7
La batalla

La batalla iba subiendo de tono en el interior del inmueble. Oculto tras las cortinas, Trelkovsky observaba entre risas burlonas el espectáculo que se desarrollaba en el patio. Al oír las primeras voces de la disputa, se había apresurado a apagar todas las luces para evitar que le acusaran después sin motivo.

Todo venía de la casa de enfrente, donde se estaba celebrando una fiesta de cumpleaños en el cuarto piso. Las habitaciones estaban iluminadas de forma provocadora. Se escuchaban risas y canciones, a pesar de que las ventanas estaban herméticamente cerradas debido al frío. Trelkovsky había imaginado desde el principio el giro trágico que tomaría la fiesta. Había felicitado, para sus adentros, a los promotores de los disturbios. «Aunque —pensaba— ésos son como los otros; ya les he oído quejarse en alguna ocasión del ruido que hacen los del quinto. ¡Que los lobos se devoren entre sí!».

La primera reacción había sido una voz quejumbrosa, pero chillona, reclamando silencio para una mujer enferma. No obtuvo respuesta. La segunda manifestación, mucho más directa, fue: «¿No se pueden callar allá abajo? ¡Mañana hay que trabajar!». Tampoco hubo respuesta. Otra vez risas y cantos. Trelkovsky se divertía calculando el alcance que tendría el escándalo de aquella ruidosa alegría. Un silencio cargado de amenazas había caído sobre el inmueble. Una a una, las luces se habían ido apagando, como para demostrar a todo el mundo la voluntad de dormir de sus inquilinos. Fue entonces cuando dos voces viriles, seguras de su perfecto derecho, habían reclamado silencio una vez más, sin miramientos. La discusión se había entablado acto seguido.

—¿Es que ya no se puede celebrar ni siquiera un cumpleaños?

—Bueno, pero ya está bien por hoy, ¿no? Se os ha consentido hasta ahora, pero ya es hora de que os calléis. ¡Mañana tenemos que trabajar!

—Nosotros también tenemos que trabajar mañana pero, a pesar de todo, la gente tiene perfecto derecho a divertirse un poco, ¿no?

—Cállate, monigote, te dicen que cierres el pico, ¿te enteras?

—No me digas, si crees que me asustas, ¡estás apañado! No me gusta que nadie me dé órdenes. ¡Haremos lo que nos dé la gana!

—¿Ah, sí? Muy bien, baja un momento y veremos si sigues dándotelas de listo.

—¡Cierra el pico!

Llegados a este punto, los dos contendientes se lanzaron a la cara una andanada de injurias cuya vulgaridad y crudeza hicieron enrojecer a Trelkovsky. Todos los invitados del cuarto piso entonaron una canción para mostrar su solidaridad con el anfitrión. Esto suscitó inmediatamente reacciones tras las ventanas, antes silenciosas. Una avalancha de «callaos» se desencadenó sobre los juerguistas. Entonces las dos voces viriles del principio decidieron, tras un corto coloquio, bajar al patio para pedir cuentas en serio a los enemigos.

Los invitados no se decidían a bajar, aunque era evidente que no podrían resistir mucho tiempo.

Abajo empezaron a escucharse voces.

—Tú quédate aquí, y yo iré por allí. Avísame si coges a alguno. ¡Venga, bajad, atajo de cretinos!

—He visto algo ahí abajo, ¡espera que te pille, desgraciado!

—¡Majaderos, vamos a ver si sois tan chulos ahora!

A Trelkovsky esto ya no le hacía tanta gracia. Estaba asustado. Se daba cuenta de que la irritación de esos hombres no era fingida. No iban en broma. Parecía como si, de pronto, hubieran recurrido instintivamente a sus experiencias de la guerra, como si hubieran recordado de repente maniobras aprendidas en el ejército. Ya no eran apacibles inquilinos, sino asesinos de caza. Pegado al cristal, Trelkovsky seguía la evolución del conflicto. Las dos voces viriles, después de un movimiento envolvente, habían vuelto a reunirse.

—¿Has visto algo?

—No, he agarrado a uno en el pasillo, pero me ha dicho: «¡Yo no soy! ¡Yo no soy!», ¡y le he dejado marcharse!

—No bajan, ¡los muy puercos! Aunque será mejor que se vayan, ¡y que tengan mucho cuidado con su sucia boca!

Las ventanas del cuarto se abrieron con estrépito.

—¡Vosotros lo habéis querido! ¡Bajaremos, no os preocupéis! ¡Os creéis muy duros!, ¿no? ¡En seguida lo veremos!

