Trelkovsky se puso enfermo. Hacía varios días que no se encontraba bien. Empezó a sentir unos escalofríos que le recorrían la espalda, las mandíbulas le castañeteaban, su frente febril se cubría de sudores helados. Al principio se había negado a rendirse a la evidencia; se había convencido de que no era nada. En la oficina tenía que apretarse la cabeza con ambas manos para evitar que le zumbara. La escalera más corta, una vez subida, le dejaba en un estado lamentable. No, no podía continuar así, estaba enfermo, estaba destrozado.
Un residuo cualquiera se había introducido en la maquinaria y ponía en peligro su existencia. ¿De qué se trataba? ¿Una pluma que obstaculizaba la penetración de dos ruedas dentadas? ¿Un engranaje desajustado? ¿O un microbio?
El médico de barrio al que visitó no le explicó las causas de la avería. Se limitó a prescribirle, a título de precaución, una mínima dosis de antibióticos y unas pequeñas grageas amarillas que tenía que tomar dos veces al día. También le había recomendado tomar muchos yogures. Aquello sonaba a broma.
—Claro que sí, es necesario, se lo aseguro, muchos yogures. Repoblarán sus intestinos. Y venga a verme dentro de una semana.
Trelkovsky pasó por la farmacia antes de regresar a su piso. Salió con unas cajitas de cartón en los bolsillos que, de forma misteriosa, ya le estaban aliviando.
Apenas llegó a casa, abrió las cajas para sacar los prospectos. Los leyó metódicamente. Las medicinas que le habían prescrito poseían abundantes cualidades extraordinarias. Sin embargo, al día siguiente por la noche, no se encontraba mejor. Su optimismo moderado se tornó sombría desesperación. Ahora comprendía que las medicinas no eran milagrosas y que los prospectos no eran más que panfletos publicitarios. A decir verdad ya lo sabía, pero no podía negarse a seguir el juego hasta que algo le demostrara lo contrario.
Decidió meterse en la cama. Tenía mucha fiebre, pero se daba cuenta de que no era suficiente. La sábana, que le cubría hasta la nariz, se humedecía de saliva a la altura de la boca. No tenía fuerzas ni para parpadear. Se limitaba a mantener los ojos abiertos, sin fijarse en nada en particular, y, cuando sentía picor, dejaba caer sobre los ojos su telón de acero de piel, que teñía la oscuridad de púrpura cuando se giraba hacia la ventana.
Permanecía acurrucado bajo las mantas. Ahora, más que nunca, tenía una aguda conciencia de sí mismo. Sus dimensiones le eran familiares. Había empleado tantas horas en observar y remodelar su cuerpo que ahora se sentía como quien se encuentra con un amigo aquejado por alguna desgracia. Procuraba dispersarse lo menos posible para combatir mejor la debilidad. Tenía las pantorrillas pegadas a los muslos, las rodillas muy próximas al plexo, y los codos apretados contra el cuerpo.
Su obsesión era tratar de evitar, con la cabeza apoyada en la almohada de un modo especial, que le fueran perceptibles los latidos del corazón. Cambiaba de posición cien veces hasta encontrar un estado de perfecta sordera. No podía soportar ese horrible sonido que testimoniaba la fragilidad de su existencia. Muchas veces se había preguntado si cada hombre no tendría un número determinado de latidos para hacer funcionar el corazón a lo largo de su vida. Cuando, a pesar de todos sus esfuerzos, continuaba percibiendo el palpitar de aquel corazón que se debatía en el interior de su pecho, se escondía rápidamente debajo de las mantas. Metía la cabeza bajo la sábana y observaba, con los ojos muy abiertos, su cuerpo agazapado en la oscuridad. Visto así, adquiría un aspecto formidable y macizo. Su olor acre y embriagador de animal le fascinaba. Le proporcionaba una extraña placidez. Necesitaba su olor para estar seguro de su existencia. Hacía esfuerzos por tirarse pedos para que aquel olor fuera aún más intenso, más insoportable. Permanecía el mayor tiempo posible bajo las sábanas, hasta casi asfixiarse y, cuando finalmente resurgía al aire libre, se sentía fortalecido. De este modo reavivaba su fe en un pronto restablecimiento, y una nueva serenidad sucedía a su angustia.
Por la noche su estado empeoró. Se despertó con las sábanas empapadas de sudor. Le castañeteaban los dientes. Estaba tan atontado por la fiebre que ni siquiera tenía miedo. Se envolvió en una manta y fue a hervir un poco de agua en un pequeño infernillo que había pertenecido a la antigua inquilina. Cuando el agua hubo hervido, se preparó una rudimentaria bebida, pasándola a través de un colador lleno de un viejo té descolorido. El brebaje, acompañado de dos aspirinas, le sentó bien.
