2
La antigua inquilina

Al día siguiente, a la hora de las visitas, Trelkovsky cruzó la puerta del hospital Saint-Antoine. Iba vestido con su único traje oscuro y llevaba en la mano derecha un kilo de naranjas envueltas en papel de periódico.

Los hospitales siempre le habían producido una impresión desagradable. Le parecía que de cada ventana salía un suspiro agónico, y que cada vez que se daba la vuelta aprovechaban para evacuar los cadáveres. Los médicos y las enfermeras le parecían monstruos de insensibilidad, aunque admiraba su abnegación.

En la ventanilla de información preguntó dónde se encontraba la señorita Choule. La empleada consultó sus fichas.

—¿Es usted de la familia?

Trelkovsky vaciló. ¿Le dejarían pasar si respondía que no?

—Soy un amigo.

—Sala 27, cama 18. Pregunte por la enfermera jefe.

Dio las gracias. La sala 27 era inmensa, como el vestíbulo de una estación. Cuatro hileras de camas la dividían en toda su extensión. En torno a las camas blancas iban y venían pequeños grupos, cuyos trajes oscuros producían un curioso contraste. Era la hora de la afluencia de las visitas. Un cuchicheo continuo, semejante al rumor marino de las caracolas, le aturdía. La enfermera jefe, con el mentón agresivamente proyectado hacia delante, le cogió del brazo.

—¿Qué hace usted aquí?

—¿Es usted la enfermera jefe? Me llamo Trelkovsky. Me alegro de verla, porque la empleada de información me había aconsejado hacerlo. Se trata de la señorita Choule.

—¿La cama 18?

—Eso es lo que me dijo. ¿Podría verla?

La enfermera jefe frunció el ceño. Se llevó un lápiz a los labios y lo chupeteó un buen rato antes de responder.

—No conviene molestarla, ha estado en coma hasta ayer. Vaya, pero sea razonable; no debe hablarle.

No le fue difícil encontrar la cama 18. Una mujer yacía en ella con el rostro cubierto de vendajes y la pierna izquierda elevada por un complicado sistema de poleas. El único ojo que se le veía estaba abierto. Trelkovsky se acercó sin hacer ruido. No sabía si la mujer había advertido su presencia, pues no pestañeó, y no podía ver su expresión porque estaba completamente vendada. Dejó las naranjas en la mesilla y se sentó en un taburete.

La enferma parecía mayor de lo que él había imaginado.

Respiraba con dificultad, con su gran boca abierta como un pozo negro en el paño blanco. Observó con dolor que le faltaba un incisivo superior.

—¿Es usted uno de sus amigos?

Trelkovsky se sobresaltó. No se había dado cuenta de que no estaba solo. Su frente, ya húmeda, se cubrió de sudor. Se sentía como el culpable en peligro de ser denunciado por un testigo inesperado. Toda suerte de alocadas conjeturas se le pasaron por la cabeza. Pero la joven continuó:

—¡Qué historia! ¿Tiene usted idea de por qué hizo eso? Al principio no quería creerlo. ¡Y pensar que la noche anterior la había dejado de tan buen humor! ¿Qué le ha podido ocurrir?

Trelkovsky dio un suspiro de alivio. La chica le había catalogado inmediatamente como miembro de la gran federación de los amigos de la señorita Choule. No era una pregunta lo que le había hecho, ella simplemente había enunciado una evidencia. La examinó más atentamente.

Era agradable a la vista, porque, aunque no era guapa, resultaba excitante. Era el tipo de chica al que Trelkovsky recurría mentalmente en sus momentos más íntimos. Sobre todo por el cuerpo, un cuerpo que perfectamente podría haber prescindido de cabeza. Era regordete, pero no flácido.

La chica llevaba un suéter verde que hacía resaltar sus pechos, cuyos pezones se remarcaban debido al sujetador, o a su ausencia. Su falda azul marino estaba levantada bastante por encima de sus rodillas, por negligencia, no por cálculo. En cualquier caso, una buena parte de carne se hacía visible sobre la liga. Esa carne lechosa del muslo, sombreada, pero de una luminosidad extraordinaria junto a las regiones oscuras del centro, hipnotizaba a Trelkovsky. Lamentó tener que abandonarla para remontarse hasta el rostro, que era absolutamente vulgar. Pelo castaño, ojos marrones y una gran boca con los labios embadurnados de rojo.

