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El cerco

¡Le habían preparado para el sacrificio!

Desde que tomó la decisión de librarse de ellos, contraatacaban. Por eso no dudaban en servirse de la agresión pura y simple. Por las buenas o por las malas, Trelkovsky tendría que metamorfosearse en Simone Choule. No le dejaban otra salida.

Le costó trabajo levantarse. Le dolía mucho la cabeza. Se arrastró hasta la pila y se remojó la cara con agua fría. El agua le despejó algo, pero el dolor persistía.

Había llegado la última fase. El desenlace se veía ahora horriblemente próximo. Fue hacia la ventana, la abrió y contempló la oscuridad de abajo.

La marquesina ya debía de estar terminada. ¿Cómo se las arreglarían para empujarle al suicidio? Él no quería morir. ¿Suponía esto un revés para los vecinos? Si su cerco hubiera funcionado perfectamente, Trelkovsky tendría que haberse transformado realmente en Simone Choule y, como tal, suicidarse de forma espontánea. Pero nada de aquello había sucedido, ya que en realidad había estado fingiendo, pues tenía muy claro que él no era Simone Choule. Entonces, ¿qué esperaban? ¿Que fingiera también su muerte? Trelkovsky examinó esta posibilidad. Si fingía suicidarse, con ayuda de barbitúricos, por ejemplo, ¿le dejarían libre? ¿Le perdonarían la vida? ¿Se rompería el hechizo? Mucho se temía que no. No había lugar para la farsa en la oscura maquinación de la que era víctima. El único desenlace posible era la destrucción de la marquesina, pulverizada por su cuerpo dislocado.

¿Qué sucedería si se negaba a colaborar en la buena marcha de los acontecimientos? Tampoco era un misterio para él: le empujarían. A falta de suicidio, se produciría un asesinato. Por lo demás, ¡nada probaba que no hubiera ocurrido lo mismo en el caso de la antigua inquilina!

Abajo, el patio se iluminó de pronto. El estruendo producido por los cascos de un caballo al galope rasgó el silencio. Trelkovsky, intrigado, se asomó a la ventana para poder verlo mejor.

Efectivamente, un hombre a caballo acababa de irrumpir en el patio. No se podía distinguir su cara porque iba enmascarado, y la sombra de su enorme sombrero de fieltro granate le cubría con una máscara suplementaria. Llevaba el cuerpo de un hombre atravesado sobre la grupa. No estaba seguro, pero le dio la impresión de que el cuerpo iba atado. El patio comenzó a llenarse de gente. Un grupo de vecinos rodeó al desconocido enmascarado y se dirigió a él por medio de gestos y signos ininteligibles. Una mujer cubierta con una pañoleta azul celeste señaló hacia la ventana de Trelkovsky. El hombre descendió del caballo y dio la vuelta a la montura para colocarse justo debajo de su ventana. Se puso la mano de visera, sobre la frente, como si hubiera sol, y se quedó mirándole con una atención inquietante. Un niño vestido con un pantalón verde oliva, un jersey ocre amarillento y una boina malva se le acercó y le entregó ceremoniosamente una gran capa negra. El hombre se la puso acto seguido sobre los hombros y desapareció en dirección a la escalera. Todos los personajes se eclipsaron, llevándose consigo al caballo, siempre cargado con su prisionero. La luz se apagó. Trelkovsky habría podido creer que lo había soñado, pero sabía perfectamente que acababa de asistir a la llegada del verdugo. Ahora estaría subiendo lentamente las escaleras que conducían a su apartamento. Llamaría a la puerta y entraría en la habitación, sin esperar a que le invitaran, para ejecutar su funesta tarea. Trelkovsky se imaginaba en qué consistiría. A pesar de sus gritos y súplicas, sería precipitado al vacío. Su cuerpo chocaría contra la marquesina y la atravesaría para ir a estrellarse duramente en el suelo.

El pánico le arrancó de su apatía. Se abalanzó temblando hacia el armario y, entre jadeos y gemidos, lo colocó delante de la puerta. El sudor le goteaba sobre los ojos. Disolvía su maquillaje y le iba dejando regueros pegajosos por el cuello. Al moverse, Trelkovsky se trababa con el vestido, y se le saltó el cierre del sujetador. Después corrió hacia la ventana para bloquearla con la cómoda. Estaba tan jadeante que su respiración se había transformado en estertor.

Alguien llamó a la puerta.

Trelkovsky no contestó, pero arrimó dos sillas para reforzar el armario.

