50
La mortaja

Estaba soñando con él. Él la tocaba suavemente, como acostumbraba hacer… y ella sintió el mismo deseo de siempre. Pero quería que fuera más rudo.

En la casa de la calle del Néctar le habían enseñado cómo habérselas con eso, un papel que interpretar, trucos para aumentar el placer de su amo, pero ella sabía que si los realizaba correctamente, también aumentaría el suyo. Ahora no deseaba su tristeza, no quería ser el refugio de nadie. Quería ser tomada con dureza, rápida y cruelmente, quería satisfacer sus ansias, su vacío. Quería que él le diera la vuelta, le abriera las piernas, le levantara la cabeza tirando de los cabellos y le mordiera el cuello mientras la penetraba. Si lograba cogerle la mano, la mano herida, y darle dolor por dolor y después decidir cuál de los mil y un trucos intentaría después.

La despertó un grito. No de placer ni de dolor. Era un gemido de terror e Ilona despertó de inmediato y creyó que tal vez había vuelto a atacar a quien compartía el lecho con ella. No ocurría a menudo pero sí con bastante frecuencia para que algunos se negaran a compartir su lecho, puesto que en invierno las monjas dormían de a dos, de lo contrario hubieran muerto de frío en sus celdas.

Ilona se dio cuenta que quien estaba a su lado era Maria —la charlatana y gordita Maria— y esperó no haberle hecho daño. Le tenía afecto. Y la sonriente campesina era la que más calor irradiaba del convento.

Maria no reía, gimoteaba. Tal vez atrapada en su propio sueño. Ilona tendió la mano para calmarla.

—¿Qué ocurre, niña? —susurró.

—¿No lo has oído, hermana Vasilica? —La joven tenía la carne de gallina y su voz temblaba.

Ilona escuchó. La tormenta había pasado, el viento ya no agitaba los árboles más allá de los muros del convento ni silbaba en las chimeneas. No oyó nada excepto el silencio apagado, sabía que en el exterior, el mundo estaba cubierto por un manto blanco. La primera gran caída de nieve había aislado el convento. Vivirían de lo poco que tenían hasta que el camino a Clejani quedara despejado tras el primer deshielo.

Y entonces también oyó lo que había oído Maria y se estremeció. Tres golpes cayeron sobre la gran puerta de roble del convento. Y cuando regresó el silencio, no era absoluto. Ambas oyeron el gruñido de un animal.

¡Varcolaci! —chilló Maria y se tapó la cabeza con la manta.

Ilona la acarició, murmurando palabras tranquilizadoras. Algunas de las otras monjas jóvenes habían susurrado historias aterradoras después de las oraciones, sobre merodeadores nocturnos: los muertos vivientes que duermen en sus tumbas con los ojos abiertos y deambulan bajo la luna llena para robar bebés de sus cunas y chuparles la sangre.

No se trataba de que Ilona no creyera en los que caminan de noche, pero el llamado rítmico hizo que pensara que quien llamaba era un ser humano vivo, no uno surgido de la tumba. El convento era remoto, incluso cuando no nevaba. Sólo los muy necesitados acudían en los días más claros. Para que alguien acuda a través de una tormenta de nieve, de noche…

La necesidad la conmovía. Siempre lo había hecho.

—Iré a ver —dijo, y salió de debajo de las gruesas mantas.

—¿Quieres que te acompañe? —dijo Maria con voz aún temblorosa.

—No, niña —dijo Ilona, sonriendo—. Mantén la cama caliente. —Apoyó los pies en el suelo de piedra y agarró su hábito.

El Viejo Kristo, el portero, y el único hombre que moraba dentro de los muros, estaba delante de las puertas de roble, los ojos legañosos y la mirada borrosa debido al licor de ciruela.

—Le dije a quienquiera que está allí fuera que vaya a las caballerizas y espere hasta el amanecer, hermana Vasilica —murmuró, la boca desdentada llena de saliva—, pero no respondió y… —gesticuló y los golpes rítmicos se repitieron.

—¿Cuántos son? —preguntó Ilona, indicando la mirilla.

—Uno, sólo he visto a uno. Pero podría haber otros, ocultos. —Se rascó el mentón hirsuto—. ¿Despierto a la abadesa?

Ilona negó con la cabeza. La madre Ignacia era vieja y difícil de despertar; además trasladaba cada vez más decisiones a la «hermana Vasilica».