—La verdad es que —comenzó Trelkovsky después de aclararse la voz— no soy exactamente un amigo, ya que la conozco muy poco.

El pudor le impedía confesar que no la conocía en absoluto.

—Pero créame, estoy profundamente apenado por lo que ha ocurrido.

La chica le sonrió.

—Sí, es terrible.

Entonces dirigió su atención sobre la accidentada, que parecía totalmente inconsciente a pesar de su ojo abierto.

—Simone, Simone, ¿me reconoces? —preguntó la chica en voz baja—, es Stella la que está aquí. Tu amiga Stella, ¿me reconoces?

El ojo permanecía fijo, contemplando siempre el mismo punto invisible en el techo. Trelkovsky se preguntaba si no estaría muerta pero, en ese momento, un gemido ahogado acudió a aquella boca abierta, y fue creciendo poco a poco hasta concluir en un grito insoportable. Stella empezó a llorar ruidosamente y Trelkovsky se sintió mortalmente cohibido. Hubiera deseado hacerle «Chss». Sentía que toda la sala los estaba mirando, que le tomaban por el responsable de aquellas lágrimas y lanzó una mirada furtiva hacia los vecinos más próximos para sondear su reacción. A la izquierda un anciano dormía con sueño agitado. Murmuraba continuamente palabras incomprensibles y movía las mandíbulas como si estuviera chupando un gran bombón. Un hilillo de saliva mezclada con sangre le caía hasta perderse bajo la sábana. A la derecha un grupo de visitantes desenvolvía vituallas y bebidas bajo la mirada deslumbrada de un campesino grueso y alcohólico. Trelkovsky se tranquilizó al comprobar que nadie les prestaba la menor atención. Al cabo de un rato se acercó una enfermera para anunciarles el final de la visita.

—¿Existe alguna posibilidad de salvación? —preguntó Stella, que todavía sollozaba, aunque ahora entrecortadamente.

La enfermera la miró con agresividad.

—¿Usted qué cree? Si podemos salvarla, lo haremos. ¿Qué más quiere que le diga?

—Pero ¿usted qué cree? ¿Es posible?

La enfermera, irritada, se encogió de hombros.

—Pregúntele al doctor, aunque no le dirá mucho más que yo. En estos casos —continuó en un tono grave— nunca se sabe lo que puede ocurrir. ¡Bastante es que haya salido del coma!

Trelkovsky estaba desmoralizado. No había podido hablar con Simone Choule, y el hecho de que la pobre mujer estuviera a un paso de la muerte no le servía de consuelo. Él no era una mala persona, y, sinceramente, habría preferido no poder solucionar su problema si hubiera un medio de salvarla.

«Voy a hablar con esta Stella —se dijo—, quizá pueda contarme algo».

Pero no sabía cómo iniciar la conversación, pues Stella continuaba llorando. Era difícil abordar sin preámbulos el tema del apartamento. Por otra parte temía que al salir del hospital Stella se despidiera antes de que él se hubiera decidido a hablarle. Para aumentar su embarazo, unas repentinas ganas de orinar le impidieron de pronto concebir ningún pensamiento coherente. Tuvo que hacer un esfuerzo para andar despacio, porque tenía unos deseos incontenibles de salir corriendo hasta perder el aliento hacia el urinario más próximo. Finalmente atacó con coraje:

—No hay que abandonarse a la desesperación. Vayamos a beber algo, si le parece bien. Creo que una cerveza le devolverá el aplomo.

Se mordió los labios hasta sangrar para contener su urgencia, que se volvía cada vez más monstruosa.

Stella intentó hablar, pero el hipo se lo impidió. Se limitó a aceptar con un movimiento de cabeza, acompañado de una triste sonrisa.

Trelkovsky sudaba ahora la gota gorda. Como un puñal, las ganas le horadaban el vientre. Habían salido del hospital. Justo enfrente había un gran café.

—¿Y si vamos ahí enfrente? —sugirió con una indiferencia mal disimulada.

—Si quiere.

