Desde que tuvo la revelación del complot destinado a aniquilarle, Trelkovsky encontraba un morboso placer en esmerarse por llevar a cabo su metamorfosis de la forma más perfecta posible. Ya que querían transformarle en contra de su voluntad, les demostraría de qué era capaz por sí solo. Se batiría en su propio terreno. A la monstruosidad de sus vecinos, él respondería con la suya.
La tienda olía a polvo y a ropa sucia. La vieja dependienta no pareció sorprenderse de su aspecto. Debía de estar acostumbrada. Trelkovsky se tomó su tiempo para elegir entre todas las pelucas que la mujer le iba mostrando. Los precios eran más caros de lo que había imaginado. A pesar de todo, al final eligió la más cara. Cuando se la probó, la peluca le cubrió la cabeza como un gorro de piel. No resultaba desagradable. Salió de la boutique sin quitársela. La cabellera le azotaba suavemente el rostro, como una bandera. Contrariamente a lo que esperaba, los transeúntes no se volvían para mirarle. En vano buscaba en sus miradas pruebas de hostilidad. No, se mostraban indiferentes. ¿Y por qué habría de ser de otro modo? ¿En qué afectaba a sus vidas? ¿Qué les impedía seguir comportándose según sus costumbres? Vestido de aquella manera ridícula, les causaba menos molestias, pues al no ser un ciudadano de pleno derecho, renunciaba a su libertad de expresión. Su opinión no tenía la menor importancia. No era una bandera lo que llevaba sobre la cabeza, sino una funda. Una funda que cubría púdicamente su vergonzosa existencia. Muy bien, puesto que estaban así las cosas, llegaría hasta las últimas consecuencias. Envolvería todo su cuerpo en vendas para evitar que vieran la herida en la que se había convertido.
Compró un vestido, lencería, medias y un par de zapatos de tacón alto, y volvió rápidamente al apartamento para disfrazarse.
—Que todos vean lo antes posible —se repetía— en lo que me he convertido por su culpa. Que se aterroricen y se avergüencen. Que ya no se atrevan a mirarme a la cara.
Subió casi corriendo la escalera. Al cerrar la puerta no se pudo contener y se echó a reír. Pero su voz era demasiado grave. Le resultó divertido hablar con voz en falsete. Primero murmuró y después vociferó frases estúpidas.
—Claro que sí, querida, ella no es tan joven como pretende, nació el mismo año que yo. Creo que estoy embarazada.
El empleo de un adjetivo femenino le pareció, de pronto, cargado de un poder erótico extraordinario. Trelkovsky pronunció:
—Embarazada… embarazada…
Y después probó con otros.
—Contenta… Disgustada… Bien hecha… Viva… Dichosa…
Descolgó el espejo para poder seguir mejor las etapas de su transformación, y se quitó toda la ropa. Se quedó completamente desnudo, a excepción de la peluca que aún conservaba. Cogió la navaja y la crema de afeitar y se afeitó completamente las piernas, desde los muslos hasta los tobillos. Se colocó el liguero en torno al talle y se puso las medias, que enganchó, bien tensas y lisas, en las pequeñas trabillas de caucho. El espejo reflejó la imagen de sus muslos y del sexo que colgaba entre ellos. Aquello no le gustó y se lo introdujo entre las piernas para que no se viera. El resultado era casi perfecto pero, desgraciadamente, se veía obligado a mantener los muslos apretados y no podía moverse más que a pequeños pasos. Sin embargo, consiguió ponerse las braguitas transparentes de encaje, cuyo tacto era infinitamente más agradable que el de los calzoncillos ordinarios. Luego se puso el sujetador, relleno con los falsos pechos, y después la combinación y el vestido. Por último se calzó los zapatos de tacón.
La imagen de una mujer se reflejaba en el espejo. Trelkovsky estaba maravillado. ¡No era tan difícil crear una mujer! Recorrió la habitación moviendo las caderas. De espaldas, si se miraba por encima del hombro, era aún más turbador. Imitó un número que había visto realizar, hacía tiempo, a una artista de music-hall. Con los brazos cruzados por delante y las manos puestas en la cintura, le daba totalmente la impresión, al mirarse por detrás, de estar viendo a una pareja que se abraza. El efecto era de una perfección extraordinaria, incrementada aún más por el hecho de estar travestido. Eran sus manos, sus propias manos las que acariciaban a la extraña. Con la mano izquierda levantó su falda. La derecha se introducía por el escote y desabrochaba el sujetador. Trelkovsky se dejó llevar por la excitación, como si tuviera una auténtica mujer entre sus brazos. Poco a poco, se desnudó. Se quedó sólo con las medias y el portaligas para irse a la cama…
Un dolor atroz le arrancó de su sueño. Intentó aullar, pero sus gritos se convirtieron en esputos de sangre. Había sangre por todas partes. Las sábanas estaban empapadas de una mezcla de saliva y sangre. Un dolor insoportable le barrenaba en la boca. No se atrevió a mover la lengua para intentar localizar la fuente del dolor, y se fue hacia el espejo, tambaleante.
