49
La última estaca

Ion tropezó colina arriba, cegado por la nieve. La tormenta y el viento que cambiaba ora de aquí, ora de allá, lo había atontado. Su yegua se negó a avanzar; tuvo que cubrirle los ojos y conducirla, una mano aferrada a las riendas, la otra tanteando los troncos helados de las hayas cuyas ramas desnudas no proporcionaban refugio frente a la arremetida blanca. La vista resultaba inútil; hacía rato que se había envuelto la cara con la bufanda debajo del casco. Su única esperanza era que los árboles aún delinearan el sendero a lo largo del que Drácula lo había conducido en una mañana clara y soleada hacía cinco días para espiar al enemigo acampado en la colina opuesta.

Hacía una semana que el ejército de Laiota permanecía allí, obviamente aguardando la llegada de refuerzos antes de avanzar sobre Bucarest. Ion había sido enviado en un último intento de reunir refuerzos propios. Había fracasado. El único que regresó fue él mismo, helado hasta los huesos.

Y entonces el único sentido que aún funcionaba le advirtió del peligro. El crujido de una rama y el repentino relincho de la yegua hicieron que desenvainara la espada. Hacía tres días que se había marchado y el enemigo bien podía haber ocupado también esta colina. Si descubrían que estaba allí, Drácula no disponía de hombres suficientes para defenderla.

Se arrancó la bufanda y escudriñó la blancura.

—¿Amigo? —exclamó, pero el viento borró la palabra. Apoyó la espalda contra un tronco y la repitió en voz más alta.

—¿Amigo de quién? —contestó una voz profunda e Ion se preguntó qué decir. Cuando partió, el cielo estaba despejado y el aire era cálido aunque estuvieran en diciembre. No se les había ocurrido establecer una contraseña para los ciegos. Ion se puso en cuclillas y alzó la espada.

—¿Amigo del Dragón? —dijo, y se encogió esperando el golpe.

—¿Logofat? —Era una voz conocida, la de un moldavo llamado Roman, uno de los doscientos hombres que Esteban cel Mare se dignó dejar allí.

—Sí, soy yo —dijo Ion, poniéndose de pie—. ¿El voivoda aún está aquí?

—Te llevaré con él, dame la mano. Y Ion envainó la espada y estrechó la mano del otro. Arrastrando a su yegua con una mano, fue conducido entre los árboles colina arriba. Ya veía un poco más y vio que aquí, a mayor altura, había pinos entre las hayas que bloqueaban parte de la nieve. De repente pisó una zona llana, tropezó cayendo de rodillas y se desprendió de la mano que lo guiaba. Al alzar la vista vio las llamas de una hoguera.

—Ven, logofat —dijo la voz—, Drácula está allí dentro.

Era una cueva grande puesto que al menos media docena de hogueras ardían más allá y sus llamas se reflejaban contra las paredes de la cueva separadas por veinte pasos como mínimo. No veía el techo, sólo columnas de humo ascendiendo en espiral hacia grietas o agujeros naturales. En cuanto penetró doce pasos, su cara se entibió y la nieve que le cubría las cejas se derritió. Al seguir a Roman hasta las profundidades de la cueva comprendió que el calor no sólo estaba generado por las hogueras. Tuvo que pisar con cuidado, porque había muchos hombres tendidos uno junto al otro. Sabía que el ejército valaco sólo consistía en quinientos hombres y la mayoría ocupaba esta cueva. Y allí, encima de un saliente, como un estrado por encima del suelo de la caverna y ante su propia hoguera, estaba agazapado Drácula.

—Bienvenido —dijo incorporándose y después alzó la mano cuando Ion se dispuso a hablar—. Todavía no. Siéntate, come, bebe y entra en calor.

Agradecido, Ion se sentó en el suelo. Stoica acudió con dos cuencos, sumergió uno en cada una de las pequeñas ollas que colgaban de un enrejado metálico, le tendió el primero e Ion tragó vino caliente, se atragantó y bebió un poco más. El segundo cuenco contenía una especie de guiso de carne de caza e Ion se lo tragó, suspirando.

—Príncipe —empezó a decir, pero Drácula volvió a detenerlo con la mano.

