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La revelación

La fiebre ya se había esfumado. Sin embargo, a Trelkovsky le costaba volver a la vida normal. Al abandonarle, la fiebre parecía haberse llevado una parte de él, pues se sentía incompleto. Sus sensaciones se habían debilitado y no podía evitar la impresión de que no estaban sincronizadas con su cuerpo. Se encontraba a disgusto.

Aquella mañana, al levantarse, le pareció como si estuviera obedeciendo a una voluntad distinta a la suya. Se puso las zapatillas y la bata, y fue a hervir agua para el té. Todavía se encontraba demasiado débil para volver a la oficina.

Cuando el agua hirvió, la pasó por un colador con hojas de té. La taza se llenó de un hermoso líquido, tan matizado de color como la tinta china, y con un aroma discreto pero irresistible. Trelkovsky nunca le echaba azúcar al té. Se metía un terrón en la boca y bebía después a pequeños sorbos.

Abajo resonaban los martillazos de los obreros que estaban repasando la marquesina de cristal. Trelkovsky se puso un azucarillo en la lengua y se aproximó a la ventana con la taza en la mano. Los dos obreros estaban mirando hacia arriba y, en cuanto le vieron, se echaron a reír. Al principio pensó que se trataba de un error, que era víctima de una ilusión óptica. Pero en seguida tuvo que rendirse a la evidencia: los obreros se estaban burlando descaradamente de él. Estaba desconcertado. Poco a poco, su desconcierto se convirtió en irritación. Frunció las cejas en señal de desaprobación, pero no observó ningún cambio en su actitud.

«¡Vaya descaro!».

Abrió la ventana bruscamente y se asomó por encima del antepecho. Los obreros se reían cada vez más.

Trelkovsky temblaba de cólera hasta tal punto que la taza se le cayó de las manos. Al agacharse para recoger los trozos, llegaron a sus oídos grandes carcajadas. Seguramente se reían de su torpeza.

En efecto, pudo ver que le miraban y se reían con mala intención.

«Pero ¿qué les habré hecho?».

No les había hecho nada. Simplemente eran sus enemigos, por eso se burlaban de él en su propia cara. Aquello era más de lo que podía soportar.

—¿Qué desean? —gritó, fingiendo no haberse dado cuenta de la intención de aquellos dos hombres.

Su sonrisa cruel y aviesa se acentuó. Se quedaron mirándole un rato más y después volvieron a su trabajo. Pero, de vez en cuando, dirigían miradas taimadas hacia la ventana y, aun cuando estaban prácticamente de espaldas, podía ver la sonrisa que retorcía cruelmente sus labios.

Trelkovsky se quedó allí, petrificado por el asombro y la indignación, intentando encontrar en vano una razón que explicara lo que acababa de ocurrir.

«¿Qué tengo yo de ridículo?».

Se fue al espejo para verse la cara.

¡No se reconocía!

Trelkovsky se acercó más al espejo. Un penetrante grito se escapó de su garganta y se desmayó.

Recobró el conocimiento al cabo de un tiempo indeterminado. Se había hecho mucho daño al caer. Cuando consiguió ponerse de pie, con algunas dificultades, lo primero que vio fue su rostro maquillado en el espejo. Ahora podía observar detenidamente el rojo de los labios, el maquillaje de fondo, el rosa de las mejillas y el rimel de los ojos.

Su miedo adquirió tal realidad que sintió cómo se le solidificaba de golpe en la garganta. Su superficie debía de ser tan espinosa y acerada como el filo de una sierra, pues le estaba desollando la laringe. ¿Por qué se había disfrazado?

No era sonámbulo. ¿De dónde habían salido los cosméticos? Trelkovsky se puso a registrar el apartamento. Pero no tuvo que buscar durante mucho tiempo. Los encontró en un cajón de la cómoda. Había al menos una decena de frascos de todos los tamaños y colores, así como tubos y pequeños tarros de pomada.

¿Se estaría volviendo loco?

Cogió furioso los frascos y los estrelló contra la pared, donde se hicieron añicos ruidosamente.

Los vecinos golpearon en la pared.

¿Se había vuelto loco? Trelkovsky se echó a reír a carcajadas.

Los vecinos redoblaron sus golpes.

Dejó de reír. Lo comprendía. Aquello no tenía ninguna gracia.

El sudor le pegaba la camisa a la piel. Se dejó caer en la cama e intentó desesperadamente rechazar la explicación que se estaba imponiendo a su razón. Pero en seguida se dio cuenta de que era inútil. La verdad estalló como fuego de artificio.

Ellos eran los culpables.

¡Los vecinos le estaban transformando lentamente en Simone Choule!

Valiéndose de mil pequeñas mezquindades, de una vigilancia permanente y de una voluntad de hierro, los vecinos estaban modificando su personalidad. Estaban todos de acuerdo, todos eran culpables. Había caído como un inocente en su sucia trampa. Se disfrazaban para despistarle. Se comportaban de un modo extraño para confundirle y hacerle perder pie en su lógica. No había sido más que un juguete en sus manos. Al recordar todos los detalles de su estancia en el apartamento, comprendió que había sido así desde el principio. La portera había llamado en seguida su atención sobre la ventana del W.C., porque conocía perfectamente los extraños fenómenos que allí se desarrollaban. Ya no era necesario seguir preguntándose quién recogía los restos de basura que se le caían en la escalera. Eran los vecinos.