¡Claro! Debería haberlo imaginado. Tenía un hueco en la encía: ¡le faltaba un incisivo superior!
Empezaron a brotar gemidos de su garganta, que pronto le provocaron náuseas. Se puso a vomitar sin reparar en ello, como si continuara llorando, y sin dejar de moverse por el apartamento. Estaba abrumado por el horror. El miedo, al ser demasiado grande para él, se le desbordaba por la boca.
¿Quién?
¿Lo habrían hecho entre varios? Puede que uno se hubiera sentado sobre su pecho mientras los demás le hurgaban en la boca. ¿O habrían delegado en un verdugo que había procedido en solitario a la operación? Pero ¿dónde estaba el diente?
En vano rebuscó entre las sábanas manchadas de sangre. Pero en seguida se hizo innecesaria la búsqueda. Sabía perfectamente dónde estaba su incisivo. Tal era su convicción que ni siquiera fue a comprobarlo en ese momento. Primero se enjuagó varias veces la boca. Y sólo después separó el armario para extraer del agujero los dos incisivos, ambos ensangrentados. Los dos rodaron juntos en su mano y por más que los examinó durante un buen rato, no pudo distinguir cuál era el suyo. Abrumado, se pasó maquinalmente la mano por el cuello y se lo manchó de sangre.
¿Cuándo sería defenestrado? Actuar como lo había hecho era muy peligroso. Cuanto más rápido se transformara, ahora lo comprendía perfectamente, antes tendría lugar la ejecución. En lugar de seguir la corriente a los vecinos, debía resistirse con todas sus fuerzas.
¡Qué insensato había sido! Les había hecho creer que la transformación se había consumado, y ellos, crédulos, se habían dejado convencer. Lo que tenía que hacer era demostrarles que era duro de pelar y que todavía tenían bastante trabajo en perspectiva. ¡Metamorfosear a Trelkovsky en Simone Choule no era tan fácil! Se lo demostraría.
Se vistió, esta vez de hombre, y bajó rápidamente las escaleras. ¿Fue una casualidad que el señor Zy abriera su puerta en el momento en que Trelkovsky pasaba por allí? Le miró severamente, con cara de pocos amigos, y le dijo:
—Dígame, señor Trelkovsky, ¿recuerda mis consejos a propósito del apartamento?
Trelkovsky tuvo que contenerse para no responderle directamente con un ataque. Se limitó a preguntar amablemente:
—Por supuesto que me acuerdo, señor Zy, ¿de qué se trata, si es tan amable?
—¿Se acuerda de lo que le dije respecto a los animales, perros, gatos, o de cualquier otra especie?
—Perfectamente, señor Zy.
—¿De lo que le dije sobre los instrumentos musicales?
—También lo recuerdo, señor Zy.
—¿Y respecto a las mujeres, lo recuerda?
—Naturalmente, señor Zy.
—Entonces, ¿por qué lleva mujeres a su casa?
—Pero si no he llevado ninguna mujer a mi casa, señor Zy.
—Ya, ya… Sé perfectamente lo que digo. Al pasar ante su puerta, hace un momento, he podido oír con claridad que estaba hablando con una mujer. ¿Eh?
Trelkovsky estaba boquiabierto. ¿Así que el objetivo del complot era simplemente ponerle de patitas en la calle? No, no era posible, eso sería demasiado bueno. Pero, entonces, ¿qué quería el señor Zy?
—Escuche, señor Zy, no había ninguna mujer en mi casa, usted ha oído mal: sería yo, que estaría cantando, simplemente.
—Eso tampoco está muy bien, pero le digo que he oído claramente una voz femenina.
Trelkovsky se dominó para no insultarle, aunque no le resultaba demasiado difícil, pues ya estaba acostumbrado.
—Todo el mundo puede equivocarse, señor Zy. Nunca se me ocurriría traer una mujer a mi casa. Supongo que se habrá confundido con alguien que estaba en la escalera o en otro piso. ¡La acústica de estas viejas casas a menudo juega malas pasadas de ese tipo!
Trelkovsky continuó bajando las escaleras, felicitándose por su salida. Le había dejado en el sitio, ¡al propietario! Sin duda iría a contarles a los otros que la víctima todavía no estaba a punto. Había conseguido un pequeño aplazamiento.
Se dirigió al café de enfrente. El camarero le saludó con la cabeza y, sin preguntarle qué quería tomar, le trajo un chocolate y dos tostadas. Trelkovsky le dejó hacer sin intervenir hasta el último momento. Entonces le dijo que lo único que quería era un café. El camarero le miró estupefacto y esbozó un gesto de protesta.
—Pero… ¿no quería chocolate?
—No, he dicho que quería un café.
El camarero fue a hablar en voz baja con el jefe, que estaba en la caja. No le llegaba nada de la conversación, pero pudo ver que de vez en cuando echaban ojeadas en su dirección. El camarero regresó finalmente. Mostraba un aire de contrariedad.
