8
Stella

Trelkovsky acababa de salir de un cine en el que había estado viendo una película sobre Luis XI. Desde que leyó las novelas históricas de Simone Choule, se había apasionado por todo lo que tuviera que ver con la historia. Ya en la calle, se encontró con Stella.

Estaba rodeada de amigos. Tres chicos y una chica. Seguramente salía del mismo cine. No se atrevía a saludarla, pero sentía la necesidad de hacerlo, más que por ella, porque se encontraba en compañía de gente que él no conocía. Desde que evitaba a Scope y Simon, vivía prácticamente solo y le atormentaba el deseo de hacer vida social.

Decidió acercarse con la esperanza de que le reconociera pero, desgraciadamente, en ese momento Stella le dio la espalda. Estaba hablando con entusiasmo de la película, por lo que pudo oír. Esperó pacientemente a que se produjera un silencio en la conversación, ocasión que aprovecharía para manifestar su presencia. El grupo, inmóvil al principio, se estaba poniendo en marcha lentamente, y Trelkovsky se vio obligado a seguir sus pasos. Daba la impresión de que les estaba espiando. Nadie había reparado en él todavía, pero sin duda no tardarían en darse cuenta. Tenía que actuar antes de que un prejuicio desfavorable produjera una impresión falsa en los amigos de Stella. ¿Qué podría decir? Si gritaba simplemente «Stella», ¿no le parecería a ella un exceso de confianza? ¿Qué pensarían sus amigos? Hay personas a las que les molesta que se las llame por su nombre en lugares públicos. Por otro lado, tampoco podía gritar «¡oye!» o «¡eh!», era demasiado burdo. Pensó en «¡por favor!», pero no era mejor. ¿Dar unas palmadas? De mala educación. ¿Chasquear los dedos? Era propio para llamar a un camarero, ¡y ni siquiera! Al final tuvo que conformarse con toser.

Naturalmente ella no le oyó. De pronto, supo lo que tenía que decir:

—¿Interrumpo?

Stella pareció alegrarse sinceramente de verle.

—Claro que no, en absoluto.

Le presentó en términos vagos a sus amigos, que eran también, precisó Stella mirando a Trelkovsky, amigos de Simone. Al principio no comprendió a quién se refería, pero cuando cayó en la cuenta, se apresuró a adoptar una expresión triste.

—Desgraciadamente, apenas llegué a conocerla —suspiró Trelkovsky.

Alguien propuso ir a tomar unas pintas a una cervecería. Todo el mundo se mostró de acuerdo y pronto se encontraron sentados en torno a una gran mesa de fibra plástica color sangre de buey. Trelkovsky estaba sentado al lado de Stella, cuyo muslo, aplastado contra la banqueta, rozaba la pierna de su pantalón. Al principio tendía a esquivar su mirada, pero se esforzó por mirarla con insistencia. Stella le sonrió.

Trelkovsky encontró obscena su sonrisa. Todos sus gestos, por otra parte, le parecían llenos de intención: no debía de pensar más que en hacer el amor. La forma en que lamía a pequeños lengüetazos la espuma de su cerveza era significativa. ¡Su piel debía de estar llena de huellas de dedos! Una gota de cerveza se escapó de sus labios y le resbaló a lo largo de la barbilla y luego del cuello, hasta llegar a la altura de la clavícula donde la aplastó con un sensual golpe de pulgar. Su piel palideció bajo la presión, pero recuperó inmediatamente su tono rosado. Al apoyarse en la mesa para dejar la cerveza, el abrigo se deslizó por su espalda. Stella acabó de quitárselo con una torsión de busto que hizo balancear sus pechos. Visto de perfil, el pecho producía numerosas arrugas en la blusa, bajo la axila. Stella debió de darse cuenta, pues pasó su mano abierta por esa zona, para alisarla. Este gesto hizo que el sujetador se remarcara en el tejido de la blusa. Debía de ser un sujetador con armazón. Sí, lo recordaba, era un sujetador con armazón.

¿Y más abajo?

Tenía la falda tensa a la altura de las caderas y, al estar sentada, numerosos pliegues cruzaban la parte baja de su vientre de lado a lado. Las bragas, el portaligas y las ligas estaban también marcados en relieve. La falda corta apenas le llegaba a las redondas rodillas. Cruzó las piernas. Las medias les daban un color de bretzel. Stella se estiró la falda y prolongó su movimiento acariciándose una pierna. Las uñas produjeron un extraño sonido al pasar sobre la media de nailon. Stella se frotaba maquinalmente la pantorrilla derecha con la punta del pie izquierdo. Rió.

—¿Y si vamos a mi casa? —propuso uno de sus amigos.

