Un día alguien volvió a dar golpes. Esta vez venían de arriba. Sin embargo, en esta ocasión la causa no había sido ningún jaleo. Eso pertenecía al pasado.
Aquella tarde, Trelkovsky había regresado directamente a casa al salir de la oficina. No tenía mucha hambre, y como además estaba un poco escaso de dinero, había decidido dedicar la tarde a poner un poco de orden en sus cosas. Hacía ya dos meses que ocupaba el apartamento y todavía no había conseguido salir de la provisionalidad de los primeros días. Recién llegado, había abierto sus dos maletas, y después, como no tenía otra cosa que hacer, había recorrido su piso examinándolo con ojo crítico. El ojo del ingeniero que va a emprender grandes trabajos.
Como todavía era temprano, había aprovechado para separar el armario de la pared, tratando, a pesar de todo, de hacer el menor ruido posible. Todavía no se atrevía. Hasta entonces la disposición de los muebles había sido para él tan inmutable como la de las paredes. Desde luego, ya había trasladado la cama a la primera habitación aquella noche de tan triste recuerdo en que tuvo que suspender la fiesta, pero una cama no es un mueble propiamente dicho. Detrás del armario hizo un extraño descubrimiento. Bajo el polvo vedijoso que cubría la pared encontró un agujero. Una pequeña excavación situada aproximadamente a un metro treinta del suelo, en cuyo fondo había una bola de algodón gris. Intrigado, fue a buscar un lápiz para sacar el algodón. Aún había algo más. Tuvo que hurgar uno o dos minutos con el lápiz antes de conseguir extraer el objeto, que dejó caer en su mano izquierda, entreabierta: era un diente. Más exactamente un incisivo.
¿Por qué sintió de pronto la opresión de una extraordinaria emoción cuando se acordó de la gran boca abierta de Simone Choule en su cama del hospital? Recordó con precisión la ausencia del incisivo superior, como una brecha en las defensas de su dentadura, por la que la muerte se había infiltrado. Mientras meneaba maquinalmente el diente en la palma de la mano, trataba de imaginar por qué Simone Choule lo habría metido en un agujero de la pared. Recordaba vagamente la leyenda infantil que aseguraba que un diente escondido de ese modo sería reemplazado por un regalo. ¿Era posible que la antigua inquilina hubiera conservado sus creencias de niña hasta ese punto? Es probable que le repugnara, y Trelkovsky lo entendía mejor que nadie, separarse de una parte de ella misma. Podría tratarse de una especie de microtumba ante la que viniera a meditar de vez en cuando, y a cuyo pie, quién sabe, incluso pusiera flores. Recordó entonces la historia de un hombre que, tras haber sufrido la amputación de un brazo en un accidente de automóvil, había manifestado su voluntad de inhumarlo en un cementerio. Las autoridades se negaron. El brazo fue incinerado y el periódico no explicaba lo que había ocurrido después. ¿Le habrían negado a la víctima también las cenizas? ¿Con qué derecho?
Evidentemente, una vez arrancados, el diente o el brazo ya no formaban parte del individuo. Sin embargo, esto no era tan simple.
«¿A partir de qué momento —se preguntaba Trelkovsky— el individuo deja de ser aquello que se entiende como tal? Me arrancan un brazo, muy bien. Entonces digo: yo y mi brazo. Me arrancan los dos, y digo: yo y mis dos brazos. Si me amputan las piernas, digo: yo y mis miembros. Y si me despojan del estómago, el hígado y los riñones, suponiendo que eso fuera posible, digo: yo y mis vísceras. Pero si me cortan la cabeza: ¿qué podría decir? ¿Yo y mi cuerpo, o yo y mi cabeza? ¿Con qué derecho mi cabeza, que no es un miembro después de todo, se arrogaría el título de “yo”? ¿Porque contiene el cerebro? Sin embargo hay larvas y gusanos que, al menos que yo sepa, no tienen cerebro. Para estos seres, entonces, ¿existe alguna parte de sus sesos que pueda decir: yo y mis gusanos?».
Trelkovsky estuvo a punto de tirar el diente, pero cambió de opinión en el último momento. Al final se limitó a cambiar el pedazo de algodón por otro más limpio.