—No —dijo, se acercó a la mirilla y la abrió—. Yo iré, si no queda más remedio…

El rostro detuvo sus palabras, impidió que respirara. Stoica había envejecido en los catorce años que pasaron desde que la llevó al primer convento; las cejas se habían vuelto grises, el rostro, surcado de arrugas. Pero los ojos azules y la cabeza calva eran los mismos que ella recordaba y también su gesto al asentir cuando la reconoció, a pesar de los grandes cambios sufridos por Ilona.

Cerró la mirilla, apoyó la frente contra el helado metal y el dolor ardiente en la piel. Era real, el dolor, a diferencia de todos los pensamientos que se arremolinaban en su cabeza. El convento era remoto, pero finalmente, las noticias llegaban. Se había enterado de que él se casó un año después del evento; que se había convertido en padre. Cuando invadió Valaquia a principios de año y derrotó a su rival en la batalla y volvió a sentarse en el trono de su padre, se cantaron réquiems para alabarlo, incluso en el convento de Clejani. Antes de que la nieve empezara a caer, un leñador había traído noticias junto con la leña: que el usurpador regresaba a la cabeza de un ejército turco, que el voivoda se enfrentaría a él. Entonces Ilona rezó sus propias plegarias. Por él, por ella. Porque en alguna parte de aquel remolino había una pequeña esperanza. Él no necesitaría una amante. Hacía mucho que su maravilloso cabello color caoba había sido cercenado y ahora era corto y gris, caminaba encorvada debido a las cicatrices y la carne no cortada pendía. Al mirarla, él no vería ni rastro de la joven concubina, ni siquiera de la amante que mantenía en Targoviste. Pero siempre la había llamado su refugio. Tal vez, perseguido por tantos enemigos, volvería a necesitarla como tal. ¿Y Stoica? ¿Qué significaba su presencia aquí? Sólo podía significar que su príncipe aún sabía dónde se encontraba, que le había seguido el rastro mientras ella se trasladaba de un convento a otro, hasta que todos quienes no la conocían sólo como hermana Vasilica quedaron atrás. Nadie había visto sus cicatrices, pero él las había recordado… y a ella.

Ilona tomó aire, inspiró esperanza, y le indicó a Kristo que abriera las puertas. Levantó la pesada tranca, la dejó a un lado y empezó a tirar. La puerta se abrió y la nieve penetró hasta la altura de la rodilla. Ella no necesitó la antorcha ofrecida por el anciano porque la luna llena brillaba en un cielo ahora libre de nubes. Ilona se recogió el hábito y pasó por encima de la nieve acumulada.

Stoica inclinó la cabeza y se apartó, y le indicó lo que la estaba esperando con el brazo: un burro, con la nieve que le llegaba hasta la cruz. Su corazón se aceleró al pensar que no podía marcharse ahora mismo, esta noche. Había que abastecerse para el camino, pieles con las que cubrirse por el frío. Y sin embargo, si la necesidad de él era tanta…

Entonces vio con qué cargaba el burro.

Era un cono de piel y de tela atado a la silla de montar. Ilona se detuvo.

—¿Qué…? —susurró.

Stoica quitó la lona helada y ella vio los pies desnudos y azules. Junto a la puerta había un bebedero de piedra, el agua congelada en su interior. Ella se dejó caer en el bebedero y el hielo crujió pero no se rompió.

—¿Es él? —dijo en voz baja, y después recordó que Stoica era mudo y alzó la vista.

Él asintió una vez.

—¿Te pidió que…? —Ilona tragó saliva—, ¿que yo preparara su cuerpo para ser enterrado?

Stoica volvió a asentir.

Sólo tardó un momento en comprender que su deseo se había cumplido. Su príncipe la necesitaba, una última vez.

—Entonces eso es lo que haré —dijo, se enjugó los ojos y sus articulaciones crujieron al levantarse e indicar a Stoica que pasara. Él la detuvo alzando la mano, señaló el otro flanco del animal, la condujo allí y volvió a alzar la tela rígida.

Lo primero que vio fue la mano cortada, la izquierda, la que hubiera tenido sólo tres dedos, cortados para apoderarse del anillo del Dragón. Lo segundo fue peor, porque uno de sus últimos deseos era besar sus labios, por más fríos que estuvieran. Pero la cabeza había desaparecido y sólo quedaba un agujero lleno de sangre coagulada y congelada.

