Trelkovsky telefoneó desde una cabina al hospital para interesarse por el estado de la antigua inquilina, y le comunicaron su defunción.
Este desenlace brutal le afectó profundamente. Era como si acabara de perder a un ser muy querido. Experimentó de pronto una indescriptible pena por no haber llegado a conocer a Simone Choule antes. Habrían podido ir al cine juntos, o a cenar a un restaurante, y disfrutar momentos de felicidad que ella jamás habría conocido. Cuando pensaba en ella, no se la imaginaba como la había visto en el hospital, sino bajo la apariencia de una niña, llorando por algún pecadillo. En ese momento hubiera querido estar presente para hacerle ver que, efectivamente, no se trataba más que de un pecadillo, que no tenía sentido llorar y que debía estar alegre. Porque, le habría explicado, no vivirás mucho tiempo, morirás una tarde en la habitación de un hospital, sin haber vivido.
«Iré al entierro. Es lo menos que puedo hacer. Allí me encontraré probablemente con Stella…».
Se había despedido de ella sin preguntarle su dirección. Después del cine, se habían mirado sin saber qué decir. Las circunstancias en las que se habían conocido les producían vagos remordimientos, y Trelkovsky entonces sólo había pensado en una cosa: huir. Se habían separado tras un banal «hasta luego» desprovisto de convicción.
Ahora la soledad le hacía lamentar el momento de su fuga. ¿Sentiría ella lo mismo?
No hubo entierro. El cuerpo debía ser conducido a Tours, donde sería inhumado. Un servicio religioso se celebraba en la iglesia de Ménilmontant y Trelkovsky decidió asistir a él.
La ceremonia ya había empezado cuando entró en la iglesia. Se sentó sin hacer ruido en la primera silla que encontró y se puso a examinar a la concurrencia. Era poco numerosa. En primera fila reconoció la nuca de Stella, pero ella no se volvió. Entonces se limitó a dejar pasar el tiempo.
Nunca había sido creyente, y menos católico, pero respetaba las creencias de los demás. Por eso procuraba estar atento para imitar todos sus movimientos, para ponerse de rodillas en el momento oportuno y levantarse cuando fuera necesario. Sin embargo, el ambiente lúgubre del lugar le afectó. Al cabo de un rato se vio asaltado por un cortejo de ideas sombrías. La muerte estaba presente, la sentía por encima de todo.
Trelkovsky no solía pensar en la muerte. No es que le fuera indiferente, ni mucho menos, pero ésa era precisamente la razón por la que la rehuía sistemáticamente. Cuando veía que sus pensamientos derivaban hacia ese peligroso tema, utilizaba todo tipo de subterfugios, perfeccionados por el tiempo. En esos instantes críticos solía canturrear estribillos obsesivos, escuchados en la radio, que constituían una barrera mental perfecta. O bien se pellizcaba hasta hacerse sangre, e incluso llegaba a refugiarse en el erotismo. Le venía a la memoria la imagen de una mujer, entrevista en la calle, subiéndose las medias, unos pechos divinos en la profundidad del escote de una dependienta, o el recuerdo de un antiguo espectáculo. En eso consistía el cebo. Si su espíritu picaba, entonces su mente adquiría una gran potencia. Levantaba las faldas, arrancaba las blusas y recomponía sus recuerdos. Y, poco a poco, entre mujeres pasmadas y carnes contorneadas, la imagen de la muerte palidecía y palidecía, hasta desvanecerse completamente, como un vampiro en las primeras luces del alba.
Esta vez, sin embargo, no ocurrió tal cosa. Por un instante de una intensidad absoluta, Trelkovsky tuvo la sensación física del abismo por encima del cual se movía. Sintió vértigo. Después vinieron los horribles detalles: el féretro sellado con clavos, la tierra que cae pesadamente contra las paredes, la lenta descomposición del cadáver…
Intentó dominarse, pero fue en vano. Sentía una necesidad imperiosa de rascarse para comprobar que no tenía gusanos, que todavía no los tenía. Al principio lo hizo discretamente, después con rabia. Sentía que miles de bichos repugnantes le roían y lamían todo el interior. Una vez más canturreó «… no tienes muy buen carácter, qué le vamos a hacer…» sin éxito.
Como último recurso, intentó representarse la muerte misma. Simbolizar la muerte significaba escapar de ella de algún modo, evadirse. Trelkovsky se lo tomó en serio y acabó por imaginar una personificación que le gustó. Esto es lo que elucubró:
La Muerte era la Tierra. Nacidos de ella, los brotes de vida intentaban abandonarla. Apuntaban hacia el espacio exterior. La Muerte los dejaba hacer, pues la vida le resultaba muy apetitosa. Se contentaba con vigilar su ganado, y cuando las reses estaban a punto, las devoraba como si fueran golosinas. Después digería lentamente los alimentos que volvían a su seno, feliz y ahíta como una gata gorda.
Trelkovsky volvió a la realidad. De pronto sintió que no aguantaba más aquella ridícula e interminable ceremonia. Además hacía frío, estaba helado hasta la médula.
«Peor para Stella, me voy».
Se levantó despacio para no hacer ruido. Al llegar a la puerta giró el picaporte, pero no ocurrió nada. Le invadió el pánico. Por más que lo agitó con todas sus fuerzas, no obtuvo ningún resultado. Ya no se atrevía a volver a su asiento, tenía miedo incluso de girarse, pues eso suponía tener que afrontar las miradas desaprobadoras que le acribillaban la espalda. Se ensañó con la puerta, sin comprender de dónde venía la resistencia, desesperado. Tardó bastante en darse cuenta de que había una puerta pequeña que se recortaba en la grande, un poco más a la derecha. Ésta se abrió sin dificultad y Trelkovsky la cruzó de un salto.