—Es que, verá, la máquina está averiada. ¿Está seguro de que no le apetece un chocolate?
—Quiero un café, pero, si no puede ser, póngame un vaso de vino tinto. Supongo que no tendrá Gauloises…
El camarero balbuceó que no.
Se bebió el vaso con delectación, y luego volvió a casa.
A la mañana siguiente recibió con el primer correo una citación del comisario de policía. Estaba convencido de que se le requería en relación con el robo del que había sido víctima, pero el comisario le sacó en seguida de su error.
—He recibido muchas denuncias contra usted —le soltó sin preámbulo.
—¿Denuncias?
—En efecto, y no se haga el sorprendido. Me han hablado mucho de usted, señor Trelkovsky. Demasiado. Usted arma unos jaleos infernales por la noche.
—Dios mío, señor comisario, me asombra. Nadie me ha llamado la atención jamás. No suelo hacer ruido. Trabajo, compréndalo, y tengo que levantarme temprano. Prácticamente no tengo amigos, y nunca invito a nadie a mi casa. Usted me deja de piedra.
—Es posible, pero me trae sin cuidado. A mí, sus pequeñas historias no me interesan, tengo otras cosas que hacer. Lo único que le digo es que recibo denuncias por escándalo nocturno, y mi deber es velar por el mantenimiento del orden; por eso le advierto claramente: deje de hacer ruido, señor Trelkovsky. ¿Es un apellido ruso?
—Creo que sí, señor comisario.
—¿Es usted ruso? ¿Está naturalizado?
—No, he nacido en Francia, señor comisario.
—¿Ha hecho el servicio militar?
—Se me declaró inútil, señor comisario.
—Muéstreme su carné de identidad.
—Aquí está.
El comisario examinó atentamente el carné y se lo devolvió con un suspiro de contrariedad, pues no había podido descubrir nada ilegal.
—Está en muy mal estado —fue todo lo que pudo decirle.
Trelkovsky esbozó un gesto de excusa.
—En fin… bueno, por esta vez, pase, cerraré los ojos. Pero si vuelvo a oír hablar de usted, ya veremos lo que pasa; no puedo permitir que un fanfarrón se dedique a alterar el orden.
—Muchas gracias, señor comisario. Pero le aseguro que no suelo hacer ruido.
El comisario, furioso, le hizo un gesto para que se fuera inmediatamente. No podía perder el tiempo con él.
Trelkovsky se detuvo frente a la portería. La portera le había visto acercarse sin hacerle el más mínimo gesto de reconocimiento.
—Me gustaría saber quién ha puesto una denuncia contra mí, ¿lo sabe usted?
La portera apretó los labios.
—Si usted no hiciera ruido, nadie pondría una denuncia contra usted. No debe echarle la culpa a nadie más que a usted mismo. Yo, por mi parte, no sé nada.
—¿Ha habido alguna recogida de firmas? Lo mismo que ocurrió con la vieja que vino a verme la otra vez, ¿no? Y usted también ha firmado, ¿verdad?
La portera apartó inmediatamente la vista de él, como si fuera un espectáculo repugnante.
—No sé nada. Y deje de preguntarme, no tengo nada que decirle. Buenas tardes.
Debía actuar con rapidez si quería escapar de las garras de los vecinos. La red se estrechaba por momentos. Pero no era fácil. Trelkovsky intentaba comportarse normalmente, como antes, pero en seguida se sorprendía realizando un gesto que no era suyo, o pensando de una manera que no le correspondía. Ya no era totalmente Trelkovsky. ¿Quién era Trelkovsky? ¿Cómo averiguarlo? Le era imprescindible descubrirlo para evitar alejarse más, pero ¿cómo?
Ya no frecuentaba a sus antiguos amigos, ya no iba a los sitios a los que le gustaba ir antes. Estaba siendo desdibujado poco a poco, borrado por los vecinos. Y lo que estaban dibujando en lugar de su antigua personalidad era la espectral silueta de Simone Choule.
«¡Es preciso que me encuentre!».
¿Quién era él? ¿Qué parte de su ser le pertenecía exclusivamente a él? ¿En qué se diferenciaba de los demás? ¿Cuál era su referencia, su marca de fábrica? ¿Qué peculiaridad le permitía afirmar: esto soy yo, o esto no soy yo? Por más que lo pensaba, no se le ocurría qué podía ser. Recordó su infancia. Las bofetadas recibidas y también sus fantasías, pero no descubría nada original. Lo que le pareció más significativo fue un episodio un tanto oscuro del que se acordaba como si fuera un sueño.
Una vez, en el colegio, había pedido permiso para ir al servicio, y como tardaba mucho en regresar, habían enviado a una niña para ver lo que le había ocurrido. Al volver a clase, la maestra le había preguntado groseramente: «Entonces, Trelkovsky, ¿no te has caído por el agujero?». Todos sus compañeros le habían abucheado. Y él se puso rojo de vergüenza.
¿Era esto suficiente para definirle? Trelkovsky recordaba su pena y su vergüenza, aunque no comprendía muy bien las razones.