Aquel hallazgo despertó su curiosidad y se puso a explorar el terreno milímetro a milímetro. En seguida obtuvo resultados. Bajo una pequeña cómoda encontró un paquete de cartas y una pila de libros, todo negro de polvo. Entonces procedió a una primera limpieza con ayuda de un trapo. Todos los libros eran novelas históricas, y las cartas parecían intrascendentes, a pesar de lo cual decidió leerlas más adelante. De momento envolvió sus hallazgos en un periódico del día anterior y se subió a una silla para ponerlos en lo alto del armario. Aquello fue su perdición. El paquete se le resbaló y calló al suelo con gran estrépito.
La reacción de los vecinos no se hizo esperar. Todavía no había bajado de la silla cuando resonaron unos golpes rabiosos en el techo. ¿Serían más de las diez de la noche? Consultó su reloj: eran las diez y diez.
Lleno de amargura, Trelkovsky se echó en la cama, decidido a no hacer el menor movimiento el resto de la noche para no proporcionarles el placer de un pretexto.
Llamaron a la puerta.
¡Eran ellos!
Trelkovsky maldijo el pánico que le invadía. Escuchaba los latidos de su corazón, que hacían eco a los golpes que provenían de la puerta. Pero tenía que hacer algo. Una oleada de injurias e imprecaciones brotó de su boca.
O sea, que ahora tendría que justificarse, dar explicaciones, ¡hacerse perdonar por el hecho de vivir! Iba a tener que ser suficientemente sumiso para conseguir ahuyentar el odio y merecer su indiferencia. Iba a tener que decir más o menos: no merezco vuestra cólera, miradme, no soy un animal irresponsable que no puede evitar las manifestaciones sonoras de su podredumbre, de su vida en definitiva, por tanto no desperdiciéis vuestro tiempo conmigo, no os ensuciéis las manos dándome una paliza, permitid que exista. No os pido, desde luego, que me queráis, ya sé que esto es imposible, pues no soy digno de amor, pero concededme al menos la limosna de despreciarme lo suficiente como para ignorarme.
Volvieron a llamar a la puerta.
Trelkovsky fue a abrir. En seguida se dio cuenta de que no se trataba de un vecino. No se mostraba tan arrogante, no parecía tan seguro de estar en su pleno derecho, había demasiada inquietud en sus ojos. La visión de Trelkovsky pareció sorprenderle.
—¿No es ésta la casa de la señorita Choule? —balbuceó.
—Sí, es decir, antiguamente. Yo soy el nuevo inquilino.
—Entonces, ¿se ha mudado?
Trelkovsky no respondió.
—¿Conoce su nueva dirección?
Trelkovsky no sabía muy bien qué decir. Evidentemente el visitante ignoraba la suerte de Simone Choule. ¿Qué lazos de amistad tenía con ella? ¿De amistad, o de amor? ¿Podía anunciarle de buenas a primeras su suicidio?
—Entre, no va a quedarse ahí de pie todo el tiempo.
El otro masculló vagos agradecimientos. Estaba manifiestamente angustiado.
—¿No le habrá ocurrido nada? —preguntó con voz aguda.
Trelkovsky hizo un gesto. Con tal de que no se pusiera a gritar, o algo por el estilo. Los vecinos no dejarían escapar la ocasión. Carraspeó.
—Siéntese, señor…
—Badar, Georges Badar.
—Encantado, señor Badar, mi nombre es Trelkovsky. Verá, ha ocurrido una desgracia…
—¡Dios mío, Simone!
Casi había gritado. «Se dice que los grandes dolores son mudos —pensó Trelkovsky—, ¡ojalá sea verdad!».
—¿La conocía mucho?
—¡Ha dicho «conocía»! Entonces ella está… ¡Entonces ha muerto!
—Se ha suicidado, hace poco más de dos meses.
—Simone… Simone…
Ahora hablaba más bajo. Su pequeño y delgado bigote trepidaba, sus labios se apretaban convulsivamente, su nuez golpeaba el cuello almidonado de la camisa.
—Se tiró por la ventana. Si quiere ver…
Trelkovsky imitaba el tono de la portera.
—Cayó sobre una marquesina de cristal que había en el primer piso. No murió en el acto.
—Pero ¿por qué…? ¿Por qué lo hizo?
—No se sabe. ¿Conoce a su amiga Stella? —Badar hizo un gesto negativo—. Ella tampoco lo sabe, y eso que era su mejor amiga. Sí, es terrible. ¿Quiere beber algo?