Al salir tuvo la impresión de despertarse de una pesadilla.
«Quizá el señor Zy pueda darme ya la respuesta», pensó, una vez en la calle, y se encaminó hacia la casa del propietario a buen paso.
El aire era tibio en comparación con el frío cavernoso que reinaba en la iglesia. Se sintió tan feliz de pronto que se echó a reír. «Después de todo, todavía no estoy muerto, y cuando me llegue la hora, la Ciencia sin duda habrá hecho progresos que me permitirán vivir ¡hasta los doscientos años!».
Tenía gases, y se divirtió, como un niño, tirándose pedos a cada paso. Con el rabillo del ojo miraba a los paseantes que iban tras él. Hasta que un hombre maduro y bien vestido le miró severamente frunciendo el ceño, haciéndole enrojecer de confusión y quitándole las ganas de continuar su estúpido juego.
Fue el señor Zy, en persona, quien le abrió la puerta.
—¡Ah, es usted!
—Buenos días, señor Zy, veo que me reconoce.
—Sí, sí. Viene por lo del apartamento, ¿no? Le interesa, pero todavía no quiere aceptar el precio, ¿no? ¿Cree que soy yo el que va a ceder?
—No será necesario que ceda, señor Zy, va a cobrar sus cuatrocientos mil al contado.
—¡Pero si le pedía quinientos mil!
—No siempre se tiene todo lo que se desea, señor Zy. Yo habría preferido tener los W.C. en el mismo rellano, y no están ahí.
El propietario se echó a reír. Una carcajada flemosa, a la que la risa forzada de Trelkovsky hizo eco.
—Es usted un zorro, ¿eh? Bueno, de acuerdo, dejémoslo en cuatrocientos mil al contado y no se hable más. Le haré el contrato de alquiler mañana. ¿Está contento?
Trelkovsky se deshizo en agradecimientos.
—¿Cuándo podría venir a tomar posesión del piso?
—En seguida, si lo desea, a condición de que me dé un anticipo. No es que no tenga confianza en usted, pero no lo conozco bien, ¿sabe? Si confiara en todo el mundo, en mi oficio no iría muy lejos; póngase en mi lugar.
—¡Es muy natural! Mañana traeré algunas cosas.
—Como quiera. Ya ve cómo conmigo siempre se puede llegar a un acuerdo, a condición de ser correcto y de pagar el alquiler a su debido tiempo.
Y añadió en tono de confianza:
—No hace mal negocio, ¿sabe? La familia me ha comunicado su intención de no llevarse los muebles, si le son de utilidad. Confiese que no lo esperaba. El traspaso no habría sido suficiente para pagarlos.
—Oh, algunas sillas, una mesa, una cama y un armario…
—¿Sí? Bien, vaya a comprarlos, ya me lo contará. No, créame, ¡no hace un mal negocio! Por otra parte, ¡usted lo sabe perfectamente!
—Se lo agradezco, señor Zy.
—Oh, el agradecimiento —rió sarcásticamente el señor Zy mientras cerraba la puerta, después de haber dejado a Trelkovsky en el rellano.
—¡Hasta la vista, señor Zy! —gritó Trelkovsky ante la puerta cerrada.
No obtuvo respuesta. Esperó todavía un poco, y después bajó la escalera lentamente.
Volvió a su pequeño estudio, una gran laxitud lo invadía. Sin fuerzas para quitarse los zapatos, se tumbó en la cama y se quedó un buen rato, con los ojos entornados, mirando a su alrededor.
Había vivido tantos años en aquel lugar que no llegaba a familiarizarse con la idea de que, en adelante, aquello se había acabado. Nunca más volvería a esa habitación que había sido el cofre de su vida. Otros vendrían y dejarían irreconocibles aquellas paredes que él conocía tan bien, alterarían el orden, cortarían de raíz la simple suposición de que un tal señor Trelkovsky había podido habitarla antes que ellos. Sin ceremonia, de una noche para otra, se iría de allí.
A decir verdad, ya no se sentía totalmente como en su casa. Lo provisional de la situación había arruinado sus últimos días. Eran como los últimos minutos vividos en el compartimento de un tren cuando está llegando a la estación. Ya no se molestaba en hacer la limpieza, en recoger sus papeles, ni en hacer la cama. Y, aunque esto no suponía un gran caos, pues no tenía suficientes cosas como para producirlo, había una atmósfera de partida cancelada, de lugar deshabitado.
Durmió de un tirón hasta la mañana siguiente. Se levantó y se puso a recoger sus cosas, que cupieron con holgura en dos maletas. Devolvió la llave a la portera y cogió un taxi hacia su nueva dirección.
Empleó toda la mañana en sacar el dinero de la Caja de Ahorros y arreglar las formalidades con el propietario.
A mediodía, hacía girar la llave en la cerradura del apartamento. Dejó las dos maletas junto a la puerta y volvió a salir para ir a comer a un restaurante, pues no había ingerido nada desde el desayuno del día anterior.
Después de comer telefoneó al jefe de su oficina para comunicarle que iría a trabajar al día siguiente.
El periodo transitorio había terminado.