Epílogo

Gebze, Anatolia, cerca de Constantinopla,

cuatro semanas después

Durante mucho rato, el sonido era imposible de distinguir en medio del rugido bajo de campamento turco preparándose para pasar la noche. Incluso se oían otros gritos. De burros y caballos, de camellos y hombres. Pero cuando el hombre cuyo oficio era coser cuero atravesó lentamente la red cada vez más gruesa formada por las sogas que sostenían las tiendas, los ruidos empezaron a desvanecerse. Más cerca del centro, los hombres mascullaban, pero para sus adentros, rara vez entre ellos, miraban por encima del hombro y gesticulaban como queriendo alejar el sonido cada vez más intenso a medida que el hombre se aproximaba: los aullidos de agonía de otro hombre. Más cerca del centro, los hombres miraban hacia éste, de pie o en cuclillas, la mayoría de rodillas, algunos en silencio, otros murmurando plegarias.

Nadie le prestó mucha atención al bajo yaya y su túnica remendada y manchada de barro, su turbante desteñido, barba rala y pies descalzos. No llevaba un arma, sólo un pequeño saco colgado del hombro con muchos de los instrumentos de su oficio pegados al exterior: agujas de hueso de todos los tamaños, ovillos de pelo de camello, tiras de cuero y un punzón de acero, Si alguien lo hubiera mirado con mayor atención, habría visto que del saco goteaba un líquido, pero nadie lo hizo.

Le resultó más fácil que la última vez que intentó acercarse al sultán. Ahora atravesó el mismo orden que antaño: líneas de asaltantes gazis y akincis entre los pabellones cada vez más espléndidos de los belerbeys, alrededor de los pequeños conos de cuero en los que dormían los jenízaros. Tomó nota de algunos de sus estandartes: la torre, la rueda, el medio sol, incluso el familiar elefante de la decimoséptima orta. Cuando vio la amarilla oriflama del ala izquierda supo que estaba cerca. Aunque el silencio de los guerreros sipahis también se lo hubiera dicho, además de los espantosos alaridos, que ahora estaban muy próximos.

No era un hombre de gran estatura y aquellos entre los que se abría paso eran la élite del ejército turco, mucho más altos que él, así que tuvo que pasar entre ellos antes de ver lo que sus oídos le decían, un sonido suave oculto debajo del otro más fuerte y terrible.

Atravesó la última hilera de guerreros y allí estaban: las campanillas que repicaban en el tug del sultán por debajo de las seis colas de caballo. El estandarte estaba delante de un pabellón idéntico al que había prendido fuego hacía veinte años.

Nadie lo detuvo cuando avanzó hacia las puertas escalonadas, aunque los guerreros lo rodeaban con las espadas desenvainadas y los arqueros solaks estaban dispuestos a disparar sus flechas. Nadie se movió, porque todos sentían que si lo hacían, el equilibrio del mundo podría cambiar y su sultán, el Muy Elevado Mehmet el Conquistador, se rendiría ante los demonios que le destrozaban las tripas y moriría.

Así que sin que alguien se lo impidiera, Drácula levantó el borde de tela y entró en el pabellón del sultán.

Accedió a un mundo diferente, porque en éste había movimiento y ruidos, en su mayoría procedentes del diván situado en el centro de la inmensa tienda y del hombre que se agitaba encima de aquél. Hombres vestidos de blanco con las fajas violetas de los médicos trataban de introducir un líquido en la boca del enfermo. Pero el sultán gritaba, una mezcla de obscenidad y plegaria, e hizo caer la copa que le tendían. Le sirvieron otra y Mehmet tragó un poco de líquido y después un poco más, se desplomó contra el diván, un poco más tranquilo pero aún pataleando, como si quisiera escapar del lecho manchado.

Los alaridos se habían reducido a un gemido; los médicos retrocedieron, secándose el sudor de la frente. Un hombre alto, vestido con las elegantes ropas de un visir, aunque incluso éstas estaban manchadas de amarillo y marrón, apartó a uno de ellos y masculló:

—¿Qué más, Hekim Yakub?

El médico sacudió la cabeza.

—No lo sé. Fui llamado muy tarde e ignoro lo que mi estimado colega Hamiduddin al Lari le ha administrado.

—Estimado gilipollas —siseó el visir—. Le arrancaré sus tripas de follador de camellos hasta que me lo diga… si logro encontrarlo. ¿Crees que es veneno?

—Quizá.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé.

El visir maldijo en voz baja. Después alzó la vista y contempló los rostros de los sirvientes, esclavos, soldados y médicos. Unos veinte hombres que le devolvieron la mirada.

