Castillo Poenari, 1481
Lo último había sido contado, al menos para ella. Acabó cuando el cuerpo quedó cubierto de tierra. Nunca se colocó una lápida. Ella siempre sabía exactamente dónde yacía, porque de una de las bellotas creció un roble. Ahora medía cinco veces más que el largo del antebrazo de un hombre, uno por cada año. Sabía que pronto el árbol más joven competiría con el mayor del cual había brotado: así eran, tanto los árboles como los hombres. No dudaba de que, alimentado por la sangre de su príncipe, el árbol joven prosperaría.
Ilona pensaba todo esto, pero no lo decía a medida que las plumas trazaban sus últimas palabras y la última caída de Drácula con tinta en el pergamino. Después el silencio reinó en la sala, aunque más allá se oían los ruidos cotidianos. La tormenta que trajo consigo la última gran nevada había pasado. El sol había regresado a la tierra, lo bastante cálido para iniciar el deshielo. Todos permanecieron en silencio unos momentos, escuchando el goteo, y entonces oyeron la caída de un gran carámbano desde la torre hasta las rocas por debajo del castillo.
Quien rompió el silencio fue el conde. Se volvió hacia el cardenal, buscando una reacción, una esperanza, pero el rostro mofletudo del italiano seguía tan impasible como siempre. Horvathy tragó saliva y, antes de hablar, comprobó que su voz era llana.
—¿Hay algo más que necesitéis saber, Ilustrísima?
—Drácula está muerto —contestó el cardenal—. Pero resultó interesante saber lo que ocurrió con su cuerpo. Tal vez puedo proporcionar el último detalle, para que conste en acta. —Sonrió—. Su cabeza cortada, como todos saben, fue enviada a Mehmet. Me contaron que fue la única vez que el Gran Turco estuvo encantado de recibir algo que no fuera una planta exótica para sus jardines. Tanto que la conservó a su lado durante una semana antes de permitir que la clavaran en una estaca y la colocaran en las murallas de Constantinopla —dijo. Se puso de pie y se estiró—. Así que ahora su última confesión ha acabado. Aunque he de decir que siento cierta curiosidad, y no es necesario que los escribas tomen nota de ella, acerca de cómo sobrevivieron nuestros tres testigos, y cuál ha sido su vida estos últimos cinco años.
Más silencio, hasta que Petru se inclinó hacia delante y gritó:
—¡Contesta!
Ilona volvió a hablar.
—Lo sabes, porque fueron tus hombres quienes me trajeron aquí. Donde era una hermana, ahora soy abadesa de Clejani.
—Y cuántos secretos ocultan nuestros hábitos, ¿verdad, Reverenda Madre? Aunque puede que vuestras cicatrices sean más interesantes que las mías. —El cardenal se enfrentó al confesionario de la izquierda—. ¿Y el amigo de Drácula? Según vuestra historia hubiéramos supuesto que estabas muerto. Pero evidentemente no es así. ¿Qué se hizo del noble traidor?
La mente de Ion, que había flotado como una hoja desde que habló de la última estaca, regresó al oír la palabra.
—¡Ojalá hubiera muerto! Pero ése no era mi destino. El mío era convertirme en el prisionero de Basarab Laiota, enterrado al mismo tiempo que Drácula… pero enterrado vivo, como su hermano. Mas a diferencia de Mircea, con aire para respirar y así sobrevivir apenas. Olvidado en mi tumba viviente hasta hoy. Y ojalá aún siguiera olvidado. —Su voz se quebró e Ion sollozó—. ¡Y si sentís alguna misericordia, volveréis a dejarme allí ahora y dejaréis de atormentarme con estos recuerdos!
Impaciente, el conde Horvathy dirigió la mirada al último confesionario.
—¿Y tú, confesor? Poco dijiste durante esta última hora. ¿Puedes satisfacer la curiosidad de Su Ilustrísima y dejar que abandonemos este lugar?
