Bajaron al patio iluminado por las antorchas; puesto que varios de los extraños las llevaban, a excepción del gigante cuyas manos estaban ocupadas en asfixiar a Stoica.
Surgieron de entre las sombras debajo del balcón y de inmediato les apuntaron dos ballestas. Alzaron sus espadas en señal de defensa.
—Paz —exclamó Drácula.
—Si eso es lo que quieres —gritó el hombretón—, baja las armas. ¡Ahora!
Las depositaron en la mesa del patio con la empuñadura apuntando hacia ellos.
—¿Y ahora estás dispuesto a soltar a mi administrador? —dijo Drácula.
—¿Qué? —El oficial (veían su cadena de oficial de la ciudad de Pest colgando encima de su pecho) bajó la vista como si hubiera olvidado lo que hacían sus manos, pero no soltó al hombre medio asfixiado—. Trató de prohibirme la entrada. ¡A mí!
Después se negó a responder a mis preguntas.
—Es mudo.
—Oh —gruñó el oficial, dejando caer a Stoica como si sufriera alguna dolencia. El calvo rodó por debajo de la mesa agarrándose la garganta—. Pues tú no lo eres. ¿Acaso mandas a tus criados a negarle el paso a los hombres del rey?
—Éste es mi reino —dijo Drácula—. Es costumbre pactar para entrar.
El hombre soltó una carcajada.
—¿Así que reino, eh? Vosotros los mercaderes de Pest, todos os consideráis príncipes —dijo y se rascó la espesa barba—. En la semana que he permanecido aquí he visto más presunción que en la mayoría de las cortes de Europa. Y he visto unas cuantas.
—No obstante…
—¡Silencio, anciano! —El oficial era muy alto y de pecho muy ancho, a su lado Drácula parecía pequeño cuando el otro se inclinó y acercó su cara a la suya—. No estoy aquí para «pactar» contigo. He venido en busca de un ladrón.
Se enderezó y miró a sus hombres.
—¡Buscadlo!
—No debes…
—¡Silencio, he dicho! —El oficial alzó una mano enguantada y la luz de las antorchas brilló en las tachuelas de metal—. A menos que quieras recibir lo mismo que tu criado —dijo, volviéndose—. ¡Registrad!
Ion miró a su antiguo príncipe. Nadie le había hablado de este modo, jamás, ni los boyardos ni los turcos, ni siquiera los reyes, pero Drácula no hizo nada, no expresó nada, se limitó a mirar fijamente. Como durante la cena, Ion intentó ver una llama en la mirada, pero sólo vio su reflejo. Y su ausencia confirmó lo que había empezado a sospechar: que había cabalgado durante cuatro semanas, pero en vano.
—¿A quién buscas? —preguntó Drácula mientras los guardias registraban las habitaciones.
El oficial se dejó caer en una de las sillas del patio y apoyó sus largas piernas calzadas de botas en la mesa.
—Oh, a un conocido ladrón. Te estoy haciendo un favor, viejo. Este villano ha robado en la mitad de las casas de Pest. La policía local no sabía qué hacer, por eso me mandaron buscar a mí —dijo, golpeándose el pecho—. Soy Janos Varency, ¡cazador de ladrones!
—¿Janos Horvathy? —dijo Drácula en voz baja.
—¿Eh? No, Varency. ¿Es que estás sordo? —El oficial se quitó los guantes, se sonó la nariz y se limpió los dedos en el jubón—. Debes de haber oído hablar de mí. Soy el mejor.
—Este ladrón —dijo Drácula con la vista baja—, ¿por qué crees que se encuentra aquí?
—Una rata de taberna nos advirtió que esta noche estaba a punto de robar en la casa anexa. Aguardamos allí fuera, Jesús, hacía un frío como para congelar las bolas de una estatua, ¿verdad?, hasta que lo descubrimos. Pero él también nos descubrió a nosotros, brincó sobre tu techo y… —dijo, abriendo los brazos—, aquí estamos.
Por todas partes resonaba el estrépito de puertas que se cerraban, postigos y cofres que se abrían. Y el ruido de un plato roto, seguido de una carcajada.
