15
La huida

Huir, muy bien, pero ¿adónde? Trelkovsky se puso a repasar febrilmente en su cabeza las caras conocidas tratando de encontrar una que pudiera ayudarle. Pero sus rasgos se revelaban siempre curiosamente hostiles o indiferentes.

No tenía amigos. Nadie se interesaba por él. No, era injusto pensar así, había gente que aún se preocupaba por su suerte: aquellos que no deseaban otra cosa que su locura, y después su muerte.

¿Por qué escapar, si era inútil? ¿No era preferible ir y ofrecer voluntariamente el cuello al verdugo? De ese modo se ahorraría seguramente multitud de sufrimientos innecesarios. Trelkovsky se sentía horriblemente cansado.

Un nombre surgió de pronto en su memoria, como un coche en una carretera nocturna. Brillaba como una estrella.

Stella.

Stella, ella no le rechazaría. Le acogería sin más, sin necesidad de palabras superfluas, sin reticencias. De repente descubrió que sentía una ternura infinita hacia ella. Sus ojos se llenaron de lágrimas, hasta tal punto estaba emocionado. ¡La pobre y pequeña Stella! Solitaria y delicada. Stella, su buena estrella.

Se la imaginó caminando completamente sola por una playa desierta. El mar iba a morir a sus pies. Stella avanzaba con dificultad, debía de estar extenuada. Parecía venir de muy lejos, ¡la pobre y pequeña Stella! De pronto aparecieron dos hombres con botas y casco. Sin decir palabra, se acercaron a ella, fanfarrones e insolentes. Stella se dio cuenta en seguida de sus intenciones. Suplicó, cayó de rodillas para implorarles con mayor vehemencia, pero ellos se quedaron mirándola con cara de odio. Entonces sacaron su revólver y le dispararon a la cabeza. El pobre cuerpo se encoge y se queda inmóvil. Stella está muerta. Las olas mojan la parte inferior de su falda. ¡Pobre Stella!

Conmovido por la compasión, Trelkovsky tuvo que ocultarse tras su pañuelo para poder dar rienda suelta al exceso de lágrimas que no podía contener. Sí, se refugiaría en su casa.

Estuvo vagando largo rato por el barrio de Stella, pues no recordaba el nombre de la calle.

Ahora estaba mucho menos convencido del recibimiento que le dispensaría. Por otra parte, era posible que no estuviera. Se imaginó la impresión que le produciría la puerta cerrada, después de haber subido la escalera, y de haber llamado a su puerta con una esperanza ciega. Nadie.

Y llamaría, y volvería a llamar, sin resignarse a claudicar. Y no se atrevería a alejarse por temor a que Stella abriera después de su marcha.

Llegó a la conclusión de que debía imaginar todos los desenlaces posibles para no dejarse sorprender por el destino. Era una vieja creencia de Trelkovsky. Desde hacía mucho tiempo estaba convencido de que el destino actuaba siempre de forma imprevista. Por eso, había llegado a la conclusión de que el hecho de prever descartaba los golpes bajos de la suerte. Era necesario pasar revista a las posibilidades que existían de fracasar en su intento.

Tal vez no estuviera sola. Abriría a medias la puerta, envuelta tan sólo en una bata, y no le invitaría a pasar. Trelkovsky se quedaría en el descansillo, desconcertado, y sin saber qué hacer. Al final tendría que marcharse, rojo de confusión, furioso con ella y consigo mismo.

También podría estar enferma, en compañía de su familia o sus amigos. Stella no le reconocería debido a la fiebre, y recaerían sobre él miradas de sospecha, como si fuera un criminal que hubiera venido a cometer un atraco.

Tampoco era imposible que le abriera la puerta un hombre o una mujer que no conociera.

—¿La señora Stella, por favor? —preguntaría tímidamente.

—¿Stella? No la conozco. ¿Stella qué? ¡Ah! ¡La antigua inquilina! ¡Se fue ayer! No, no creo que vuelva. Se ha mudado. Nosotros somos los nuevos inquilinos. No, no conocemos su nueva dirección.