—Nadie ha de abandonar esta tienda. Ni una palabra de esto ha de salir. Si su hijo Bayezid se entera de esto antes de que logre comunicarme con el príncipe Cem… —dijo, recorriendo cada rostro con la mirada; y entonces, al ver a Drácula, exclamó:

»Por todos los diablos, ¿quién…? ¡Agarradlo! —rugió.

Vlad lanzó el saco a un lado antes de que los cuatro hombres se abalanzaran sobre él, cada uno agarrara un miembro y lo arrojara al suelo. No se resistió. No tenía sentido… y no había acudido para eso.

—Traigo la Luz del Mundo, Excelencia —dijo Drácula con el deje duro de un campesino turco—. Sólo crece en un valle del mundo. Al otro lado del Danubio, en Valaquia.

El visir lo miró fijamente, boquiabierto. Todos sabían que Mehmet era un aficionado a la jardinería, su manera de defenderse del desastre. Pero ¿ahora? Por fin encontró las palabras.

—¿Qué? ¿Dices que le traes… una flor? —Miró en torno y soltó un chillido—. Es un mentiroso, un loco o un espía. Hacedle cortes, uno en los ojos, otro en las bolas y otro en el corazón, y después arrojad su cadáver a los perros. ¡Ahora!

Los soldados lo obligaron a ponerse de pie y empezaron a arrastrarlo hasta la entrada de la tienda cuando el visir recordó lo dicho y rugió:

—¡Imbéciles! Dije que nadie debía salir. ¡Hacedlo allí, en aquel rincón!

Dos lo mantuvieron erguido, dos sacaron los puñales y entonces una voz, debilitada tras tanto gritar, susurró desde el diván.

—¡Espera!

Todos se volvieron a excepción de los hombres que aferraban a Drácula.

—¡Amo! —El visir se acercó al diván y se arrodilló—. Has vuelto.

—Traedlo aquí —musitó Mehmet.

—¿A quién, amo?

—Al que trajo el regalo.

El visir se encogió de hombros, desconcertado, se volvió e indicó que se acercaran. Drácula fue arrastrado hacia el diván, un hombre aún lo agarraba de un brazo a cada lado. Y entonces bajó la vista…

La última vez que vio a Mehmet fue hace veinte años, aquella noche en otra tienda, en otro país. En aquel entonces ambos eran jóvenes y sostenían espadas. Sabía lo que los años le habían hecho a él… pero habían sido aún menos bondadosos con el sultán. Años o enfermedades, o ambas cosas. El cabello rojo había desaparecido excepto por un mechón por encima de cada oreja. La piel de color bronce ahora estaba pálida y amarillenta. Y el cuerpo ágil del jugador de jerid se había convertido en una masa blanduzca e hinchada tumbada en sábanas de seda manchadas de sangre y excrementos.

Pero su mirada era clara. Miró al campesino y asintió con la cabeza.

—¿Qué me has traído?

—Está allí, Señor del Horizonte. En mi saco.

—Traedlo.

Los guardias aún aferraban a Drácula. Otro fue a buscar el saco.

—Abridlo —suspiró Mehmet, y un espasmo lo sacudió.

El guardia metió la mano en el saco con cuidado —todos sabían que el sultán amaba las plantas y más de un guardia había sido despellejado por su torpeza— y extrajo una pequeña bolsa de tela llena de tierra húmeda. En el centro había una flor diminuta y sus pétalos de color lila estaban plegados.

—¿Qué es? —susurró Mehmet.

—Es un azafrán de primavera. Se acaba de abrir en el valle del que os hablé, al otro lado del Danubio. Aquí, bajo el sol, volverá a abrirse y mostraros sus lenguas amarillas y carmesíes. En latín se llama «pallasii».

El visir y el médico observaron al campesino parloteando latín. Mehmet clavó la mirada en la planta durante mucho rato y después en el hombre que la trajo. Se volvió, vomitó un hilillo de bilis verde y después graznó:

—Dejadnos.

—¿Quieres que lo matemos en tu presencia, amo? —El visir levantó una mano para indicar que lo hicieran.

—Él no. Todos vosotros, marchaos. Él no. ¡Todos… vosotros! —Mehmet se incorporó con los ojos brillantes de furia y después cayó hacia atrás y su enorme vientre se agitó.

—Nadie se alejará más allá de las puertas —siseó el visir. Uno por uno, los hombres salieron de la tienda. El visir lanzó una última mirada, sacudió la cabeza y desapareció.

Se quedaron a solas. Silencio en el exterior de la tienda, y también en su interior, a excepción de los ruidos de las tripas de Mehmet y de sus piernas rozando las sábanas. Ambos hombres se miraron fijamente y entonces Mehmet rompió el silencio.