—Come. Bebe. Entra en calor —repitió.

Poco a poco, se desentumeció y pudo volver a usar los dedos para desprender el manto, quitarse el casco y depositar ambos en el suelo. Cuando los cuencos se vaciaron, Drácula le indicó que se callara y que lo siguiera. Se retiraron más allá de la luz de las llamas y se acurrucaron bajo las paredes inclinadas del fondo de la cueva. Una corriente de aire penetraba a través de una de las grietas ocultas e Ion volvió a tiritar.

Le contó las noticias con rapidez y sencillez. Drácula asintió con la cabeza.

—Así que no vendrá ni uno de mis boyardos. —No era una pregunta.

—Envían mensajes diciendo que sí, príncipe, incluso dicen que simulan reunirse, pero cuando abandone Bucarest ninguno había cabalgado fuera de sus castillos. —Ion lanzó un suspiro—. Y debido a esta horrorosa tormenta, puede que nuestros mensajeros ni siquiera hayan alcanzado a los húngaros ni llegado a la corte de Suceava.

—La noche se llevará la tormenta —dijo Drácula—. ¿No lo hueles? —añadió, olisqueando—. Y estamos solos, como siempre.

Recorrió la cueva con la mirada y dijo:

—Bien.

—¿No piensas luchar? —preguntó Ion.

—Nunca pienso en otra cosa —dijo Vlad, riendo en voz baja.

—Pero si ellos reciben refuerzos…

—Ya los han recibido. Hace dos días dos mil turcos más atravesaron el Danubio. Agarramos a unos pocos, matamos a unos pocos; La mayoría logró llegar hasta aquí, al punto de reunión. Hoy partirán hacia Bucarest.

—¿Y nosotros? —dijo Ion, pero ya sabía la respuesta.

—Los detendremos.

A lo mejor era inútil pero tenía que intentarlo.

—Ellos tienen cinco mil hombres, príncipe. Nosotros, quinientos…

—Cuatrocientos noventa y nueve.

—¿Qué quieres decir?

El Negro Ilie ya no está.

—¿Ha muerto?

—Ha desertado.

—¿Ilie? —Ion se detuvo. El gigante transilvano era el primero de los vitesjis, él y Stoica. Y el último. Era el portaestandarte, había permanecido durante todo lo ocurrido, durante lo peor. Ion miró a Drácula.

—¿Qué le hiciste?

—Le ofrecí una opción. Quedarse y morir. Regresar junto a su mujer en Pest y vivir. Eligió la vida.

Ion dirigió la mirada a la hoguera, al hombre pequeño y silencioso.

—¿Y Stoica?

—Stoica no tiene a nadie. Pero tú, sí. Debieras hacer lo mismo.

Antes de que Ion pudiera responder, Drácula se puso de pie.

—Ve a ver quién viene.

Era el Drácula más joven que corría hacia ellos, su capa y su casco estaban cubiertos de nieve.

—Me pediste que te informara.

—¿Sí?

—El enemigo empezó a levantar el campamento. Y la tormenta está amainando —dijo, quitándose la nieve derretida de la frente—. ¿Atacamos, padre?

—Iremos a echarles un vistazo. Diles a mis capitanes que despierten a los hombres.

Saludó y se alejó, gritando excitado.

—Está loco —dijo Ion.

—Por supuesto —dijo Drácula—. Lo lleva en la sangre.

Se encontraban justo en el linde del bosque, sombras entre sombras. El gris cielo del amanecer amenazaba más nieve, la nieve que ya cubría todos los arbustos y tocones de la ladera hasta el lecho del valle. Allí el enemigo se disponía a marchar: los akincis, devastadores tártaros envueltos en piel de camello con sus cabezas que parecían grandes bolas de lana; los sipahis, cuyas armaduras estaban recubiertas de gruesos abrigos de lana. Pero la mayoría de los hombres reunidos en el camino a Bucarest oculto por la nieve no eran turcos. Búlgaros, serbios, montenegrinos, croatas… y valacos, vestidos como los valacos que los observaban, con lana, cuero y paño introducido en cualquier hueco que pudiera dejar paso al viento que soplaba del remoto y congelado Danubio.