Los vecinos de arriba golpearon en el techo.

¡De acuerdo, estaba haciendo ruido! ¡Podían dar golpes! ¡Si se imaginaban que le iban a obligar a rendirse de ese modo, estaban muy equivocados!

Los golpes se reprodujeron abajo, en casa del propietario.

¡Ahora golpeaban todos a la vez! Pero perdían el tiempo. Sus golpes ya no tenían ningún poder sobre él. Permanecería parapetado a pesar de ellos y su tentativa de intimidación.

Haciendo oídos sordos a los redoblados golpes en la puerta, Trelkovsky continuaba protegiéndola con todos los objetos que encontraba al alcance de la mano. Encontró un rollo de cuerda y lo utilizó para reforzar el conjunto. Condenó también la ventana. Uno de los cristales saltó entonces en pedazos. Si pretendían entrar por allí, ¡llegaban demasiado tarde!

—¡Llegáis demasiado tarde! —vociferó Trelkovsky—. ¡Os va a costar entrar!

Otro cristal se hizo añicos. Estaban tirando piedras.

—¡Me defenderé! ¡Me defenderé hasta el final! ¡Venderé cara mi piel! ¡No, señores, esto no va a ser una excursión de placer! ¡Yo no soy un cordero que se lleva al matadero!

La reacción fue inmediata. Los golpes dejaron de resonar en las paredes, y también en la puerta. Todo volvió a quedar en silencio.

Debían de estar deliberando sobre la conducta a seguir. Trelkovsky se metió en el armario para estar más cerca de ellos y pegó un oído a la pared. Pero no conseguía escuchar su conversación. Entonces se colocó en el centro de la habitación de la entrada y se puso en cuclillas, con los sentidos alerta. Los minutos transcurrían interminables, sin que los vecinos dieran señales de vida. ¿Se habrían ido?

Sonrió. ¡La treta era un poco burda! Sin duda esperaban que les abriera la puerta. Ni hablar. No pensaba mover ni un dedo.

Al cabo de dos o tres horas de inmovilidad, escuchó un ruido. El ruido de unas gotas de agua que caían una a una de un grifo mal cerrado. Al principio fingió no prestarle atención, pero era demasiado irritante. Se acercó de puntillas a la pila. El grifo no goteaba. Pero, en cuanto se daba la vuelta, el ciclo se reanudaba. Para salir de dudas, se quedó mirando el grifo hasta que el ruido volviera a producirse. No cayó ni una gota en la pila. Aquel ruido provenía de otro sitio.

Decidió hacer una ronda, pegado a las paredes, para descubrir el origen de aquellos pequeños chapoteos. Sus búsquedas no duraron mucho.

Por una de las grietas del techo de la habitación del fondo se estaban filtrando gotas de un líquido parduzco. A intervalos variables, cada gota iba a estrellarse en un mar producido por las gotas precedentes. La claridad de la luna le daba un aspecto de piedra preciosa, de rubí oscuro. Trelkovsky encendió una cerilla. Sí, el líquido era rojizo. ¿Sangre?

Mojó un dedo para comprobar la densidad con el pulgar. Desgraciadamente, esta operación no arrojó ninguna luz sobre su composición, por lo que tuvo que resignarse, de mala gana, a probarlo. El sabor era soso, sin personalidad.

Entonces recordó que había llovido en los últimos días. Seguramente el agua de lluvia había calado el tejado… Pero aquella explicación no resistió el examen. En efecto, había muchos pisos entre el tejado y su techo. ¿Quizá una cañería rota? Sí, probablemente…

Pero ¿y si fuera la sangre del prisionero que acababa de ver sobre el caballo del verdugo? ¿Y si fuera la sangre del prisionero, al que estuvieran degollando en esos momentos en el piso de arriba, para mostrarle a Trelkovsky la suerte que le estaba reservada?

Las gotas seguían cayendo, el mar se ensanchaba. ¡Ploc! ¡Ploc! Las minúsculas olas avanzaban sobre el piso seco, como al ritmo de una marea. Querían inundar el apartamento para que se ahogara, ¡para que se ahogara en sangre!

¿Qué era ese ruido que venía a responder ahora al de las gotas parduzcas? Trelkovsky volvió a la pila. El grifo había debido de aflojarse, pues ¡también goteaba! Quiso dar una vuelta más a la llave, pero era imposible. El caucho debía de estar en mal estado.

Las dos fugas se respondían. Producían la impresión de un diálogo entre los dos líquidos.