—Drácula —dijo.

El príncipe se sobresaltó. No esperaba ser reconocido, porque si Mehmet había cambiado, él también. Y no disponía de ningún plan, a excepción del azafrán y el amor de Mehmet por las plantas. Lo había dejado todo en manos del kismet, del suyo y del de Mehmet, que de algún modo era el mismo.

—¿Me reconoces?

—Sé quién eras. Sé que estás muerto, así que sé que has vuelto del más allá. Con un mensaje para mí.

Drácula se inclinó hacia abajo.

—No, Mehmet Celebi —dijo, empleando el nombre antiguo—. Estoy vivo. No te traigo ningún mensaje de los miles que has matado.

—¿Y qué de los que mataste tú, Drácula? Mataste tantos como yo, ¿verdad?, a tu manera y en tu pequeño país. He visto tu hilera de estacas. —Un espasmo volvió a sacudirlo, y se inclinó para vomitar.

—Me encontraré con ellos bastante pronto, Mehmet, pero tú te encontrarás con tus víctimas antes que yo con las mías.

Mehmet soltó algo parecido a una carcajada, que se convirtió en un ataque de tos. Pero se recuperó y alzó la vista.

—¿Acaso crees que será otra cosa que la bendición de Alá cuando llegue mi muerte? —dijo, clavándole la vista—. Así que estás vivo, ¿eh? No tengo tiempo para asombrarme, sólo para preguntarte por qué estás aquí, Empalador.

Drácula sonrió.

—He venido a por el halcón que me debes… Conquistador.

—¿El… halcón?

—Lo que apostamos durante nuestra partida de jerid. Mi prepucio contra tu pájaro, Sayehsade. Yo gané. Me debes un pájaro.

¿Sayehsade? Hija de las sombras. Mi preciosa. —Mehmet puso los ojos en blanco y su voz era un graznido. Después gritó—: Hace veinte años que Sayehsade ha muerto.

—Entonces tomaré otro.

Ambos se miraron. Después Mehmet gesticuló hacia un lado.

—Bajo el diván. Un cajón. Ábrelo. —Drácula lo abrió—. Allí hay un objeto negro, de ónice, con mi tugra grabada.

—Sí.

—Sólo yo y mi jefe de halconeros podemos usarlo; se lo damos a alguien que nos sirve para que nos traiga un halcón, un halcón que nosotros le decimos que elija. Tómalo, puedes elegir el que quieras. Pero te diría que pidas a Hama.

—«¿El ave que trae alegría?» —Drácula asintió, recogiendo el objeto—. ¿Y me la traerá?

—Es joven y feroz y sólo está entrenada a medias, pero creo que si logras someterla a tu voluntad, matará para ti como ninguna otra… desde mi Sayehsade. Pero tendrás que esforzarte. ¿Dispones del talento necesario?

—Puede ser. Ojalá pachá Hamza regresara de ultratumba para ayudarme a entrenarla. Era el mejor halconero que jamás he conocido.

—¡Hamza! —El nombre brotó junto a otro espasmo. Mehmet se oprimió el vientre, sus entrañas se agitaban bajo sus dedos—. Tú lo mataste.

—Sí. Lo amaba y lo maté. Tú amabas a mi hermano Radu y lo mataste.

—¡No! No lo… —De repente Mehmet se encogió aullando de dolor. Después recuperó el control y aferró la mano de Drácula, la de los tres dedos que sostenía el objeto negro, y lo atrajo hacia sí hasta que sus caras casi se tocaron. El príncipe percibía el pestazo de las tripas del sultán y el tormento asomado a sus ojos.

»El ave tiene un precio, hijo del Dragón. Aunque no lo creas, porque has esperado toda tu vida para pagarlo. Mátame —siseó—, mátame.

Drácula clavó la mirada en la del otro. A lo largo de los años, había clavado la mirada en muchas otras de los que estaban a punto de morir. En una estaca. Por la espada. Solía saber cuánto le quedaba de vida a un hombre y vio que a Mehmet aún… le quedaba un poco.

—Es la otra cosa que vine a hacer, Mehmet. Quitarte la vida, si podía. Morir feliz en el mismo momento. Y tienes razón, he soñado con ello casi desde el primer día que nos vimos. Casi te la quito antes, el día que perdí esto —dijo, se desprendió de la mano del sultán y elevó la suya, mutilada—. Y sin embargo, al volver a verte… creo que sólo tomaré lo que me debes —dijo, sonriendo.

