A petición de sus amigos, Scope, el pasante de notario, y Simón, representante de electrodomésticos que le había facilitado la información sobre el apartamento, Trelkovsky organizó a mediados de octubre un pequeño guateque a modo de inauguración. Había invitado también a algunos compañeros de la oficina y a todas las chicas disponibles. La fiesta se organizó el sábado por la tarde, lo que permitía prolongarla sin tener que preocuparse por ir a trabajar al día siguiente.
Cada cual había traído algo de comer o de beber. Todas las provisiones se amontonaban en desorden sobre la mesa. Trelkovsky no pudo encontrar sillas para todo el mundo, pero al final se le ocurrió arrimar la cama a la mesa, y los invitados se acomodaron en medio de las risas frescas de las chicas y los chistes privados de los hombres.
En realidad, el apartamento nunca había estado tan alegre, nunca se había visto tan iluminado y Trelkovsky se sentía emocionado por ser el beneficiario. Nunca había disfrutado tanto de la atención de los demás. Todos guardaban silencio cuando contaba alguna historia, reían cuando estaba gracioso, e incluso le aplaudían. Y sobre todo, repetían su nombre. Cada dos por tres alguien decía «estaba con Trelkovsky…», o «el otro día Trelkovsky…», e incluso «Trelkovsky decía…». Era realmente el rey de la fiesta.
Trelkovsky aguantaba mal la bebida pero, por no desentonar del resto, bebía más que nadie. Las botellas caían a ritmo acelerado y las chicas se reían de los atrevimientos de los bebedores. Alguien propuso apagar la luz de la habitación, pues resultaba demasiado intensa, y encenderla en la del fondo, dejando la puerta abierta. En seguida todo el mundo se echó sobre la cama. En la penumbra, Trelkovsky se habría abandonado al sueño, pero, aparte de su creciente dolor de cabeza, la presencia femenina tan próxima contribuía a mantenerle despierto. Scope y Simon empezaron a discutir sobre cuál era el lugar idóneo para pasar las vacaciones: el mar o la montaña.
—La montaña —decía Simon con voz un tanto cansina— es lo mejor que hay en el mundo. ¡Los paisajes…! ¡Los lagos…! ¡Los bosques…! ¡El aire puro…! No como en París. Puedes hacer excursiones a pie si quieres, o escalar. Yo, cuando estoy en la montaña, me levanto a las cinco, encargo una comida fría y me voy para todo el día con la mochila a la espalda. Encontrarte completamente solo a 3000 metros de altura, con un paisaje grandioso a tus pies, es lo más maravilloso que he conocido hasta ahora.
Scope se rió sarcásticamente.
—¡Eso es muy poco para mí! Todos los veranos y todos los inviernos se oye hablar de tipos que se despeñan en los precipicios, que son aplastados por avalanchas, o que se quedan colgados en los teleféricos.
—También en el mar —replicó Simon— hay ahogados. Este verano no se hablaba de otra cosa en la radio.
—No tiene nada que ver. Siempre hay imprudentes que quieren hacerse los hombres y van demasiado lejos.
—Igual que en la montaña. La gente sale sola, sin preparación, sin entrenamiento…
—De todas formas, ¡a mí la montaña me produce una angustiosa claustrofobia!
Poco a poco, todo el mundo acabó por intervenir en la conversación. Trelkovsky dijo que no tenía ninguna preferencia, pero que la montaña le parecía más sana que el mar. Algunos adoptaron su opinión, matizándola al principio, y más tarde dándole completamente la vuelta. Trelkovsky escuchaba sin prestar demasiada atención. Estaba concentrado en una chica que se había echado al otro extremo de la cama. Se estaba descalzando, sin ayuda de las manos, empujando con la punta de su escarpín izquierdo el talón del derecho, que cayó al suelo. Entonces, con el pie derecho enfundado en nailon, se quitó el escarpín izquierdo, que cayó con un ruido seco. Una vez descalza, recogió las rodillas contra el pecho, acurrucándose, y no volvió a moverse.