—Mi mujer y mis hijos están en la planta superior. Dudo de que sigan durmiendo, pero he de subir y tranquilizarlos.
Varency retiró las piernas de la mesa.
—No irás a ninguna parte. Serán traídos aquí.
—No —dijo Drácula con suavidad—. No deben ver sangre derramada.
Ion, que había bajado la vista contemplando el fracaso, ahora la alzó y también el oficial.
—No habrá sangre —dijo Varency—. Bueno, tal vez un poco. Pero la ciudad quiere vivo a este follador de cerdos para hervirlo en aceite en la plaza mayor el próximo domingo, como ejemplo.
—No estaba hablando de su sangre —dijo Drácula.
—¿Qué? —Varency frunció el ceño y entonces empezaron los gritos de triunfo y de desesperación. Dos guardias emergieron de la cocina empujando a un tercer hombre.
»¡Te atrapé! —Varency sonrió y se levantó cuando el ladrón fue arrojado a sus pies. Le alzó el mentón con la punta de la bota. El ladrón llevaba un abrigo acolchado y sucio, gruesas medias de lana y botas rotas. El rostro anguloso estaba cubierto de grasientos cabellos castaños. Era apenas un adolescente.
»¿Es él? —Varency frunció la nariz al examinar lo que tocaba su bota, como si fuera algo traído de las cloacas al aire libre—. ¿Este gusano?
Se había vuelto a poner los guantes tachonados y ahora se agachó, agarró al muchacho que se lamentaba, lo levantó y le pegó un puñetazo en la cara. El gimoteo cesó y el cuerpo se desplomó.
Varency lo dejó caer, se limpió la sangre que le manchaba la chaqueta y gritó:
—Arrastradlo fuera por los talones.
Dos de sus hombres se apresuraron a aferrar una bota cada uno.
—¡Esperad!
Nadie oyó a Drácula excepto Ion, que había estado escuchando, esperando una palabra. Así que lo repitió en tono más alto, dio un paso adelante y aferró al arquero del hombro.
Al no poderse desprender de la mano, el hombre se sorprendió.
—¿Señor? —exclamó.
El oficial, que ya había dado un par de pasos hacia el túnel, se detuvo, al igual que los hombres que arrastraban al muchacho.
—¿Qué ocurre?
—Sé cómo te llamas, Janos Varency, pero tú no sabes cómo me llamo yo.
—¿Y por qué habría de importarme? Y suelta a mi hombre —contestó el oficial, regresó y apoyó la mano en la empuñadura de su espada.
Drácula lo soltó y se acercó a la mesa.
—Debiera de importarte —dijo—, porque me llamo Drácula.
Los otros hombres que estaban en el patio titubearon. Uno soltó un silbido. Varency rió.
—¿Qué? ¿Como el Empalador?
—Sí, es uno de los nombres por el que se me conoce. Pero otro es Príncipe de Valaquia. —Miró en torno—. Y cuando dije que éste es mi reino, quise decir exactamente eso. Mientras yo lo pise, éste es un trozo de Valaquia y él —dijo, señalando al prisionero medio desmayado— buscó refugio aquí, en mi país. Así que es el príncipe quien decide si puedes llevártelo, o no.
—¿Que si puedo llevármelo? —dijo Varency, atónito. Después bramó—: ¿Acaso eres estúpido además de sordo? En Pest, yo soy la ley.
—Acabo de decirte que esto no es Pest. Es Valaquia. Yo soy su príncipe, así que aquí yo soy la ley.
El asombro se había convertido en ira.
—Pues me daría igual que fueras el jodido Papa —dijo Varency, dando un paso adelante—. Si eres Drácula, eres poco más que un prisionero del rey a quien sirvo. Y ahora —continuó, pegándole una patada al muchacho y causando un chillido de dolor—, cuando entregue esta basura en la cárcel de la ciudad, a cambio recibiré un saco lleno de plata. Un saco bastante grande. Y ningún así llamado «Príncipe de Valaquia» me lo impedirá, ¿comprendido?