A pesar de la distancia, Trelkovsky pudo escuchar un estrépito de pasos que retumbaban en la escalera de la casa de enfrente, mientras que en el patio las dos voces estaban exultantes.

—¡Ah! ¡Se han tomado su tiempo, pero al fin bajan! ¡Vamos a romperles la boca a esos puercos, a esos desgraciados! ¡Van a aprender a cerrar su sucia boca!

El encuentro debió de producirse en el portal, cerca de las cubetas de la basura, pues Trelkovsky escuchó que muchas caían ruidosamente en medio de gritos furiosos e insultos. Después, uno de ellos se puso a correr tratando de ganar la escalera. El fugitivo fue alcanzado por una silueta que se lanzó con fiereza sobre él. Los dos hombres rodaron estrechamente enlazados. Se debatían y golpeaban con increíble agilidad. Al final, uno de ellos dominó la pelea y, cogiendo la cabeza de su adversario, se puso a golpearla metódicamente contra el suelo.

Las sirenas del coche-patrulla ahogaron los agudos gritos de las mujeres. Varios policías de uniforme irrumpieron en el patio. En un abrir y cerrar de ojos, allí no quedaba nadie. Las sirenas se perdieron en la noche y volvió a reinar la calma.

Aquella noche Trelkovsky soñó que se levantaba de la cama, que la retiraba de la pared, y que descubría una puerta en un lugar disimulado por unos montantes. Sorprendido, la abrió y se introdujo en un largo corredor, quizá un pasadizo subterráneo. El pasadizo se hundía en el suelo, ensanchándose cada vez más, y desembocaba en una gran sala vacía, sin puerta ni ventanas. Las paredes estaban totalmente desnudas. Entonces regresaba por el pasadizo, hacia la puerta que se abría debajo de la cama y, al llegar a ella, descubría que había un cerrojo totalmente nuevo y brillante en la parte interior. Descorría el pestillo, que funcionaba perfectamente, sin que rechinara. Le invadía entonces un gran pavor y se preguntaba quién había puesto el cerrojo, de dónde vendría ese ser, adónde había ido y por qué había dejado el cerrojo abierto.

Resonaron unos golpes en la puerta. Trelkovsky se despertó sobresaltado.

—¿Quién es? —preguntó.

—Yo —respondió una voz de mujer.

Se puso una vieja bata para ir a abrir. Había una mujer en el umbral, acompañada de una chica de unos veinte años. Por la expresión de sus ojos, comprendió en seguida que la chica era muda.

—¿Qué desea?

La mujer, que debía de tener cerca de sesenta años, clavó sus ojos, muy negros, en los de Trelkovsky. Llevaba un papel en la mano.

—¿Es usted, señor, el que ha presentado una denuncia contra mí?

—¿Una denuncia?

—Sí, una denuncia por escándalo nocturno.

Trelkovsky estaba atónito.

—¡Yo jamás he puesto una denuncia!

La mujer se echó a llorar. Se apoyó en la chica, que no dejaba de mirarle fijamente.

—Alguien ha puesto una denuncia contra mí. He recibido este papel esta mañana. Jamás he hecho ruido. Es ella la que lo hace. Toda la noche.

—¿Quién es «Ella»?

—La vieja. Es una vieja mala, señor. Intenta hacerme daño. Se aprovecha de que tengo una hija enferma.

La mujer levantó la falda de la chica y le mostró el zapato ortopédico que llevaba en el pie izquierdo.

—Me odia porque tengo una hija enferma. Y ahora acabo de recibir esta carta… ¡porque armo jaleo por la noche! ¿No es usted, señor, quien ha puesto la denuncia?

—¡Yo! ¡Pero si yo no he puesto una denuncia en mi vida!

—Sí, entonces ha sido ella. He estado en el piso de abajo y ellos tampoco han puesto una denuncia. Me han dicho que podría haber sido usted. Pero ha debido de ser esa vieja.

Su rostro estaba bañado en lágrimas.

—Yo no hago ruido, señor. Por las noches duermo. No soy como ella. Además, precisamente era yo la que quería poner una denuncia contra ella. Es una vieja, señor, y, como todas las viejas, no puede dormir por la noche y anda, da vueltas por su apartamento, mueve los muebles, y no me deja dormir, ni a mí ni a mi hija enferma. Me he vuelto loca para encontrar este cuchitril en el que vivimos, señor, he tenido que vender mis joyas, he tenido que dar hasta el último céntimo, y si ésa vieja consigue que me echen, no sé adónde vamos a ir. ¿Sabe lo que ha hecho, señor?