Trelkovsky intentó distinguir en la oscuridad si era guapa, pero no lo logró. En ese momento la chica empezó a moverse otra vez. Apartando las rodillas y volviendo a acercarlas a su pecho, se estaba aproximando claramente a él. Embotado por la bebida y el dolor de cabeza, observaba sus maniobras sin intervenir.
Le llegaban fragmentos de frases, como desde muy lejos.
—Perdón… mar… húmedo… pero… moderado… clima.
—… por favor… oxígeno… hace dos años… con unos amigos.
—… buey… vaca… pesco con caña… morcilla… enfermedad… muerte…
—… te sales del tema.
La chica apoyó la cabeza en las rodillas de Trelkovsky y se quedó inmóvil. Maquinalmente, Trelkovsky se dedicó a enrollarse en los dedos mechones de su caballo.
«¿Por qué a mí? —pensaba—. Todo me sonríe de pronto y, en lugar de aprovecharlo, me duele la cabeza. ¡Seré idiota!».
La chica, impaciente, le cogió con pulso firme la mano y se la colocó deliberadamente sobre su pecho izquierdo.
«¿Y ahora?», pensó Trelkovsky socarrón, decidido a permanecer inactivo.
Ante el fracaso de sus esfuerzos, la chica reptó un poco más para poner su nuca sobre el vientre de Trelkovsky. Movía la cabeza intentando excitarle, pero, al ver que no se inmutaba, empezó a darle pequeños pellizcos en los muslos. Como un gran señor, Trelkovsky dejaba que le provocaran, con una sonrisa altanera en sus labios. «¿Qué querrá la pobre idiota? ¿Seducirle? ¿A él? ¿Por qué precisamente a él?». De pronto se sobresaltó. Con un gesto brusco, apartó la cabeza de la chica y se levantó. Acababa de reconocerla. Era su apartamento lo que le interesaba. Ahora lo comprendía todo. Se llamaba Lucile. Había venido con Albert, que era quien le había contado lo de su divorcio. El marido se había quedado con el apartamento. ¡Eso era!
¡Intentaba seducirle por su apartamento!
Trelkovsky se echó a reír. Para hacerse oír, los defensores del mar y de la montaña continuaban alzando la voz. La mujer de la cama se puso a llorar. En ese mismo instante alguien llamó a la puerta.
Trelkovsky recuperó de golpe la serenidad y fue a abrir.
Había un hombre en el descansillo. Era alto, flaco, muy flaco, y de una palidez anormal. Llevaba una larga bata granate.
—¿Sí…? —preguntó Trelkovsky.
—Están haciendo ruido, señor —contestó el hombre en tono amenazante—. Es más de la una de la mañana y están haciendo ruido.
—Pero si únicamente estoy con unos amigos, hablando tranquilamente, se lo aseguro.
—¿Tranquilamente? —se indignó el hombre cambiando de tono—. Vivo en el piso de abajo y oigo perfectamente todo lo que dicen. Mueven las sillas, andan y hacen ruido con los zapatos. Es insoportable. ¿Piensan continuar mucho tiempo?
A fuerza de subir el tono de su voz, el hombre ahora casi gritaba. A Trelkovsky le hubiera gustado decirle que era él quien despertaba a todo el mundo. Pero sin duda era lo que pretendía: llamar la atención del inmueble sobre la falta cometida por Trelkovsky.
Una señora mayor, herméticamente envuelta en una bata, apareció de pronto sobre la barandilla que conducía al cuarto piso.
—Escuche, señor —aseguró Trelkovsky—, siento enormemente haberle despertado. Estoy avergonzado. A partir de ahora tendremos más cuidado…
—¿Qué es eso de despertar a la gente a la una de la mañana? ¡Ya está bien!
—Pondré más cuidado —repitió Trelkovsky un poco más fuerte—, pero por su parte…
—¡Nunca había visto nada parecido! ¡Ustedes arman un escándalo de mil demonios! ¿Les gusta j… a la gente? Está muy bien divertirse, pero aquí hay gente que trabaja.
—Mañana es domingo, y es normal que invite a algunos amigos, para charlar, el sábado por la noche.
—No, señor, no es normal armar este jaleo ni siquiera un sábado por la noche…
—Tendré más cuidado —dijo Trelkovsky entre dientes, y cerró la puerta.