—Amor mío —suspiró ella y apoyó una mano en el hombro, rozando una cicatriz que creía recordar. Entonces Stoica cogió las riendas y ambos acompañaron el cadáver de Drácula dentro del convento.

Ilona se ocupó de Drácula a solas. Stoica se marchó tan repentinamente como llegó, volviendo a introducirse en la noche con el burro. Las otras monjas, al enterarse de la presencia del cuerpo que supusieron era uno de los parientes de la hermana Vasilica, ofrecieron su ayuda. Ella les dijo que hicieran hervir agua en un gran cazo y lo llevaran a una celda vacía junto a la cocina, y les permitió cortar sábanas en cientos de trozos. Pero después les dijo a todas que se fueran. Durante mucho tiempo había soñado volver a estar a solas con él y ahora lo estaría.

Su cuerpo había cambiado ligeramente, además de estar congelado, tanto por el invierno como por la muerte. Pero habían pasado quince años desde que lo abrazara por última vez, e Ilona sabía cuánto había cambiado ella misma en ese lapso. Recordaba ciertas cicatrices, unas que antaño recorrió con el dedo y la punta de la lengua; también había otras nuevas. Una vida de lucha tallada en la carne. Ahora llegada a su fin.

Su cuerpo estaba curvado como un arco, el rigor mortis mantenía la curva que el cuerpo adoptó colgado por encima del lomo del burro, así que tuvo que dejarlo tendido de costado. Al mojar el primer paño en el agua y tocar su piel ensangrentada, Ilona empezó a cantar. En Edirne le habían enseñado mil y una canciones para agradar a un hombre, pero ésta era una canción de su infancia, de su aldea natal: una doina, nana y lamento a la vez.

No se apresuró; empezó por los pies y avanzó, lavando y cantando. Recordó cuando la lavaron a ella, el día que él vino a robarla. Darle la vuelta era difícil, pero lo logró, porque a pesar de la edad y las dolencias seguía siendo fuerte. Cuando la sangre desapareció y el agua del cazo se había vuelto de color rosa, empezó a coser las heridas que lo atravesaban. Cubrió la gran herida del cuello con un gorro de hilo y lo cosió a los hombros. Después cogió aceite perfumado con salvia y bergamota y volvió a frotar todo el cuerpo hasta que brilló bajo la luz de las lámparas. Había sido ungido como príncipe, y ahora volvía a ser ungido, para la muerte.

Cuando la pálida luz invernal lo iluminó, Ilona estaba cansada. Pero tenía que hacer una última cosa, un último esfuerzo. Cogió una sábana y después de forcejear, logró enrollarlo en ella. Después dobló los bordes y los sujetó con un grueso cordel, sellándolo dentro de su mortaja.

Se alejó de la mesa, se frotó la espalda dolorida. El murmullo ante la puerta había aumentado. Ahora aceptaría ayuda.

—Pasa —dijo.

Entonaron plegarias al transportar su cuerpo a través de las puertas, encabezadas por Ilona, seguida de seis de las monjas más jóvenes y después del resto del convento. Un poco más adelante, junto al sendero que descendía la colina, había un árbol y los hombres de los jardines y las caballerizas estaban apostados debajo del árbol sosteniendo palas. Habían quitado la nieve, encendido un fuego para calentar la tierra, aunque sólo la superficie estaba congelada debido a lo repentino del invierno. Habían excavado un agujero y ella vio que era más largo de lo necesario, porque él nunca había sido muy alto y ahora… Ilona no pudo evitar una sonrisa. Era la clase de broma que su príncipe hubiera apreciado. Casi oyó esa risa poco frecuente, doblemente maravillosa cuando acontecía.

Lo tendieron al borde del agujero; en su interior vio bellotas, porque el árbol era un roble. Sabía que a él le gustaría fundirse con la tierra de su Valaquia. De él surgirían otros árboles.

Cuando los cánticos aumentaron de volumen a su alrededor, ella se arrodilló y apoyó una mano en el pecho de Drácula.

Puede que su cabeza faltara, pero sabía que su corazón aún estaba allí.

—Descansa en paz, amor mío —susurró. Después, a solas, empujó el cuerpo amortajado de Drácula y éste cayó en su tumba.