Resultaba difícil comprender lo que Mehmet gritaba cuando sus médicos, sirvientes y oficiales entraron corriendo. Era confuso: el nombre de un viejo enemigo muerto gritado una y otra vez. Hakim Yakub se lo adjudicó al opio, pero le administró un poco más aunque comprobó que el efecto era cada vez menor. Si duplicaba la dosis, Mehmet podía morir. Sería misericordioso. Pero uno no mata a un sultán, no si quiere seguir con vida.

Pasó un momento antes de que el visir recordara al campesino, pero no estaba oculto en el pabellón y no había pasado junto a los guardias. Un registro más minucioso reveló un pequeño corte en la lona cerca del suelo, del lado occidental de la tienda. El visir se disponía a mandar que registraran el campamento, pero después recordó que nadie debía abandonar el pabellón del sultán; nadie sabía que Mehmet agonizaba. Tendrían que esperar hasta que muriera.

En cuanto al corte, alguien lo cosería. Había muchos hombres que practicaban el oficio de la costura.

Esperando a Drácula.

A Ion le pareció que se había pasado la vida esperándolo. Nunca esperaba volverlo a ver y se sorprendía al verlo.

Ahora no suponía que lo vería. El príncipe no le había pedido que lo acompañara en esta última incursión contra el Turco. Ion había insistido. Debido a su vista afectada por la prisión y sus piernas aún débiles no resultaba el mejor de los guardaespaldas, pero podía ser un testigo.

Desde la roca bajo la cual se cobijaba, veía que las sombras cubrían una zona cada vez más grande del valle. Dijo que regresaría con la caída del sol.

—Si no he llegado para entonces, todo está decidido. Mehmet sigue vivo, tal vez ambos estemos muertos. Yo lo estaré, con toda seguridad —había dicho—. Dile a Ilona… —después sonrió—, que morí como un león, no como un asno.

Ion escudriñó el valle, pero no veía mucho. Veía mejor de cerca. La ciudad de Gebze era una sombra a la izquierda, el campamento turco formaba una mucho mayor a la derecha. Se restregó los ojos…

Y uno de los caballos soltó un relincho de advertencia. Ion agarró el arco. Cualquier explorador akinci que lo descubriera sería una imagen borrosa, pero no lo sabría.

—¿Quién va? —exclamó.

—Soy yo —dijo Drácula, acercándose a la roca.

—Has regresado —dijo Ion, bajando el arco. No se le ocurrieron otras palabras.

—Sí —dijo Drácula, poniéndose en cuclillas.

—¿Y Mehmet?

—Mehmet está vivo.

—Ah. —Siempre había sido un sueño delirante. Nadie lograba acercarse a un sultán a menos que así lo ordenara, para ser castigado, por placer, para obedecer. Escudriñó el rostro del príncipe, a esta distancia lograba verlo. Los ojos verdes-rojos eran inexpresivos. Ion supuso que durante la larga caminata de regreso había enterrado su desilusión.

Entonces vio la sombra posada en el brazo de Drácula.

—¿Qué es eso? —exclamó, aunque lo veía.

—Ésta —contestó— es Hama.

—¿El halcón de Mehmet?

—No. El mío.

Ion se acercó y vio un lomo marrón oscuro, un pecho blanco con manchas pardas. El ave tenía la cabeza cubierta pero lo percibió y extendió las alas, agitó la cabeza y soltó un chillido áspero.

—Es una belleza —murmuró Ion.

—Sí. Fuerte. Feroz. Pero obstinada, me dicen. —Drácula acercó un dedo a la capucha y el ave le pegó un picotazo—. Empecé a entrenarla al regresar. Le puse la capucha y se la quité, varias veces. La hice girar en todas direcciones; Le di un poco de carne.

—Bueno, veo que es joven. —Ion se puso de pie soltando un gemido—. Bien. Has conseguido lo que Mehmet apostó en la partida de jerid. ¿Lo robaste?

—No, me lo dio.

—Oh. —Esto suponía una lección, pero Ion no veía por qué no podía aprenderla sentado ante el hogar de una posada para caravanas. El sol se había puesto y el frío le hacía doler los huesos.

»¿Vamos? —dijo, dando un paso hacia los caballos.

Drácula no lo siguió.

—¿No te gustaría verla volar primero? —dijo y le quitó la capucha al halcón. El ave giró la cabeza y lo observó todo: los hombres, los caballos, el valle cada vez más oscuro.

Drácula salió de debajo de la saliente rocosa y desató los lazos que sujetaban el ave a los tres dedos de su mano.

Ion lo siguió.

—Puede que no regrese, Vlad —dijo en tono suave.

—Es verdad —contestó Drácula—, puede que no.

Y entonces extendió el brazo.