La portera debía de estar esperando su vuelta porque, en cuanto le vio, le hizo una señal a través del cristal de la portería. Abrió la ventanilla y le llamó, más fuerte de lo que hubiera sido necesario.
—¡Señor Trelkovsky!
No conseguía pronunciar la «s» entre la «v» y la «k», y decía «Trelkovky». Trelkovsky se aproximó con una sonrisa afable en los labios.
—¿Ha visto a la señora Dioz?
—No, ¿por qué?
—Entonces le avisaré de que ha vuelto. Quiere hablar con usted.
—¿Sobre qué?
—Ya lo verá, ya lo verá.
La portera volvió a cerrar la ventanilla, poniendo fin a la conversación. Se limitó a mover la cabeza de arriba abajo a modo de despedida y, acto seguido, sin prestarle más atención, le volvió la espalda y continuó preparando su comida, que tenía puesta en el hornillo.
Trelkovsky entró en su apartamento algo intrigado. Tiró la gabardina en la cama, acercó una silla a la ventana y se sentó. Permaneció en esa posición durante una media hora. No hacía nada, no pensaba nada en concreto, pero dejaba correr por su cerebro algunos episodios sin interés de la jornada que le venían a la memoria. Fragmentos de frases, gestos sin significado, caras entrevistas en el metro.
Después, volvió a levantarse y deambuló de una habitación a la otra, hasta que se le ocurrió detenerse ante el pequeño espejo que había colgado en la pared, sobre la pila. Se miró durante un instante, impasible, ladeó la cabeza hacia la izquierda, hacia la derecha, la levantó para contemplar los dos orificios abiertos de las ventanas de su nariz, y se pasó la mano por el rostro, muy despacio. De pronto descubrió con el dedo la presencia de un pequeño pelo en el extremo superior de la nariz. Entonces pegó la nariz contra el cristal para poder verlo. Era un pelito pardo que emergía de un poro. Volvió a la cama y sacó una caja de cerillas del bolsillo de la gabardina. Escogió cuidadosamente dos por la nitidez del corte de la parte no azufrada y regresó al espejo. Utilizando las cerillas a modo de pinza, se dispuso a arrancarse el pelo. Pero las cerillas resbalaban, o no conseguía coger bien el pelo, y éste, en el último momento, se le escapaba. A fuerza de paciencia, acabó consiguiéndolo. El pelo era más largo de lo que había creído.
Una vez que se lo hubo arrancado se dedicó, por matar el rato, a aplastarse algunos puntos negros que tenía en la frente, pero sin poner demasiado interés en lo que hacía. Después se echó en la cama y sus ojos se cerraron, pero no dormía.
Se contó una historia.
«Voy a caballo a la cabeza de diez mil furibundos cosacos Zaporog. Durante tres días nuestros caballos hacen retumbar la estepa con sus cascos frenéticos. Del otro lado del horizonte vienen hacia nosotros, a la velocidad del rayo, diez mil jinetes enemigos. Los míos no se desvían ni un ápice, el choque es espantoso. Sólo yo continúo a caballo. Lanzo mi sable curvo y cerceno en la masa de hombres en tierra. Ni siquiera miro a quiénes van destinados mis mandobles. Cerceno y despedazo. En un momento, la llanura queda convertida en un enorme espacio cubierto de restos sangrantes. Clavo el talón de mis botas en los flancos de mi caballo, que relincha de dolor. El viento me ciñe la cabeza como un pasa-montañas. A mi espalda, escucho el grito de mis diez mil cosacos… No, a mi espalda escucho… no. Camino por las calles de una ciudad, es de noche. Oigo unos pasos y me vuelvo. Veo a una mujer que intenta deshacerse de un marinero borracho. La tiene cogida por la blusa, que se desgarra en ese momento. La mujer se ha quedado medio desnuda. Me precipito sobre el patán y le derribo de un empujón. Se ha quedado tendido en el suelo. La mujer se acerca a mí… no, la mujer se va… no. El metro a las seis. Está atestado. En la estación la gente intenta introducirse en los vagones. Empujan a los que están dentro con el trasero, apoyándose en la parte superior de la puerta. Llego y doy un tremendo empujón. La masa que abarrota el vagón revienta las paredes que la contienen y se precipita sobre la vía. El tren que viene en la otra dirección machaca a la masa hormigueante de pasajeros. Avanza en medio de un río de sangre…».
¿Habían llamado a la puerta? Sí, alguien había llamado.
Debía de ser la misteriosa señora Dioz.
La anciana que estaba en la puerta le impresionó. Tenía los ojos enrojecidos, la boca desprovista de labios, y la nariz casi le tocaba la punta de la barbilla.
—Tengo que hablar con usted —enunció con voz asombrosamente clara.
—Entre, señora.
La mujer avanzó sin reparos hasta la puerta de la segunda habitación, a la que echó miradas furtivas. Acto seguido le tendió, sin mirarle, una hoja de papel cuadriculado. Trelkovsky la cogió y pudo ver que estaba llena de firmas. En la otra cara había un texto de varias líneas, escrito cuidadosamente con tinta violeta. Se trataba de una declaración en la que los firmantes protestaban contra una tal señora Gadérian que hacía ruido después de las diez. La anciana le miraba ahora fijamente, tratando de adivinar en su rostro la reacción que aquel escrito le producía.