Ion miró a sus propios hombres y de pronto recordó otra línea de árboles, en otro tiempo, hombres que hubieran cabalgado desnudos para escapar del horroroso calor si no fuera por los aceros a los que se enfrentaban. Pero aquel día en el bosque de Vlasia, justo antes de atacar el campamento de Mehmet, no pudo ver el final de las filas de los cruzados, sólo sabía que cuatro mil hombres esperaban la señal para atacar; sin embargo aquí veía el extremo de una única fila con toda claridad, a pesar de la escasa luz del amanecer. Allí aguardaban sólo quinientos. Menos de quinientos, como le habían dicho, y aún menos ahora al ver que algunos situados en los extremos retrocedían, y oyó el crujido apagado de las ramas bajo la nieve cuando éstos huyeron entre los árboles.

Volvió a lanzar una mirada impaciente a los dos hombres a su lado, los Draculesti, padre e hijo, en sus armaduras negras iguales. Pero mientras que el más joven tiritaba y mascullaba maldiciones, el mayor permanecía inmóvil y en silencio. Un carámbano había empezado a formarse en la punta de su nariz alargada.

«Ha llegado la hora —pensó Ion—, la hora de seguir el ejemplo de los más sabios y más alejados del centro, de retroceder silenciosamente a través del bosque».

—¿Príncipe?

Drácula se removió y su mirada se centró. Levantó la mano para quitarse el carámbano.

—¿Es la hora? —murmuró, sin alzar la vista.

—Sí. Si trazamos un círculo por delante de ellos, alcanzaremos el camino a la ciudad antes que ellos, reuniremos la guarnición, y avanzaremos hacia…

Se detuvo. Había algo en ese rostro pálido, en esos ojos verdes, que lo detuvo. Entonces Drácula dijo:

—No es la hora de retroceder, Ion, es la de atacar.

—No, príncipe —dijo, señalando la colina opuesta—. Son demasiados.

—Allí arriba sí, pero allí abajo… —Se inclinó ligeramente hacia delante—. Infieles a quienes matar —dijo, volviéndose hacia su hijo—. Susurra la orden: primero las flechas, desde aquí. Después las espadas.

—¡Espera! —Ion aferró el brazo del hombre más joven y miró al más viejo—. No lo hagas. Unos cuantos muertos más no supondrán una diferencia.

La mirada del otro no cambió.

—Piensa en tu país, príncipe, una vez más sometido al usurpador. Piensa en tu familia…

—Lo hago. —La voz de Drácula era helada—. Pienso en mi padre, decapitado por unos traidores. Pienso en uno de mis hermanos, con los ojos arrancados y enterrado vivo. Pienso en otro hermano, con el rostro devorado por una enfermedad que le contagió un sultán. —Señaló hacia abajo—. Allí abajo podré vengar todo eso una y otra vez. Allí abajo morirán turcos y traidores.

Desprendió la mano de Ion del brazo de su hijo y repitió:

—Da la orden. Flechas, luego espadas.

El Drácula más joven se alejó, susurrando. El primer hombre asintió con la cabeza, cabalgó en dirección opuesta e hizo lo mismo. Los hombres empezaron a sacar los arcos de sus fundas de cuero.

—¿Para qué? —dijo Ion, sacudiendo la cabeza.

—Porque es el momento de elegir, Ion. Para todos nosotros. Yo he elegido. ¿Y tú? ¿Cabalgas?

Ion tragó saliva.

—¿Hacia la muerte?

—Todos los días cabalgamos hacia la muerte. Tal vez la tuya, allí abajo. Tal vez la mía. Ambas. —Sus ojos verdes lo contemplaron—. Así que elige.

—Yo… —Ion hizo una pausa. Y durante esa pausa, el mundo cambió.

—Demasiado tarde. —Drácula se inclinó hacia atrás y desvió la mirada—. He elegido por ti. Te despido de mi servicio. Vete con tu mujer y tus hijas. Muere en tu lecho.

—N… no —tartamudeó Ion—. Yo…

—¿No me comprendes? —Drácula se volvió y ahora su mirada expresaba certeza y también ira—. No te quiero aquí. ¿Por qué habría de permitir que un traidor cabalgara a mi lado?