El timbre del despertador sonó desmesuradamente fuerte. Trelkovsky se dio cuenta entonces de que las gotas caían, una a la señal de «tic», y la otra a la de «tac». Le hubiera gustado parar el mecanismo del despertador, pero en seguida comprendió que era inútil. No hay manecilla de parada prevista en un despertador.

Alguien llamó a la puerta. Los vecinos volvían al ataque. Con un rápido vistazo verificó el estado de sus fortificaciones. Era satisfactorio. Había, no obstante, un espacio entre la cómoda y la pared por el que podría haberse introducido, a través de la ventana, un niño, o un mono, por ejemplo. Esto le inquietó.

Y, precisamente en el momento en que estaba mirando hacia ese lugar, descubrió, con terror, una manita morena y peluda que se agarraba a la parte inferior del bastidor, ¡justo en el hueco dejado por uno de los cristales rotos!

Fue a buscar un cuchillo y se puso a acribillar la mano con fuertes y rápidas cuchilladas. Pero no hubo sangre. La mano se limitó a soltar su asidero y desaparecer. Entonces pensó que se escucharía el golpe de la caída sobre la marquesina, pero lo único que oyó fue una risa sardónica.

En seguida comprendió que los vecinos de abajo muy bien habrían podido colocar un guante al extremo de un largo palo para asustarle, y deslizó la cabeza entre la pared y la cómoda para ver lo que pasaba en el patio.

Era, sin duda, para atraer su atención por lo que los vecinos habían recurrido a la estratagema del guante, pues sólo faltaba él para comenzar. El objetivo del espectáculo que habían montado, en seguida se dio cuenta, consistía en hacerle perder la razón.

Una gran cantidad de cajas cubría el patio. Estaban dispuestas a la manera de los rascacielos que se pueden ver en las postales de Nueva York. Dentro de cada caja había un vecino en cuclillas. Unos aparecían de cara, otros de perfil, y otros de espaldas. De vez en cuando, giraban lentamente sobre sí mismos para cambiar de posición. De pronto, una vieja que Trelkovsky reconoció, porque era aquella señora Dioz que había querido hacerle firmar la solicitud, se puso en pie. Estaba vestida con una larga túnica violeta, ampliamente escotada, que dejaba al descubierto buena parte de su pecho marchito. Tenía los dos brazos levantados hacia el cielo y se puso a danzar torpemente, saltando de caja en caja. Cada vez que cambiaba de caja, la anciana lanzaba grandes gritos: «¡Youp!», chillaba, y cambiaba de caja. «¡Youp!», y cambiaba otra vez.

Esto duró hasta que el vecino calvo situado en la caja más alta se levantó a su vez y agitó una pesada campanilla de sonido grave. Los vecinos se apresuraron entonces a bajarse de su pedestal y a largarse llevándose las cajas consigo. El niño que había visto anteriormente apareció en el patio desierto. Llevaba al hombro un largo palo en cuyo extremo se había atado una jaula con un pájaro. Tras él, una mujer revestida con una amplia casulla roja trotaba inclinada sobre la jaula. Iba imitando al pájaro y se divertía asustándole. El chico recorrió toda la extensión del patio sin volverse una sola vez.

Detrás de ellos venían mujeres embarazadas, pintarrajeadas de rosa, ancianos a caballo sobre otros ancianos que iban a cuatro patas, niñas obscenas y perros gordos como terneros.

Trelkovsky se aferró a la razón como a una cuerda. Recitaba mentalmente la tabla de multiplicar y las fábulas de La Fontaine. Realizaba movimientos complicados con las manos, demostrando una buena coordinación de reflejos, e incluso llegó a exponer, en voz alta, un cuadro completo de la situación política en Europa a comienzos del siglo XIX.

Por fin llegó el día, y con él cesaron los sortilegios.

Algo más tarde, Trelkovsky hizo desaparecer los restos de pintura de su rostro, se cambió las ropas femeninas por las suyas y descorrió el armario. Después abrió la puerta y se lanzó a cuerpo descubierto por la escalera, que bajó sin mirar a su alrededor. Una mano intentó detenerle, pero iba tan rápido que tuvo que ceder. Pasó corriendo ante la portería, y aceleró aún más al llegar a la calle.

Había un autobús detenido en un semáforo. Trelkovsky saltó a la plataforma trasera justo en el momento en que arrancaba.

Renunciaba al arriendo y a los ahorros invertidos en el traspaso. Su única posibilidad de salvación residía, en lo sucesivo, en la huida.