48
Danse macabre

Bucarest, diciembre de 1476, veintidós meses después

Desde las almenas, Ion observó al último hombre que cabalgaba a través de las puertas. El húngaro alzó el brazo pero Ion no quitó el suyo de debajo de su grueso manto para devolver el saludo. En primer lugar, hacía demasiado frío y en segundo, había hecho todo lo posible para que el hombre —y sus soldados— no se marcharan. ¡Ni pensaba saludarlo, condenado sea!

Como si percibiera su disgusto, Esteban Bathory, voivoda de Transilvania, se encogió de hombros y espoleó su caballo, atravesó las puertas y procuró alcanzar a su escolta. El resto de su ejército había emprendido camino a los pasos de montaña el día anterior, unos pasos que, milagrosamente, aún no estaban cubiertos de nieve. Fue ese casi milagro lo que hizo que el húngaro decidiera regresar a Buda y a la corte de su rey para la festividad del Nacimiento del Salvador. Por qué optó por llevarse a su ejército no quedaba claro. A lo mejor decidió que lo que era bueno para Esteban cel Mare, que se había marchado a Moldavia unos días antes, también era bueno para él.

—Te has despertado temprano.

La voz surgía a sus espaldas, pero no tuvo necesidad de volverse.

—Al igual que tú, príncipe.

—¿Yo? —El hombre se puso a su lado—. Yo no he dormido.

Al darse la vuelta, Ion vio que Drácula vestía igual que la noche pasada durante el banquete de despedida: sus ropas forradas de cuero tan negro como su pelo. Teñirlo fue su primera acción como cruzado, junto con sus cejas, aunque no pudo teñirse el bigote así que se lo afeitó. Su hijo lo imitó de inmediato y se afeitó el suyo.

El tinte no se debía a la vanidad, el príncipe carecía de ella.

Sin embargo, ya no era meramente un hombre, era un líder que debía servir de inspiración, uno que sabía que los soldados eran reacios a seguir a un hombre de barba cana.

Ion lo miró fijamente. La falta de sueño lo atontaba, lo hacía sentirse viejo y le dolían los huesos y las antiguas cicatrices, pero Drácula parecía volverse más joven todos los días. El color del cabello era lo de menos: las carnes hinchadas, los ojos hundidos, la palidez grisácea se habían desprendido, como la piel de un lagarto. Era el efecto de la guerra sobre quienes descollaban en ella. Y desde que el estandarte del Dragón y la Santa Cruz habían sido izados en Buda hacía un año y medio, todo había sido guerra, los cruzados habían atravesado Bosnia como un vendaval, masacrando al Turco en todas partes con Drácula siempre en primera línea. Ion intentó advertirlo, incluso criticarlo, afirmando que exponerse con tanta frecuencia a las espadas de los infieles era una vanidad, que más que luchar, la tarea del comandante consistía en conducir. Lo dijo por primera vez en Srebrenica cuando su príncipe se había puesto delante de él con el cabello cubierto por un turbante, cubriéndose una vez más con una armadura turca dispuesto a infiltrarse en la ciudad y sorprender a la guarnición. Drácula había recogido su arco, el mismo arco turco que sólo él podía tensar y había sonreído.

—Estoy en las manos de Dios, Ion. Mi kismet, como siempre, ya está escrito —había dicho entonces.

»He estado cazando —dijo Drácula ahora, apoyándose contra las almenas—. ¿Recuerdas ese azor enfermo que encontramos en Kuslat? Se ha recuperado y emprende sus primeros vuelos. Y vuela mejor cuando el cielo está apenas iluminado.

Ion se apartó, estremeciéndose. No era lo único que habían encontrado en Kuslat, Zwornik, Srebrenica y otra docena de ciudades y campos de batalla. Habían dado muerte a miles: turcos, búlgaros y valacos traidores. Como de costumbre, el paso de la Cruz estaba marcado por sangre y estacas, y conducía hasta aquí, a Bucarest, una ciudad por la que ahora Vlad mostraba su preferencia, en vez de por Targoviste. Decía que era porque estaba cerca del Danubio y proporcionaba noticias más tempranas del enemigo, pero Ion creía que se debía a que era un lugar más nuevo que albergaba menos recuerdos.

La puerta de la fortaleza que acababa de cerrarse volvía a abrirse. Durante un instante esperanzado, Ion creyó que daba paso al húngaro, a Bathory, que regresaba tras admitir el peligro presente y decidía pasar el invierno en Valaquia. Pero se equivocó: la puerta dio paso a otro Drácula y sus tres acompañantes, tambaleantes y soltando risitas.