Sin embargo, fue Stella en persona la que le abrió la puerta. Un poco de sustancia amarilla se había acumulado en la comisura de sus ojos. Exhalaba un olor a cama y a sudor seco. Se cerraba la bata con una mano.

—¿Te molesto? —preguntó Trelkovsky bruscamente.

—No, estaba durmiendo.

—¿Podría pedirte un favor?

—¿Cuál?

—¿Podría quedarme contigo dos o tres días? No es necesario que te excuses conmigo. Si no puedes, dímelo. No te lo reprocharé.

Stella, sorprendida, se quitó con los dedos los depósitos amarillos que había entre sus párpados para poder mirarle mejor.

—No, no me importa. ¿Tienes problemas?

—Sí, bueno, nada importante… Ya no tengo apartamento.

Stella sonrió.

—No has podido dormir esta noche. Tienes aspecto de estar cansado. Voy a volver a la cama. Si quieres dormir…

—Sí, gracias.

Trelkovsky se desnudó lentamente, lo más despacio que pudo. ¡Mi buena y pequeña Stella! Deseaba saborear su gentileza y su simplicidad. Había actuado como esperaba. Al quitarse los zapatos se dio cuenta de que tenía los pies sucios.

—Voy a lavarme un poco la cara —dijo.

Stella estaba en la cama, ya acostada.

Cuando se acostó a su lado, tenía los ojos cerrados. ¿Dormía? O lo que quería era darle a entender que le dejaba acostarse, pero sólo para dormir. No tuvo que preguntárselo durante mucho tiempo, pues ya sus dulces manos le estaban recorriendo el cuerpo.

Al cabo de un rato se echó sobre ella, agradecido.

Cuando Stella se levantó, Trelkovsky tuvo la delicadeza de abrir un ojo. Antes de marcharse le besó cariñosamente en la oreja.

—Me voy a trabajar —le susurró—. Volveré por la tarde, sobre las ocho. Será mejor que no te vean los vecinos. Si sales, procura pasar desapercibido.

—De acuerdo.

Stella salió. De pronto Trelkovsky ya no tenía sueño. Había logrado escapar. ¡Salvado! Tenía una extraordinaria impresión de seguridad. Recorrió el apartamento sonriendo con placidez. Todo estaba bien allí. Era confortable y tranquilizador. Dedicó el día a leer y a pasearse por la habitación. No salió más que para ir a comer. ¡Había que estar loco para abandonar aquel milagroso refugio!

Stella regresó a las siete y media. Traía una bolsa llena de provisiones. En su interior, dos botellas de vino entrechocaban agradablemente, como si brindaran.

—No tengo tiempo para cocinar —le explicó mientras se quitaba el abrigo—, así que he comprado unas conservas. Estoy fuerte en conservas —añadió entre risas.

Trelkovsky la miraba mientras preparaba la cena, enternecido hasta el punto de ponerse triste.

—Me encantan las conservas.

Seguía con la mirada sus idas y venidas. Recordaba sus pechos, sus muslos. Y ella ponía todo aquello a su disposición, sin vacilar. También recordaba su espalda, sus hombros. Todo aquello estaba ocupado en preparar su cena. ¡Adorable Stella! Sin embargo, no recordaba su ombligo. Cerró los ojos intentando evocarlo. Nada. Lo había olvidado.

Stella estaba poniendo la mesa. Estaba de espaldas y Trelkovsky se acercó a ella muy despacio. La sorprendió con un beso en el hombro. Sus manos le aprisionaron los pechos y luego descendieron lentamente. Encontró el final del jersey y la hizo girar. Los botones automáticos de la falda saltaron uno tras otro. Sus ojos llegaron a la altura del ombligo, lo besó apasionadamente y lo estudió para poder retener todos los detalles, grabados en su memoria. Stella se inclinó para ver qué estaba haciendo. Había supuesto que sus intenciones eran muy distintas y Trelkovsky no quiso decepcionarla.

