A Trelkovsky le iban a echar a la calle cuando su amigo Simón le habló de un apartamento libre en la calle Pyrénées. Se acercó hasta allí. La portera, arisca, se negó a mostrarle el piso, aunque un billete de mil le hizo cambiar de opinión.
—Sígame —le dijo entonces, sin abandonar su aire gruñón.
Trelkovsky era un joven de unos treinta años, correcto, educado, que detestaba por encima de todo las complicaciones. Se ganaba modestamente la vida, así que la pérdida de su alojamiento constituía una catástrofe para él, pues su salario no le permitía los fastos de la vida de hotel. Tenía, no obstante, algún dinero en la Caja de Ahorros con el que contaba para pagar el traspaso, si no era muy elevado.
El apartamento se componía de dos habitaciones oscuras, sin cocina. La única ventana, en la habitación del fondo, daba a un muro en el que se abría un ventanuco situado justamente frente a ella. Trelkovsky supuso que se trataba del ventanuco de los W.C. del inmueble de al lado. Las paredes estaban recubiertas de un papel pintado amarillento que presentaba en diversas partes grandes manchas de humedad. El techo estaba agrietado en toda su extensión por líneas que se ramificaban como las nervaduras de una hoja. Pequeños trozos de yeso que se habían desprendido crujían bajo los zapatos. En la habitación sin ventana, una chimenea de falso mármol encuadraba un aparato de calefacción de gas.
—La inquilina que vivía aquí se tiró por la ventana —explicó la portera, que se había vuelto más comunicativa de pronto—. Venga, se puede ver el lugar donde cayó.
La portera condujo a Trelkovsky a través de un dédalo de muebles diversos hasta la ventana, y le señaló triunfalmente los restos de una marquesina de cristal que había tres pisos más abajo.
—No ha muerto, pero no está mucho mejor. Está en el hospital Saint-Antoine.
—¿Se recuperará?
—No hay cuidado —se sonrió la odiosa mujer—. ¡No se preocupe!
La portera le hizo un guiño.
—Es una extraña historia.
—¿Cuáles son las condiciones?
—Razonables. Hay, como es lógico, un pequeño incremento por el agua. Toda la instalación es nueva. Antes había que salir a la escalera para conseguir agua corriente. Es el propietario el que ha encargado las obras.
—¿Y los W.C.?
—Justo enfrente. Baje y coja la escalera B. Desde allí puede ver el apartamento. Y viceversa.
Le hizo un guiño obsceno.
—¡Es un paisaje que merece la pena contemplar!
Trelkovsky no estaba encantado. Pero en su situación, el apartamento constituía, a pesar de todo, una ganga.
—¿A cuánto asciende el traspaso?
—A quinientos mil. El alquiler es de quince mil francos al mes.
—Es caro. No podría pagar más de cuatrocientos mil.
—Eso no es cosa mía. Hable con el propietario.
Un guiño más.
—Vaya a verle. No está lejos, vive en el piso de abajo. Bueno, me voy. Es una ocasión que no debe dejar escapar, no lo olvide.
Trelkovsky la acompañó hasta la puerta del propietario. Llamó. Una anciana con cara desconfiada vino a abrirle.
—No damos nada para los ciegos —soltó rápidamente.
—Se trata del apartamento…
Un brillo ladino iluminó sus ojos.
—¿Qué apartamento?
—El del piso de arriba. ¿Podría ver al señor Zy?
La vieja dejó a Trelkovsky en la puerta. Desde allí pudo escuchar unos cuchicheos. Luego volvió la mujer para decirle que el señor Zy iba a recibirle y le condujo hasta el comedor, donde el señor Zy estaba sentado a la mesa. Se estaba mondando meticulosamente los dientes. Con un dedo le indicó que estaba ocupado. Escarbó en su molar y sacó un resto de carne pinchado en el extremo de una cerilla afilada. Lo examinó atentamente y luego se lo metió en la boca. Sólo entonces se volvió hacia Trelkovsky.
—¿Ha visto usted el apartamento?
—Sí. Precisamente quería discutir las condiciones con usted.
—Quinientos mil, y quince mil al mes.
—Eso es lo que me ha dicho la señora portera. Me gustaría saber si es su último precio, porque no puedo pagar más de cuatrocientos mil.
El propietario adoptó un aire de contrariedad. Durante dos minutos siguió distraídamente con la mirada a la vieja que quitaba la mesa. Parecía acordarse de todo lo que acababa de comer. Por momentos, sacudía la cabeza en señal de aprobación. Finalmente volvió al objeto de la discusión.
—¿La portera le ha dicho lo del agua?
—Sí.
—Es endiabladamente difícil encontrar apartamento en los tiempos que corren. Hay un estudiante que me ha dado la mitad por una sola habitación en el sexto. Y no tiene agua.
Trelkovsky tosió para aclararse la voz; él también estaba contrariado.
—Entiéndame. Yo no trato de menospreciar su apartamento pero, en fin, no tiene cocina. Los W.C. representan igualmente un problema… Suponga que caigo enfermo, cosa que no es habitual en mí, puede creerme; suponga que tengo que ir a hacer mis necesidades en plena noche; la verdad es que no es muy práctico. Por otra parte, aunque sólo pueda pagarle cuatrocientos mil, se los daría al contado.
El propietario le interrumpió.
—No es por el dinero. No voy a ocultárselo, señor…
—Trelkovsky.
—… Trelkovsky, no soy pobre. No necesito su dinero para comer. No, yo alquilo porque tengo un apartamento libre, y que no corra la voz.
—Por supuesto.
—Es una cuestión de principios. No soy un avaro, pero tampoco soy un filántropo. Quinientos mil es el precio. Conozco otros propietarios que pedirían setecientos mil, y estarían en su derecho. Yo quiero quinientos mil, no hay ninguna razón para cobrar menos.