—¿Por qué…? —dijo Ion en tono entrecortado.

—Por Ilona. El nombre que no debo pronunciar. Te marchaste debido a tu amor por Ilona —y su voz adoptó un tono despectivo—. Ahora te hablaré de Ilona, te diré lo que te negaste a escuchar. Cómo…

—No lo…

—… la maté…

—Lo… sé…

—No, te han contado lo que hice. Vislumbraste el resultado antes de echar a correr hacia mis enemigos, sollozando. Pero cómo lo hice… —rió—. Clavé el puñal en uno de sus exquisitos pechos. El derecho. Y después…

—¡Basta! —Ion trató de alejarse, pero Drácula se aproximó y le rodeó el pecho con un brazo y le cubrió la boca con la mano. Ion podría haber luchado, quizá podría haberse desprendido, pero la mirada del otro se lo impedía, los ojos verdes brillantes, esa voz susurrante…

—Le hice un corte de un pecho al otro, después apoyé la punta debajo de su barbilla y corté hacia abajo…

—¡Basta! —suplicó Ion, por debajo de la mano.

Pero el abrazo y la voz y la mirada eran implacables.

—… y cuando acabé, reí. Porque era igual que al hacer el amor con ella. Disfrutaba haciéndole daño. A ella le gustaba, le gustaba que le hiciera daño.

Ion soltó un gemido, pero no logró zafarse.

—Es verdad. ¿Acaso no hemos hablado siempre de la opción? Pues ésa fue la suya. Permanecer a mi lado, dejar que le hiciera daño, cuando podría haberse casado contigo, ser amada por ti. Me eligió a mí. Eligió el dolor. ¡Cómo reía al hacerle daño! Una y otra vez, y nunca tanto como cuando descubrí el lugar de su traición, de donde se deslizaron mis bastardos medio formados…

—¡No!

Ion se desprendió del abrazo, de la mano, la mirada y la voz que lo aprisionaban. Pero el príncipe lo alzó con facilidad y lo arrojó al suelo; después se inclinó hasta que estuvieron nariz contra nariz. El terrible susurro volvió.

—Se ha acabado, Ion Tremblac. Todo el amor, toda la lealtad, toda la verdad. Sólo queda la muerte: la de Ilona, la del Infiel. La mía. Voy hacia ella. La abrazo como antaño abracé a mi amante. Ahora moriré, si es la voluntad de Dios.

—¿Dios? —siseó Ion—. Dios no quiere saber nada de ti. Tú, entre todos los hombres, arderás en el infierno.

—Bien. —Los ojos verdes no parpadearon—. Entonces te aguardaré entre las llamas.

Drácula se incorporó, alzó a Ion y lo empujó hacia su caballo. Maldiciendo, sollozando, Ion rebuscó su espada debajo de las mantas, las desató, la desenvainó y dio un paso atrás. Pero tuvo que detenerse para secarse las lágrimas y después vio que Drácula ya había montado y dirigía su corcel más allá del linde del bosque.

La espada se deslizó entre sus manos. Sólo pudo tambalearse hacia delante, apoyarse contra un árbol y observar cómo los hombres de Valaquia cabalgaban en silencio para unirse a su voivoda en la ladera. Dirigió la mirada al valle, vio que un turco alzaba la vista, la bajaba, volvía a alzarla y soltaba un grito.

—¡Kaziklu Bey!

Entonces el Empalador levantó su arco, uno de los casi quinientos que se levantaron.

—¡Disparad! —gritó y soltó la flecha un poco antes que los demás. Dio en el blanco: el primer turco que lo aclamó, que cayó, tratando de arrancar una flecha clavada en el ojo. Entonces las flechas oscurecieron aún más el cielo gris, los arcos se tensaron y se aflojaron hasta que los carcajes se vaciaron y hombres y bestias aullaban al unísono en el valle.

—¡Espadas! —gritó Drácula, bajando el visor del casco en cuanto su hijo cabalgó hasta su lado. Pero él no desenvainó, se inclinó a un lado y recogió una lanza clavada en la tierra, envuelta en una tela, pero Drácula la hizo girar cinco veces con las manos y la desenrolló, el viento del Danubio la extendió y el Dragón volvió a ondear.