—¿Qué queríais que contara? Me dejaron en Pest y Drácula se marchó a la guerra sin pedir la absolución, así que ignoro sus últimos pensamientos.
—Pero después de su muerte viajaste hasta aquí, ¿verdad?, a la cueva de esta montaña.
No recibió respuesta.
—¡Habla con rapidez! —ladró Petru. Le quedaba una última tarea y tras permanecer sentado toda la noche, estaba ansioso por realizarla.
—Vine aquí.
El cardenal volvió su cuello grueso y bajó la vista.
—Una curiosidad especial entre las muchas. ¿Por qué harías eso?
—Porque consideré que tal vez aquí, en este lugar que él amaba, quizá pudiera oír sus últimos pensamientos. —Soltó una carcajada, la primera, un sonido extraño—. ¿Y acaso no tenía razón?
—Basta —dijo el conde en tono seco y se puso de pie. Se volvió hacia el hombre a su lado. Horvathy estaba más exhausto que nunca, pero sabía que sólo lograría dormir sin fantasmas gracias al regalo del hombre a su lado—. Vuelvo a preguntaros, Ilustrísima: ¿hay algo más allá de la satisfacción de vuestra curiosidad, algo más que queréis oír?
El cardenal miró directamente al ojo, único y lleno de esperanza, del conde.
—No —contestó.
Horvathy titubeó y contempló el semblante inescrutable del hombre más bajo y más rechoncho.
—¿Y podríais decirnos cuál sería vuestra conclusión? —dijo, frotándose la cuenca de su único ojo—. Sé que esta noche hemos oído una historia aterradora, pero también hemos oído hablar de un príncipe cruzado, un Guerrero de Cristo, matando a sus enemigos bajo el estandarte del Dragón. Muriendo por fin bajo el mismo estandarte y aun matando infieles. Con la exoneración del Papa y nuestro oro para contrarrestar las mentiras contadas, y mitigar los peores aspectos de la verdad, el hijo del Dragón podría volver a surgir. Y entonces también el Dragón y toda su cría. —Hizo una pausa y examinó los ojos del otro, buscando una señal—. Bien, Grimani. Mi orden, ¿se eleva o cae?
El cardenal dirigió la mirada al conde y después al hombre más joven cuyo rostro brillaba con la misma esperanza y por fin a los tres confesionarios.
—Ni lo uno ni lo otro —dijo, y pasó por encima del grito ahogado que siguió a sus palabras, diciendo—: por ahora.
Bajó del estrado y se acercó a la puerta, pero se detuvo y se dio la vuelta.
—De verdad, conde Horvathy, no puedes esperar que tome una decisión inmediata basada en semejantes relatos y después de una noche tan larga. Y sabes que en última instancia, no se trata de mi decisión. Represento a la autoridad, pero no soy su voz más augusta. Volveré a leer todo lo narrado aquí esta noche y después hablaré con el Papa. A partir de esa conversación —dijo, volvió a mirar los confesionarios e hizo la señal de la cruz— ha de venir una absolución. O no. Sólo el Santo Padre puede perdonar a un pecador como Drácula de semejantes… pecados espectaculares.
Horvathy se aproximó.
—¿Puedo albergar una esperanza? ¿Para mí? ¿Para la sagrada Orden del Dragón?
—Bien —dijo Grimani—, hay precedentes. Así que prepara el oro para tu orden. Y la esperanza para ti.
Horvathy asintió. Había hecho todo lo posible.
—Reuniremos las confesiones y marcaremos las tres con nuestros tres sellos. Entonces podréis llevaros una. Yo llevaré una a Buda para que sea impresa en secreto y dejaremos una aquí, donde la historia fue narrada.
—Bien —dijo Grimani volviendo a mirar los tres confesionarios—. ¿Y, esto… aquel otro asunto?
—Nos encargaremos de ello aquí, Ilustrísima —dijo Horvathy, mirando a Petru.
Durante unos segundos, el cardenal los miró fijamente.