Pero en ese momento recordó que no tenía nada de beber en casa.
—Bajemos, le invito a una cerveza, eso le hará bien.
Dos razones habían movido a Trelkovsky a hacer esta proposición. La primera era el estado inquietante del joven y su espantosa palidez. La otra, el temor a un escándalo que atrajera sobre él las iras de los vecinos.
En el café, Badar le contó que era un amigo de la infancia de Simone, que siempre la había amado en secreto, que acababa de volver del servicio militar y que estaba decidido a declararle su amor y su deseo de casarse con ella. Badar era un joven anodino e inconcebiblemente banal. Su pena sincera se expresaba por medio de expresiones sacadas de las novelas populares. Todas las frases hechas que empleaba constituían sin duda para su espíritu uno de los mayores homenajes a la desaparecida. Era conmovedor. Al segundo coñac se puso a hablar de suicidio. «Debo reunirme con mi amada —balbuceaba con voz llorosa—, para mí la vida ya no merece la pena ser vivida». «Claro que sí —replicaba Trelkovsky conquistado por el estilo de su interlocutor—, eres joven, olvidarás…». «Jamás —respondía Badar». «Hay otras mujeres en el mundo y, aunque ninguna consiga reemplazarla, llenarán el vacío de tu corazón; mira, haz lo que sea, pero intenta reaccionar, verás como te repones». «¡Jamás!».
Al salir del café, fueron a otro, y después a otro más. Trelkovsky no se atrevía a abandonar al desesperado. Toda la noche vagaron así: a la larga letanía del joven seguía la apretada argumentación de Trelkovsky. Al alba, obtuvo finalmente de Badar un aplazamiento de su proyecto. Consiguió arrancarle la promesa de vivir al menos un mes antes de tomar una decisión irreversible.
Ya de regreso a casa, Trelkovsky iba canturreando. Estaba extenuado y ligeramente bebido, pero de excelente humor. El cariz que había tomado el intercambio de frases le había resultado divertido. ¡Todo aquello había sido tan deliciosamente artificial! Era la realidad la que le desarmaba.
Enfrente de su casa estaba abriendo un café. Decidió entrar a desayunar.
—¿Vive usted enfrente? —le preguntó el camarero.
—Sí, pero no llevo mucho tiempo.
—¿Ocupa el apartamento de la que se suicidó?
—Sí, ¿la conocía?
—Ya lo creo. Venía todas las mañanas. No tenía que decirme lo que iba a tomar. Yo siempre le traía su chocolate y sus dos tostadas. Nunca tomaba café, le ponía demasiado nerviosa. Una vez me dijo: «Si tomo un café por la mañana, ya no puedo dormir en dos días».
—Es cierto que pone nervioso —admitió Trelkovsky—, pero resulta que yo soy muy aficionado al café y no podría pasar sin él.
—Habla así porque no está enfermo, pero el día en que uno ya no se encuentra tan bien, no tiene más remedio que dejarlo.
—Puede ser —dijo Trelkovsky.
—Puede estar seguro. Fíjese, hay otras personas, sin embargo, a quienes es el chocolate lo que les sienta mal, el hígado, ¿sabe? Pero ella… ella no debía de tener ningún problema por ese lado.
—Es probable —concedió Trelkovsky.
—De todos modos es penoso, una joven que se mata, y de esa forma, vaya usted a saber por qué. Por nada probablemente. Un momento bajo, ya no se aguanta más y, ¡hala!, se pasa a mejor vida. ¿Le pongo un chocolate?
Trelkovsky no respondió. Pensaba en la antigua inquilina. Bebió el chocolate sin darse cuenta, pagó y se fue. Al llegar a su planta, descubrió que la puerta del apartamento había quedado entreabierta y frunció las cejas.
«Qué raro, estoy seguro de haber cerrado la puerta».
Pasó al interior. La lívida luz del día se filtraba entre las cortinas.
«¡Vaya, esta silla estaba en otro sitio! ¡Alguien ha estado aquí!».
No estaba preocupado, sino más bien sorprendido. Pensó primero en los vecinos, después en el señor Zy, y luego en Simon y Scope. ¿Habrían llevado a cabo su proyecto de escándalo? Descorrió las cortinas con un movimiento amplio. La puerta del armario estaba abierta. Todo estaba tirado manga por hombro encima de la cama. Alguien había estado hurgando en sus cosas.