Después volvió a acostarse, pero, cuando presionó el interruptor y se restableció la oscuridad, tuvo la sensación de que la habitación en la que se encontraba disminuía de tamaño hasta el punto de amoldarse perfectamente a su cuerpo. Se ahogaba. Entonces encendió la luz y, al instante, la habitación recobró sus dimensiones normales. Al sentirse liberado, respiró hondo para recuperar el aliento.
«Esto es estúpido», masculló.
Y volvió a apagar. La habitación, como una goma tirante que se soltara de un extremo, se replegó sobre Trelkovsky. Le envolvió como un sarcófago, le oprimió el pecho, le presionó la cabeza, le aplastó la nuca.
Se estaba ahogando. Afortunadamente, en el último momento, su dedo encontró el interruptor. La liberación fue tan brusca como la primera vez.
Entonces decidió dormirse con la luz encendida.
¡Pero eso no era tan fácil! La habitación ya no cambiaba de dimensiones. No, ahora era su consistencia la que se metamorfoseaba.
Más exactamente, la consistencia del espacio que había entre los muebles del apartamento.
Era como si, después de haberse inundado de agua, ésta se hubiera congelado. El espacio que había entre las cosas se había vuelto de pronto tan palpable como un iceberg. Y él, Trelkovsky, era una de esas cosas. Otra vez estaba atrapado. Pero ya no en la masa del apartamento, sino en la del vacío. Intentó moverse para deshacer la ilusión; inútil.
Permaneció paralizado durante más de una hora, sin poder dormirse siquiera.
De pronto, sin motivo aparente, el fenómeno cesó. El encantamiento se había roto. Para cerciorarse, cerró un ojo. En efecto, podía moverse.
Pero su movimiento había desencadenado un nuevo proceso. Había cerrado el ojo izquierdo y, sin embargo, nada se había ocultado a su vista, ¡a pesar de que su campo visual había disminuido! Las cosas simplemente se habían concentrado a la derecha. Entonces, incrédulo, cerró el ojo derecho. Inmediatamente las cosas se concentraron a la izquierda. ¡Aquello no era posible! Tomó como referencia una mancha del empapelado y guiñó los ojos. Pero, cuando lograba mantener la cabeza inmóvil, se le olvidaba la señal, y cuando recordaba la primera señal, no lograba acordarse de la segunda. En vano se empecinó en sus ensayos. A fuerza de guiñar el ojo izquierdo y luego el derecho, le entró una jaqueca atroz. El dolor le exprimía el cerebro. Cerró los ojos, pero el espectáculo de la habitación no desapareció. Lo seguía viendo como si sus párpados fueran de cristal.
Finalmente, aquella noche de pesadilla se acabó.
El sueño se apoderó de Trelkovsky y no le abandonó hasta entrada la tarde.
Al despertar escuchó a los obreros que reparaban la marquesina. Quiso levantarse, pero estaba demasiado débil. Tenía algo de hambre.
La soledad se le apareció entonces en todo su horror.
Nadie que se ocupara de él, nadie que le mimara, que le pasara una mano fresca sobre la frente para comprobar si tenía fiebre. Estaba solo, completamente solo, como si se estuviera muriendo. Si finalmente aquello se producía, ¿cuántos días tardarían en descubrir su cadáver? ¿Una semana? ¿Un mes? ¿Quién entraría el primero en el sepulcro?
Los vecinos, sin duda, o tal vez el propietario. Nadie se preocupaba por él, excepto cuando se trataba del pago del alquiler. Incluso muerto, no se le permitiría disfrutar gratuitamente de un piso que no le pertenecía. Trelkovsky intentó reaccionar.
«Estoy exagerando, no estoy tan solo como para eso. Me compadezco de mi suerte, pero pensándolo bien, veamos…».
Trelkovsky lo pensó y lo vio, pero no, estaba solo, solo como nunca lo había estado hasta entonces. Se dio cuenta del cambio producido en su vida. ¿Por qué? ¿Qué había ocurrido?
La impresión de tener la respuesta en la punta de la lengua le puso nervioso. ¿Por qué? Tenía que haber una respuesta. Él, que siempre había estado rodeado de amigos, que tenía relaciones y conocidos de todas clases, que conservaba con verdadero celo, precisamente pensando en el día en que pudiera necesitarlos, ¡se encontraba en una isla desierta en medio de un desierto!
¡Qué inconsciente había sido! No se reconocía.
Los martillazos de los obreros le liberaron de su desolación. Ya que nadie se ocupaba de Trelkovsky, Trelkovsky lo haría.
En primer lugar, comer.