—Por supuesto —dijo en voz baja—, cada uno se encarga de lo que sabe hacer, ¿verdad? —Alzó dos dedos unidos y dijo—: Dominus vobiscum. —E hizo la señal de la cruz.
—Et cum spiritu tuo —dijo Horvathy, haciendo una reverencia.
Con una leve inclinación de la cabeza, el cardenal Grimani abandonó la sala.
La figura musculosa de Bogdan, el subalterno de Petru, lo reemplazó en el umbral. Alzó las cejas y Petru asintió. Bogdan le indicó a dos soldados que se acercaran: uno era joven y dispuesto, el otro, mayor y nervioso.
Detrás de los guardias había otro hombre. Llevaba ropa muy diferente: un delantal de cuero lo cubría desde la nuca al tobillo. Tenía la cara tiznada y sostenía una espada. La empuñadura del arma estaba a la misma altura que su mentón, la punta estaba apoyada en el suelo.
Horvathy sonrió.
—La Garra del Dragón —dijo—, había olvidado que volvía a ser forjada.
Le indicó al herrero que se acercara, cogió la espada con ambas manos y la alzó.
—¡Qué arma! —se maravilló, haciendo girar la hoja para atrapar un rayo de sol que penetraba a través de la aspillera. Al tocar la empuñadura los Dragones a ambos lados parecieron levantar vuelo—. Sabes, Petru, quienes nunca han sostenido una espada bastarda creen que será pesada porque la blandes con ambas manos. Pero está tan exquisitamente forjada que resulta ligera y puedes volver a alzarla una y otra vez. Puede matar una y otra vez.
La lanzó al aire, la recogió y suspiró.
—Con esto solo siento que puedo tomar Constantinopla.
—¿Señoría?
Horvathy miró a Petru. El hombre más joven estiró las manos. Cuando el húngaro no bajó la espada, Petru dijo:
—Es la espada de Valaquia, señoría, y pertenece a mi príncipe.
El conde entrecerró el ojo. Después se encogió de hombros, bajó el arma y se la tendió a Petru. Éste la sostuvo unos segundos antes de depositarla encima de la silla central. Después le indicó al herrero que se marchara y cerró la puerta.
El conde inspiró profundamente antes de bajar del estrado.
—El testamento —dijo, y de inmediato, la cortina que ocultaba al sacerdote dentro del primer confesionario fue retirada.
La luz más intensa de la sala hizo parpadear al monje, que ya había enrollado los pergaminos y los había sujetado con una cinta. Horvathy los cogió.
»Gracias por tu trabajo. Serás recompensado. Te ruego que salgas y aguardes allí.
El monje se puso de pie y se colocó ante Petru y sus hombres. El conde se aproximó al segundo y al tercer confesionario, donde repitió los mismos actos y las mismas palabras. Durante todo el proceso, los tres monjes, al igual que los prisioneros, sólo habían recibido permiso para salir en dos ocasiones, y parecían cansados y hambrientos. Petru indicó la mesa más pequeña en el otro extremo de la sala.
—Allí hay comida y vino. Servíos. —Los monjes, vigilados por los soldados, se acercaron a la mesa.
Horvathy aferraba los tres rollos contra su pecho con una mano. Con la otra retiró la primera cortina que quedaba. Ion parpadeó y alzó una mano para protegerse los ojos de la luz. En el breve tiempo transcurrido fuera de la celda, había recuperado parte de la visión. Incluso distinguía los rostros de un semblante, un óvalo bordeado de luz.
Sin decir una palabra, Horvathy siguió adelante y descorrió otra cortina. Ilona no alzó la vista ni abrió los ojos. Sus labios se movieron, pero Horvathy no sabía si estaba rezando o repetía el lamento que había entonado por encima del cuerpo de Drácula.
Dentro del último confesionario, el confesor de Drácula no levantó la cabeza. Debajo de la capucha, el húngaro sólo veía que los labios y la barbilla en sombras del hombre se movían en silencio, como los de la abadesa.