Eran también los vecinos los que habían saqueado su apartamento, en un intento de quemar las naves y no dejarle ninguna posibilidad de volver la vista atrás. Le habían robado su pasado. Eran los vecinos los que golpeaban la pared cuando resurgía su antigua personalidad. Eran ellos los que le habían hecho perder sus amistades, los que le habían impuesto la costumbre de usar pantuflas y bata. Era un vecino, empleado en el café de enfrente, el que le había hecho cambiar el café por el chocolate y los Gauloises por los Gitanes. Solapadamente, le habían dictado todos sus movimientos y todas sus decisiones. Le habían llevado de la mano.

Y ahora, aprovechando que dormía, habían decidido asestar un golpe más ambicioso. Le habían pintado y maquillado. Pero esta vez habían calculado mal, habían cometido un error, Trelkovsky todavía no estaba a punto. Era demasiado pronto.

Recordó sus reflexiones sobre la virilidad. Entonces… ¡era eso! Hasta sus pensamientos más íntimos le eran impuestos.

Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno. Debía reflexionar lo más calmadamente posible. Ante todo no perder la cabeza. Dio largas caladas, que echaba por la nariz. ¿Y el propietario?

Sin duda era el jefe. Era el que dirigía la jauría de fieras. ¿Y la vieja? ¿Y la mujer con la hija enferma? ¿Víctimas? ¿Vecinos? Vecinos, sin duda, a los que se les había confiado Dios sabe qué secreta misión. ¿Y Stella?

¿Le habían informado entonces, cuando fue a visitar a Simone Choule, de su intención de ir al hospital? ¿Estaba allí sólo porque tenía órdenes de interceptarle, para hacerle sufrir una influencia de la que él desconfiaría menos porque parecería venida del exterior? Decidió seguir creyendo en su inocencia. ¡No podía ver enemigos por todas partes! ¡No estaba loco!

¿Qué crimen había cometido para que se le persiguiera hasta ese punto? Quizá el mismo que el de la mosca caída en la trampa de la tela de araña. La casa era una trampa, y la trampa funcionaba. Incluso era posible que no hubiera animosidad personal contra él. Pero le vinieron a la mente las caras autoritarias e imperiosas de los vecinos y abandonó inmediatamente esta hipótesis. ¿Para qué engañarse? Sí, había una animosidad personal contra él. Simplemente, no le perdonaban que fuera Trelkovsky, y le odiaban por ello, y por ello le castigaban.

¿Era únicamente para castigarle por lo que se había puesto en marcha aquella gigantesca maquinaria? ¿Por qué tal despliegue para un solo uso? ¿Merecía él todo aquello? ¿Sería un chivo expiatorio?

Sacudió la cabeza. No, no era posible. Debía de haber algo más.

Una pregunta le asaltó entonces: ¿era él la primera víctima?

¿Desde hacía cuánto tiempo funcionaba la trampa? ¿De qué longitud era la lista de los inquilinos metamorfoseados? ¿Habían elegido todos el mismo final que Simone Choule, o tenían la función de perpetuar a los vecinos fallecidos? Y, en ese caso, ¿habría formado Simone Choule parte del complot? ¿Eran mutantes, extraterrestres o simplemente asesinos? Entonces recordó a la antigua inquilina envuelta en vendajes y con la boca abierta.

¿Suicidarse un vecino? ¡Nada de eso! Simone Choule había sido una víctima, no un verdugo.

Trelkovsky apagó la colilla en el cenicero. ¿Por qué? ¿Por qué querían transformarle?

Entonces se le cortó la respiración y sus ojos se agrandaron de terror.

El día en que su parecido con Simone Choule fuera perfecto, TOTAL, tendría que actuar como ella. SE VERÍA OBLIGADO A SUICIDARSE. Incluso aunque no quisiera, no podría decir ni una palabra.

Corrió a la ventana. Abajo los obreros se reían mirando hacia su ventana. ¡Ése era el motivo por el que estaban reparando la marquesina! ¡¡Para él!! La cabeza le daba vueltas y tuvo que sentarse.

¡Pero él no quería morir! ¡Era un asesinato! Pensó en acudir a la policía, pero se dio cuenta de que no le serviría de nada. ¿Qué tendría que decir para convencer a un comisario incrédulo y, para colmo, amigo del señor Zy? Entonces, ¿huir? ¿Adónde podría ir? No importaba adónde, abandonar la casa ahora que todavía estaba a tiempo. ¡Pero lo que no podía hacer era abandonar su derecho de traspaso! ¡Seguramente habría una solución! Trelkovsky acabó por adoptar una.

Quedarse todavía durante algún tiempo y actuar de modo que pareciera que se estaba transformando, para no ponerles sobre aviso. Encontrar arrendador para el apartamento, y después largarse sin dejar su nueva dirección.

Dos aspectos, sin embargo, no eran satisfactorios en esta solución. El primero era que el próximo inquilino, al no estar prevenido, se convertiría en la próxima víctima; y el segundo, que el propietario seguramente rechazaría cualquier operación relacionada con el apartamento. Era imposible hacerlo sin que él se enterara. Lo ideal habría sido largarse sin avisar a nadie, dejándolo todo, pero el traspaso se había tragado todos sus ahorros y no tenía otros medios de subsistencia. Su única posibilidad era ganar tiempo y dinero.

Decidió bajar a dar una vuelta por el barrio, maquillado y acicalado. Tendría que soportar las burlas de los chavales y el desprecio de los transeúntes, pero sólo a ese precio podría conservar una esperanza de salvar el pellejo.