Stella se levantó y se giró para coger el abrigo. Al inclinarse para estirar una manga sobre la que se había sentado, se le ahuecó la blusa, y Trelkovsky pudo verle el sujetador a través del escote. Los pechos lo desbordaban ligeramente. Stella los agitó al sacudir el abrigo. Eran muy blancos, salvo una línea roja que marcaba el lugar donde el borde superior del sujetador los comprimía habitualmente.

El camarero se guardó las monedas y les entregó el tíquet como recibo de lo que habían pagado.

—¿Vienes? —le preguntó Stella.

Trelkovsky dudó, pero el temor de volver a encontrarse solo determinó su decisión.

—Si tú quieres…

Estaba al lado. El joven al que pertenecía el apartamento les invitó a sentarse y fue a buscar las bebidas al refrigerador. Se había transformado de pronto en anfitrión. Se le veía realmente dueño del lugar. Puso un disco, dio un vaso a cada uno y les pasó las botellas, un recipiente con hielo y unas almendras saladas. Cada dos por tres preguntaba: «¿Tienes suficiente? ¿No te falta nada?».

Era irritante tanta atención. Se pusieron a hablar.

—¿Sabes dónde vi a Simone por última vez? ¿No? En la sala Lamoreaux, me la encontré por casualidad. Le pregunté que cómo le iba, y me dijo que muy bien. Pero se veía claramente que no le iba tan bien.

—Todavía tengo un libro que me dejó. Una novela de Michel Zévaco. Aún no la he leído.

—No le gustaba la moda de esta temporada. Le parecía que no tenía gracia. A excepción de Chanel, todo le parecía horrible.

—Me dijo que quería comprarse la cuarta sinfonía de Beethoven en la edición del club.

—Odiaba a los animales…

—No, les tenía miedo.

—No le gustaban las películas americanas.

—Tenía una bonita voz, pero poco educada.

—Estuvo en la Costa Azul estas vacaciones.

—Tenía miedo de engordar.

—No comía nada.

Trelkovsky bebía a pequeños tragos regulares el alcohol que llenaba su vaso. No hablaba, pero no perdía detalle de la conversación. Cada dato era una revelación para él. ¿Así que a ella no le gustaba esto? ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Y le gustaba aquello! ¡Extraordinario! ¡Morir cuando se poseen gustos tan concretos! ¡Eso era carecer de perseverancia en las ideas! Entonces empezó a hacer preguntas para conocer más detalles. Comparaba mentalmente sus gustos con los de la difunta y, cuando coincidían, experimentaba una absurda alegría. Pero esto se producía en muy contadas ocasiones. Por ejemplo, a ella le horrorizaba el jazz, mientras que a él le gustaba. A ella le volvía loca Colette, él no había conseguido jamás leer una página. Para él Beethoven no tenía ningún valor, sobre todo sus sinfonías. La Costa Azul era una de las regiones de Francia que menos le atraían. A pesar de todo seguía recabando información con tenacidad, recompensado por la menor coincidencia de gustos.

El dueño de la casa invitó a una de las chicas a bailar. Otro a Stella. Trelkovsky se sirvió otra copa. Estaba ligeramente ebrio. El joven que no bailaba intentó entablar conversación con él, pero Trelkovsky no le contestó. Después de la primera canción, Stella le preguntó si quería bailar con ella. Trelkovsky aceptó.

No tenía costumbre de bailar, pero la embriaguez le inspiraba. Bailaron bastantes lentas, muy despacio, restregándose uno contra otro. Ya le traía sin cuidado lo que pudieran pensar los amigos de Stella. En medio de una canción, ella le susurró al oído que si le invitaba a su casa. Trelkovsky sacudió negativamente la cabeza. ¡Qué pensaría si descubriese su dirección! Stella no dijo nada, pero se veía que estaba molesta. Él, por su parte, le susurró: «¿Y no podríamos ir a tu casa?». Ella le sonrió, tranquilizada. «Sí, es posible».

Debía de estar emocionada, pues le apretó un poco más fuerte el hombro. Trelkovsky no la entendía.

En su casa, todo revelaba su sexo. Las paredes estaban llenas de reproducciones de Marie Laurencin, conchas barnizadas y fotos recortadas de un semanario femenino. El suelo estaba cubierto por una alfombra de rafia. Varias botellas vacías decoraban un aparador. No tenía más que una habitación y la cama estaba en un entrante de la pared. Stella se echó en ella y él siguió su ejemplo. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Comenzó a desabrocharle los botones. Y cuando no podía, ella le ayudaba. Su expresión era más picara que nunca. Sabía lo que ocurriría a continuación y se regocijaba sin ningún pudor. Sin embargo, Trelkovsky, a pesar de su deseo, no llegaba a excitarse. Podría ser a causa de la bebida, pero también porque, inexplicablemente, aquella mujer le producía horror.

En ese momento Stella estaba más caliente que él. Fue ella la que le desabrochó el pantalón y se lo bajó. También le despojó de los calzoncillos. Entonces Trelkovsky se dijo tontamente: «Ya está, vamos allá».