Titubeó un instante y después se dio la vuelta y dejó los testamentos en su silla. Agarró a Petru del brazo y lo condujo hasta la puerta.
—Haz lo que has de hacer —susurró.
—Yo… —El hombre más joven miró por encima del hombro y se recorrió los labios con la lengua—. Sólo lo lamento… por la mujer —masculló—. Parece un pecado.
—Has oído su confesión. Sus pecados son innumerables —dijo el conde y le apretó el brazo—. Y recuerda lo siguiente: todos nuestros pecados serán perdonados durante la cruzada. Cuando el Dragón y la Cruz vuelvan a ondear juntas y barran al Infiel de los Balcanes.
Petru tragó saliva y asintió con la cabeza.
—Lo que he de hacer —repitió. Horvath cogió el pomo de la puerta… pero Petru impidió que la abriera—. ¿No te quedarás, señoría, para ser testigo?
Horvathy lo miró a los ojos y allí vio el deber, cierta aprensión pero también ansia. Petru había cumplido con los extraños deseos de su voivoda con escrupulosidad y lealtad, pero el húngaro sabía que también quería pertenecer a la Orden del Dragón, si recuperaba el permiso de resurgir. Y si resurgía, si todo lo que habían hecho allí esa noche tuviera éxito, sería una buena idea disponer de un Dragón que comandara un puesto fronterizo tan valioso como Poenari en la cruzada que le seguiría. El joven spatar había demostrado su capacidad organizativa, pero ¿era capaz de matar? Merecía la pena saberlo.
Horvathy retiró la mano del pomo.
—Me quedaré. ¡Pero date prisa! —dijo, y recogió los rollos de pergamino—. Éstos han de estar firmados y sellados antes de que Grimani lleve uno a Roma. Y el italiano está ansioso por marcharse.
Petru asintió, cerró la puerta y contempló los confesionarios y sus tres silenciosos ocupantes. Después dirigió la mirada al otro extremo de la sala, donde los monjes comían, observados por los soldados.
—Bogdan —lo llamó, y cuando el hombre lo miró, alzó la mano.
Pasó con rapidez sin mucho sufrimiento, juzgó Horvathy. Observaba los confesionarios para ver si quienes los ocupaban reaccionaban ante el ruido repentino, el grito ahogado, el curioso sonido del metal contra la garganta, el boqueo. Nadie parecía oír, se limitaban a seguir con lo que estaban haciendo: murmurando, mirando fijamente. Cuando volvió a mirar, los guardias estaban junto a dos cuerpos que aún se agitaban, mientras que Bogdan se agachaba para levantar la losa junto a la pared mediante una anilla de metal introducida en la misma. Petru y Horvathy observaron cómo se agachaba, arrastraba algo y lo empujaba. El cuerpo del primer monje desapareció con rapidez. El hombre cuya confesión habían oído esta noche había construido el desagüe por encima del precipicio, para deshacerse de la mugre. No cabía duda de que también había servido para deshacerse de otros cuerpos. Aún servía.
Cuando el último cuerpo desapareció —un brazo agitado parecía despedirse—, los soldados se acercaron a Petru.
—Venid —dijo y su voz se quebró al acercarse a los confesionarios—. Venid —repitió en tono más firme—. Los tres lo habéis hecho muy bien. La comida os espera en el otro extremo de la sala y un lugar confortable para descansar unos días. Después regresaréis a vuestras casas. Aunque tú, Ion Tremblac, dispondrás de un lugar de honor junto a un hogar en Suceava. —Las mentiras tranquilizaron a quien las pronunciaba y su voz se volvió más fuerte; incluso sonrió—. Habéis hecho la tarea de Dios esta noche y este día. Venid.
Dentro de su confesionario, Ion no pareció oírlo, parecía contemplar formas dibujadas en el interior de sus párpados. Petru asintió con la cabeza y el joven guardia lo arrastró fuera. Permaneció colgado de su brazo porque sus piernas débiles no lo sostenían, y el soldado dejó que se deslizara al suelo.