—¿Y bien? ¿Firma usted?
Trelkovsky sentía que se estaba poniendo pálido, como si hubiera pasado los dientes delanteros sobre un trozo de terciopelo.
¡Qué cinismo proponerle aquello! ¡Sin duda para que se diera cuenta de lo que le esperaba! Querían obligarle moralmente ejerciendo sobre su persona un innoble chantaje. Ahora se trataba de aquella mujer, después le tocaría a él. Si no quería firmar contra ella, él sería el primero en sufrir las consecuencias de su negativa. Trelkovsky encontró la firma del señor Zy en la lista. Ocupaba un lugar preferente, con cierto espacio en blanco alrededor en señal de respeto.
—¿Quién es esta señora Gadérian? —articuló Trelkovsky con dificultad—. No la conozco.
La vieja resopló furiosa.
—¡Sólo se la oye a ella después de las diez! Anda, hace ruidos, friega los platos en plena noche. Despierta a todo el mundo. Hace la vida imposible a todos los vecinos.
—¿No vive con una chiquilla enferma?
—Nada de eso, vive con su hijo de catorce años. ¡Un golfo que se divierte saltando a la pata coja todo el día!
—¿Está usted segura? En fin, quiero decir que si está totalmente segura de que no vive con una hija.
—Por supuesto. Pregúntele a la portera. Todo el mundo se lo dirá.
Trelkovsky se armó de valor.
—Lo siento, yo no firmo ninguna petición. Por otra parte, esa mujer nunca me ha molestado, nunca la he oído. ¿Dónde vive exactamente?
La anciana eludió la última pregunta.
—Como prefiera. No voy a forzarle. Pero luego, si le despierta por la noche, no venga a llamarme. Será culpa suya.
—Compréndame, señora. Sin duda usted tiene sus razones, y yo no quiero causarle ningún perjuicio, pero no tengo ningún interés en firmar. Puede que ella tenga sus motivos para hacer ruido.
La vieja se rió sarcásticamente, con aire despectivo.
—¡Sus motivos! ¡Ah! ¡Ya! ¡Ya! No me haga reír. Ella es así, eso es todo. Es una chinche. Siempre hay gente dispuesta a fastidiar a los demás. Y si los demás no se defienden, acaban por volverle a uno loco. Y a mí no me hace ninguna gracia volverme loca, y no lo consentiré. Recurriré a quien corresponda. Si usted no quiere ayudarnos, haga lo que quiera, pero no venga luego a quejarse. Démela.
La mujer le arrancó de las manos su preciosa hoja, y después, sin despedirse, se dirigió hacia la puerta, que cerró con violencia tras de sí.
—¡Los canallas! ¡Los muy canallas! —maldijo Trelkovsky entre dientes—. ¡Los muy canallas! ¡Qué pretenden…! Que todo el mundo reviente para que ellos estén a gusto. Y quizá ni siquiera eso les parezca suficiente a esos puercos, ¡esos puercos!
Temblaba de rabia cuando bajó a cenar al restaurante. A la vuelta todavía estaba furioso. Se quedó dormido entre gruñidos.
Al día siguiente, por la noche, fue la mujer acompañada de su hija enferma la que llamó a la puerta, un poco antes de las diez. Ya no lloraba. Su mirada era dura y aviesa, pero se distendió algo al ver a Trelkovsky.
—¡Ah, señor! ¡Ha visto! Ha conseguido que los vecinos firmen una queja. Se ha salido con la suya. No me va a quedar más remedio que irme. ¡Qué mujer más mala! ¡Y todos han firmado! Excepto usted, señor. He venido a darle las gracias. Usted es una buena persona.
La muchacha le miraba fijamente. La mujer le miraba también con sus ojos brillantes. Trelkovsky se sentía incómodo ante esas dos miradas.
—Le aseguro —balbuceó— que no me gustan este tipo de cosas, y no deseo en absoluto verme mezclado en ellas.
—No, no —la mujer meneó la cabeza, como si se encontrase muy cansada de pronto—, no, usted es bueno, se le ve en los ojos.
La vieja se crispó de pronto.
—¡Pero me vengaré! La portera también es una mala mujer, ¡le estará bien empleado!
Entonces miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía escucharla y continuó, bajando la voz:
—Con esa denuncia y su petición ha conseguido que me dé un cólico. ¿Y sabe lo que he hecho?
La niña enferma miraba intensamente a Trelkovsky. Éste le dio a entender con un gesto que no lo sabía.
—¡Lo he hecho en la escalera!
Se rió a carcajadas.
—Sí, he hecho caca por toda la escalera.
Sus ojos eran traviesos, como los de una niña pequeña.
—En todos los pisos. La culpa es suya, después de todo: no deberían haberme producido el cólico. Pero no lo he hecho delante de su casa —añadió—, no quisiera causarle molestias.