Trelkovsky había seguido la exposición aprobando con la cabeza y con una amplia sonrisa en los labios.
—Por supuesto, señor Zy, comprendo muy bien su punto de vista, lo encuentro muy razonable. Sin embargo… permítame ofrecerle un cigarrillo.
El propietario declinó la oferta.
—… no somos salvajes. Discutiendo, siempre se puede llegar a algún acuerdo. Usted quiere quinientos. Bien. Pero si alguien le da quinientos en tres meses, tres meses es tanto como tres años, ¿cree que eso sería preferible a cuatrocientos de una vez?
—No he dicho eso. Sé mejor que usted que nada vale más que la suma entera, al contado. Lo único que le digo es que prefiero quinientos mil al contado que cuatrocientos mil al contado.
Trelkovsky encendió su cigarrillo.
—Por supuesto. No es mi intención pretender lo contrario. Sin embargo, tenga a bien considerar que la antigua inquilina aún no ha muerto. ¿Y si regresara? ¿Y si solicitara cambiarse? Sabe perfectamente que, en estos casos, usted no tiene derecho a oponerse a un cambio de piso. En ese caso, no sólo perdería cuatrocientos mil, sino que se quedaría sin nada. Yo, sin embargo, le doy cuatrocientos mil, sin problemas, y todo se arregla amigablemente. Sin perjuicio para usted ni para mí. ¿Puede proponerme algo mejor?
—Usted me habla de una eventualidad que tiene pocas probabilidades de suceder.
—Quizá, pero hay que tenerla en cuenta. Mientras que con los cuatrocientos mil al contado, no hay problemas, no hay complicaciones…
—Bien, dejemos eso a un lado, señor… Trelkovsky. Ya se lo he dicho, eso no es lo más importante para mí. ¿Está usted casado? Perdone que se lo pregunte, es por los niños. Ésta es una casa tranquila, mi mujer y yo somos personas mayores…
—¡No tan mayor, señor Zy!
—Sé lo que digo. Somos personas mayores, no nos gusta el ruido. Por eso debo advertirle, antes que nada, que si está casado, si tiene niños, puede ofrecerme un millón, no acepto.
—Tranquilícese, señor Zy, usted no tendrá ese tipo de molestias conmigo. Soy tranquilo y soltero.
—Por otra parte, ésta no es una casa de citas. Si piensa alquilar el apartamento para recibir amiguitas, prefiero cobrar sólo doscientos mil y dárselo a alguien que esté verdaderamente necesitado.
—Totalmente de acuerdo. Por lo demás no es mi caso. Soy un hombre tranquilo y no me gustan los líos. Usted no tendrá ninguno conmigo.
—No se tome a mal todo lo que pregunto ahora, lo mejor es entenderse primero y vivir después en buena armonía.
—Tiene usted toda la razón, eso es muy natural.
—Entonces comprenderá igualmente que no le será posible tener animales: gatos, perros o cualquier otra bestia.
—No es mi intención.
—Escuche, señor Trelkovsky, ahora no puedo darle la respuesta. En cualquier caso, no hay nada que hablar mientras la antigua inquilina esté viva. Sin embargo usted me cae simpático, tiene aspecto de joven formal. Todo lo que le puedo decir es: vuelva en una semana, entonces estaré en condiciones de informarle.
Trelkovsky se deshizo en agradecimientos antes de despedirse. Al pasar por la portería, la portera le miró con curiosidad, sin hacerle un gesto de reconocimiento, mientras secaba maquinalmente un plato con el delantal.
Ya en la calle, se detuvo a examinar el inmueble. Estaba totalmente iluminado en los pisos superiores por el sol de septiembre, y eso le daba un aspecto casi nuevo y alegre. Buscó la ventana de «su» apartamento, pero recordó que daba al patio.
Todo el quinto piso estaba repintado de rosa y los postigos de amarillo canario. El contraste no era muy sutil, pero la nota de color que ofrecía sonaba alegre. En las ventanas del tercero había todo un parterre de plantas carnosas, y en el cuarto, una rejilla sobrepasaba la barandilla, posiblemente debido a los niños, aunque era poco probable, ya que el propietario no los quería allí. El tejado estaba erizado de chimeneas de todos los tamaños y formas. Un gato, que a buen seguro no pertenecía a ningún vecino, se paseaba por allí. Trelkovsky se solazó imaginando que se encontraba en lugar del gato, y que era a él a quien calentaba el sol plácidamente. Entonces advirtió un leve movimiento en la cortina del segundo, en la casa del propietario, y se alejó rápidamente.
La calle estaba casi desierta, sin duda debido a la hora. Buscó un lugar donde comprar pan y unas rodajas de salchichón al ajo, se sentó en un banco y reflexionó mientras comía.
Después de todo, puede que el argumento que había empleado con el propietario fuera acertado y que la antigua inquilina, al final, pidiera un cambio de apartamento. Podría recuperarse. Él lo deseaba sinceramente. Pero, en caso de que eso no ocurriera, quizá hubiera hecho testamento. ¿Cuáles serían los derechos del propietario en este caso? ¿No obligarían a Trelkovsky a pagar dos veces el traspaso, una al propietario y otra a la antigua inquilina? Lamentaba no poder consultar a su amigo Scope, el pasante de notario, que desgraciadamente estaba fuera de París ocupándose de una sucesión.
—Lo mejor será ir a ver a la antigua inquilina al hospital.
Terminado su almuerzo, volvió a la casa para informarse. La portera le reveló de mala gana que se trataba de una tal Mademoiselle Choule.
—¡Pobre mujer! —dijo Trelkovsky, mientras anotaba el nombre en el dorso de un sobre.