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De entre los muertos

Por fin Ion veía con claridad, pero no podía creer lo que veía. Sólo había conocido a un hombre capaz de matar como había visto matar a esos cuatro hombres. Ese hombre estaba muerto. Ion había visto su cabeza clavada en una estaca.

Entonces comprendió. Quienquiera que depositaba la espada encima de los apoyabrazos y se acercaba hacia él era el varcolaci: el que no había muerto, levantado de su tumba para devorar la carne humana.

Pero la mano que se apoyó en su hombro parecía real, al igual que sus tres dedos, el pulgar y el muñón. La apretó con la suya y murmuró:

—Vlad.

—Sí —contestó Drácula, alzando al débil prisionero, medio llevándolo hasta el confesionario y depositándolo allí.

—¡No! —Ilona lloraba al aproximarse—. ¡No! ¡Es imposible! ¡Madre de Dios, protégenos, pues tú estás muerto! ¡Muerto! Yo te enterré. —Soltó un último grito, corrió hacia él y retiró la capucha… y se quedó boquiabierta. Porque no era un cadáver viviente arrancado de la mortaja que ella cosió quien la miraba.

El rostro no estaba podrido, ni comido por los gusanos. Era más viejo, más arrugado y todo lo que ella había conocido como negro era blanco: el pelo, las cejas, la barba, pero era su rostro, no cabía duda. Y de pronto Ilona supo que aquél no era ningún monstruo nocturno sino un hombre de carne y hueso, el que ella siempre había amado.

—Te enterré —volvió a sollozar.

Drácula bajó la mirada.

—Enterraste a mi hijo. Fue su cabeza la que se pudrió en la estaca, en las murallas de Constantinopla.

—¡No! —dijo Ion—. Vi como te derribaban…

—Viste a un enorme turco cercenar una cabeza. Pero no viste al que estaba debajo del casco del turco: al Negro Ilie, a quien la noche anterior le pedí que se vistiera de turco, que me hiciera ese último favor.

Ilona se tambaleó hacia delante hasta dejarse caer en el asiento del confesionario.

—¿Mataste a tu propio hijo?

Drácula se encogió de hombros.

—No. Murió como quiso, en la batalla. Por una causa, la causa de su padre.

—Pero ¿por qué? —preguntó Ion—. ¿Por qué?

—Porque decidí vivir… decidí comprobar cómo sería una vida que yo podía controlar. Mi reino, una cueva. Mi único criado, un halcón. Y fue bueno. Durante un tiempo.

—¿Durante un tiempo?

—Sí. Después… después fui a vender un pichón en la Feria de Otoño de Curtea de Arges, como siempre. Un borracho empezó a leer un panfleto en una taberna, más mentiras basadas en algunas verdades de mi vida. Otros lo hicieron callar, porque ésta es mi parte del país y sus gentes siempre han amado a los Draculesti. Pero pensé en los demás, en los lugares en los que jamás habían oído hablar de Valaquia, riendo en sus palacios, sus tabernas, sus casas. Y comprendí que esas… historias no sólo estaban condenando mi nombre, condenaban la Orden a la que pertenezco, despuntando lo que había sido la punta de lanza de la cristiandad. En vez de un cruzado, me había convertido en un monstruo, en algo peor que cualquier traidor.

Ion se estremeció. Pero Drácula miró más allá, al charco de sangre cada vez más amplio con el húngaro muerto en el centro.

—Quería lo mismo que Horvathy, un Dragón resurgido. Quería que mis hijos, cuando se hicieran mayores de edad, cabalgaran con orgullo bajo su estandarte y el nombre de su padre. Pero no sabía si lo que yo quería era posible. Estaba… confundido por las mentiras dichas, ya no sabía quién era, qué había sido. Así que les pedí a quienes mejor me conocían que confesaran. Y a quienes sacarían el mayor provecho, que me juzgaran.

—¿Confesar? —dijo Ion—. Jamás hubo un confesor, ¿verdad?

—Sólo una vez, en Targoviste, esa noche cuando… —Drácula miró a Ilona—. ¿De qué hubiera servido? Ningún hombre podía juzgar mis actos y mis motivos. Sólo Dios.

—Así que todo esto… —Ion se aferró al confesionario, ¿lo dispusiste tú?