Se volvió hacia sus hombres y rugió:
—Sacadlo de aquí. —Y desenvainó su espada.
—Pues eso —murmuró Drácula— supone la guerra.
—¡Vete a tomar por culo, Empalador! —dijo Varency, y ésas fueron sus últimas palabras.
Drácula entró en acción con tanta rapidez que Ion dudó que Varency viera algo. La espada de Drácula estaba en la mesa, después en sus manos y ya había dado un brinco, porque Varency era alto, y había blandido la espada al mismo tiempo, y entonces la cabeza de Varency rodó por el suelo, aunque el cuerpo permaneció de pie durante un instante antes de caer.
Ion también había cogido su espada, por si acaso, pero ninguno de los demás lo había imitado. Se limitaron a retroceder a lo largo del túnel y después, como si hubieran recibido una señal, todos echaron a correr.
El ladrón aún estaba boca abajo en el suelo, contemplando la mirada asombrada de Varency. Cuando Drácula se inclinó por encima de él, alzó la vista.
—Busca otra ciudad en la cual robar —le dijo, empujándolo con la punta de la espada.
El muchacho desapareció en un santiamén.
Vlad se quedó mirando los ojos aún abiertos de la cabeza cercenada. Después se enderezó y le indicó a Stoica que saliera de debajo de la mesa.
—Tráeme un cubo. Con una tapa —le ordenó.
El mudo se marchó, ambos hombres permanecieron en silencio hasta que regresó. El príncipe hizo un gesto, Stoica agarró la cabeza de la larga cabellera, la depositó en el cubo bajó la tapa.
—Puede que Corvino quiera ver a este oficial —dijo Drácula, envainando la espada—, y nosotros hemos de verlo a él. Ahora mismo. Esta noche. —Se volvió hacia Ion y en su rostro, sus ojos brillaban enmarcados por sus cabellos blancos, y sonrió—. Porque al parecer sigo siendo el mismo, después de todo.
El Cuervo no se parecía en absoluto a su apodo. Era alto, delgado y rubio, no bajo, rechoncho y negro; sus cabellos formaban una mata de rizos rubios y antiguas cicatrices y nuevos granos marcaban su rostro. Ahora se destacaban en un semblante enrojecido, tanto por el calor de su lecho recién abandonado como por la ira.
Un criado tembloroso no lograba sujetar el cordel del camisón alrededor de la cintura de Corvino. Tras el último vano intento, el rey de Hungría le apartó la mano y lo sujetó él mismo sin despegar la mirada de los dos hombres de pie ante él.
—Bien, primo —dijo en tono duro—, espero que tengas un excelente motivo para sacarme del lecho a esta hora.
Ion examinó al rey. Ya lo había visto varias veces, durante las embajadas. Y el encuentro más reciente había sido el día anterior, cuando llegó con mensajes de la corte de Moldavia y los detalles de su misión. Corvino tenía diez años menos que los otros dos, y parecía veinte veces menor. No sólo debido a su cutis de adolescente: más que un guerrero, era un intrigante siempre cauto y, a diferencia de Hunyadi, su padre —el Caballero Blanco que rara vez dormía en camas de plumas de ganso—, se había pasado la vida en palacios, rara vez en campamentos del ejército.
—Un muy buen motivo, Majestad —dijo Drácula haciendo una reverencia—. Consideré que debías oír dos noticias de mis propios labios y no de los de otros.
—¿Noticias que no podían esperar hasta mañana por la mañana? —dijo Corvino en tono malhumorado.
—Lo siento, pero… —Drácula se encogió de hombros—. Primero, ¿conocíais a un oficial llamado Janos Varency?
—¿El cazador de ladrones? Desde luego. Lo envié a… —se interrumpió—. ¿A qué os referís con «conocíais»?
—Lamento informaros, Majestad, de que Varency está muerto.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo murió?
—Se suicidó —dijo Drácula y quitó la tapa del cubo.
Corvino palideció y luchó por recuperar el control.
—Eso parece improbable —dijo entre dientes—, puesto que le han cortado la cabeza.