Le pellizcó firmemente los pezones, y después escaló con dificultad su cuerpo resbaladizo. Luego cerró los ojos. Tenía mucho sueño.

Stella se entusiasmaba, emitía pequeños gritos y le mordía. Que se tomara tantas molestias para provocar aquella ilusión de frenesí le hizo sonreír. Ella le cogió el sexo y lo dirigió. Trelkovsky la penetró metódicamente. Se imaginaba, haciendo un enorme esfuerzo, que era una estrella de cine. Más tarde la estrella de cine dejó su sitio a la hija de un panadero al que compraba el pan hacía tiempo. Stella se arqueaba. Ahora se imaginaba que había dos mujeres debajo de él. Y después tres. Recordaba una foto erótica que había visto en casa de Scope. Se veía a tres mujeres enmascaradas, desnudas y con medias negras, que retozaban sobre un hombre muy velludo. Después se repitió la palabra «muslo», y acabó por recordar un episodio de su infancia que le había permitido tocar los pechos de una chica. También se acordó de otras mujeres con las que había hecho lo que estaba haciendo en ese momento. Stella dejó escapar un quejido de su garganta.

La película que acababa de ver le vino a la memoria. Había un pasaje en el que se asistía a un intento de violación. La novia del héroe era la hermosa víctima, pero escapaba en el último momento. La secuencia siguiente mostraba a La Balue en su celda. Luis XI se reía de forma siniestra mientras la obligaba a cantar. Sería divertido, pensó Trelkovsky, que, en lugar de canarios, las solteras criaran La-Balues en sus jaulas. Stella gimió.

Cuando acabó, tuvo el detalle de abrazarla muy tiernamente. Ante todo no quería herir sus sentimientos. Después se durmieron.

Trelkovsky no tardó en despertarse. Su frente estaba bañada en sudor. La cama se bamboleaba bajo su cuerpo. Conocía perfectamente aquella sensación, y sabía por experiencia que tenía que ir lo más rápidamente posible al lavabo. Tanteó en busca del interruptor, pues Stella había apagado la luz antes de dormirse. Se levantó a oscuras y, tambaleándose, logró encontrar la puerta del baño, que estaba junto a la de la cocina. Se arrodilló ante la taza del W.C., puso el antebrazo sobre el borde y apoyó la frente en él. Tenía la cabeza justo encima del sumidero circular, donde el agua producía un sordo murmullo. Su estómago se volvió como un guante y vomitó.

No era desagradable. Era como una liberación. Una forma de suicidio, de alguna manera. Las sustancias que salían de su boca, después de haberlas engullido, no le daban asco. No, le eran completamente indiferentes, como él mismo por otra parte. Sólo cuando vomitaba la vida le resultaba indiferente. Intentaba hacer el menor ruido posible y sentía un cierto bienestar en la posición en la que se encontraba.

Al cabo de un rato se sintió mejor. Reflexionó sobre lo que acababa de ocurrir y le recorrió un escalofrío. De pronto se sentía mucho más receptivo a los encantos de Stella. Se excitó tanto que tuvo que desahogarse.

Tiró de la cadena una vez y, después de esperar a que el depósito se llenara, otra. No quedaba la menor huella de su indisposición. Se quedó satisfecho.

Una energía nueva inundaba su cuerpo. Se tronchaba de risa interiormente sin motivo alguno. ¡Pero no podía volver a dormirse! Si se despertaba allí a la mañana siguiente volvería a sentirse deprimido. Se vistió silenciosamente, se acercó a la cama para dar un beso en la frente a Stella y se fue. El frío cortante que reinaba en el exterior le sentó bien. Regresó andando a casa. Se lavó completamente, se afeitó, se vistió y esperó el momento de salir para la oficina sentado en el borde de la cama.

Concentró su atención en el canto de los pájaros. Uno de ellos abría el concierto y los demás le seguían. En realidad no era un concierto. Si se escuchaba atentamente, a uno le impresionaba el parecido de ese sonido con el de una sierra. Una sierra que va y viene. Trelkovsky nunca había comprendido por qué se comparaba el ruido de los pájaros con la música. Los pájaros no cantan, gritan. Y por la mañana, gritan a coro. Se echó a reír: ¿no era el colmo del fiasco tomar un grito por un canto? Se preguntó qué ocurriría si los hombres adquiriesen la costumbre de saludar el nuevo día con el coro de sus gritos de desesperación. Incluso, para no exagerar, suponiendo que no lo hicieran más que los que tuvieran motivos suficientes para gritar, aquello provocaría un magnífico estruendo.

En ese momento escuchó cierto ajetreo en el patio. Alguien estaba dando martillazos. Se asomó a la ventana, pero era difícil distinguir en la penumbra. Al cabo de un rato comprendió: estaban reparando la marquesina de cristal.