Lo primero que echó en falta fue la radio. Poco después descubrió la ausencia de sus dos maletas.
No faltaba nada más.
¡Oh! No había nada de valor en ellas, únicamente una cámara de fotos, un par de zapatos y algunos libros. Había también unas fotos de cuando era niño, de su familia y de algunos amores de adolescencia, cartas y algunos recuerdos procedentes de lo más remoto de su vida. Las lágrimas le nublaron la vista.
Entonces se quitó un zapato y lo lanzó al otro extremo de la habitación. Ese arranque le alivió.
Alguien golpeó en la pared.
—¡Sí, ya sé que hago demasiado ruido! —gritó—, pero deberían haber golpeado antes, no ahora.
Se contuvo.
«No es culpa suya, después de todo. Y eso, suponiendo que no hayan estado golpeando antes también».
¿Qué debía hacer? ¿Poner una denuncia? Sí, eso era, iría a presentar una denuncia a la comisaría. Miró la hora: las siete. ¿Estaría abierta la comisaría? Lo mejor era ir a verlo. Se volvió a poner el zapato y bajó las escaleras. Al bajar se encontró con el señor Zy.
—Ha vuelto usted a hacer ruido, señor Trelkovsky. ¡Esto no puede continuar así! Los vecinos se quejan.
—Perdone, señor Zy, pero ¿se refiere usted a esta noche?
Su seguridad desarmó al señor Zy. ¿Por qué no producía el mismo efecto en su inquilino? Se sintió irritado.
—Efectivamente, esta noche. Ha estado haciendo un ruido del demonio. Creía haber conseguido hacerle comprender que no podrá quedarse mucho tiempo en mi casa si continúa conduciéndose de ese modo. Muy a mi pesar, me veré obligado a tomar medidas…
—Han robado en mi piso, señor Zy. Acabo de volver y he encontrado la puerta de mi apartamento abierta. Ahora mismo me dirigía a la comisaría para poner una denuncia.
El propietario cambió de expresión. Su fisonomía, severa unos segundos antes, se volvió amenazadora.
—¿Qué quiere decir? Mi casa es una casa honrada. Si pretende escurrir el bulto inventando cuentos…
—¡Pero si es verdad! No comprende lo que significa: mi piso ha sido saqueado. ¡Me han robado!
—Comprendo perfectamente. Lo lamento por usted. Pero ¿por qué ir a la comisaría?
Esta vez fue Trelkovsky el que se quedó desconcertado.
—Pues… para informar de lo sucedido. Para que se sepa lo que me pertenece en el caso de que se atrape a los ladrones.
El señor Zy había vuelto a cambiar de expresión. Ahora se había vuelto condescendiente y paternal.
—Escuche, señor Trelkovsky, mi casa es una casa honesta. Mis inquilinos son inquilinos honrados…
—No se trata de eso…
—Déjeme acabar. Ya sabe usted cómo es la gente. Si vienen aquí agentes de policía, Dios sabe lo que dirán. ¿Sabe con qué cuidado selecciono a mis inquilinos? Usted mismo: le he traspasado este apartamento sólo porque estaba convencido de su honestidad. De otro modo, puede estar seguro de que, aunque me hubiera ofrecido diez millones, me habría reído en su cara. Si va a la comisaría, la policía hará averiguaciones, sin éxito desde luego, pero que tendrán una influencia nefasta en la opinión de los inquilinos. Y no digo esto sólo por mí, sino también por usted.
—¿Por mí?
—Esto le puede parecer absurdo, pero los individuos que tienen algún asunto con la policía son siempre mal vistos. Ya sé que, en este caso, usted está en su derecho, pero los demás lo ignoran. Se pensará de usted Dios sabe qué, y también de mí, por el mismo motivo. No, confíe en mí. Conozco al comisario de policía, hablaré con él. Él me dirá lo que se debe hacer. De ese modo, no se le podrá reprochar haber faltado a su deber y evitaremos los inconvenientes de los chismorreos.
Trelkovsky, aturdido, aceptó.
—A propósito —añadió el señor Zy—, la antigua inquilina se ponía zapatillas a partir de las diez. ¡Era tan agradable para ella y para los vecinos de abajo!