Trelkovsky esperó hasta que estuvieron instalados y la consumición pedida para decir:

—Excúseme dos minutos, se lo ruego. Tengo que hacer una llamada telefónica.

Cuando regresó era otro hombre. Tenía ganas de reír y de cantar a la vez. Hasta que no se fijó en el rostro húmedo por las lágrimas de Stella, no se le ocurrió adoptar un aire de circunstancias.

Sin decirse nada, bebieron a sorbos la cerveza que el camarero les acababa de traer. Stella se iba calmando poco a poco. Trelkovsky la observaba esperando el momento psicológico adecuado para sacar a colación el apartamento. Miró de nuevo sus sienes, y tuvo el presentimiento de que se acostaría con ella. Esto le dio fuerzas para romper el hielo.

—Jamás comprenderé el suicidio. No tengo ningún argumento en contra, pero me sobrepasa por completo. ¿Habíais hablado alguna vez del asunto?

Stella le respondió que jamás habían hablado de ello, que conocía a Simone desde hacía mucho tiempo, y que no veía nada en su vida que pudiera explicar aquel acto. Trelkovsky sugirió que quizá se trataba de un desengaño amoroso, pero Stella aseguró lo contrario. Que ella supiera, no había tenido ninguna relación seria. Desde que llegó a París —sus padres residían en Tours—, vivía prácticamente sola y no se veía más que con unos pocos amigos. En realidad, había tenido dos o tres aventuras, pero no habían durado mucho. Pasaba la mayor parte de su tiempo libre leyendo novelas históricas. Era empleada de una librería.

No había nada en aquellos datos que pudiera suponer un obstáculo para los planes de Trelkovsky. Podía estar satisfecho. Esto le pareció inhumano y, para escarmentarse, volvió a pensar en el suicidio.

—Puede que salga —dijo sin convicción.

—No lo creo. ¿La ha visto? Ni siquiera me ha reconocido. Estoy completamente aturdida. ¡Qué desgracia! No me siento con fuerzas para trabajar esta tarde. Me voy a casa a quedarme a solas con mi tristeza.

Trelkovsky tampoco tenía que volver al trabajo. Había pedido a su jefe algunos días libres para poder ocuparse del apartamento.

—No debe tomárselo así, eso no conduce a nada. Lo que debería hacer es intentar pensar en otra cosa. Sé que le parecerá de mal gusto, pero le aconsejaría ir al cine.

Se interrumpió, y luego dijo en seguida:

—Si me permite… Escuche, yo no tengo nada que hacer esta tarde. ¿Qué le parece si vamos a comer a un restaurante? Después podríamos ir al cine, si no tiene otra cosa que hacer.

Stella aceptó.

Después de comer en un autoservicio, se metieron en el primer cine de sesión continua que encontraron. Durante el documental, Trelkovsky sintió que la pierna de su vecina se arrimaba a la suya. ¡Había que hacer algo! No llegaba a decidirse y, sin embargo, sabía que no podía desperdiciar la ocasión. Le pasó el brazo sobre los hombros. Ella no reaccionó y, al cabo de un rato, Trelkovsky sintió calambres en el bíceps. Estaba en esa incómoda posición cuando se encendieron las luces para el descanso. No se atrevió a mirarla, y Stella pegó más fuerte el muslo contra el suyo.

En cuanto la oscuridad se restableció, Trelkovsky quitó el brazo de los hombros de Stella para pasárselo en torno a la cintura. Con la punta de sus dedos llegaba a tocar el abultamiento del pecho, de ese pecho que había visto hacía poco despuntar en el jersey verde. Stella le dejaba hacer. Su mano ascendió bajo el suéter hasta encontrar el sujetador, y logró deslizarse entre el pecho y la envoltura de nailon. Sintió el bulto del pezón y lo hizo oscilar bajo su índice.

Stella jadeaba levemente. Se removió en el asiento y sus pechos brotaron libres del sujetador, suaves y blandos. Trelkovsky los amasó convulsivamente.

Estaba en plena faena cuando volvió a pensar en Simone Choule.

«Quizá se esté muriendo en este instante».

Pero ella no debía morir hasta un poco más tarde, al ponerse el sol.