—Veo que mi hijo está celebrando nuestra victoria sobre el Turco.

—Nosotros nunca celebrábamos el triunfo de la Cruz en compañía de putas —gruñó Ion.

Vlad sonrió.

—Te estás haciendo viejo, amigo mío.

—Pues no lo hacíamos, ¿verdad? —dijo Ion con un sabor amargo y malhumorado a vino agrio en la boca.

—No lo necesitaba, tenía a mi amor… —se interrumpió Vlad—. ¿A quién tenías tú, Ion?

«Yo también tenía a mi amor», pensó Ion, pero no lo dijo y sintió una inmediata punzada en el estómago.

Vieron como el Drácula más joven trastabillaba a través del patio. Al sentirse observado, se detuvo, alzó la vista, hizo una exagerada reverencia, rió y avanzó dando tumbos. Había luchado bien, conforme con sus limitaciones. No era su padre y sentía un aprecio exagerado por la juerga, pero ahora llevaba cicatrices no infligidas por su padre. Había envejecido a medida que su padre parecía rejuvenecer. Era casi como si se hubieran encontrado a mitad de camino.

Ion y Vlad no eran los únicos que observaban. Ella había sido mencionada y, en las escasas ocasiones en las que lo era, siempre se interponía entre ambos: un recuerdo del amor —y del odio— de Ion. Cuando se dedicaban a aquello que siempre habían hecho juntos: cazar, luchar, gobernar, era como si nada hubiera cambiado entre ambos desde los días en el enderun kolej, desde el pasado. Y entonces una palabra, una sombra en la mirada la volvía presente, y con su presencia llegaba el odio de Ion con todas sus fuerzas, aún sin mitigar. Al igual que el dedo que Radu le había cortado a Vlad, la herida no cicatrizaba. Sin embargo, hasta la herida más cruel acababa por cicatrizar, pero la de Ion jamás lo había hecho.

Era como si Drácula percibiera lo que hervía en el otro, sintiera la presencia al igual que Ion. Y aquí y ahora, por primera vez, decidió hablar de ello.

—Ilona —dijo, carraspeando—. Hay algo que debieras saber.

—No… —dijo Ion—, te lo advertí. No trates de disculparte, de explicar, de…

No pudo seguir. La puerta que se abrió de golpe por tercera vez lo interrumpió. Esta vez la atravesó un único jinete. Mientras lo observaban, se deslizó del caballo y se apoyó contra él durante unos segundos, exhausto.

—Cabalgó duramente —dijo Ion, haciendo caso omiso de lo que le atenazaba la garganta—. Debe de traer noticias importantes acerca del usurpador.

Drácula le clavó la mirada durante un momento y después volvió a bajar la vista antes de hablar.

—Vayamos a escucharlas.

Bajaron hasta el salón principal para oír las noticias que no eran noticias. El mensajero informó de lo que sus espías habían visto y oído: Basarab Laiota hacía llamamientos a los boyardos desafectos de Valaquia para que se unieran a él; sus aliados turcos estaban reuniendo tropas junto al Danubio para apoyarlo.

—¿Lo ves?

—Eso no significa que lo cruzará, Ion. Nos amenaza para mantenernos ojo avizor, como lo haría yo.

—No obstante, no debiéramos haber permitido que los húngaros y los moldavos se marcharan —dijo Ion, golpeando la mesa—. Si viene…

—Nos enfrentaremos a él —dijo Drácula, y mojó un trozo de pan en el vino tibio—. ¿Cómo podríamos haber conservado a nuestros aliados basándonos en esos rumores? Quieren celebrar la festividad del Nacimiento de Jesús con sus familias. Tú debieras hacer lo mismo, regresar a Suceava junto a tus cinco hijas.

—¿Y tú? No regresas a Pest.

—Sabes que no puedo.

—Y tampoco mandas a buscar a tu familia.

—No. Pero…

—Entonces yo tampoco iré a ninguna parte —dijo Ion y se dejó caer en la silla.

—Sabes que no es época de luchar. Los ejércitos rara vez atacan en invierno.

—¿Como nosotros, en Giurgiu? —bufó Ion—. ¿Como no atacaste el año pasado en Bosnia?

—Bien… —Vlad se encogió de hombros—. Estamos en manos de Dios, como siempre.

