¿Les mancho? Perdonen, es mi sangre, ya saben. Deberían haberme sacado la sangre antes para que no les pudiera ensuciar. Han olvidado ese detalle, ¿eh?
El grupo le seguía a una distancia respetuosa. Los policías interrogaron al doctor con la mirada. ¿Debían hacerle callar por la fuerza? El médico dijo que no con la cabeza.
La sangre y las lágrimas gorgoteaban en la garganta de Trelkovsky.
—¡Intentad impedirme que hable! ¡Haré cosas desagradables!
Gritó. Su voz se quebraba, pero proseguía inmediatamente en un tono más agudo.
—¡Verdugos! ¡Asesinos! ¡Os aseguro que voy a hacer ruido! ¡Un buen escándalo! ¡Intentad hacerme callar! ¡Podéis golpear todo lo que queráis en las paredes, me da igual!
Trelkovsky escupía en todas direcciones, salpicando a los que estaban más cerca de sangre y saliva.
—¡Verdugos! ¡Asesinadme para hacerme callar! Pero tened cuidado, porque os puedo manchar.
Tambaleándose constantemente, había conseguido llegar a la escalera y empezó a subirla con grandes esfuerzos. Los vecinos, envalentonados, iban ahora pisándole los talones.
—¡No se acerquen, o les mancharé!
Se volvió y les escupió. Los vecinos retrocedieron precipitadamente.
—¡Tengan cuidado con sus bonitos trajes de domingo! Vayan a ponerse sus batas rojas de trabajo, sus batas rojas de asesinos. De lo contrario la sangre se va a notar. Las manchas de sangre son muy difíciles de quitar, ¿saben? La última vez fue más fácil, ¿no? Pero ¡yo no soy Simone Choule!
Trelkovsky había llegado al primer piso. Se escupió en la palma de la mano y embadurnó la puerta de la izquierda.
—¡Verdugos! ¡Intentad limpiar esto! Es sucio, ¿eh?
Avanzó con cierta dificultad hacia la puerta de la derecha y restregó sobre ella su brazo sangrante. Después escupió en el picaporte. Un trozo de diente se le cayó de la boca.
—¡Ah! ¡Ah! ¡La casa va a quedar muy aparente después de esto!
Los vecinos refunfuñaban tras él. Trelkovsky se desgarró la parte superior del vestido y se arañó profundamente el pecho. La sangre empezó a fluir de la herida. La recogió con la mano izquierda y la dejó caer sobre el felpudo.
—Habrá que cambiar el felpudo. Está manchado de sangre.
Tuvo que ponerse a cuatro patas para poder continuar el ascenso al segundo piso.
Iba dejando largos regueros de sangre sobre los peldaños.
—¡Habrá que cambiar la escalera, hay manchas de sangre! Nunca llegaréis a limpiar toda esta sangre.
Un vecino le agarró de un pie en un descuido y tiró de él hacia abajo.
—¡Quítame las manos de encima, asesino!
Trelkovsky bufó como un gato encolerizado y le escupió a la cara. El vecino soltó el pie y se limpió el rostro frotándose con fuerza.
—Si se restriega de ese modo, se va a embadurnar más. ¿A quién le gusta la sangre? ¿Eh? ¿A nadie? Sin embargo, bien que os coméis los filetes con bastante sangre, os enloquece el encebollado de conejo con sangre, os deleitáis con la morcilla, y también apreciáis la sangre del Señor, ¿no? Entonces, ¿por qué no queréis un poco de la deliciosa sangre de Trelkovsky?
También en el segundo piso embadurnó las puertas de sangre y saliva.
Los policías, desatendiendo la orden del médico, sacaron las porras. Ya no podían contener por más tiempo su deseo de hacer callar a ese energúmeno. Pero la compacta masa de vecinos les impedía intervenir. Bloqueaban el paso. Los agentes intentaron apartarlos, pero los vecinos no se dejaban manejar. Gruñían y enseñaban los dientes. El médico y los enfermeros no lograron llegar más lejos. Como no deseaban participar en aquella penosa comedia, se pusieron a cambiar impresiones con los policías. En el tercer piso, los vecinos rodearon a Trelkovsky. En sus manos brillaban instrumentos acerados. Instrumentos de hoja cortante y de aspecto quirúrgico. Entre todos metieron a Trelkovsky a empujones en su apartamento.
—Entonces, ¿os gusta la sangre, a pesar de todo? ¿Dónde está el señor Zy? ¡Ah, aquí está! Acérquese, acérquese señor Zy, si no quiere perderse su parte. ¿Y la portera? ¡Buenos días, señora portera! ¿Y la señora Dioz? ¡Buenos días, señora Dioz! ¡Veo que ha venido a regalarse con una pinta de buena sangre!
Trelkovsky estalló en una risa demente. Los instrumentos brillaron en las manos de los vecinos. Una mancha de sangre se extendió por su bajo vientre…
Trelkovsky volteó una segunda vez por encima del antepecho de la ventana y fue a estrellarse, tras atravesar los restos de la marquesina, en el patio.