Se vistió mal que bien. Bajar la escalera no fue fácil. Al principio no le costó mucho trabajo, pero pronto los peldaños de madera se convirtieron en peldaños de piedra. Su superficie era basta e irregular. Tropezaba con las asperezas y se daba fuertes golpes con las cortantes aristas. Más tarde pudo ver que de la escalera principal partían innumerables escaleras divergentes. Tortuosas escaleras secundarias, escaleras enmarañadas de estrechos peldaños, escaleras en las que no estaba muy claro si se iba hacia el exterior o hacia el interior. Le resultaba muy difícil orientarse en medio de este dédalo y se extraviaba constantemente. Al final, tras haber descendido una escalera que se había vuelto repentinamente ascendente, se encontró con el techo. No había puerta ni trampilla por la que se pudiera continuar. Nada más que un techo blanco y liso que le obligaba a agachar la cabeza. Tuvo que resignarse a dar media vuelta. Pero, en cuanto alcanzaba cierto nivel, la escalera daba la vuelta, como si estuviera apoyada en un eje que la permitiera girar. Entonces tenía que subir en lugar de bajar, y luego bajar en lugar de subir.
Trelkovsky estaba agotado. ¿Cuántos siglos llevaba errando por aquellas estructuras infernales? Lo ignoraba. Sólo tenía la vaga convicción de que su deber era avanzar.
A menudo surgían cabezas de la pared que le observaban con curiosidad. Las caras no tenían expresión alguna y, sin embargo, podía escuchar sus risas y burlas. Las cabezas nunca permanecían mucho tiempo a la vista. Desaparecían rápidamente, y, un poco más allá, otras cabezas semejantes le salían al paso y le miraban atentamente. Le entraron ganas de correr a lo largo de las paredes con una gigantesca cuchilla de afeitar y cortar todo lo que sobresaliera. Desgraciadamente no tenía ninguna cuchilla.
Cuando llegó a la planta baja estaba tan aturdido que ni siquiera se dio cuenta y siguió dando vueltas, bajando y subiendo. Finalmente descubrió el hueco abierto del portal y salió. La luz le hizo tambalearse.
De pronto, se dio cuenta de que había olvidado el objeto de su expedición. Ya no tenía hambre. Lo único que deseaba era estar en la cama. Su enfermedad debía de ser más grave de lo que había pensado. El retorno se produjo sin mayores dificultades, pero cuando llegó no tenía fuerzas ni para quitarse la ropa. Se deslizó entre las sábanas sin quitarse siquiera los zapatos. Aun así, le castañeteaban los dientes.
Cuando se despertó era ya de noche. No se encontraba mejor, pero el atontamiento de la fiebre había desaparecido, dando lugar a una extraordinaria sensación de lucidez. Se levantó sin dificultad y se aventuró a dar unos pasos, con cierto recelo, pero no sintió ningún vértigo. Más bien tenía la impresión de no tocar el suelo. La mejoría le permitió desvestirse. Se acercó a la ventana para colocar la ropa en el respaldo de una silla y miró maquinalmente hacia la ventanilla de enfrente. Allí estaba, en cuclillas sobre el orificio del W.C., una mujer que reconoció a primera vista. Era Simone Choule.
Trelkovsky pegó la nariz al cristal, y la aparecida, como si hubiera adivinado su presencia, giró lentamente el rostro hacia él. Entonces, con una mano se puso a deshacer el vendaje que lo recubría. Pero no se descubrió más que la mitad inferior, hasta la base de la nariz. Una horrible sonrisa distendió su boca. Después se quedó inmóvil.
Trelkovsky se pasó la mano por la frente. Hubiera querido apartar la vista del espectáculo de la ventanilla, pero le faltó decisión para hacerlo.
Simone Choule había vuelto a ponerse en movimiento. Ninguno de los movimientos que hizo al limpiarse, y después al tirar de la cadena, se le escaparon a Trelkovsky. La vio arreglarse y salir. La luz de la escalera se apagó.
Sólo entonces pudo darse la vuelta y seguir desnudándose. Le temblaban los dedos cuando empezó a desabotonarse la camisa. Tuvo que tirar hacia arriba para quitársela, y se le rasgó con un lúgubre crujido. Trelkovsky no se dio cuenta, sólo pensaba en el espectáculo que acababa de presenciar.
No era, sin embargo, la visión del espectro de Simone Choule lo que le turbaba, ya que tenía la firme sospecha de que era la fiebre la responsable de su alucinación, sino el extraño sentimiento que había experimentado al contemplarla.
Por unos momentos, Trelkovsky había tenido la sensación de que era él quien estaba en el W.C., y que desde allí miraba la ventana de su apartamento. Había visto el rostro de un hombre con la nariz apoyada contra el cristal y los ojos desorbitados por el terror, un rostro tan parecido al suyo que llegó a confundirse con él.