—Sí. Pero ése no es motivo para sentarse sobre las tuyas propias —dijo Ion, poniéndose de pie—. Como tu logofat, he de organizar muchas cosas. Lo primero es enviar un mensaje a todos los boyardos que te han jurado lealtad de que han de demostrarlo enviando hombres y dinero ahora mismo.

Vlad dejó el pan en la mesa.

—Yo también he de escribir cartas. Los sajones de Brasov y Sibiu aún retienen el oro que prometieron para la cruzada. Y después me encargaré de mi azor. Tiene piojos y Stoica encontró una reserva de mercurio con el que frotarle las plumas.

Ion sacudió la cabeza.

—¿Crees que es el momento de dedicarse a los azores, voivoda?

Vlad sonrió.

—Siempre es el momento adecuado, logofat. ¿Acaso aún no lo sabes?

Una semana después llegaron más noticias. Noticias que sí lo eran.

Como siempre, Ion lo encontró en las caballerizas, con el azor posado en su puño. Cuando Ion irrumpió, intentó echar a volar y se quedó boca abajo, chillando y colgado de las correas.

—¡Tranquilo, precioso! ¡Tranquilo, amado mío! —canturreó Drácula.

—¡Príncipe!

La mano mutilada, que no llevaba guante, le indicó que se sentara.

—Paz —dijo Drácula en el mismo tono empleado para tranquilizar al ave—. ¡Y espera!

Ion se quedó de pie, abriendo y cerrando los puños. Echó un vistazo detrás del príncipe… y se sobresaltó al ver al Negro Ilie y a Stoica en la oscuridad, las sombras constantes de Drácula. El hombretón lo saludó con la cabeza, el otro se limitó a clavarle la vista. Los últimos de los vitesjis no se habían alegrado de que Ion, el traidor, volviera a estar junto al príncipe. A aquél le daba igual, ninguno de los otros dos tenían los mismos motivos que él.

El ave se tranquilizó gracias a las suaves palabras y los trozos de carne que Drácula le dio. Pronto se dedicó a devorarlos y a dejarse acariciar por un dedo.

—Tranquilo —dijo Drácula.

Ion comprendió que se dirigía a él.

—Han cruzado… —barbotó.

—¡Tranquilo!

Ion cerró los ojos, inspiró profundamente y abrió los puños. Cuando habló, lo hizo en voz baja.

—Basarab Laiota ha atravesado el Danubio.

—¿Con cuántos hombres?

—Los informes varían. Al menos tres mil.

—No son tantos… ¿Y el boyardo a quien le ordené que observara y retrasara al enemigo? Gherghina, el que me juró lealtad durante mi coronación.

—Se ha pasado al usurpador.

—Comprendo. ¡No, tranquilo, bonito, tranquilo! —Vlad no levantó la vista—. ¿Y los demás boyardos a quienes llamaste para que se reunieran con nosotros aquí para celebrar el Nacimiento del Salvador?

—Me han asegurado que emprendieron el camino, pero nadie me ha informado de que alguno efectivamente lo haya hecho.

—¿De veras? —Vlad sonrió—. Se diría que tengo fama de ser poco hospitalario.

Ion se ruborizó.

—Te lo tomas con mucha calma, príncipe.

—¿Qué querrías que hiciera?

—Lo que has de hacer. —Ion acercó un taburete y se sentó—. He ordenado que las tropas de las que disponemos se reúnan aquí. Estaremos preparados para marchar dentro de una hora.

—¿Adónde?

—¿Adónde? —dijo Ion, frunciendo el ceño—. A Targoviste, por supuesto. Si al menos algunos de los boyardos se unen a nosotros allí, y el usurpador no recibe refuerzos, podemos defender la Corte Principesca hasta que regresen los húngaros. Si no recibimos más apoyo, y me temo que no lo recibiremos, podemos retirarnos hasta Poenari. En cierta ocasión, dijiste que podrías defenderlo con cincuenta hombres. Creo que nos quedan quinientos, así que…

—¿Quinientos? —Por fin, Drácula apartó la mirada del ave—. ¿Y Laiota dispone de tres mil? Eso significa uno a seis. Una buena probabilidad. Una probabilidad valaquiana. Cuando cabalgamos desde el bosque de Vlasia y atacamos el campamento de Mehmet éramos uno contra veinte.

Ion se estremeció.

—Aquel día perdimos, príncipe.

—Por poco.

—Tú sólo perdiste un dedo —dijo Ion en tono brutal—, y aún os falta.