Trelkovsky estaba horrorizado. De repente cayó en la cuenta de que la ausencia de excrementos ante su puerta, lejos de demostrar su inocencia, no haría más que condenarle con toda seguridad. Con voz ronca, indagó:
—¿Ha… hace mucho tiempo?
La mujer dejó escapar una risita ahogada.
—Ahora mismo. Hace un momento. ¡Qué cara van a poner mañana cuando lo descubran…! ¡Y la portera tendrá que limpiarlo todo! Les está bien empleado, se lo merecen.
La vieja aplaudió. Trelkovsky pudo escuchar cómo se reía ahogadamente mientras se alejaba, bajando la escalera con precaución. Después se asomó para cerciorarse. La mujer no le había mentido. Un reguero pardo zigzagueaba a lo largo de los peldaños. Trelkovsky se llevó la mano a la frente.
—¡Seguramente dirán que he sido yo! Tengo que encontrar una solución, es urgente.
No podía ponerse a limpiarlo todo ahora. Correría el riesgo de que le sorprendieran en cualquier momento. Se le ocurrió que podía hacerlo él mismo ante su puerta, pero no tenía ganas, y pensó que la diferencia de color y consistencia podría traicionarle. Finalmente creyó dar con la solución.
Conteniendo las náuseas, cogió un trozo de cartón y recogió un poco de excremento en los escalones del piso de arriba. El corazón le estuvo palpitando durante toda la expedición, se ahogaba de miedo y de asco. Vertió el contenido del cartón delante de su puerta, e inmediatamente se dirigió al W.C. para deshacerse del cartón.
Al regresar, se sentía más muerto que vivo. Puso el despertador para que sonara más temprano que de costumbre. No tenía ninguna intención de asistir a la escena que seguiría al descubrimiento.
Sin embargo, a la mañana siguiente, no quedaba la menor huella de los acontecimientos del día anterior. Un fuerte olor a lejía exhalaba de la madera húmeda de los peldaños.
Trelkovsky tomó su chocolate y dos tostadas en el café de enfrente.
Iba adelantado, así que decidió ir andando tranquilamente a la oficina. Por el camino se dedicó a observar a los transeúntes. Las caras desfilaban ante él a un paso casi regular, como si sus propietarios fueran transportados por un pasillo mecánico. Rostros con los grandes ojos desorbitados de los sapos, rostros secos y afilados de hombres agriados, caras anchas y fofas de bebés monstruosos, cuellos de toro, narices de pez, labios leporinos. Si entornaba los ojos podía imaginar que se trataba de un solo rostro que se transformaba poco a poco. Trelkovsky se sorprendió de encontrar caras tan extrañas. Marcianos, todos eran marcianos. Pero, como les daba vergüenza, intentaban disimularlo. Habían denominado de una vez y para siempre a sus monstruosas desproporciones, proporción, y a su inimaginable fealdad, belleza. Eran de otra parte, pero no querían reconocerlo. Fingían naturalidad. Un escaparate reflejó su imagen. Él no era diferente. Era semejante, idéntico a esos monstruos. Formaba parte de su especie pero, por alguna razón desconocida, se le mantenía al margen. No tenían confianza en él. Lo que le exigían era obediencia a sus reglas incongruentes y a sus absurdas leyes. Absurdas únicamente para él, porque no sabía distinguir todos sus matices y sutilezas.
Tres jóvenes intentaron abordar a una mujer delante de él. Ella les contestó de forma intempestiva y se alejó a grandes zancadas, no demasiado elegantes. Los chicos se rieron a carcajadas dándose manotazos en la espalda.
La virilidad también le resultaba repugnante. Nunca había valorado esa manera de reivindicar su cuerpo, su sexo, y alardear de él. La mayoría se revolcaban como cerdos con sus pantalones de hombre, aunque no dejaban de ser cerdos. ¿Por qué se disfrazaban? ¿Qué necesidad tenían de vestirse si todas sus formas de comportamiento apestaban a bajo vientre y a las glándulas que cuelgan de él? Trelkovsky sonrió.
«¿Qué pensaría un telépata si estuviera a mi lado?».
Era una pregunta que se hacía a menudo. A veces, incluso, se divertía enviando pensamientos al telépata desconocido que le estaría sondeando. Le decía todo tipo de cosas, desde confesiones hasta injurias, y después, como si fuera un teléfono, dejaba de pensar y se ponía a escuchar con todas sus fuerzas la respuesta del otro. Claro que ésta nunca llegaba.
«Probablemente pensaría que soy homosexual».
Pero Trelkovsky no era homosexual, no tenía un espíritu lo suficientemente religioso para eso. Cada pederasta es una especie de Cristo frustrado. Y Cristo, elucubraba Trelkovsky, era un pederasta con los ojos más grandes que el vientre. Todos estos personajes eran de una humanidad repugnante.
«Y, después de todo, pienso de este modo porque soy un hombre. Dios sabe qué opinión tendría si hubiera sido una mujer…».
Trelkovsky se echó a reír. Pero la visión de Simone Choule en la cama del hospital no tardó en helar la risa en sus labios.