Ilona se levantó sin la ayuda de nadie, permaneció delante del confesionario y se volvió para contemplar al hombre a su lado por primera vez. Su voz, su llanto, su risa demente la habían preparado un poco, pero no para el despojo que ahora veía.
—Oh, Ion —murmuró, se arrodilló y lo abrazó. Las lágrimas escaparon de sus ojos cerrados.
—Y tú, ermitaño… Padre —se corrigió Petru. El hombre que había creído un demente solitario antaño había sido un sacerdote. Como la abadesa, era un motivo para que matarlo fuera más difícil.
El ermitaño no se movió, mantenía la cabeza gacha y lo único que dejaba ver la capucha era su mandíbula y su boca. Sonreía ligeramente, y entonces Petru recordó al demente y no al sacerdote, y dijo en tono más brusco:
—Poneos de pie. —Irritado, se volvió y le hizo señas a Bogdan, que dio un paso adelante.
Pero entonces el ermitaño se puso de pie, dio un paso detrás del confesionario y permaneció allí, tan inmóvil como cuando estaba sentado, con la cabeza gacha y las manos quietas.
«Sería mejor matarlos donde han matado a los monjes», pensó Petru. Incluso en caso de no usar el desagüe —porque no podían correr el riesgo de que estos cuerpos fueran encontrados— era mejor que las manchas de sangre permanecieran en una zona. Además, allí junto al estrado era donde cenaban y, desde su embarazo, su mujer sentía náuseas con mucha facilidad.
—Venid —dijo Petru, recuperando la calma—, acompañadme al banquete.
El hombre los siguió.
Ion había empezado a arrastrarse. Bogdan lo agarró de un brazo y el otro soldado lo agarró del otro. El tercero caminaba junto a Ilona y Petru vio que el joven y ansioso imbécil ya había desenvainado su puñal. No asustabas a los animales que llevabas al matadero, y eso era doblemente cierto en el caso de los humanos.
Entonces el ermitaño habló.
—Esperad —dijo.
Habló en voz baja, pero todos lo oyeron y se detuvieron.
Horvathy, de pie junto a la puerta, se enderezó. En medio del silencio que reinaba en la sala, el único ruido provenía del exterior, de los hombres que preparaban los caballos para la partida. Y más allá, el graznido de un único pájaro.
—Cri-ak, cri-ak.
El ermitaño se volvió hacia el graznido y después volvió a girarse cuando, tras un gesto de Petru, el guardia más viejo abandonó a Ion y se acercó. El hombre no era tan sutil como su comandante.
—Vamos, tú —ladró y estiró el brazo; después dio un paso atrás y bajó la vista—. ¿Qué…? —exclamó, desconcertado, y entonces de pronto se sentó con una mano aferrando el puñal que tenía clavado.
El ermitaño lo rodeó. Había ocurrido con tanta rapidez que ninguno de los guardias comprendía lo que habían visto. El primero en reaccionar fue Petru. Desenvainó la espada y gritó:
—¡Detente! —Y dio un paso adelante. Pero el ermitaño se agachó por debajo del acero y forcejeó con Petru: le metió la mano izquierda en la axila, le aferró la mano que sostenía la espada con la derecha y la retorció. Petru gritó de dolor y soltó la espada. El ermitaño la recogió y ahora la espada apuntaba en dirección opuesta.
Los demás entraron en movimiento. El guardia más joven derribó a Ilona, dio un brinco y cogió la ballesta cargada con una flecha, siempre dispuesta para defenderse de un ataque repentino. La agarró y Bogdan chilló:
—¡Suéltalo! —desenvainó su espada y avanzó. Pero el ermitaño clavó el hombro en el pecho de Petru y se volvió. La espada aún apuntaba en dirección opuesta, pero Bogdan no lo vio ni pudo hacer nada para evitarlo. Su jubón de cuero no logró detener el acero y soltó un alarido, se tambaleó hacia atrás, cayó aferrado al arma de la cual el ermitaño había desprendido las manos.