»¡Drácula! —gritó, y sus hombres lo imitaron. Después espoleó a su caballo colina abajo.

La mayoría de los que estaban en el fondo del valle, los que estaban vivos, trataban de huir hacia el campamento en la cima de la colina. Pero de aquél también bajaban hombres, y muchos fugitivos escapando de la muerte la encontraron bajo los cascos de los corceles de sus camaradas. El enemigo estaba preparado y aunque cargaban en escuadrones separados, Ion vio que eran miles.

Mas los valacos disfrutaban del impulso, el choque y el terror. Los que no habían huido, los que trataron de resistir, fueron barridos. Chocaron contra los primeros enemigos y los obligaron a retroceder. Entonces llegó el grueso del turco y la melée se convirtió en cientos de batallas individuales. Entre la masa de hombres vestidos de cuero y lana y acero, que convertían la nieve en lodo bajo sus cascos, Ion sólo logró distinguir al Dragón, agachándose, agitándose, levantándose para volver a caer hasta que por fin fue arrojado al aire, aferrado y aprisionado e Ion vislumbró la Garra del Dragón, la espada de Drácula, elevada durante un instante.

Entonces el resto del enemigo, todos sipahis con pesadas armaduras, cargaron desde un flanco y se acercaron al estandarte. Se abrieron paso a través de la multitud, derribando al amigo y al enemigo, dirigiéndose directamente hacia el estandarte. Ion vio que los encabezaba un enorme turco envuelto en ropas blancas, desde su casco en forma de turbante y el velo que le cubría la cara hasta las espuelas. Sostenía una inmensa hacha de guerra y se acercó a la figura de la armadura negra, de repente solitaria bajo el estandarte del Dragón. El hacha chocó contra la espada y la derribó, pero Ion vio que Drácula volvió a blandirla. Entonces algo le ocurrió al acero: se deslizó bajo el brazo del guerrero vestido de blanco, que hizo girar el cuerpo y al caballo y arrancó el arma. Durante un instante, Ion vio que Drácula estaba desarmado con la mirada dirigida sobre un hacha alzada. Pero incluso mientras el hacha caía, la refriega volvió a concentrarse y dejó de ver el estandarte, al príncipe y todo lo demás.

—¡No! —aulló Ion. En un momento había montado y cabalgaba ladera abajo. Ni siquiera se detuvo a recoger su espada. No tenía tiempo.

Se acercó con rapidez pues no se detuvo a intercambiar golpes y el borde de la batalla empezaba a despoblarse porque los valacos que habían visto caer el estandarte empezaron a huir, los que podían. Los que no habían sido derribados del caballo ahora estaban tumbados de espaldas, retorciéndose en el suelo mientras cuatro soldados aferraban a cada uno y clavaban puñales a través de los visores.

Ion logró acercarse. Pero entonces algunos hombres se volvieron, uno agarró las riendas de su yegua y la hizo caer. Otro le cercenó las patas y la yegua cayó, chillando, y lo arrojó hacia delante. Se golpeó contra el suelo, el casco, que no tuvo tiempo de amarrar, también cayó y un turco le asestó un golpe con la alabarda, pero Ion todavía seguía rodando y el golpe erró. Pero no el mango, que lo lanzó de cara contra el barro. Sabía que estaba a punto de morir, vio la misma alabarda que volvía a alzarse y aguardó que cayera, esta vez con el filo, en un mundo convertido en sombra…

… y entonces, más allá, vio otra cosa, algo que impidió que perdiera la consciencia, alguien… Drácula, surgiendo de la tierra con los largos cabellos negros como un velo cubriéndole medio rostro, la mitad que estaba destrozada. La otra, limpia, inmaculada, con el único ojo abierto, brillante y verde, mirándolo fijamente. Y entonces vio el resto, lo poco que quedaba: un cuello atravesado por una línea roja; nada más. Y cuando la luz se apagaba, cuando la alabarda volvió a caer en medio de la penumbra, Ion vio una última cosa… La cabeza de Drácula clavada en una estaca y después izada.