—Conservé el sello del voivoda de Valaquia, así que podía confeccionar cualquier documento. Conocía los sistemas secretos de los Dragones deshonrados y tenía el oro suficiente… porque hace cinco años que entreno y vendo azores. Es bastante fácil disponer estas cosas… cuando conoces tanto el hambre como el terror de los hombres.

Fuera, aún se oían los ruidos de la preparación de la partida.

Drácula escuchó un momento.

—No sé si será suficiente. El cardenal llevará el testimonio a Roma, junto con sus opiniones. A lo mejor el Papa considerará que resulta práctico redimir a este pecador, que su nombre y su Orden vuelvan a surgir. Quizá no. No es algo que pueda controlar. He hecho todo lo que he podido.

—Pero ¿cómo explicarán esto, príncipe? —dijo Ilona, indicando los cuerpos.

—¿Una pelea por el botín? —dijo Drácula esbozando una sonrisa—. ¿Por una espada, tal vez? —Señaló la Garra del Dragón apoyada en la silla—. ¿Húngaro versus valaco, romano versus ortodoxo, como siempre, mientras el Turco se regocija? —Drácula asintió—. Pero nosotros nos habremos ido y creerán que estamos muertos, como los escribas. Porque este castillo y esta habitación disponen de otras salidas, y sólo yo las conozco.

Se dirigió a la puerta, pasando junto al cadáver del conde y del charco de sangre, y descorrió el cerrojo corrido por Petru.

—Pronto vendrán —dijo—. Y querrán… ¡esto! —Se agachó y recogió uno de los pergaminos—. «La última confesión de Drácula». ¿Creéis que resultaría un buen panfleto? ¿Que la gente asustará a sus hijos para que se duerman, contándoles mi verdadera historia? Quizá no es lo bastante sangrienta, ¿eh? —dijo, sonriendo.

Se oyó el grito de un ave cazadora. Drácula dejó el pergamino en una silla, introdujo la mano debajo del jubón, extrajo un guante y se lo calzó en la mano izquierda mutilada. Después se acercó a la aspillera, se asomó y soltó un grito sonoro:

¡Cri-ak! ¡Cri-ak! —Y metió la mano en la aspillera.

Todos oyeron lo que podía ser un eco pero era una respuesta. Drácula se inclinó y después se deslizó hacia atrás. En su puño estaba posado un azor.

El ave parpadeó al ver a los demás y estiró el cuello para devorar el trozo de carne que Drácula sacó de un bolso colgado de su cintura.

—Preciosa mía —susurró, y después alzó la vista porque Ilona se ponía de pie.

—Antaño me llamaste así. Ahora ya no podrías.

Él miró cómo se acercaba cojeando.

—Para mí siempre serás hermosa, Ilona.

Ion también se puso de pie y se arrastró hacia delante.

—¿Y yo, príncipe? ¿Aún soy tu siervo? ¿O acaso sólo seré tu traidor, ahora y siempre?

—No, Ion. Como espero que me perdonen, he de perdonar. Hiciste lo que tenías que hacer. —Echó un vistazo a Ilona—. Por amor y por odio. Pero siempre fuiste y eres mi único amigo.

Ion se apoyó en la mesa y logró erguirse a medias. Ahora se dio cuenta de que realmente veía mejor porque distinguía rostros como si los viera a través de la bruma e incluso distinguía el color de sus ojos. Los de Ilona, que lo habían hechizado durante tanto tiempo, aún de color castaño. Los del azor, rojos. ¿Y los de Drácula? Se sorprendió al ver que ya no eran verdes sino rojos como los del azor.

—¿Y ahora, qué? —dijo.

Drácula alzó la otra mano.

—Escuchad —dijo—. ¿Los oís?

Inclinaron las cabezas y oyeron gritos y un relincho.

—¿Oír qué, príncipe?

—Las campanillas del estandarte de Mehmet. Ha izado su tug de pelo de caballo ante los muros de Constantinopla. Marcha a la guerra —dijo, volviéndose hacia Ion—. ¿Recuerdas nuestra partida de jerid, Ion? ¿Lo que apostamos el Turco y yo?

Ion se restregó los ojos.

—No… Espera, ¡sí! Apostaste tu prepucio contra… un ave, ¿verdad?

—Un halcón. Y Mehmet nunca respetó una apuesta, así que ha llegado la hora de obligarlo a respetarla —dijo, se inclinó hacia delante y sus ojos rojos brillaron—. Mehmet me debe un halcón.