Petru se agitó y casi logró zafarse.
—No —aulló cuando el guardia apuntó con la ballesta y soltó el gatillo justo en el instante en que el ermitaño dio un paso atrás, abrazado a Petru.
La flecha le atravesó la garganta y acabó con su vida.
El ermitaño dejó caer al spatar moribundo, que aterrizó cerca de donde yacía Bogdan. Las manos del subalterno estaban aferradas alrededor de la empuñadura de la espada cuya hoja sobresalía el largo de un antebrazo de su espalda, como si no supiera si arrancársela o no. Entonces, antes de que pudiera elegir, cayó de lado y cerró los ojos.
El ermitaño dirigió la mirada hacia atrás. El primer guardia aún estaba sentado, pero tenía los ojos cerrados y ya no se debatía. El guardia más joven dejó caer la ballesta, dio un paso atrás, comprendió que allí no había salida e intentó avanzar. Pero el ermitaño avanzó un paso y recogió el puñal que el joven dejó caer para coger la ballesta.
—¡Ayuda! ¡Por amor de Dios, que alguien me ayude! —aulló el joven mirando a Horvathy. Pero el conde no se movió, no podía. Y los que estaban arriba seguramente esperaban semejantes gritos y hacían caso omiso. Cuando llegó hasta la pared opuesta y a medida que el ermitaño se acercaba, el guardia comprendió que sólo le quedaba un lugar y, lanzando un último grito desesperado, se arrojó al desagüe.
El grito se prolongó mientras el hombre caía montaña abajo; después de pronto se interrumpió. El ave volvió a soltar un graznido y ése también se interrumpió. Y entonces las cuatro personas que aún estaban con vida se miraron.
—¿Quién…? —susurró Ion, aunque lo sabía, no podía creer que fuera verdad.
Horvathy también lo sabía. De repente, clara e indudablemente. Y fue él quien musitó el nombre.
—Drácula.
—Sí —surgió la respuesta bajo la capucha.
—No —dijo Horvathy, dejando caer los pergaminos. Sólo llevaba un puñal en la cintura y, después de lo que acababa de ver, no parecía suficiente y corrió al estrado, a la silla central, a la espada apoyada en los brazos. La cogió, se volvió…
Y se encontró con Drácula.
—Eso es mío —dijo con suavidad.
Horvathy alzó la espada, la alzó hasta que la punta estuvo a un palmo del rostro del otro.
—No… —susurró.
—¿Que no coja lo que es mío? —dijo Drácula y se acercó.
Horvathy no pudo golpear, arremeter, cortar. Sólo pudo clavar la mirada en los ojos verdes y enrojecidos del otro, observar cómo alzó las manos y le quitó el arma al húngaro.
Drácula retrocedió, alzó la espada, y la examinó.
—El herrero de Curtea de Arges ha hecho un buen trabajo —sonrió—. Y ahora vuelvo a sentirme entero.
Echó un vistazo a Horvathy y el húngaro vio lo que esperaba ver en la fija mirada verde: la muerte. Al verla, el temor lo abandonó. Se sintió tranquilo y dijo:
—Haz lo que has de hacer, Drácula, pues me envías junto a mi mujer.
Pero Drácula negó con la cabeza.
—Me han dicho que tu mujer era una mujer piadosa, conde Horvathy. Seguro que está sentada a la derecha de Dios, mientras que tu destino es otro: el de ese círculo del infierno reservado a los traidores.
El temor regresó. Horvathy levantó la mano.
—Hermano Dragón… —dijo.
—Ya me has llamado así en otra oportunidad —dijo Drácula.
El golpe fue rápido, desde arriba. La espada le atravesó medio cuerpo antes de que el conde cayera de rodillas, sólo sostenido por el acero. Pero su único ojo permanecía abierto cuando Drácula lo miró.
—Y no soy tu hermano —masculló y arrancó la espada.
Después se volvió para mirar a las dos personas que permanecían vivas.