Entonces pudo oír que el vecino seguía refunfuñando, dirigiéndose, sin duda, a la vieja, pues una voz femenina le respondió. Al cabo de dos o tres minutos, sin embargo, todo volvió al silencio.
Trelkovsky se llevó la mano al corazón, le palpitaba con latidos redoblados. Un sudor frío le bañaba la frente.
Sus amigos, que se habían callado, empezaron a discutir de nuevo. Manifestaron la opinión que les merecía ese tipo de vecinos y contaron historias de amigos suyos que habían sufrido las mismas molestias y lo que habían hecho. Poco a poco, llegaron a los medios para combatir eficazmente a los inoportunos. Y después de los medios reales, pasaron a los medios imaginarios, mucho más contundentes que los otros. Era cosa de hacer un agujero en el techo e introducir en el apartamento de arriba un puñado de arañas venenosas o echar escorpiones de buena raza. Todos se rieron a carcajadas.
Trelkovsky estaba sufriendo. Cada vez que sus amigos elevaban la voz, hacía «¡Chss!» con tanta energía que todos se miraban para burlarse de él, y volvían con más fuerza, a propósito, para hacerle rabiar. Los detestó entonces hasta tal punto que le pareció inútil andarse con miramientos.
Fue a buscar los abrigos a la otra habitación, los distribuyó y sacó a sus invitados a la escalera. Para vengarse, sus amigos bajaron haciendo ruido, riéndose a carcajadas de su temor. Trelkovsky les habría arrojado con placer aceite hirviendo en la cabeza. Entró en casa y cerró la puerta con cerrojo. Al volverse, su codo tropezó con una botella vacía que había en la mesa. La botella se hizo añicos en el suelo con un ruido infernal. El resultado no se hizo esperar. Alguien golpeó violentamente en el suelo. ¡El propietario!
Trelkovsky se sintió avergonzado. Le invadió una profunda vergüenza que le hizo enrojecer de pies a cabeza. Sentía vergüenza de todos sus actos. Era un odioso personaje. ¡Despertaba al inmueble entero con el insoportable ruido de sus juergas! ¿Es que no tenía ningún respeto por los demás? ¿No era capaz de vivir en sociedad? Le entraron ganas de llorar. ¿Qué podía decir en su defensa? Y además, ¿cómo defenderse ante unos golpes dados en el techo? ¿Cómo podía decirles «soy culpable, de acuerdo, pero hay circunstancias atenuantes»?
No se atrevió a poner orden en el apartamento. Ya veía a los vecinos aguzando el oído para golpear al menor pretexto. Se descalzó en el sitio, fue a apagar la luz con paso sigiloso y volvió a la oscuridad, con cuidado de no tropezarse con ningún mueble, para echarse en la cama.
Al día siguiente tendría que vérselas con los vecinos. ¿Tendría valor? Sólo de pensarlo se sentía desfallecer. ¿Qué podría decir si el propietario le llamaba la atención?
Se ahogaba de rabia. Se dio cuenta de la estupidez que había cometido al organizar una fiesta en su apartamento. Era una buena forma de perderlo, sí. No se había divertido, había gastado dinero y, para colmo, comprometía su futuro.
Se había echado encima a todo el inmueble. ¡Encantador debut!
Finalmente se quedó dormido.
El temor de enfrentarse con unos vecinos airados le retuvo en casa toda la mañana del domingo. Por otra parte, estaba lejos de encontrarse animado. Tenía resaca. Sentía que sus ojos estaban a punto de salírsele de las órbitas a cada mirada.
El apartamento tenía un aire de cansada desolación. Cínicamente, exhibía la otra cara de la velada. Como en una playa en marea baja, los residuos yacían allí donde las olas los habían dejado: botellas vacías, cenizas mezcladas con salsas en los platos, de los que se había roto uno, lonchas de fiambre por el suelo, aplastadas por ciegas suelas, colillas apagadas en vino tinto.
Lo arregló todo lo mejor que pudo, pero al final se encontró con un cubo rebosante de basura. No podía bajar antes de que fuera de noche; hasta entonces, tendría que respirar, como si fuera un remordimiento, el insulso y nauseabundo olor de esos desperdicios que le habían quedado de recuerdo.