—No, no. Fue un suicidio, seguro —dijo Vlad—. Se suicidó al invadir el hogar de un monarca. Yo me limité a… ayudarle.
El Cuervo alzó la pálida mirada.
—Ayudar a un suicida no deja de ser un pecado, príncipe.
—Por el cual haré penitencia… rey.
Ambos hombres se contemplaron durante un largo momento. Ion observó el rostro de Corvino, observó el principio de una sonrisa, seguida de una carcajada.
—Primo —exclamó el rey—, sois tan increíble como siempre.
—Me alegro de complacer a Vuestra Majestad.
La sonrisa se desvaneció.
—Eso aún está por verse. —Corvino rodeó el cubo, se abrió paso entre ambos hombres y se dirigió a una mesa. Llenó tres copas de vino, se volvió y les indicó que se acercaran y eligieran una copa, cogió la de la izquierda y bebió.
»Oiremos el resto de esta historia con más detalle —dijo, indicando la cabeza cortada—. Pero lo que necesito saber es si la embajada de este hombre ha tenido éxito —añadió, lanzándole un vistazo a Ion—. ¿Os unís a la Cruz, o no?
Drácula asintió con la cabeza.
—Ésa es mi segunda noticia, Majestad, que eclipsa la anterior. Me uniré… bajo ciertas condiciones.
—¿Cuáles? —dijo Corvino, dejando la copa en la mesa.
—Lucharé en vuestro nombre y en el mío propio, bajo los estandartes de Hungría y del Dragón. Pero me niego a ser comandado por nadie que no sea Vuestra Majestad. Me niego a seguir las órdenes de mi primo, Esteban de Moldavia. Y como en gran parte estaré aquí, al margen de izar algunos estandartes, sabéis que comandaréis en el campo de batalla. Y todas mis órdenes serán obedecidas. Todas. Porque sólo conozco una manera de luchar: sin misericordia. La misericordia es para los tiempos de paz, en la guerra no ha lugar.
El rey echó un vistazo al cubo descubierto y se estremeció.
—¿Acaso ya estáis afilando estacas además de espadas, Vlad Drácula?
Éste esbozó una sonrisa.
—Vuestra Majestad se ha confundido. Las estacas han de ser romas. —La sonrisa desapareció—. Pero estoy dispuesto a hacer todo para que nuestra cruzada triunfe. Lo único que importa es la victoria y si la alcanzamos, nada de lo hecho por alcanzarla será recordado. Jamás lo es.
Miró a ambos por turno y después extendió el puño mutilado.
—¿Estamos de acuerdo?
—Lo estamos —dijo Ion, apoyando la mano sobre la de Drácula—. En nombre de Esteban de Moldavia, juro que haremos todo lo necesario para triunfar, incluso hasta la muerte.
Corvino cubrió las manos con la suya.
—Y yo juro por la Santa Cruz y en nombre de toda la cristiandad, que comandaréis las fuerzas que necesitáis para recuperar el trono de vuestros padres, matar al usurpador y arrojar a los Infieles al otro lado del Danubio. Volveréis a convertir Valaquia en el baluarte que siempre debe ser frente al Turco —dijo, alzando la otra mano y apoyándola debajo de las tres—. Juro hacer todo lo necesario, incluso hasta la muerte.
—Y yo juro lo mismo —dijo Drácula, echando un vistazo a Ion—, para redimir mis pecados.
—Entonces marchaos —dijo Corvino alzando todas las manos y sosteniéndolas en lo alto durante un momento antes de soltarlas—, tomad mis ejércitos y ayudad a mis enemigos… a suicidarse.
El rey regresó a su lecho. Vlad e Ion salieron por la puerta principal del palacio. En el este asomaba la aurora y ambos hombres la contemplaron a través de la bruma que se elevaba por encima del río que empezaba a descongelarse.
—Bien, príncipe —dijo Ion—. ¿Soltamos las cadenas del infierno?
Drácula negó con la cabeza.
—No, Ion. Desplegaremos el estandarte de mi padre. Elevaremos la Cruz de Cristo. Y observaremos cómo la bestia acude y se agazapa bajo ambas.