Entre las sombras, el Negro Ilie se removió y dio un paso adelante. Drácula le indicó que se acercara con la mano.

—¿Y qué? Nos arriesgamos y fracasamos. Si volvemos a arriesgarnos, el resultado puede ser otro. —Hizo un gesto con la mano para evitar que lo interrumpieran—. No, Ion. No volveré a arrastrarme a lo largo de la misma ruta vieja y aburrida: de Targoviste a Poenari y a Pest. Un fugitivo, pronto un exiliado y después una vez más el pariente pobre de un rey; un monstruo a exhibir para asustar a los huéspedes del banquete… hasta que hayan aprendido a reírse de mí. No. Sabrás que en cierta ocasión, alguien me preguntó si prefería ser un león o un asno. Pues ser un león todo el tiempo resulta cansado —dijo, sacudiendo la cabeza—. Toda mi vida he procurado liberarme de las ataduras que sujetan a un voivoda de Valaquia, traté de no bailar al son de un sultán o un rey sino sólo ante el llamado de mi kismet, dictado por la voluntad de Dios y mis propios actos. Pero estoy harto de ocupar el trono para después perderlo… —Vlad se interrumpió—. En algún momento, ese círculo ha de ser roto, así que iré a echar un vistazo a Basarab Laiota y sus tres mil turcos. Y si puedo, lo mataré.

—¿Y si él te mata? —preguntó Ion en un tono suave como el del príncipe.

—Entonces estaré muerto. Y mis penas se habrán acabado. —Drácula chasqueó la lengua para calmar al ave, cuyas plumas se erizaron al oírlo. Se desató los lazos del dedo, los ató a la percha, cogió un trozo de carne cruda y se la tendió al azor—. Pero no hablemos de mi muerte, sino de lo siguiente: volveremos a enviar mensajes a Bathory y a Moldavia. Insistiremos ante los boyardos para que se unan a nosotros… y si la Cruz no los atrae, puede que la estaca lo haga, ¿eh? —Sonrió—. Créeme, no busco la muerte de un asno, sólo un final a esta… Danse macabre. ¿Lo buscarás conmigo? ¿Durante un poco más, al menos?

—¿Acaso tengo una opción?

Drácula, que se había vuelto e indicado a Stoica que se aproximara, se dio la vuelta y en su mirada brillaba algo diferente.

—¿Una opción? —dijo, pasándole el ave a Stoica—. ¿Recuerdas aquel momento en Edirne, cuando le ofrecí una opción a Ilona?

El nombre lo enardeció y la ira, como siempre, fue instantánea.

—¿Qué opción le diste? —gritó.

—La misma que todos tenemos —contestó Drácula—. Quedarse o marcharse. La misma que tú tienes ahora. —La mirada verde se oscureció—. Por la que ya optaste una vez con anterioridad, ¿recuerdas?

El nombre de ella, su destino, el recuerdo de su traición, que ahora Drácula hacía surgir. El motivo por aquella traición, que siempre se interponía entre ambos.

Algo se removió en su interior, hirviendo junto a la bilis y la sangre y estiró el brazo y aferró al otro hombre del cuello de su abrigo y lo atrajo hacia sí. El Negro Ilie avanzó un paso soltando una maldición, pero el príncipe lo detuvo de inmediato alzando una mano.

—¡Aguarda! —exclamó y miró directamente a los ojos de Ion—. ¿Qué es? —dijo en voz baja—. ¿Qué es eso que siempre has querido decir?

Durante un instante, Ion fue incapaz de hablar. Después lo hizo.

—Una vez te juré que mataría al hombre que le hiciera daño a ella. Es un juramento más que he roto. Pero ahora te digo, Vlad… —tosió y volvió a recobrar la voz—. No vuelvas a mencionarla nunca más, pedazo… de… hijo de puta —susurró—. No hables de ella jamás ni trates de afirmar que la amabas. Si lo haces, volveré a abandonarte, ¡y esta vez para siempre! —Acercó el rostro aún más, hasta que su nariz tocó la otra—. ¡Pero antes de marcharme observaré cómo mueres!

Arrojó a Drácula hacia atrás; éste tropezó e Ilie impidió que cayera. Ambos chocaron contra la percha y el ave se agitó y soltó un chillido con las alas desplegadas. Ion se volvió y salió corriendo de la caballeriza, cerrando la puerta de un golpe, pero el chillido del azor la traspasó y también la mirada verde que se clavó en su espalda.