Se sentía incapaz de soportarlo. La lucha con los vecinos le parecía incluso preferible. Bajó la escalera silbando bajito. ¿Quién se atrevería a hacerle reproches viéndole tan alegre? Seguramente nadie. Pero por desgracia llegó al segundo piso en el mismo momento en que el señor Zy abría su puerta para salir. Trelkovsky no podía retroceder.
—¡Buenos días, señor Zy! —atacó en seguida—. ¡Qué día tan hermoso!
Luego añadió en tono confidencial:
—Estoy desolado por lo de anoche, señor Zy, le doy mi palabra de que no volverá a producirse nada parecido.
—Me alegro. Hemos estado desvelados, mi mujer y yo, y no hemos podido conciliar el sueño en toda la noche. Además, todos sus vecinos se han quejado. ¿Qué significa esto?
—Festejábamos… mi nueva casa… mi enorme suerte por haber encontrado este magnífico apartamento. Algunos amigos y yo habíamos pensado en la posibilidad, sin molestar a nadie, de hacer, cómo le diría, una fiesta de inauguración. Sí, eso es, quisimos hacer alguna pequeña celebración para inaugurar la casa. Y después, usted ya sabe cómo son estas cosas, con la mejor voluntad del mundo, y respetando por supuesto el sueño del prójimo, la gente se excita, se divierte. Entonces el tono sube un poco, uno se deja llevar y habla un poco más alto de lo que es necesario… pero, desde luego, estoy desolado, totalmente desolado, y le repito que esto no volverá a producirse.
El propietario le miró a los ojos.
—Me alegra oírle decir eso, señor Trelkovsky, pues de otro modo, no se lo voy a ocultar, habría tomado medidas. Sí, medidas. No puedo permitir que un inquilino se instale en el inmueble para sembrar el desorden y el caos, no, no puedo permitirlo. Por eso, pase por esta vez, pero una vez es más que suficiente. No vuelva a hacerlo. Los apartamentos son demasiado difíciles de encontrar en nuestros días y debería esforzarse por conservar el suyo, ¿no cree? Así que, ¡tenga cuidado!
En los días siguientes Trelkovsky puso el mayor cuidado para no dar ningún motivo de queja a los vecinos. La radio estaba siempre al mínimo de volumen y a las diez de la noche se metía en la cama para leer. A partir de entonces bajaba la escalera con la cabeza alta, pues era un inquilino de pleno derecho, o casi, pues tenía la sensación de que, a pesar de todo, se le había perdonado el lamentable incidente de la fiesta.
Aunque fuera bastante raro, a veces se cruzaba con gente en la escalera. Como es natural, no podía saber si se trataba de auténticos vecinos o amigos de visita, o simplemente representantes que vendían de puerta en puerta. Pero, para no arriesgarse a pasar por maleducado, prefería dar los buenos días a todo el mundo. Cuando se dirigía a cualquiera, se quitaba el sombrero y se inclinaba ligeramente diciendo, según el caso: «Buenos días, señor» o «Buenos días, señora». Y cuando no llevaba sombrero, esbozaba a pesar de todo el gesto de levantarlo. Siempre dejaba paso a la persona con la que se cruzaba y, por lejos que la viera, no dejaba de exclamar con una amplia sonrisa: «Pase, señor (o señora)».
Del mismo modo, nunca olvidaba saludar a la portera que tenía, por lo demás, la costumbre de mirarle directamente sin manifestarle el menor signo de reconocimiento.
Por eso siempre examinaba con curiosidad el rostro de su inquilino, como si se llevara una sorpresa cada vez que le veía. Pero, al margen de estos cortos encuentros en la escalera, no tenía ningún contacto con sus vecinos. Tampoco tuvo ocasión de volver a ver al hombre alto y pálido que había venido a reprenderle en pijama. Una vez fue a los W.C. y la puerta no se abrió cuando giró el picaporte. Una voz dijo desde el interior: «¡Ocupado!». Le pareció reconocer la voz del hombre alto y pálido, pero como no se quedó hasta que saliera, a fin de evitar la espera y tener que escuchar el ruido del papel, nunca tuvo la certeza.