—No.

—Ha atravesado una escoba en mi puerta, para que no pueda salir, señor. La ha atrancado a propósito, y cuando he querido salir, esta mañana, me he dado cuenta de que no podía. He tirado y, al final, me he dado un golpe en el hombro. Me ha salido un enorme cardenal. ¿Sabe lo que me ha dicho? Me ha dicho que no lo había hecho a propósito. Y ahora, me pone una denuncia, tengo que ir a la comisaría. Si consigue que me echen…

—Pero ella no puede hacer que la echen —dijo Trelkovsky, conmovido—, no puede hacer nada contra usted.

—¿Usted cree? Usted sabe, señor, que nunca hago ruido…

—¡Aunque hiciera ruido! Nadie puede echarla a la calle, si no tiene un lugar a donde ir. Nadie tiene derecho a hacerlo.

La mujer acabó marchándose. Le dio las gracias a Trelkovsky entre sollozos y empezó a bajar las escaleras apoyada en su hija.

¿Dónde vivía aquella mujer? Trelkovsky no la había visto nunca. Entonces se asomó a la escalera para ver de dónde venía, pero la vieja no se paró en ningún piso. Desapareció de su campo visual sin proporcionarle ninguna pista.

Entró en su casa pensativo y, mientras se aseaba y se vestía para ir a la oficina, estuvo reflexionando sobre el asunto de la denuncia. En realidad, todo le parecía muy oscuro. En primer lugar, no sabía dónde vivía aquella mujer; por otro lado, encontraba extraño que los vecinos de abajo, los propietarios, hubieran dado su nombre como posible demandante. ¿No habrían querido darle a entender lo que le pasaría si persistía en su conducta? ¿Habría pagado alguien a aquella mujer —y no quería pensar mal de ella— para que interpretara esa escena? Algo le olía a chamusquina.

Bajó la escalera de puntillas. No quería encontrarse con el señor Zy. En la portería, se inclinó sobre el buzón para ver si tenía correo. Había dos cartas. Una iba dirigida a la señorita Choule, la otra era para él. No era la primera vez que recibía correspondencia dirigida a la señorita Choule. Al principio, le repugnó abrirla para conocer su contenido. Sin embargo, poco a poco, la fascinación se fue haciendo demasiado fuerte y terminó por ceder a ella. Su carta no tenía importancia, era una carta publicitaria hecha con multicopista. La arrugó y la tiró en la cubeta de la basura. Cruzó la calle para tomar su café matinal. El camarero le recibió con un enfático «buenos días».

—¿Un cafecito? ¿No le pone demasiado nervioso? ¿No prefiere un chocolate?

—Sí, eso es, un chocolate y dos tostadas.

Trelkovsky llamó al camarero antes de que le trajera las tostadas.

—Tráigame también un paquete de Gauloises azules.

El camarero lo lamentó mucho.

—No me queda. Tendré que ir a buscarlos.

—¿Qué otros tiene?

—Rubios, Gitanes… La antigua inquilina fumaba siempre Gitanes. ¿Le traigo un paquete?

—Traiga los Gitanes, entonces, pero sin filtro.

—Muy bien. Ella también fumaba de ésos.

Trelkovsky había abierto la carta dirigida a Simone Choule. Leyó:

Señorita, le ruego que me perdone la libertad que me he tomado de escribirle. Un amigo común, Pierre Aram, me ha dado su dirección. Pierre me ha dicho que usted podría facilitarme la información que necesito. Vivo en Lyon y trabajo en una librería como vendedora. Ahora tengo que trasladarme a París. Me han propuesto una plaza en una librería que hay en el número 80 de la calle Victoire. Debo responder esta misma semana, pero tengo un grave problema, pues también me han ofrecido otra plaza en una librería situada en el número 12 de la calle Vaugirard. No conozco París y no sé nada de estos dos establecimientos. Como trabajaré a porcentaje sobre ventas, me gustaría saber algo más sobre ellos.

Pierre me ha dicho que usted probablemente no tendría ningún inconveniente en ir a informarse en persona y enviarme su consejo sobre la elección que debo hacer.

Soy consciente de la molestia que le ocasiono, pero le estaría muy agradecida si me responde lo más pronto posible. Le adjunto un sobre con sello para la respuesta. Agradeciéndoselo de nuevo, muy atentamente, etc… etc…

Y a continuación el nombre y la dirección de la joven. El envío contenía efectivamente un sobre con sello.

«Tendré que responderle yo mismo —murmuró Trelkovsky—, no me resultará demasiado difícil».