Al día siguiente, mientras Stella estaba en el trabajo, alguien llamó a la puerta. No fue a abrir. Pero el visitante no desistía: continuaba aporreando la puerta, siempre con la misma cadencia. Era exasperante. Trelkovsky se aproximó de puntillas a la puerta y miró por el ojo de la cerradura. No veía más que un trozo de abrigo abotonado sobre un vientre rollizo. Era un hombre.

—¿Hay alguien? —preguntó el visitante.

Trelkovsky palideció de horror. La sangre abandonó su rostro, su nuca, e incluso sus hombros.

Había reconocido aquella voz. ¡Era la del señor Zy!

¡Le habían seguido!

¡Imposible! ¡Había tomado suficientes precauciones! ¿Entonces? ¿Conocía el señor Zy personalmente a Stella? ¿Ignoraba que Trelkovsky estuviera refugiado en su casa? En ese caso, no tardaría en enterarse. Stella no conocía su dirección, y no había ninguna razón por la que pudiera suponer que el señor Zy conocía a Trelkovsky. A no ser que…

Trelkovsky se estremeció.

¿Y si Stella le había denunciado? ¿Y si le había traicionado fríamente, para castigarle por haberle mentido? Pero ¿cómo habría podido enterarse de su dirección? Trelkovsky lanzó un juramento. ¡En sus bolsillos!

Stella le había registrado los bolsillos, ¡la sucia espía!

Debía de haber encontrado dos o tres cartas que le habían delatado. Ella había sido amiga de Simone Choule, conocía a los vecinos, y seguramente había comprendido lo que significaban los «problemas» de Trelkovsky. Para vengarse, le había entregado.

Porque si el señor Zy conocía efectivamente a Stella, debía de saber que ella trabajaba por el día y que no había nadie en su casa en ese momento. Eso quería decir que venía únicamente por Trelkovsky… a menos que…

La hipótesis que había considerado hacía tiempo, y que había rechazado, era correcta. ¡Stella era una vecina!

Desde el principio estaba encargada de doblegarle, ¡de conducirle a la matanza! Esta idea le dio miedo. Era demasiado monstruosa, demasiado horrible. Pero cuanto más pensaba en ella, más evidente le parecía. ¡Le había engañado desde el principio! ¡Qué ingenuo había sido!

Y él la llamaba «mi pobre y pequeña Stella», «mi adorable y pequeña Stella». ¡Debería haberse mordido la lengua!

¡Se había compadecido de su verdugo! ¡Por qué no se compadecía del señor Zy y de todos los vecinos!

¡Su cariño por Stella!

Seguramente se habría reído a carcajadas de su cariño, la muy miserable. ¿Y quién sabe si no había sido ella la que había asesinado a Simone Choule? ¿Su mejor amiga? ¡A otro con ese cuento!

El señor Zy dejó de llamar. Trelkovsky escuchó cómo su paso titubeaba, se alejaba, volvía y desaparecía definitivamente.

De nuevo tenía que huir. Pero ¿con qué dinero?

Enloquecido de rabia, se puso a registrar el apartamento de Stella. Volcó los cajones, deshizo la cama y arrancó las reproducciones que había en la pared. Al final encontró dinero escondido en un viejo bolso. Poco, pero suficiente para poder ir a un hotel. Lo cogió sin la menor sombra de remordimiento. Se lo tenía bien merecido, ¡la muy zorra!

Abrió silenciosamente la puerta e inspeccionó la escalera de un vistazo. No vio nada anormal. Momentos después estaba en la calle.

Cogió varios taxis para despistar a los posibles perseguidores. Cuando tuvo la seguridad de haberlo conseguido, entró en el primer hotel que encontró, el hotel Flandres, situado detrás de la estación del Norte, para coger una habitación.

Firmó con nombre falso en el registro: señor Trelkof, de Lille. Afortunadamente no le pidieron el documento de identidad. Había recobrado la esperanza. Quizá había conseguido escapar de ellos, después de todo.